Nota al pie de las notas al pie[*]
Etapas hipotéticas en el ascenso de la nota al pie:
1. Los primeros cristianos entronizan la página. Lo que se presta para la liturgia, el estudio y la meditación no es el rollo, sino el códice: la encuadernación en páginas rectangulares, como han sido los libros desde entonces.[1] Las primeras notas aparecen al margen, como simples abreviaturas que señalan concordancias: referencias cruzadas, al servicio del lector que se detiene, coteja, medita.[2] Estamos en el mundo monástico de la oración y la lectura lenta, reflexiva, en dosis pequeñas. La nota es marginal, anónima. No está al pie de la página, pero sí de rodillas.
2. En la Edad Media, los sistemas auxiliares para la lectura devota preparan el nacimiento de la industria académica.[3] La intervención deja de ser anónima y eleva sus pretensiones a explicación o comentario. En los tiempos modernos, se vuelve voz aparte que acompaña al texto, y hasta lo interrumpe o lo juzga (en off, pero asumiéndose como interlocutora y cómplice del lector, frente a la voz del texto, reducida a música de fondo, mientras se leen las notas). Esto requiere más espacio que los estrechos márgenes laterales, y se presta a confusiones cuando los renglones anotados quedan juntos. Ampliar el espacio en blanco desperdiciaría papel. La solución es intervenir con una llamada (ya no en los márgenes, sino invadiendo el texto) que remite a la nota al pie, donde el segundo autor puede explayarse; a costa del primero, y hasta burlándose de él, pero siempre desde la humildad simbólica de estar a sus pies.[4] La doblez académica del yo subordinado al autor famoso pasa al periodismo: el entrevistador que se arrastra, fingiendo admiración, para exhibir al entrevistado.
3. La multiplicación de llamadas obliga a numerarlas. La hinchazón del segundo autor llega al extremo de crear un andamiaje crítico aparatoso que sepulta al primero. En vez de usar los andamios para facilitar la lectura del primer autor, el texto comentado se reduce a pretexto: una especie de cita extensa, total, para el verdadero texto, que son los comentarios. Una vez silenciada la primera voz, la segunda se cree el Espíritu Santo, dictando la Biblia. Llega a sentirse digna de sus propias notas al pie: autorreferencias, comentarios derogativos sobre los comentarios de otros, devaneos narcisistas ante espejos metadiscursivos (véase lo que dije en la primera versión de esta nota, siete años antes de que Grafton publicara la primera versión de su libro[5]).
4. Claro que el primer autor puede jugar a lo mismo, sin esperar a sus escoliastas: desdoblarse en otra voz que escribe un metatexto a su propio texto. Pero ¿cuál es la ventaja de interrumpir al lector, poner asteriscos o números y desviar el curso de la lectura a un escolio que debe leerse aparte? Si las notas no son comentarios de otro (o del mismo autor como otro, veinte años después), las notas a sí mismo pueden ser recursos literarios para introducir una pausa, una segunda voz o un cambio de tono de la misma voz. Pero esto, muchas veces, ni se busca ni viene al caso; y, si se busca, puede lograrse sin notas. Para eso están las frases metadiscursivas (dicho sea de paso). Para eso están los recursos prosódicos y sintácticos que permiten cambiar de ritmo o de tono. Para eso están los signos ortográficos (el paréntesis, si no las simples comas, el punto y aparte). Siglos antes de que empezara la notación musical, la puntuación (como después la tipografía) sirvió para marcar significados, que en el discurso oral se distinguen por las modulaciones de la voz y el gesto.[6]
El desdoblamiento puede ser útil para componer un texto a dos voces del mismo autor, que se integran y enriquecen mutuamente. También es posible que un segundo autor consiga algo semejante, haciendo la segunda, si sabe acompañar, como un bajo continuo. Pero lo más frecuente es que el lector esté en la incómoda situación de escuchar dos voces que hablan al mismo tiempo; la segunda interrumpiendo a la primera, aunque no tenga mucho que decir. Se quejaba Noel Coward: Cuando estás leyendo sabrosamente, interrumpir por la llamada de una nota y bajar las escaleras a ver de qué se trata, es como atender el timbre que te pide bajar a la puerta, cuando estás arriba haciendo el amor.[7]
Paréntesis práctico: Se discute si las notas al pie deben ir en la misma página, o al final del capítulo, o del libro. Para el lector, lo ideal es que las notas del autor vayan intercaladas en el texto, precisamente donde y cuando deben leerse (si deben leerse: muchas salen sobrando). Cuando son notas ajenas, o cuando el propio autor descubre (en beneficio del lector) que el texto queda más legible y atractivo a dos voces, deben ir al pie de la misma página. Es absurdo tener que buscarlas, saltando de unas páginas a otras, y orientarse en la confusión de que haya veinte o treinta notas número 1, en vez de una sola numeración corrida. Desconsideradamente, autores y editores, por ahorrarse unas horas, hacen perder cien veces más al público lector. (Para sacar la cuenta, basta multiplicar, digamos, diez segundos perdidos en localizar cada nota, por el número de notas, por el número de lectores, lo cual arroja cientos de horas.) La comodidad editorial no debe sacrificar el gusto de leer.
5. Así se llega a la etapa sublime: el asterisco desde el título.
Habría que rastrear en las revistas académicas quién tuvo, por primera vez, tan genial idea kitsch: empezar las notas antes que el mismísimo texto. Como la Estrella de la Navidad que llega del Oriente, anunciando un parto digno de atención universal, la pedantería de las notas al pie, se sube a la cabeza, se emborracha de su propia importancia y se corona con un asterisco.
Para esta cursilería, lo importante de publicar no es la lectura del lector, sino el comercial del autor. Una vez que se llama la atención sobre el honor de haber sido invitado por tal institución, o sobre el inminente lanzamiento de un libro, es secundario que el texto sea leído o no.