INQUIETUD
ALEX salió del bungalow y aspiró el aire a pleno pulmón. Ante él se expendía una zona esteparia, por donde iban y venían los trabajadores negros de la mina, más allá, a unas dos millas, se desparramaba el bosque cual un mar verdoso y, a lo lejos, dominando todo el territorio se erguía la mole impresionante del monte Kilimanjaro.
Al sentir en todo su cuerpo la ardiente caricia del sol el cazador sonrió satisfecho. De nuevo corría por sus miembros todo el vigor de su sangre joven y roja. Pese a ser la primera vez que se levantaba después de haber sido herido, apenas notaba una sombra de debilidad en las largas piernas.
Se echó el amplio sombrero sobre los ojos, para resguardarlos del sol, y sacando la pipa del bolsillo de su camisa, comenzó a fumar aspirando el humo con deleite. Con lentitud, como dando un paseo, echó a andar sin rumbo fijo.
A cierta distancia del bungalow distinguió las chozas donde habitaban: los trabajadores negros. El lugar era realmente magnífico para establecer un campamento. A enorme distancia de todo punto civilizado, contaba, sin embargo, con caza abundante, un bosque cercano y un riachuelo que serpenteaba rumoroso a espaldas del bungalow, entre unas márgenes sembradas de juncos y cañaverales.
De pronto, Alex vio avanzar hacia él la robusta figura de Edgard Parkington. El hombre andaba con paso firme y, mientras se acercaba, el cazador pudo ver en su rostro una sonrisa forzada, que desmentía la dureza de sus ojos. De su muñeca derecha, sujeta por una correa, pendía una corta fusta. Se detuvo junto a Alex y saludó:
—¿Cómo va eso, Saunders? Parece que se ha repuesto con rapidez.
—Así es. Pero aún me noto algo débil y mi herida no está del todo cicatrizada. Sengo continúa en la cama; ha perdido más sangre que yo. Me temo que les seguiremos molestando durante una temporada.
Edgard se golpeó con la fusta las polvorientas botas.
—Ustedes no nos causan ninguna molestia. Al contrario, estamos tan solos, que siempre resulta agradable recibir una visita de vez en cuando.
Hizo una pausa y agregó en tono casual:
—¿Quiere acompañarme a hacer una visita a la mina?
Alex asintió con la cabeza. Ambos hombres echaron a andar uno junto a otro. Cruzaron el riachuelo por un rústico puentecillo de madera y avanzaron por un sendero abierto entre altas hierbas y espesos matorrales espinosos. Unos lagartos, que permanecían inmóviles tomando el sol, se arrastraron velozmente y fueron a ocultarse entre la maleza. A lo lejos, los largos cuellos de dos jirafas asomaban por encima de las copas de unos árboles achaparrados. Una libélula, de alas transparentes, parecía flotar en el aire, y unas abejas de cabeza amarilla zumbaban insistentes en torno a un camaleón que permanecía quieto en una rama.
—Ya estamos llegando — explicó Edgard—. No es una mina muy importante, pero yo creo que llegaremos a sacar buenos beneficios. Al fin y al cabo, uno no se entierra por gusto en un lugar como éste. Lo menos que se puede esperar es conseguir amontonar algún dinero, ¿no le parece?
Alex exhaló una espesa bocanada de humo.
—No lo sé. Es usted el dueño de la mina, no yo. Supongo que cada persona ve las cosas a su manera. Pero yo creo que a África hay que aceptarla por sí misma, no por lo que nos puede dar.
En los ojos claros de Edgard se encendió un brillo irónico, burlón.
—Es usted muy ingenuo, Saunders. Con sus opiniones, la colonización de África hubiera sido imposible. Hay que ser más positivo. A fin de cuentas, esos asquerosos negros no merecen ningún respeto.
Un relámpago acerado cruzó por las pupilas del cazador,
—Algún día, los blancos nos tendremos que arrepentir de todo lo que hemos hecho — exclamó con voz metálica—. Pero quizá entonces ya sea demasiado tarde. Somos dignos, de un castigo ejemplar.
El sendero que seguían fue a desembocar en una especie de desfiladero poco profundo, donde un grupo de negros trabajaba bajo los rayos abrasadores del sol. Unos, armados de azadones, picos y palas, cavaban la tierra blanda de las laderas, cargándola en cestas que se alineaban detrás de ellos. Otros volcaban la tierra en unos cedazos por medio de los cuales la iban filtrando, de modo que de existir algún diamante quedara prendido en el sutil enrejado. Los trabajadores se acompañaban en su tarea entonando una canción lenta y monótona, en la que se hablaba con nostalgia de la vida libre.
Un negro robusto vigilaba a sus compañeros. Permanecía en pie, con los brazos cruzados sobre el hercúleo pecho y las piernas muy separadas. Llevaba el tórax desnudo, pero lucía unos pantalones blancos sujetos a los tobillos por medio de unas correas. Una canana con un revólver ceñía su cintura y de su muñeca derecha pendía un látigo de cuero trenzado. En su rostro oscuro y siniestro brillaban dos ojos astutos y crueles.
—Bien, ¿qué le parece la mina? —preguntó Edgard a Alex.
—No entiendo mucho de eso, pero supongo que si sacan muchos diamantes deben estar ganando una fortuna.
Edgard sonrió.
—Las piedras no son de muy buena calidad, así es que no tienen demasiado valor. Pero en el mercado hay bastante demanda y son un buen medio de vida.
Se acercaron al negro que vigilaba a los trabajadores y Edgard dijo:
—Este es Wando, nuestro capataz. Un muchacho muy útil y de toda confianza.
Los ojos del negro se encontraron con los de Alex y por un momento sostuvieron su mirada. El cazador vio en ellos algo que no le gustó. Conocedor de los indígenas, una voz interior le dio la señal de alarma. Luego Wando bajó los ojos y murmuró:
—Yambo, bwana.
Alex nada contestó y, ante su silencio, las pupilas del capataz le dirigieron una fugaz mirada y de nuevo se desviaron rápidamente. Pero aquello bastó al cazador para comprender que Wando, instintivamente, se consideraba su enemigo. Entre ambos, en un segundo, se había establecido una corriente de antipatía y antagonismo.
Alex, mientras recorría la mina en unión de Edgard y Wando, se dio cuenta también de otra cosa. Los trabajadores negros, cuyos cuerpos relucían de sudor, les dirigían rápidas miradas llenas de odio y ante su proximidad se movían inquietos. En su actitud había un profundo rencor inexpresado y en el ambiente parecía flotar una muda amenaza.
Nada de esto pasó desapercibido al cazador, que se dijo que algo en aquella mina no funcionaba bien. De regreso hacia el bungalow preguntó a Edgard:
—¿Dónde contrataron a esos obreros?
—Son de un kraal que está unas millas al sur de aquí. Fue Allan quien los contrató, antes de coger las fiebres.
—Es lástima que él no le pueda ayudar ahora en la dirección de la mina. Debe usted tener mucho trabajo.
Edgard se encogió de hombros.
—Sí, es una lástima. Allan es un buen chico. De todas formas, no me importa hacer el trabajo de los dos en la mina. Sé que él haría lo mismo por mí.
Las palabras de Edgard no podían ser más nobles y desinteresadas, y, sin embargo, Alex sintió que en ellas había una nota falsa, que el desinterés y la nobleza eran sólo aparentes.