Organizados para no leer

El centro de la vida literaria está en leer, que es una actividad mental y solitaria, aunque puede vivirse como un diálogo, hasta con cierta animación corporal. José Vasconcelos habló de libros que se leen de pie; que nos mueven a hacer cosas, tomar notas, consultar un diccionario, ver el jardín con otros ojos. Compartir esa animación, hablar de la experiencia de leer, de lo que dice un libro y cómo lo dice, de lo que gusta o decepciona, hace más inteligente la vida social y personal.

Pero hay otras extensiones del mundo literario. Algunas tan periféricas que no requieren la lectura. O tan ajetreadas que no dan tiempo de leer. Paradójicamente, las actividades que dominan «la vida literaria» son las que prosperan sin necesidad de leer.


1. Hacer vida social en el mundo literario sin leer

Conocer nombres de autores y de libros en cápsulas informativas y valorativas de enciclopedias, solapas de libros, cubiertas de discos, letreros de museos, programas de espectáculos, anuncios, noticias, entrevistas, frases o juicios escuchados. Información valiosa para alternar en la conversación, orientarse y elegir, porque no hay tiempo de leer todo, y las noticias pueden funcionar como lectura previa, en muchos casos más que suficiente.

Conocer libros por la encuadernación, la tipografía, las ilustraciones, de preferencia en buenas ediciones. Mejor aún, tenerlos en casa, para sentirse acompañado y enseñarlos, con fotos, bustos, ediciones firmadas y reliquias de autores eminentes. Objetos que dan calor (no sólo prestigio) cultural, que decoran, ambientan, embellecen, y que no hace falta leer.

Conocer autores por la encuadernación social. Estar al día de los chismes sobre su vida social, sexual, conflictiva, sobre las peripecias de la fama, el poder y la fortuna. Mejor aún, tratarlos personalmente y de tú, en reuniones que pueden conducir a una familiaridad de muchos años, aunque no necesariamente a la lectura.

No faltan tímidos que se avergüenzan de estar en una cena de homenaje a un autor, por su reciente libro, sin haberlo leído. Pero la gente más mundana sabe que lo importante es el brindis, la alegría, el sentirse parte de una comunidad culta, las sabrosas ocurrencias y chismes de la celebración: lo que dice la fiesta, no lo que dice el libro.

Tampoco faltan inocentes que dan excusas por lo caro que están los libros, lo difícil que es conseguirlos (¡no estaba en cuatro librerías!) y la falta de tiempo para leer; aunque el libro cueste menos que la cena, y leerlo tome menos horas que reunirse, celebrarlo y volver a casa.

Lo importante de la vida social es la vida social, no la lectura, aunque se hable de libros. Lo importante de tratar a los autores es tratarlos, no leerlos. Convivir con el Establishment. Dejar caer, como no queriendo, la alusión que provoca la sorpresa: Pero… ¡lo conoces!

Los actos públicos suelen ser menos divertidos que las cenas privadas, pero más democráticos: una oportunidad para los no invitados a las cenas. Ahí está, lo pueden ver, quizá hasta dirigirle una pregunta. Pueden sentir que forman parte de la vida literaria. Quizás (aunque el porcentaje no es muy alto) animarse a comprar sus libros, sobre todo si los firma, para exhibirlos en la casa como conversation piece. Pero si fuera posible saber cuántos leyeron el libro, antes o después del acto, y no sólo del público, sino de los mismos organizadores y presentadores; quedaría claro para qué es el acto.

Lo importante de la presentación de libros es la presentación, no la lectura. Lo importante es el montaje teatral de un acto que sirve para ganar presencia en la vida social, con anuncios y noticias en los periódicos, la radio y la televisión. Para lo cual no es necesario que los participantes hayan leído el libro o piensen leerlo. Basta con que se difunda la manifestación de que el libro existe, el autor existe, la editorial existe, los distinguidos oficiantes del acto y la institución que lo cobija existen, en beneficio de todos ellos. Lo importante es lo que dice el acto, no lo que dice el libro.


