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Estoy en el Centro de Internamiento Infantil.

Me han traído por lo que le hice a Jessica. Todavía me sangra la nariz pero no me duele, pero tengo la mejilla negra y azul. Me duele. Me da vergüenza.

La primera persona que he conocido al llegar aquí ha sido la señora Cochrane. Ha ido a recibirme al despacho donde yo estaba con papá y mamá. Todos se han dado la mano menos yo. Yo las tenía en los bolsillos. Con los puños cerrados. La señora Cochrane me ha sacado de allí. Es fea. No dan ganas de mirarla y va en pantalones aunque es vieja. Me habla muy despacio, como si estuviera durmiendo. Yo no estoy durmiendo.

Me ha llevado a mi pabellón. Tiene seis camas. No hay cortinas ni alfombras. No hay armarios. No hay tele. Las ventanas tienen barrotes como si fuera una cárcel. Estoy preso por lo que le hice a Jessica.

Luego he ido a ver al doctor Nevele.

Su despacho está para ese lado, bajas por el pasillo y cruzas las puertas grandes y luego doblas así y allí está. Tiene pelos en la nariz, parece estropajo. Me ha dicho que me sentara. Me he sentado. He mirado por la ventana que no tiene barrotes y el doctor Nevele me ha preguntado qué estaba mirando. Yo he dicho que los pájaros. Pero estaba buscando a mi padre para que me llevara a casa.

En la mesa del doctor Nevele había una foto de niños y había una foto de Jesucristo que me parece que es falsa porque en aquella época no existían las cámaras. Estaba en la cruz y encima alguien sostenía un cartel. El cartel decía INFO. Significa que puedes pedirle indicaciones.

El doctor Nevele estaba sentado detrás del escritorio. Ha dicho:

—Bien, bien, ¿por qué Burt no me cuenta ahora algo de sí mismo?, por ejemplo, ¿qué es lo que más le gusta hacer?

Yo me he cruzado de brazos. Como un caballerito. No he dicho nada.

—Vamos, Burt. ¿Qué cosas te gusta más hacer, con tus amigos, por ejemplo?

Me he quedado callado. No he contestado. Él me ha mirado con los ojos y yo he mirado por la ventana buscando a mi padre, solo que no lo veía. El doctor Nevele me ha preguntado otra vez y luego otra vez y luego ha parado de preguntar. Se ha puesto a esperar a que yo hablara. Pero yo no quería. Se ha levantado y ha empezado a caminar por el despacho y, luego, como él también miraba por la ventana, yo he mirado para otra parte. He dicho:

—Es de noche.

El doctor Nevele me ha mirado.

—No, Burton, no es de noche. Es de día. Estamos a media tarde.

—Es de noche. La hora en que viene Blacky.

El doctor Nevele me ha mirado.

—¿La noche se llama Blacky? —ha preguntado.

(Al otro lado de la ventana ha aparcado un coche y otro se ha ido. Mi hermano Jeffrey se sabe los nombres de todos los coches, tío, de todos. Es un experto. Pero cuando vamos los dos en el asiento de atrás del nuestro nos gritan si nos asomamos).

Blacky viene a mi casa por la noche —he dicho yo, pero no se lo he dicho al doctor Nevele. Se lo he dicho a Jessica—. Cuando estoy bien arropado. Se para bajo mi ventana y espera. Sabe elegir el momento. Es silencioso. No hace nada de ruido, no como los otros caballos. Pero yo sé que está abajo porque lo oigo. Suena como el viento. Pero no es el viento. Huele como las naranjas. Entonces yo hago una cuerda con las sábanas y me descuelgo por la ventana. Son treinta metros. Yo vivo en una torre. Es la única torre de mi manzana.

»Cuando lo monto los cascos hacen un ruido como de cromos de béisbol en los rayos de una bicicleta y con eso los confunde la gente. Pero no son eso. Soy yo. Y montado en Blacky voy hasta donde no hay más casas y no hay más gente. Hasta donde no hay colé. Hasta la prisión donde meten a los que no han hecho nada, y nos paramos frente al muro. Todo está en silencio. Yo me pongo de pie encima de Blacky, que es muy resbaladizo, pero yo no resbalo nunca. Y trepo por el muro.

»Dentro hay soldados, llevan cinturones cruzados como guardias de seguridad, solo que tienen barba. Están sudados. Están durmiendo. Hay uno que ronca, el gordo que es malo con los niños.

