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Ya hace tres semanas que estoy en el Centro de Internamiento Infantil. Papá y mamá no me han visitado porque todavía no se lo permiten, así es aquí el reglamento. El doctor Nevele dice que no estoy equilibrado. No puedo controlarme. Me cogen rabietas. Él dice que soy un buen muchachito que lamentablemente de vez en cuando hace cosas feas. Como lo que le hice a Jessica.
Aquí estoy solo. No tengo amigos. No conozco a nadie salvo a Rudyard y a la señora Cochrane. Niños no conozco. Antes solo había estado fuera de casa una vez (sin contar cuando me quedaba a dormir en casa de Shrubs). Cuando tenía cinco años fui de colonias.
Se llamaba Campamento Atinaka, para niños pequeños. Estaba lejos de mi casa, fuimos en coche, llegar nos llevó una hora. Todo el viaje mi madre me estuvo hablando de lo bien que iba a pasármelo, igual que «Spin y Marty» en el Club de Mickey Mouse. Ellos llevan sombrero de vaquero y montan a caballo. (Me encantan Spin y Marty, tú, son la bomba, pero a Mickey Mouse lo odio porque habla como una chica).
El campamento duró una semana. Había cabañas. La nuestra era la Cabaña Número Uno. Comíamos en el Albergue Punta de Flecha que era como el comedor del colegio pero sin la fila. Y cada día antes de la comida cantábamos una canción.
Aquí está la Número Uno
La Cabaña Número Uno
Aquí está la Número Uno
La mejor de este lugar
Solo que no éramos la mejor. Éramos un asco. Cada mañana había alguien que se hacía pipí en la cama, menos yo. Yo nunca me hice.
La Cabaña Número Uno tenía dos monitoras, la señorita Laurie y la señorita Sherry. Llevaban el pelo muy corto pero eran chicas. Dormían con nosotros en la Cabaña Número Uno y nos veían vestirnos y ponernos el pijama. Yo siempre me vestía bajo las mantas porque tenía vergüenza.
Un día fue el Día de la Fiebre del Oro, era una actividad especial de las colonias. Nos pasamos el día entero haciendo como que buscábamos oro, que eran piedras pintadas de amarillo. Uno de los monitores se disfrazó de Pete el Víbora y andaba por ahí disparando harina con un revólver y si te daba se suponía que estabas muerto. A mí me daba miedo, aunque sabía que no era de verdad. Me asusté. Y aquella noche me desperté en la cama, hacía mucho frío y tenía pipí. Pero me daba miedo salir. Me daba miedo que fuera estuviese Pete el Víbora y en la Cabaña Número Uno no había lavabo. Tenías que salir y bajar la colina. Así que me aguanté. Me aguanté y me aguanté hasta que no pude más y me lo hice en la cama. Lo cubrí con las sábanas y la manta, pero estaba frío y húmedo y todo se empapó. Tuve que dormir encima. A la mañana siguiente se despertaron todos y el único que se había mojado era yo. La señorita Laurie dijo que la manta se había echado a perder, tuvo que tirarla. Yo quería morirme.
Ahora estoy en el Centro de Internamiento Infantil, y sigo estando solo. No tengo ningún amigo. Ojalá estuviera aquí Shrubs, o hasta Marty Polaski. A veces recibo cartas de mi madre y de mi padre. Y hoy he recibido una de Jeffrey.
Querido Burt:
¡Hola, moco verde! ¿Cómo estás? Yo bien. Mamá me dijo que tenía que escribirte, así que te escribo. (Pero yo no quería). (Era broma, ja, ja).
Ayer en el colé nos hicieron el Test Iowa. Nos lo hicieron en clase de tutoría. Duró todo el día. Seguro que tú todavía no lo has hecho porque eres pequeñajo. Es para determinar la capacidad académica. No hay preguntas y respuestas normales, en cambio tienes que rellenar el cuadrado que está junto a la mejor respuesta con un lápiz blando, y hay letras A, B, C o D. El señor Lloyd nos enseñó a hacer trampa. Has de llenar todos los cuadrados porque después la que corrige es una máquina, pero dijo que igual podían pillarnos. De todos modos yo no tengo que hacer trampa porque soy un alumno inusualmente dotado.
Mamá me ha dicho que no tenía que contarle a nadie en dónde estás. Todo el mundo me lo pregunta. Me dijo que dijera que estás en casa de unos parientes. Bruce Binder dijo que estás en la cárcel. Ahora piensa que tenemos parientes presos.
Y por cierto, ¿dónde estás? El día que mamá y papá se te llevaron, la madre de Jessica Renton llamó más de cien veces, pero yo no sabía qué decirle. Le dije que te habías ido a casa de unos parientes.
