El ascenso de la fama
La publicidad que no vende automóviles, baratas en las tiendas o funciones de circo, sino la imagen de una empresa, surgió en la segunda Guerra Mundial, porque el Pentágono absorbía buena parte de la producción civil, y muchos productos escaseaban o estaban racionados: se vendían solos. Las agencias y medios publicitarios, ante la caída de sus ingresos, convencieron a las empresas de que, al menos, pregonaran su participación en el abasto para la victoria, proyectando una imagen solidaria y patriótica.
Anunciarse para ganar admiración, más que para vender esto o aquello, se fue consolidando como una especialidad: las relaciones públicas. No hace falta decir que los grandes líderes (militares, políticos, religiosos) siempre han tomado en cuenta los símbolos. La novedad fue que lo hicieran los empresarios, y con recursos típicos del mundo comercial, como los anuncios. Tan fue novedad, que sus métodos transformaron la antigua administración de símbolos: inspiraron la mercadotecnia política, religiosa, institucional.
Hablar de imagen se puso de moda. No era un concepto desconocido. El Oxford English Dictionary dice que «this sense developed from advertising parlance in the late 1950s»; pero recoge un uso previo de Chesterton en All things considered, 1908: «Cuando los cortesanos alababan al rey, le atribuían cosas totalmente improbables […] Entre el rey y su imagen pública no había realmente relación.» De ahí, salta medio siglo a Galbraith, The affluent society, 1958: «La primera tarea del hombre de relaciones públicas, cuando toma un cliente empresarial, es la reingeniería de su imagen, para incluir algo más que la producción de mercancías.»
Paralelamente (también a mediados del siglo XX) surgió la televisión, que reforzó la nueva administración de la imagen con el ascenso de la visualidad. La importancia de lo visual en el espacio público había empezado en la Antigüedad, con la arquitectura y el incendio (de ciudades, de templos, de naves) como exhibiciones de poder. Pero su apogeo es del siglo XX, con la prensa gráfica, el cine y sus noticieros, hasta culminar en la televisión. Los medios visuales transformaron la imagen de la realidad y, finalmente, la realidad. Los productos que no se prestan a la venta masiva, o no se pueden explicar con imágenes en los veinte segundos que dura un comercial, perdieron importancia relativa. Sucedió lo mismo con las instituciones y personas que no se pueden resumir en una frase, o no tienen nada que decir al gran público, o fotografían mal. Sucedió con los hechos. Los que carecen de interés masivo, no se pueden simplificar o no generan imágenes llamativas, se perdieron de vista.
Los medios son oligopólicos y oligopolizan. Destacan unos cuantos hechos, personas, productos. Todo lo demás queda en la oscuridad. Alguna vez, cuando le preguntaron al jefe de la oficina local del New York Times, por qué daba tan pocas noticias positivas sobre México, respondió simplemente: «Porque no tienen mercado.» Pero ni el Times ni la televisión parecen excluyentes, y menos aún en función del mercado. Por el contrario, parecen espejos del mundo: panoramas totales. Si algo no está ahí, es que no sucedió, no existe o no tiene importancia. (Lema del Times: «All the news that’s fit to print.») Por eso, hay quienes sienten que no existen, si no están ahí. Una profunda necesidad de ser los impulsa a luchar por ser objeto de los medios. Necesitan estar en la pantalla para estar en la realidad, para ser plenamente, para realizarse. Pero ¿cómo puede caber la realidad en veinte segundos?
La pantalla es una especie de Aleph borgesiano, donde todo cabe en un punto; una quimera sobre la plenitud de la vida (en el paraíso de la imagen) que transforma la vida. Provoca la fabricación de hechos, personalidades, instituciones y productos diseñados para generar imágenes poderosamente simbólicas, visuales, simplificantes, de interés masivo. Así nace la industria del montaje y producción de «hechos» armados para ser noticia, de «bellezas» diseñadas para ser fotogénicas, de «personalidades» modeladas para ser mediáticas, de «libros» escritos para ser bestsellers.