»Yo me deslizo hasta la parte de la prisión donde las ventanas tienen barrotes y les susurro a los prisioneros: “¿Sois inocentes?”. Ellos dicen que sí. Entonces abro los barrotes con el índice y los dejo escapar.

»Justo cuando estoy bajando por el muro, el gordo que no quiere a los niños se despierta y me descubre, pero ya es tarde. Lo saludo con la mano y doy un salto. Son treinta metros. Todos piensan que me he matado. Pero no. Tengo puesta una capa y la estiro así y el viento hincha la capa y yo es como si volara. Aterrizo encima de Blacky y nos vamos a comer galletas con leche. Yo las galletas las remojo.

El doctor Nevele me miraba fijamente.

—Muy interesante.

—No estaba hablando con usted.

—¿Y con quién estabas hablando?

—Usted sabe con quién.

—¿Con quién?

(Fuera había un niño pequeño como yo jugando con una pelota, la hacía botar en el aparcamiento y reía. Ha llegado su padre y lo ha sacado del Centro de Internamiento Infantil para llevarlo a su casa, donde jugaba con trenes que funcionaban de verdad).

—Burt, quiero que seamos colegas. Colegas que se cuenten cosas. Porque creo que yo puedo ayudarte a descubrir cuáles son tus problemas, y ayudarte a solucionarlos. Eres un niñito enfermo. Cuanto más pronto me permitas ayudarte, más pronto te pondrás mejor y volverás a tu hogar. Ayúdame, ¿de acuerdo?

Yo me he cruzado de brazos. Es lo correcto cuando estás sentado. Es de buena educación. Nada de hablar ni mascar chicle. El doctor Nevele estaba de pie delante de mí esperando pero no decía nada. Yo escuchaba el ruido que venía de la sala del Centro de Internamiento Infantil, de niños que lloraban.

—Me tengo que ir —he dicho.

—¿Por qué?

—Me espera mi padre.

—Burt, tus padres se han marchado.

—No, es una cosa especial, han vuelto a decirme algo. Han vuelto a buscarme, doctor Nevele.

—Siéntate, por favor.

Yo estaba al lado de la puerta. He cogido el picaporte.

—Burt, siéntate, por favor.

Lo he mirado y he abierto la puerta y él se me ha acercado. He ido corriendo a pararme detrás del escritorio. Él ha cerrado la puerta y se ha puesto delante.

—Burt, ¿estabas hablando con Jessica?

No dije nada.

—Jessica no está aquí —ha dicho él.

Entonces he agarrado la foto de Jesucristo y la he tirado al suelo. He puesto encima la papelera y la he pisado y luego le he dado una patada y he ido corriendo al rincón de la ventana.

—Está en el hospital. Su madre se enfadó mucho. Mucho. Tal vez te gustaría contarme tu versión de la historia.

Me empezaba a doler la garganta. Era para morirse. Le he gritado «Cacho de mierda» al doctor Nevele y con eso el dolor ha aumentado, así que he vuelto a gritar y a gritar. Gritaba y gritaba.

El doctor Nevele se ha colocado detrás del escritorio. Se ha sentado sin decir nada y se ha puesto a leer una hoja como si no hubiera nadie. Solo que había alguien. Había un niño en el rincón. Yo.

—Tengo que llamar a mi padre —he dicho—. Acabo de acordarme de que tengo que decirle una cosa.

El doctor Nevele ha meneado la cabeza sin mirarme.

He ido hasta la estantería de los libros. Me he apoyado. Se tambaleaba. He mirado al doctor Nevele y le he dicho:

—No estaba hablando con usted. —Pero él no ha levantado los ojos—. Estaba hablando con Jessica.

—Jessica no está aquí.

Los libros se han caído y se han desparramado por todo el despacho porque yo los había empujado. El ruido me ha asustado. He echado a correr hasta la puerta y la he abierto. El doctor Nevele se ha levantado. He cerrado la puerta.

«Ahora me pegará para que aprenda —he pensado—. Me enseñará una lección que nunca olvidaré. Me enseñará quién manda aquí. Me hará probar mi propia medicina. Lo hará por mi bien y algún día yo se lo agradeceré. Y le dolerá a él más que a mí».

Pero no lo ha hecho, solamente me miraba. Luego, de lo más tranquilo, ha dicho:

—¿Quieres el cinturón de seguridad?

Lo he mirado. Me ha mirado. Nos hemos mirado.

—Sí.