Bueno, desde que te fuiste no he entrado ni una vez en tu cuarto, así que no te preocupes. Sophie dice que de todos modos lo dejaste hecho un desastre, pero ayer la vi en el sótano, tenía en la mano la guitarra que usas para imitar a Elvis y estaba llorando.
De vez en cuando mamá me pregunta si tengo idea de por qué le hiciste eso a Jessica Renton. Se pone triste y yo no sé qué decirle. Dice: «Es tu hermano, tú lo conoces». Y yo digo: «Pero fuiste tú quien lo tuvo, no yo». También le recuerdo que cuando éramos pequeños me pegabas todo el día aunque yo era mayor. ¿Por qué lo hacías?
Anoche papá me dio una bofetada por decir que la chuleta de cerdo sabía a vómito. Estaba de mal humor, dijo mamá. Se levantó de la mesa y no volvió hasta después de la cena. ¿Te acuerdas cuando el invierno pasado no quiso comer con nosotros una semana entera y nadie descubrió nunca por qué?
Aunque te odio con toda mi alma me gustaría que te dieras prisa y volvieras a casa, así me ayudarías a sacar la basura, y además porque no tengo con quien bromear los domingos por la mañana antes de que todos se levanten.
Tu hermano,
Sr. Jeffrey Rembrandt
Pero todavía no me han llegado cartas de Jessica. Todos los días le pregunto al doctor Nevele si hay alguna y él no me contesta nada.
Ayer el doctor Nevele me dijo que quería que viese a los otros médicos del Centro de Internamiento Infantil, y que tal vez acercándome a los otros niños podría hacer algunos amigos.
—Aquí tenemos muchas salas especiales —dijo—. Salas para aprender a hablar correctamente, y salas para representar los sentimientos usando juguetes, y salas para cantar y tocar, y hasta para hacer gimnasia o lucha.
Yo le dije que prefería hacer lucha porque podría imitar a Dick el Matón. Es un guarro, tú, pero lleva un corte a cepillo.
Así que fui.
Antes desayunamos. Había huevos pero con trocitos de algo, era como una tortilla. Una asquerosidad. También había zumo de tomate que cuando lo bebo pienso que es sangre. Pero no me cogió una rabieta. Me lo comí todo. Luego fuimos.
Primero tuvimos Música. Se sientan todos en el suelo y cantan: «Yupi ya, ya, yupi, yupi, ya», y te hacen hacer así con las manos y gritar «¡Y otra vez!». Me sentí un idiota.
Luego fuimos a Terapia Lúdica, donde yo ya había estado una vez con Rudyard. Esta vez jugué en la cocinita que tienen. Había neveras de madera y una cocina de mentira. Hice filete Stroganoff. Una vez mi madre lo hizo. Es asqueroso.
Luego fuimos a Terapia Verbal. Es para niños que no saben hablar bien, como Manny, que no sabe decir la L. Pero al fondo del aula de Terapia Verbal había alguien que se pasaba el rato hablando, y no podían descubrir quién. Era yo. Hablaba usando la ventriloquia que aprendí en un libro de la biblioteca del colé. En ese libro también aprendí a hacer un muñeco con una bolsa de papel. Era chulísimo. Luego me regalaron uno, me lo regalaron para Hanukah. Le puse Buxby, lo que fue una estupidez porque no puedo decir su nombre haciendo ventriloquia. Así que lo maté. Le operé el estómago porque tenía pleurodinia y se le salió todo el relleno y mi madre lo bendijo.
Salimos de Terapia Verbal. Entonces vi a alguien en el pasillo, era el cartero, tenía un bolso y estaba llevando cartas al despacho. Corrí hacia él y le pregunté si no tenía cartas de Jessica para mí. Él no sabía de qué le estaba hablando. Dije: «Jessica Renton, ¡ella prometió que me escribiría!». Pero él solo me miró y dijo: «Mira, chaval, a mí me importa un pimiento quién le escribe a quién, yo hago mi trabajo, así que déjame en paz», y entonces yo perdí el control. Grité: «¡Deme cartas, deme cartas!», y le di una patada en la pierna y empecé a pegarle. Le quité el bolso y lo vacié en el suelo y salté sobre las cartas y empecé a tirarlas para todos lados buscando una de Jessica y luego él trató de pararme y le mordí la mano. Salieron todos del despacho y el doctor Nevele me torció los brazos y me llevó a la Sala de Retiro y yo seguía chillando que me dieran cartas.
