Citas abusivas
Todo texto citado, por definición, está fuera de contexto. Está en el curso de un segundo discurso que no es el original. Transcrito o de memoria, literal o alterado, intencionalmente o no, adquiere un significado ligera o totalmente distinto, aunque la cita sea exacta. En este sentido, es obra de un segundo autor, como las traducciones o los arreglos musicales.
Un ejemplo de tantos. En inglés, la frase quis custodiet ipsos custodes? (¿quién vigila a los vigilantes?) se dice en el mundo político para señalar el peligro de que las autoridades tengan un control no sujeto a control. Pero está tomada de un poema misógino de Juvenal (Sátira VI): Ni encerrándola bajo llave, custodiada por celadores, puedes estar seguro de que no te engañe. ¿Quién vigila a los vigilantes? Empezará con ellos.
Este uso político de una frase apolítica es un ejemplo de las transformaciones que sufren los significados de un texto citado, aludido, imitado, parodiado o plagiado en otro. Transformaciones que son recreaciones (geniales o pedestres, legítimas o abusivas) de un segundo autor, aunque nadie sepa quién fue. La recreación puede ser anónima y hasta accidental, pero el hecho de que no sepamos cómo, cuándo, ni quién introdujo esta lectura de una frase de juvenal no quita que el proceso es creador. El nuevo significado está y no está en el poema original, de igual manera que las palabras españolas quién custodia a los mismos custodios están y no están en las palabras latinas quis custodiet ipsos custodes.
La queja más frecuente contra las citas abusivas es la distorsión. Atribuye al autor original lo que de hecho es creado por el segundo autor. Los ejemplos son infinitos. Paul F. Boller, Jr. dedica un libro entero a recoger y catalogar citas abusivas en la prensa norteamericana de mediados del siglo XX en Quotemanship: The use and abuse of quotations for polemical and other purposes. Pero el segundo autor puede abusar de muchas otras maneras.
Citar para disimular el vacío intelectual, es una forma petulante de callar, criticada desde la Antigüedad. Sócrates se lo reprocha a Protágoras (348): No me salgas con citas de Simónides, porque estaríamos como los hombres incapaces de conversar, que dejan la palabra a la música que contratan para amenizar sus reuniones. ¿Qué piensas tú? ¿No tienes nada que decir?
Séneca se lo escribe al discípulo que le pide máximas de filósofos, para memorizarlas: No te hacen falta. Ya es hora de que tú mismo digas cosas memorables. (Cartas a Lucilio, 33).
También se ha criticado a los que citan a los clásicos para adornarse (como pudiera sospechar el piadoso lector de las citas anteriores). Cervantes, en el prólogo del Quijote, se excusa de publicarlo «sin acotaciones en las márgenes y sin anotaciones en el fin del libro, como veo que están otros libros», «llenos de sentencias de Aristóteles, de Platón y de toda la caterva de filósofos», para que los leyentes tengan «a sus autores por hombres leídos, eruditos y elocuentes»; pues «soy poltrón y perezoso de andarme buscando autores que digan lo que sé decir sin ellos».
Distorsionar, disimular y presumir también conducen al abuso opuesto: no citar, aprovechando ideas, temas, tratamientos, recursos, visiones y hasta palabras exactas sin reconocerlo. Aristófanes, en Las nubes (551), acusa a Eupolis de haber plagiado una comedia suya: «Agregó solamente una vieja bien borracha», que «ya Frínico la había inventado». Marcial (Epigramas 1, 38) se burla de un poeta que lo plagia, sin cambio alguno, excepto la dicción: «Lo que recitas son, Fidentino, mis versos; pero dichos tan mal que ya parecen tuyos».
Aprovechar sin reconocer puede ser una elegancia obligada por las buenas maneras académicas. En el punto anterior, por ejemplo, de no haber puesto el número 551, parecería que estaba citando a la manera clásica, de memoria; y, poniéndolo, parece que tengo a la vista una edición griega, o bilingüe, o cuando menos numerada. En realidad, la acusación de plagio y la referencia exacta las encontré en el artículo «Plagiarism» del Oxford classical dictionary. Y la edición que cité es la económica versión de Las once comedias de Aristófanes (colección Sepan Cuantos… de Porrúa), muy recomendable, a pesar de que Ángel María Garibay ha sido acusado de no saber tanto griego y aprovechar una versión francesa. De la cual no pudo haber tomado el sabroso lenguaje de teatro populachero, ni los mexicanismos (pelado, tompeate) que tan bien le van a Aristófanes. Pero todo esto (la información tomada de los diccionarios, las ediciones populares, los trabajos del mundo no académico) no debe ser citado, aunque se aproveche. No es elegante.