Yo no sabía qué era. Me he quedado observándolo, él ha abierto un cajón y ha sacado un cinturón. Me ha hecho sentar en la silla y me ha puesto el cinturón alrededor y me ha dejado las hebillas en las manos. Yo ya había visto hebillas así, como las de los aviones, sin agujeros. Me he abrochado el cinturón. Apretaba mucho. He tirado más. El doctor Nevele observaba. Tenía el cinturón alrededor del estómago, y he tirado y tirado y luego me lo he llevado al pito, más y más apretado sobre el pito hasta que me ha dolido tanto que me he puesto a llorar, y he apretado todavía más. Encima del pito.

—Basta —ha dicho el doctor Nevele. Ha dado la vuelta al escritorio y ha desabrochado el cinturón y se lo ha llevado. Ha cogido el teléfono y ha marcado pero se ha dejado algunos números. Ha dicho—: Dígale a la señora Cochrane que venga a mi despacho. —Luego se ha acercado y se ha puesto en cuclillas frente a mí y me ha mirado a la cara—. Cuéntame una cosa de ella, Burt, una sola cosa y puedes regresar a tu pabellón. ¿Cuándo fue la primera vez que la viste?

He pasado mucho tiempo mirándolo. Después he dicho algo.

—Delante de mi casa hay césped pero a mí no me dejan pisarlo porque mi padre le paga mucho a un jardinero, pero a veces lo miro desde la entrada de coches. Entonces vienen nubes. Yo me quedo en la entrada de coches y espero. Después viene un viento como si fuera a llover. Pero no. El viento sopla. Sopla y sopla y al rato casi no puedo quedarme en pie.

»Y empiezo. Camino diez pasos hacia atrás y luego corro entrada abajo y doy un salto. Luego corro entrada arriba y doy un salto. Luego corro entrada abajo y salto y luego el viento me coge por debajo y me levanta y me lleva por encima del césped y por la manzana y por todos los céspedes que no me dejan pisar. Vuelo hasta la casa de Shrubs, que está en la esquina. El viento siempre está tibio. En invierno hace frío, pero me dejan pisar el césped porque hay nieve.

El doctor Nevele se había apoyado en la puerta. Fruncía el ceño.

—Burton, cuanto antes te decidas a ayudarme, antes te irás a tu casa. Así son las cosas. De lo contrario tendrás que quedarte mucho tiempo.

—Cállate —he dicho yo.

—¿Cómo?

—No hablaba con usted.

—¿Con quién…?

—Con Jessica.

—Ya te he dicho que Jessica no…

Le he tirado la silla. La ha apartado de un golpe, la silla le ha rasgado la manga y él ha ido corriendo por mí y me ha agarrado y me ha estrujado con fuerza, nada de bromas, pero yo gritaba «Me hace cosquillas, me hace cosquillas».

Se ha abierto la puerta. Era la señora Cochrane. Estaba serena.

—Lleve al señor Rembrandt a la Sala de Retiro —ha dicho el doctor Nevele— hasta que recobre el control de sí mismo. ¿Necesita ayuda?

La señora Cochrane ha salido y ha vuelto a entrar con un hombre de camisa azul, era un asistente del Centro de Internamiento Infantil. Entonces el doctor Nevele me ha soltado. Me he limpiado la nariz con la manga y la señora Cochrane me ha cogido de la mano.

—Sé caminar solito, ¿sabe, señora Cochrane?

Ella ha soltado una especie de risa.

—Bien, pero de todos modos dame la mano —ha dicho, y yo he dicho vale.

Y ahora estoy en la Sala de Retiro. No hay ningún mueble salvo una silla. Es cuadrado. Los cuatro lados de la misma medida. Un cuadrado. Una cosa de geometría. Lo aprendí en una clase de tutoría, en el colé. (En la Feria de Ciencias vi una habitación que tenía una sola pared. Era circular).

Deduzco que fuera está lloviendo. Llueve a cantimploras, como dice Jeffrey. (Es mi hermano, se sabe los nombres de todos los coches, de todos, tío). Sé que está lloviendo porque corre agua por las palabras que escribo en la pared. El que hizo la Sala de Retiro no sabía hacer cuartos. Deduzco que no era muy apto.

Lloviendo. LLOVIENDO. Lloviendo.

Cuando venía hacia aquí he encontrado un lápiz en el pasillo. La señora Cochrane no me ha visto recogerlo. Y después de que me metieran aquí he hecho una cosa. He acercado la silla a la pared y me he subido. Y he escrito una cosa con el lápiz.

Cuando tenía cinco años me maté.

Lo he escrito en la pared de la Sala de Retiro. Ahora sigo escribiendo.