Me arrastró hasta la Sala de Retiro y cogió una silla del pasillo y me hizo sentar a la fuerza y se quitó el cinturón y me lo puso bien apretado y lo abrochó. Allí me dejó. Ni siquiera dijo algo.
Me quedé solo. No me quité el cinturón. Sabía que no podía controlarme, que no podía controlar la rabieta. Estuve sentado mucho tiempo. Luego me lo quité y fui andando con mucha compostura hasta el despacho del doctor Nevele.
—Lo siento —dije, y le devolví el cinturón. Él me miró de un modo raro, como si tuviese vergüenza de algo, y cogió el cinturón y dijo está bien. Yo dije—: Solo quería mis cartas, ella prometió que me escribiría. —Cuando dije aquello el doctor Nevele se puso rojo. No sé por qué. Movió la cabeza y nada más.
—Lo siento, Burt —dijo. Estaba como si fuera a echarse a llorar.
Volví a mi pabellón. Me tumbé en la cama. Me quedé allí hasta que afuera oscureció. Miraba el techo, que tiene unos agujeritos, como en el colé. Me perdí la cena. Luego hice una cosa. Me acerqué a la ventana y junté las manos y miré hacia fuera y dije:
Estrella, brillante estrella,
la más bonita que veo,
por favor haz que se cumpla,
que se cumpla mi deseo.
Y lo dije para que por favor Jessica me escriba cartas, así sabré si se encuentra bien y me recuerda.
Luego volví a la cama y me tumbé. Me tapé la cabeza con la almohada. Fuera no había estrellas, estaba nublado. Y en mi pabellón estaba oscuro y yo estaba solo. Oí un trueno, empezó a llover.
Cuando abrí los ojos, a mi lado había alguien sentado fumando un cigarrillo, vi el fuego en la oscuridad. Me asusté.
—¿Quién está ahí? —pregunté.
—Perdona, ¿te he despertado? —Era Rudyard. Sopló humo.
—No —dije.
—¿Dónde están todos?
—En Actividades Especiales —dije—. Hay cine.
—Ah, sí.
Rudyard estaba sentado en la cama de al lado. Los ojos se me acostumbraron a la oscuridad y lo pude ver. Estaba doblado como si lo hubieran herido o algo así.
Lo observé. No decía nada. Se levantó y empezó a caminar por el cuarto. Miraba las cosas a oscuras. Luego se acercó a la ventana y miró afuera, y la luz del aparcamiento le daba por detrás y yo lo veía todo negro. Era una silueta.
—Puedes pedirle un deseo a la estrella que elijas, Rudyard —dije—. Vale pedir cosas.
—No hay estrellas.
Estaba lloviendo.
—Lo sé.
Él se quedó parado, mirando afuera aunque lloviese. Luego empezó a hablar. Hablaba para sí mismo.
—Un día, hace dieciséis años, yo volvía a mi casa desde la tienda de comestibles del callejón que hay detrás. Tenía la costumbre de ir a la tienda solo para mirar un poco. Puede que no llevara más de quince centavos, pero me pasaba el día en las tiendas, intentando decidir qué era lo mejor que podía comprarme por ese dinero. Cuando por fin me decidía y compraba una cosa, la disfrutaba de veras.
»Aquel día noté que en la tienda tenían un expositor nuevo. Era para galletas. Esas que tienen chocolate de un lado y listas de chocolate del otro. Yo en realidad las odiaba, pero eran buenas para remojarlas. Se empapaban bastante sin deshacerse. En el expositor se veía el dibujo de un chaval brincando. Era una silueta de cartón.
»Decidí comprarme una pastilla de jabón porque me duraría más que un dulce. Cuando llegara a casa iba a tallarlo. Pero a medio camino se desató una tormenta, se levantó viento y empezó a llover. Eché a correr pero la lluvia me pilló. Me llevé un buen susto. Me refugié bajo un árbol que había detrás de la tienda, en medio de unos arbustos, a esperar que parara de llover. Entonces noté que alguien había arrojado al callejón uno de los expositores aquellos. El niñito de cartón se desprendió. El viento lo arrastró contra los arbustos. Las piernas y los brazos se le agitaban y retorcían como si le hubiera cogido una rabieta.
»Finalmente decidí regresar a casa. Cerré los ojos y eché a correr. En el camino se me cayó el jabón. Pero aún hoy, a veces, cuando voy caminando y miro alrededor, me parece ver niñitos de cartón contra los arbustos, pataleando de rabia. Y esta noche me he acordado.
Volvió a sentarse en la cama de al lado. Yo miraba la punta del cigarrillo. Él no dijo nada durante un rato muy largo. Y al fin habló:
—Burton, me parece que van a echarme. La Junta Directiva me ha pedido que me vaya.