La gloria del creador
El mito del hombre que se vuelve Dios aparece en la vida religiosa, política, artística. En el arte, toma tres formas:
1. Ser, como Dios, creador de obras que causan admiración.
2. Ser, como Dios, sujeto que todo lo contempla (ama, juzga, sueña).
3. Ser, como Dios, objeto de adoración universal.
La primera es exclusiva del creador. La segunda aparece también entre los místicos, filósofos, enamorados. La tercera se extiende a las grandes figuras públicas del poder, el dinero, la religión, los deportes, la farándula.
1. Centrarse en la obra, dominar el oficio, esperar la inspiración, llevarla a buen puerto, como el navegante de vela sabe aprovechar el soplo del viento, parece modesto. Cuando Huidobro dice: «El poeta es un pequeño Dios» y «¿Por qué cantáis la rosa, oh poetas? ¡Hacedla florecer en el poema!», su creacionismo suena casi pequeño, casi artesanal. Pero tiene la ambición del alfarero que se proyecta en el Divino Alfarero, con la pequeña diferencia de un soplo. La suprema ambición del artista que le grita a su escultura: ¡Habla!
Hasta el aprendiz que se sienta a hacer un soneto está haciendo lo mismo que Petrarca, Shakespeare, Sor Juana, Mallarmé. No es imposible que su técnica sea mejor, y debería serlo: porque el repertorio de buenos sonetos acumulados en la historia nos ha vuelto más conscientes y exigentes. Lo difícil es el milagro, que depende y no depende de su mano: el soplo que convierte un montoncito de palabras en una revelación.
Ambicionar eso, que es lo único digno del verdadero poeta, no es modesto. Es una especie de apoteosis, pero no en el autor, sino en la obra.
2. La gloria del autor como sujeto absoluto se remonta a la tradición mística. Santo Tomás de Aquino ve a Dios y pierde todo interés en continuar su obra: «Es paja». San Juan de la Cruz dice tranquilamente: «Un solo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo.» Rimbaud deja de escribir. Otro joven poeta que deja de escribir lo justifica así: «Ya no escribo poesía, la vivo.» Quería decir que estaba enamorado.
La apoteosis del autor como conciencia en éxtasis hace innecesarias (supera, sustituye) las apoteosis visibles y objetivas: la revelación manifiesta en la obra, la exaltación del artista como objeto de la atención pública. Es una perdición que se transforma en libertad absoluta, una liberación del oficio y la carrera. Es una forma de volverse Dios, sin obra y sin testigos, en el amor, en la sabiduría, en el orgullo del genio irrealizado o incomprendido, en los paraísos subjetivos que predicó Timothy Leary: turn on, tune in and drop out.
3. La gloria del creador como objeto de aplauso universal recuerda las ceremonias del triunfo y la ovación de los héroes y emperadores endiosados en Roma. Ceremonias que dejan su huella en la vuelta al ruedo de los matadores de toros. Con la aparición de la prensa gráfica, el cine, la televisión, el lugar sagrado donde culmina la transformación ritual del sujeto en objeto de la multitud deificante, ya no es el paseo para la ovación, sino el espacio de la representación visual.
Hasta en las ovaciones cariñosas de grupos reducidos, hay cierta distancia entre los sujetos activos que aplauden y el sujeto pasivo, inmovilizado, aplaudido: convertido en objeto. Hasta en la admiración íntima, hay cierta contemplación del otro como sujeto interrumpido, distanciado, convertido en objeto:
Lo que eres
me distrae de lo que dices
dice, para excusarse, el amante arrobado en un poema de Pedro Salinas. Es un piropo, pero también una salida elegante del yo que ignora al tú, que no lo escucha.
Sin embargo, en la admiración íntima y en la ovación pequeña y cariñosa, el trato normal de persona a persona se restaura fácilmente. La interrupción crea un pedestal, una distancia, unos reflectores, un más allá, un espacio sagrado para el sacrificio humano, que mutila a la persona y la diviniza. Pero todavía es posible salir de ahí a la interlocución cordial y natural, renovada y hasta animada por esa epifanía.
Puede suceder que la restauración no se produzca. Que el poseído por la ovación se pierda para sí mismo, y se quede allá, fijo, inmovilizado, en el pedestal. Que los demás prefieran conservarlo allá. La interrupción definitiva del trato mutuo y simple de persona a persona es una pérdida de libertad para ambas partes, definidas por su papel en el teatro de la apoteosis, reducidas a eso.
Sucede más fácilmente en la ovación multitudinaria, aunque la mutua presencia corporal deja un resquicio para la libertad, incluso ahí. Pero es inevitable cuando la presencia que se ofrece a la multitud sólo es una imagen. El desdoblamiento y fijación de la persona en los periódicos, el cine o la televisión tienen algo de vudú.
¿Cómo se puede restaurar el trato de persona a persona en una multitud? Es muy difícil. O la multitud se fragmenta en grupos tan pequeños que permitan el trato personal (la multitud desaparece) o se instaura el trato impersonal (las personas desaparecen). El mito de Babel sataniza la fragmentación. Para superarla, aparece el mito contrario: la comunión de todas las personas en una multitud que habla distintas lenguas, pero se entienden, como narran los Hechos de los Apóstoles (2:6).
La apoteosis impersonal puede ser totalitaria (todos se identifican con el cuerpo místico del Líder o la Celebridad, convertido en objeto de adoración universal) o democrática (todos irán llegando a la Gloria para volverse Dios quince minutos, como dijo Andy Warhol).
Tanto el mito de la salvación por el éxito, como el mito de apartarse del éxito corruptor, han vuelto equívoca la vida creadora. Lo importante no es el poema, sino salir en televisión como poeta: como objeto de las cámaras, las ceremonias, el vampirismo que tiene sed de inmortalidad. Lo importante no es el poema, sino el éxtasis del yo. Pero construirse como objeto de la atención pública o como sujeto al margen de la vida pública no es lo mismo que construir objetivamente una obra, con la buena suerte de atrapar un milagro, que iba pasando por ahí.
Es también otro mito, pero más propio del creador.