El historiador Daniel J. Boorstin (The image, 1962) habló de estas fabricaciones: la entrevista buscada, cuando faltan noticias, para provocar declaraciones de primera plana; la reunión organizada, no para tratar algún asunto, sino para publicar la foto; y hasta el artículo encargado por el Reader’s Digest para ser plantado en otra revista, y luego seleccionado y resumido por el Digest. Una vez puesta en marcha, la realidad artificial se alimenta a sí misma. Una declaración de primera plana se vuelve noticia por el hecho de estar en primera plana. Un bestseller vende más porque ha vendido mucho. Una celebridad es conocida por su logro más notable: ser muy conocida («known for his well-knownness», como dice Boorstin). No porque la declaración, el libro o la persona tengan méritos admirables, sino porque están en el candelero. Boorstin empieza con una anécdota elocuente sobre la realidad que se vuelve secundaria frente a la imagen. «¡Qué niño tan bonito!» —le dicen a la madre, que responde, orgullosamente: «No es nada. ¡Si vieran la foto!».
Según Plinio (Historia natural, XXXV, 86-87), Alejandro amaba tanto a la bellísima Pancasta, su concubina, que quiso tenerla en un cuadro, desnuda. Pero su amigo Apeles, pintándola, se enamoró de ella. Cuando Alejandro se dio cuenta, conteniendo su cólera, tuvo el gesto magnánimo de dársela. Plinio subraya el dominio de sí mismo y la grandeza de la amistad de Alejandro. Una lectura moderna subrayaría la ambigua relación entre los dos amigos, el intercambio de objetos (la modelo por el cuadro) y la preferencia por la imagen («¡Si vieran el cuadro!»).
La milenaria desconfianza en el poder de las imágenes reconoce el peligro: perder el sentido de la realidad, preferir la irrealidad. Los nombres, los espejos, las sombras, los retratos, los ecos, los símbolos: todos los desdoblamientos de la realidad han inspirado fascinación y temor, cuando no prohibiciones. Karl Popper (Knowledge and the body-mind problem) sitúa la aparición de estos desdoblamientos (que llama Mundo 3, frente al Mundo 2 subjetivo y el Mundo 1 físico) en la evolución de las especies, y presenta los tres mundos como interactuantes, pero autónomos. Las imágenes entran al mundo físico y al repertorio de signos que comparte la sociedad, por obra de los sujetos que objetivan su imaginación creadora. Pero, una vez creadas, las obras modifican a sus creadores, a la sociedad y el mundo físico. Las palabras, los números, el saber, las ideas, los mitos, las metáforas, las escenas, las obras de arte, los artefactos, los utensilios, son productos de la especie humana que cambian la vida humana y la faz de la tierra. Así resulta que la irrealidad tiene poder sobre la realidad.
Quizá desde sus orígenes prehistóricos, la vida desdoblada desconcierta. El desdoblamiento es real y es irreal. Es un salto milagroso de la vida más allá de su realidad inmediata, que le permite desarrollarse y crear una nueva zona de la realidad. Es el origen de la conciencia y la cultura: la vida en el espejo que se ve a sí misma y sube de nivel, y hace habitable el mundo en ese nivel. Pero es un alejamiento de las realidades inmediatas, que puede confundir. Favorece la objetividad, el espíritu crítico, la libertad, pero puede llevar al fetichismo, el escapismo, la enajenación.
La ambivalencia puede verse en la Biblia. Dice que el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios (Génesis 1:26), lo cual, no sólo exalta al hombre: exalta el concepto de imagen. Sin embargo, prohíbe hacer imágenes de Dios (Éxodo 20:4), lo cual, no sólo condena la idolatría: condena la exaltación de las imágenes. El judaismo y el Islam han respetado la prohibición hasta hoy. El cristianismo empezó respetándola, pero, ya en los primeros siglos, apareció la veneración de reliquias, imágenes y símbolos, con grandes tensiones y escándalos. Los iconoclastas consiguieron que el emperador bizantino prohibiera las imágenes en el año 730, y se lanzaron a la destrucción. Pero fueron condenados en el segundo Concilio de Nicea (787), en nombre de la tradición y del distingo establecido por San Basilio en el siglo IV: el culto no es a las imágenes que están aquí, sino al original que está en el cielo.