En 1673, Jacob Thomasius hizo un catálogo de abusos elegantes: firmar una compilación de textos ajenos con un título engañoso, que suene a libro propio, no compilación; robarse la idea de un autor y no citarlo; o citarlo, pero no en el punto decisivo, sino en otro completamente secundario, para escamotear el robo principal; o adobando lo robado en una presentación «superior», que sirve para citarlo, pero negativamente: criticando sus limitaciones, que lo dejan muy por abajo; o, con mayor audacia, acusándolo de plagio, para adelantarse a su posible acusación y desacreditarla de antemano (Dissertatio philosophica de plagio literario, citada por Anthony Grafton, The footnote*: A curious history). Pudo añadir el criterio citado por San Jerónimo: «Mueran los que ya lo habían dicho» (Pereant qui ante nos nostra dixerunt).
El mismo Grafton, que es profesor de historia, describe en el primer capítulo cómo citan los historiadores, para acreditarse y desacreditar. Por ejemplo, con citas venenosas, que pueden reducirse a un simple cf. (confer., compare lo que dice Fulano). En vez de presentar y debatir una opinión contraria, lo cual es darle importancia, se puede simplemente decir: Ésta es la verdad, aunque otros no la hayan visto. Cf. Fulano.
Si hace falta más, procede una «scholarly version of assassination», pero muy académica: algo breve y sanguinario, como «discutable» (los franceses), «oddly overestimated» (los ingleses), «ganz abwegig» (totalmente desencaminado, los alemanes).
En el Discurso del método no hay un solo autor citado, aunque Descartes se asume como parte de una comunidad crítica, de la cual espera opiniones. Sostuvo una activa correspondencia filosófica (seis de los once volúmenes de sus obras, en la edición de Adam y Tannery). Es quizá el primer autor en la historia que concede una entrevista para responder un cuestionario (el 16 de abril de 1648: Entretien avec Burman). Todo lo cual hace más notable su no citar a nadie, que es una crítica al mundo universitario. Su posición es la socrática: No me vengas con citas de Aristóteles, sin pensar por ti mismo, observar, hacer experimentos, medir. Tampoco me leas sin criticarme. «Suplico a los que deseen hacer alguna objeción a mi doctrina que se tomen la molestia de enviarla por escrito a mi editor» (traducción de Manuel Machado, también muy recomendable, en la misma Colección Sepan Cuantos…).
La cita como prueba científica (aunque esté acompañada de comentarios irreverentes) tiene una nobleza (la tradición crítica, la cultura como conversación) que ya no se encuentra en la cita como trámite cumplido para cubrir los requisitos de admisión. Hay algo válido y pedagógico en asegurarse de que los recursos bibliográficos de cada disciplina se manejen con destreza por todos los participantes. Pero las citas como credenciales ya no son la cita como prueba o ilustración de las afirmaciones.
Del abuso de las citas convertidas en credenciales se llega a un abuso mayor: las credenciales falsas. «Hacer como que se ha leído lo que no se ha leído sucede con frecuencia. Hay personas de treinta años que citan en sus obras más libros de los que pudieron haber leído en varios siglos». (Nicolas de Malebranche, De la recherche de la verite., 1674; citado por Antoine Compagnon, La seconde main ou le travail de la citation.)
El abuso final (o más reciente) está en la superación posmoderna de estas preocupaciones: Es un error hablar de distorsiones, plagios ni refritos, porque todo autor es un segundo autor, todo texto es parte de un intertexto. No hay nada original: todo lo publicado es un tejido de citas, alusiones, parodias, homenajes, sin origen ni centro. La muerte del Creador implica finalmente la muerte del creador. Lo cual no impide que Michel Foucault y Jacques Derrida firmen como autores de sus libros, defiendan sus derechos autorales, cobren regalías y sean vistos por sus seguidores como genios originalísimos. En la práctica, la doctrina se invierte provechosamente: si el creador no existe, todo está permitido. El segundo autor es tan autor como el primero, tan original como el primero, con tantos derechos como el primero.
La manga ancha posmoderna ha servido para legitimar muchas transformaciones pedestres o abusivas que hoy pasan por creación. Borges se burló anticipadamente de lo que vendría, al inventar un personaje (Pierre Menard) que se volvía autor del Quijote por el simple hecho de transcribirlo. Pero hay artistas que se lo toman en serio, y presentan como obra suya el manoseo de otra.
Paralelamente, hacer estudios semiológicos sobre cómo los textos se refieren unos a otros y se modifican mutuamente ha dado origen a toda una industria académica, documentada por Udo J. Hebel en Intertextuality, allusion and quotation: An international bibliography of critical studies, que no he visto, ni hace falta, para citarlo posmodernamente.