PRIMER ROCE

—NO hagas ningún movimiento brusco, Sengo. Se te podría abrir otra vez la herida — aconsejó Alex.

El mulak, que se levantaba por primera vez después de varios días de permanecer en el lecho, hizo brillar sus blancos dientes en una amplia sonrisa.

—Yo ayudar a la memsahib, bwana. Ella trabajar mucho.

La muchacha dejó el frasco de quinina sobre la mesilla y volvió la cabeza hacia el negro.

—Realmente, Sengo, no creo que sea necesario.

Alex, que se hallaba sentado en un sillón de mimbre, se puso en pie.

—Déjele. El será feliz pudiéndola ayudar.

Allan, tumbado en el lecho, miró a la muchacha con ojos febriles y llenos de adoración.

—Yo también sería feliz pudiendo ayudarte — murmuró con voz velada por la emoción—. Sé que soy una carga para ti y a veces preferiría morir de una vez para que pudieras ser libre.

Helen le acarició dulcemente los revueltos cabellos y le habló con infinita ternura.

—No seas tonto, Allan. Tú no eres ninguna carga. Sabes que para mí no es ninguna molestia cuidarte.

Alex tomó su sombrero y salió a la veranda sin hacer ruido. No quería molestar a los novios en su intimidad. Descendió los escalones de madera y salió a pleno sol, protegiéndose los ojos con las amplias alas del sombrero.

En aquel momento llegaban de la mina los trabajadores negros. Avanzaban en fila llevando las herramientas a hombros y los cestos y cedazos en la cabeza. El trabajo matinal había concluido y regresaban a sus chozas en busca de la comida. Sus torsos desnudos y musculosos revelaban la fatiga de la tarea a que se veían sometidos.

Alex se detuvo a contemplarles y una vez más le asaltó la impresión de que en todo aquello había algo que no marchaba bien. La misma atmósfera que rodeaba a los trabajadores parecía estar cargada de electricidad. Vio a Wando que iba en cabeza de la larga hilera humana y, más atrás, la figura fornida de Edgard.

De pronto, uno de los negros que iban en la vanguardia lanzó una exclamación y, cojeando, se apartó de la fila para ir a sentarse en el suelo y examinarse cuidadosamente la planta del pie derecho. Alex supuso que se habría clavado una espina lo bastante dura para perforar la callosidad de sus pies.

Wando, murmurando algo en voz baja, se dirigió hacia el trabajador y le exigió que se levantara inmediatamente y regresara a la fila. El otro repuso con voz lastimera que no podía, que se había clavado una espina en un pie y antes debía quitársela. Desde donde se hallaba, Alex oía perfectamente la conversación sostenida en lenguaje nativo. El capataz insistió en tono amenazador y el otro contestó de nuevo que antes le dejara quitarse la espina.

Entonces Wando, sin pronunciar palabra, le propinó un violento rodillazo en pleno rostro. El negro soltó un aullido de dolor y cayó hacia atrás, quedando tendido boca arriba en el suelo. El capataz, con la boca torcida en un gesto feroz, descargó un furioso puntapié en las costillas del caído, luego otro en el estómago, y otro en el vientre y otro en el cuello. Como si aquello le produjese un extraordinario placer, siguió propinando patadas al caído con la furia de un demente o la excitación de un borracho. El trabajador se retorcía de dolor y lanzaba gritos entrecortados y angustiosos.

Alex saltó hacia adelante como impelido por un resorte, y sujetando a Wando con la mano izquierda, le obligó a girar violentamente. Su puño derecho salió disparado con la fuerza de un ariete, yendo a estrellarse en la mandíbula del capataz.

Wando cayó hacia atrás y fue a dar en tierra con la pesadez de un fardo. Por un momento quedó inmóvil, sacudiendo la cabeza para arrancarse el aturdimiento. Luego sus ojillos crueles se clavaron en Alex con una mirada en la que había un brillo homicida. Bruscamente, saltó hacia su antagonista como un felino.

El cazador recibió el cabezazo en pleno estómago y rodó por tierra abrazado a su adversario. Pero, mediante una sacudida de todo su cuerpo, se zafó del abrazo y se puso en pie de un brinco. Wando también se había levantado. Alex, sin darle tiempo a reaccionar, le descargó un nuevo y terrible puñetazo en pleno rostro. Wando lanzó un gruñido y retrocedió tambaleándose. El cazador cayó sobre él y sus puños le machacaron el semblante.

El capataz cayó de rodillas aturdido por la lluvia de golpes, pero Alex le sujetó por el cuello y le levantó de un violento tirón. Implacable y vengador, sus puñetazos continuaron la obra demoledora. Wando daba traspiés como un beodo, con el rostro sangrando y desfigurado por los golpes. Finalmente, un poderoso derechazo en el mentón le hizo desplomarse como un fardo.

Alex contempló en silencio el cuerpo inanimado de Wando que, perdido el sentido, yacía en tierra como una piltrafa. Los trabajadores negros observaban al inanimado capataz con los ojos muy abiertos y en los semblantes una expresión mezcla de júbilo y de asombro. Sus miradas se dirigían a veces al cazador, cuya respiración era entrecortada a causa del esfuerzo realizado.

Alex recogió del suelo su sombrero y lo golpeó contra sus pantalones para quitarle el polvo. Entonces oyó a sus espaldas una voz que exclamaba:

—¡Pero qué diablos…!

Giró en redondo y vio a Edgard que contemplaba con ojos coléricos el cuerpo de su capataz. Luego su mirada se clavó en Alex y su rostro palideció a causa de la ira. Haciendo un enorme esfuerzo para dominarse, se volvió a los trabajadores negros y gritó con voz rabiosa:

—¿Qué hacéis aquí parados como unos idiotas? ¡Coged a Wando y llevadle a su choza! ¿Me habéis oído?

Cuando los negros se hubieron alejado con el cuerpo del capataz, Edgard se encaró con Alex, no pudiendo apenas contener la cólera que le poseía.

—¿Qué demonios se ha propuesto usted? ¿Acaso quiere soliviantar a mis trabajadores?

Alex se encasquetó el sombrero y miró a su interlocutor con ojos fríos y tranquilos.

—Escuche, Parkington. No estoy dispuesto a tolerar que se maltrate a los obreros de su mina. He dado una paliza a Wando y se la volveré a dar si le encuentro otra vez maltratando a un negro.

El coraje hizo temblar la voz de Edgard.

—Quiero recordarle, Saunders, que esta mina no es de su propiedad y usted no tiene por qué dar órdenes en ella.

Alex hundió las manos en los bolsillos de su pantalón y sus labios se crisparon en un rictus de dureza.

—Y yo quiero darle un consejo, Parkington. Si sigue usted cometiendo injusticias con sus obreros, un día va a amanecer con una lanza clavada en la espalda. Y lo que es peor, su hermana y Allan Watchett van a sufrir también las consecuencias de su estupidez.

—No quiero seguir escuchándole. Procure no volver a inmiscuirse en mis asuntos. ¿Está claro?

Alex se dio cuenta de que todo el hombro izquierdo de su camisa se hallaba manchado de sangre. La cicatriz se había vuelto a abrir con el esfuerzo de la pelea. Miró a su interlocutor y repuso con voz sosegada:

—Está claro, Parkington. Todo empieza a estar muy claro.

 

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