Aunque la exaltación de la imagen se ha vuelto universal, es un hecho histórico que la fotografía, la prensa gráfica, el cine, la televisión, las imágenes en la web, se difundieron a partir del mundo occidental (no del islámico o budista); lo cual puede estar relacionado con la actitud griega y cristiana hacia la imagen, que favoreció el desarrollo de la vida desdoblada.
Según Jacques Le Goff (Le Dieu du Moyen Age), la singularidad del cristianismo, frente a los otros monoteísmos, deriva de la adoración de un hombre que manifiesta la plenitud del ser humano como imagen de Dios, porque es de hecho Dios. De ahí también las controversias sobre su doble naturaleza. El monoteísmo radical (judío, islámico) no puede aceptar un desdoblamiento de Dios, menos aún en tres personas (Padre, Hijo, Espíritu Santo): parece politeísmo. A su vez, entre los cristianos, los orientales no aceptan que los occidentales afirmen que el Espíritu Santo procede, no sólo del Padre, sino también del Hijo; y, aunque veneran los iconos, no ven con simpatía las imágenes de bulto. Entre los occidentales, muchos protestantes ven el culto católico a la Virgen, los santos, las reliquias, como politeísmo.
Es equívoco que el hombre sea imagen de Dios, que el Padre se desdoble en el Hijo y que un hombre en particular sea el Hijo, sin dejar de ser el carpintero conocido por sus clientes y amigos. Es equívoco proponer que la especie humana tome al carpintero como modelo de su propia plenitud: aspire a la imitación de Cristo. Los equívocos normales cuando una realidad significa otra (el oro como valor, el lobo como demonio, las bebidas alcohólicas como felicidad) aumentan cuando la realidad de una persona significa otra. Un actor es una persona en particular, pero también el personaje que representa. Y este equívoco es mayor si, en vez de máscara (como en el teatro griego o japonés), usa su propio rostro como objeto expresivo. Especialmente, en un close-up o desnudo. ¿De quién? ¿Del actor, del personaje? El cuerpo desnudo del actor, ¿deja de ser su cuerpo, para volverse máscara y vestido? Su propia personalidad, ¿queda sin cuerpo?
También es equívoca la actuación social de una persona por otra, a la cual representa. ¿Quién es el sujeto de sus actos objetivos? ¿Qué intereses promueve: los suyos o los que representa? Especialmente, si el apoderado actúa en nombre de una «persona» colectiva (la república, una institución), investido de autoridad. Un solo cuerpo manifiesta a dos personas: la real y la simbólica. (O al revés, como dice Ernst H. Kantorowicz, Los dos cuerpos del rey.) Y esta doble personalidad se presta a la confusión y el extravío, a la locura y la corrupción, que son las enfermedades profesionales del poder.
En la religión, el teatro, la política, los tribunales, el hecho de que una persona represente a otra enriquece la realidad, pero se presta a perder el sentido de la realidad. Actuar como otra persona, representarla, es identificarse con un objeto fantasmal, montado en los actos de un sujeto real que se transforma en alguien distinto de sí mismo. Identificación activa en el caso del actor, del apoderado, del investido con autoridad, pero no menos importante, ni menos equívoca, del lado del espectador que se identifica con el protagonista religioso, político, legendario, novelesco, mediático.
En la vida cotidiana, todos nos vemos en el espejo de los otros, como actores y espectadores. El mimetismo espontáneo, irreflexivo, como reflejo de la conducta ajena (hasta en formas tan elementales como poner la misma cara que el interlocutor está poniendo), es un mecanismo natural. Favorece las acciones concertadas (los vuelos en formación de las grullas), el desarrollo de los que van naciendo (los aprendizajes por imitación) y el desarrollo cultural (la difusión de innovaciones por imitación, observada hasta en los chimpancés). En la vida humana, este mimetismo biológico está enriquecido por el uso de espejos, fotos, grabaciones; y el acervo creciente de la producción simbólica. La mitología, la épica, el teatro, la historia, el estudio de los pueblos y de los animales, la reflexión, la biografía, la novela, el cine, interesan por esto y por aquello, pero siempre han tenido, además, un interés mimético. Sirven para verse en el espejo de los otros, para la comprensión y desarrollo de la propia vida. Son repertorios de conductas, caracteres, situaciones, destinos, ideales, análisis, ejemplos. Una especie de canon de la vida posible, imaginable, deseable.