2. Publicar noticias sobre los autores, no leerlos.

Los diarios de la ciudad de México publican en conjunto más páginas culturales que los de Nueva York o París. Se trata de un fenómeno relativamente reciente, que en el primer momento pareció un avance, y lo es: para todo lo organizado en función de no leer. Las páginas culturales hacen resonar los nombres de los autores, libros, instituciones; para lo cual bastan los encabezados y las fotos, sin necesidad de leer, ya no digamos los libros, sino los reportajes, por lo general sin interés. Lo importante es el tamaño de los encabezados, la asignación de espacio, de lugar, de color: lo que dice el editor, destacando o relegando; no lo que dicen los comentarios, muchos de los cuales son simples glosas de anuncios, invitaciones, solapas y boletines de relaciones públicas. En las páginas culturales, no abundan los artículos inteligentes y bien escritos de un autor que ha leído a otro, que sabe de lo que está hablando y opina con sinceridad.

Cuando no había tantas páginas culturales, los mejores escritores hacían comentarios de libros, y los jóvenes talentosos se disputaban el privilegio de alternar con los consagrados, escribiendo reseñas mal pagadas en dinero, pero bien pagadas con abundantes libros que les permitían leer, leer, leer. Desgraciadamente, las mejores plumas no se multiplicaron cuando las páginas culturales se multiplicaron. Para llenar tantas páginas, llegaron los graduados en comunicación, tan atiborrados de clases sobre cine, televisión, radio, periódicos y revistas; tan conscientes de que los nuevos medios son un avance sobre el libro («una imagen dice más que mil palabras»); tan absorbidos por el ajetreo del acontecer, que no tienen tiempo de leer.

¿Cómo pueden jerarquizar los acontecimientos literarios aquellos que no leen? Dando por supuesto que el verdadero acontecimiento no sucede en el texto milagroso, sino en los actos sociales que lo celebran. Jerarquizando socialmente, como se jerarquizan las bodas, las solemnidades oficiales, el lanzamiento comercial de nuevos productos; no literariamente, como se jerarquizan los textos maravillosos o decepcionantes. Si el texto maravilloso circula sin hacer ruido social, no es noticia para la prensa, aunque la noticia corra de boca en boca entre los que sí leen. Por el contrario, un texto decepcionante, pero firmado, publicado, presentado, por personas e instituciones con poder de convocatoria social, sale en los periódicos y en la televisión, aunque la decepción corra de boca en boca entre los que sí leen.

Es posible que el ruido en los medios refleje lo que corre de boca en boca, pero no es necesario. En primer lugar, porque el ruido suele ser positivo. El aparato cultural no hace ruido para decir que se equivocó. Pero, sobre todo, porque el ruido no necesita la lectura. Puede empezar de cualquier manera (por amistad, accidente, promoción de los interesados) y, a partir de ahí, reverberar de unos medios a otros. ¿Cómo jerarquizan los periódicos a los autores? Por el espacio que les dedican los otros periódicos. Por su presencia en la radio y la televisión. Por los puestos que tienen, sobre todo en el aparato cultural. Por las solapas de los libros y los boletines de prensa. En los cielos de la buena prensa, lo que tiene resonancia sonará más (el ruido es noticia: genera ruido adicional), y lo que no hace ruido dejará de sonar (parece merecer el silencio).

Pero ¿dónde acontece la vida literaria sino en la página leída? De ese acontecimiento, casi no hay nada en las páginas culturales. No es noticia, no es chisme, no es imagen fotografiable. Ademas, toma tiempo. Es más rápido entrevistar a un escritor que leer sus libros. Hablar con él, grabarlo, fotografiarlo, es más interesante que pasarse horas, días y semanas leyéndolo. Publicar una entrevista es como invitar al público a las cenas íntimas del Establishment. Más aún, si el entrevistador logra colarse hasta las recámaras de lo inédito, con el periodismo Mata Hari: fingirle amor al entrevistado, hasta sacarle una declaración que lo hunda.

El periodismo cultural se ha vuelto una extensión del periodismo de espectáculos, y se administra en el mismo paquete: las soft news. Lo importante son los titulares, las fotos, las entrevistas y los chismes de las estrellas, para estar al día y tener de qué hablar como persona culta, sin necesidad de leer.