Sobre la expulsión de los poetas en La república de Platón, hay muchas explicaciones. La de Eric A. Havelock (Preface to Plato) subraya la influencia de los grandes poemas de Homero y Hesíodo en la vida cotidiana, como una especie de paideia. Eran como «enciclopedias en verso» de ejemplos de conducta, modelos que todos conocían de memoria. (Todavía hoy, muchas personas apoyan su conducta en lo que dice tal o cual refrán, en escenas de películas o novelas, en la conducta de celebridades.) Pero, cuando aparece la prosa que debate en manos de Platón, ¿para qué queremos los versos en boca del pueblo? Los grandes personajes como troqueles formativos producen vidas no examinadas. Cuando la vida logra autoteorizarse y autocriticarse sube de nivel. La vida imaginaria que influye en la vida real con estereotipos, y peor aún: malos ejemplos, es indeseable, como un libro de texto pernicioso. Después de Sócrates, salen sobrando los poetas.
Pero no todos tienen facilidad o inclinación por el análisis abstracto. Tampoco es fácil entender la vida en general, y la nuestra en particular, sin observar otras vidas. Hay una especie de reflexión (concreta, en vez de abstracta) en la vida íntima de los que leen novelas, van al cine, ven televisión, observan la vida de los demás, se enteran de chismes, sueñan y fantasean. Los ejemplos de otras vidas modelan las autoteorías (yo soy así o asá), las autobiografías (los relatos y leyendas de sí mismo), los exámenes autocríticos (o justificativos), las reflexiones generales (semejantes a las del refranero). Los chismes de los dioses, semidioses y protagonistas de los poemas homéricos; los chismes de los actores que llevan esos chismes clásicos al cine (y, a su vez, fascinan, como nuevos dioses, semidioses y protagonistas); los chismes de los vecinos, compañeros y amigos; todos los episodios de las vidas ajenas, pueden ser, no sólo mimetizados, sino observados como desdoblamientos de la propia vida, como objetos de reflexión concreta, como una forma primitiva de teorizar.
Además, toda teoría es, como el arte, un producto de la imaginación, una ficción hipotética, un modelo, una imagen, una metáfora: una irrealidad que sirve para entender la realidad. La teoría es creación, no menos libre, ni más rigurosa, que la poesía. Los modelos teóricos no desplazan a los literarios. Ninguna de las ciencias sociales ha producido, ni producirá, mejores descripciones de la vida personal o social que la novela. Algunas realidades (pocas) se modelan mejor con teorías abstractas; otras (muchísimas) se modelan mejor con recursos literarios. No sólo eso: los modelos teóricos (como los modelos literarios) dependen del lenguaje. Sus procedimientos reductivos de la realidad son distintos, pero parten del habla. Hasta los desarrollos matemáticos en la página o el pizarrón se construyen, se presentan y se explican con palabras.
Dejando aparte la calidad de este poema y aquella teoría, el verdadero argumento contra Homero, el cine, la televisión, es el mismo que se ha dado contra la filosofía, las ciencias, el intelectualismo: la peligrosa fascinación por la irrealidad que distrae de la realidad. Las imágenes y modelos (de todo tipo), las instituciones y productos (de todo tipo), pueden ser una revelación que libera o una dependencia que subyuga.
Las personas que salen en televisión (aunque sea un reality show) parecen más notables, valiosas, bellas, inteligentes, hasta para aquellos que las conocen, y no les habían visto algo especial. Más de un adorador de estrellas de cine sería incapaz de reconocerlas, si las encontrara trabajando en una oficina, sin maquillaje ni glamour. En la vida cotidiana, abundan las personas valiosas, las bellezas notables, las inteligencias superiores, que tienen realidad, pero no imagen, por lo cual pasan de noche para los bobos que adoran la imagen del «éxito». La idolatría de las imágenes deja sin ojos para ver los milagros de la realidad.