3. Consagrar sin leer

La gente con experiencia en comités sabe qué fácilmente se puede participar en una reunión de trabajo sin haber hecho la tarea; qué inocente es suponer que todos leyeron y estudiaron la documentación necesaria para votar y decidir. Lo mismo sucede en las sesiones para elegir a nuevos miembros de doctas academias, conceder honores, distinciones y premios, sin leer.

Para simplificar, ignoremos los casos donde pesan mucho los intereses extraliterarios, porque entonces, por definición, sale sobrando leer la obra. Son más significativos los casos limpios: aquellos donde, sin presión alguna, los jurados se enfrentan a responsabilidades inhumanas. Si la persona es un encanto en las cenas, si sale en los periódicos y la televisión, si tiene buen currículo (es decir: si otros jurados ya le dieron premios, distinciones y nombramientos), si me han hablado de sus muchas cualidades, es absurdo que, en este mal momento, deje todas mis tareas pendientes para ponerme a leer sus libros ¡y los de todos los demás candidatos! Así se vota de oídas, ateniéndose al trabajo de los que hicieron su tarea. Claro que si nadie la hizo, y los jurados anteriores tampoco, los resultados pueden ser vergonzosos: ignorar obras valiosas que no fueron leídas; encumbrar a mediocres que no han sido leídos; multiplicar los intereses creados a favor del ruido, no la lectura.

Un perfecto mediocre, tesonero y simpático puede hacer la carrera señalada por Jules Renard (Journal). El primer premio se lo dan porque «¡Pobre, no le han dado ninguno!». El segundo, porque acaba de recibir el otro. El tercero, porque ya tenía dos. El cuarto, porque lo exigió. El quinto, porque, después de tantos premios, no darle éste llamaría la atención (se pensará que lo excluimos por razones ideológicas o prejuicios contra las minorías). El sexto, porque premiarlo se volvió costumbre. Los siguientes son una avalancha. La sociedad, las instituciones, el Estado, se premian a sí mismos al reconocer a los monstruos sagrados.

Para corregir los errores y omisiones del canon, hacen falta lectores denodados, con talento, valor civil y muy buena suerte, porque, una vez consagrada una obra mediocre, una vez que la avalan personas e instituciones de peso, no es razonable esperar que se desdigan. Lo razonable es suponer que el disidente es un ser extraño, que lee torcidamente, por ineptitud o motivos inconfesables.

En 1918, ¿quién se hubiera atrevido a pensar, ya no digamos a decir, que un joven poeta celebrado por José Vasconcelos y Carlos Pellicer, prologado por Rafael López y Antonio Castro Leal, comentado en The New York Times y The Saturday Evening Post, no tenía importancia por sus textos, sino por el ruido que los acompañaba? Para ganar esa batalla absurda, hubiera tenido que ponerse a leerlo en serio, estar dispuesto a refutar el consenso favorable, tomarse todos los trabajos del caso y encontrar apoyo para sus opiniones. Algo tan pesado, improbable y sospechoso como conseguir presupuesto, ayudantes, laboratorios, para refutar los experimentos científicos de un premio Nobel. Hoy no se habla de Pedro Requena Legarreta (1893-1918). Tampoco hay quien lo lea. Pasó de ser famoso, sin ser leído, a quedar descartado, sin ser leído.

Alguna vez, Huberto Batis relató una experiencia deprimente. Dando clase en el último año de letras, tuvo una sospecha que lo obligó a preguntar: ¿Cuántos de ustedes han leído a Ramón López Velarde? Silencio general, y una sola mano que se alza, con explicaciones desoladoras: vínculos familiares en la tierra natal del poeta… En otras disciplinas y países se cuentan cosas semejantes. Una notable (porque revela cómo el mundo académico se ha vuelto burocrático, y tiende a modelarse en la figura del ejecutivo, no del lector) empieza con la extrañeza de un director de tesis ante cierta afirmación: ¿Cómo puede usted decir tal cosa, si su bibliografía incluye tal libro? ¿Lo ha leído realmente? Breve respuesta ejecutiva: No personalmente.

La mala prosa en las ciencias sociales se ha vuelto casi un requisito. Los historiadores, sociólogos, psicólogos, que escriben demasiado bien se vuelven sospechosos de poca profundidad. Pero en los estudios literarios es una contradicción. La mala prosa sobre las bellas letras demuestra poco entendimiento del juego literario, incapacidad de lectura de los textos propios y ajenos. Sin embargo, en los trabajos académicos, el gusto, la malicia, la pasión de leer (siempre loables) no hacen falta para acumular capital curricular.


4. Publicar sin leer

Un excelente editor holandés, Carlos Lohlé, me contó alguna vez cómo ascendió, de alto ejecutivo de una editorial europea a editor marginal en Buenos Aires. La trasnacional se metió en problemas publicando un libro que traía barbaridades imperdonables. Se hizo una investigación a fondo en todos los departamentos, y resultó que nadie lo había leído.

«¿Cómo podemos publicar libros que no leemos? Porque no estamos organizados para leer, sino para alcanzar metas de crecimiento, producción, ventas, rentabilidad. Si yo leyera personalmente todos los libros que publico, ¿cuántos podría publicar? Poquísimos, porque tengo que leer diez para publicar uno; y, si no tengo tiempo de leer más que dos o tres por semana, no puedo publicar más que uno al mes.»

Admirablemente, Lohlé aceptó sus conclusiones y renunció, para poner una editorial donde pudiera responder de cada libro como lector, no como ejecutivo que confiesa: ¿Lo leiste? No personalmente.

No hace falta decir que sus números valen para todo el mundo del libro: lectores, libreros, bibliotecarios, promotores, distribuidores, editores, periodistas, críticos, profesores, investigadores, autores. Y que todas las aberraciones derivan de esa realidad aplastante: no se puede leer tanto. Para que la máquina siga andando, tiene que organizarse en función de que leer es muy recomendable, pero no necesario.

Para opinar en una cena de las últimas novedades literarias, intelectuales, artísticas, dando por supuesto y leído todo, desde los clásicos, hay que tener noticias, no lecturas. Para leer todo lo que publican las personas que conocemos, hay que dedicarse nada más a eso; o romper con la sociedad, no conocer a nadie y vivir en el desierto; o no leer, sino tratar a los autores, y conocer sus libros por los títulos, las solapas, las entrevistas, los premios y distinciones. No lo pueden tomar a mal, porque ellos hacen lo mismo. En el mutuo envío de libros, lo importante es lo que dice el gesto de acordarse de un amigo o conocido, no lo que dice el libro.

El caso extremo está en los autores que no han leído lo que publican. Sucede con algunos personajes ocupadísimos, pero deseosos de ver su nombre en la portada de un libro. Sucede con los libros de ponencias que no escucharon ni los otros ponentes y que nadie leerá, porque se imprimen para aumentar el capital curricular de los participantes y las instituciones. Sucede por el ancho mundo del non-book, organizado y producido (dirigiendo el trabajo de ayudantes), más que escrito. Sucede con algunos escritores prolíficos que escriben sin parar y sin leerse, ni siquiera para corregir.

Cuando Brezhnev presidió el Supremo Soviet, publicó un libro traducido a docenas de idiomas, presentado en una multitud de mesas redondas y reseñado elogiosamente por todo el planeta, aunque es posible que nadie lo haya leído: ni el «autor», ni sus editores, presentadores, comentaristas. Muchos libros costosísimos que publican las grandes instituciones y empresas para celebrarse a sí mismas, o como regalo de Navidad, siguen el mismo camino: son celulosa convertida en papel impreso cuyo destino último es la celulosa. Pero no importa. En los circuitos del aparato resonador, lo importante es que la celulosa reciclada, una y otra vez, genere resonancia, no lectura.

Algunos monjes creen que la oración sostiene el mundo: que, en todo momento, hay cuando menos un alma piadosa que reza desde el fondo de su corazón, y por eso el mundo no se vuelve nada. Creamos, inocentemente, que si el mundo del libro no se reduce a la circulación de celulosa, es porque nunca falta un lector de verdad.