Capítulo Diez

Robin no estaba segura de qué era lo que había turbado su sueño en aquella ocasión. No había sido una bajada de temperatura, como la noche anterior, ni la radio como aquella mañana.

Se había despertado instantáneamente. Había abierto los ojos como si alguien le hubiera arrojado un jarro de agua fría al rostro.

La parte más racional de su cerebro se pasó unos segundos presentándole argumentos contra tanta cautela, pero el instinto era mucho más fuerte que la lógica. Se levantó de la cama y, descalza, fue a sacar a Taylor de la suya. Cuando llegó al dormitorio del pequeño, se escuchaban ruidos procedentes del piso de abajo.

¿Una pelea? ¿Algo cayendo al suelo? No se escucharon voces, pero creía que aquello era precisamente lo que la había despertado. Voces. El sonido de algo que estaba ocurriendo cuando no debería ocurrir.

Se inclinó sobre la cama de Taylor y le susurró suavemente.

—Despiértate, hijo.

El niño no se movió, ni siquiera cuando ella lo zarandeó suavemente. No quería asustarlo, pero le resultaba difícil contener la urgencia que la había llevado hasta allí.

—Taylor, tienes que despertarte.

Lo zarandeó con más fuerza en aquella ocasión. Por fin, el niño abrió los ojos.

—Vamos. Levántate —le dijo, mientras le colocaba el brazo bajo los hombros para levantarlo físicamente.

El niño no respondió como ella hubiera deseado. Murmuró algo incoherente y volvió a cerrar los ojos.

—Hay alguien en la casa —susurró ella, sin importarle ya que Taylor supiera lo que estaba ocurriendo—. Tenemos que salir de aquí.

El pequeño abrió los ojos de par en par. Como prevención del sonido que él pudiera hacer, Robin le tapó rápidamente la boca.

—Shh... —le susurró—. Vamos.

Le ayudó a levantarse del cálido nido de sábanas y mantas. Entonces, utilizó unos valiosos segundos en colocar las almohadas en el centro de la cama antes de taparlas con las mantas. No se le había ocurrido hacerlo en su dormitorio, pero no la estaban buscando a ella. Tal vez aquel engaño tan simple le diera los segundos que necesitaba.

No sabía el tiempo que había transcurrido desde que se despertó. ¿Tres, cinco minutos? No podía saber lo que estaba ocurriendo en la planta de abajo.

—¿Adónde vamos?

Robin había estado pensando en las opciones que tenían y había descubierto que tenían muy pocas. La única salida era por la escalera. No había modo alguno de subir al tejado, lo que significaba...

Rápidamente llevó a Taylor a la habitación de invitados. Abrió las puertas del armario y metió a Taylor en su interior antes de entrar ella. En la oscuridad, no podía ver la delgada cuerda que hacía bajar las escaleras del desván. A tientas y con mucho cuidado, consiguió agarrar la cuerda después de varios segundos de angustia. Tiró de ella con tanta fuerza como pudo. La escalera descendió con un fuerte ruido metálico que debió resonar por toda la casa. Trató de no pensar en ello y agarró de nuevo a su hijo.

—Sube —susurró—. Sube...

Cuando notó que el niño empezaba a ascender, se dispuso a seguirlo. Cuando los dos estuvieron arriba, se arrodilló para encontrar el modo de hacer subir las escaleras. Tras unos infructuosos intentos decidió que tendría que plegar la parte inferior de la escalera para conseguir hacerla subir. Se dio la vuelta y se dispuso a bajar de nuevo por la escalera. Entonces, Taylor la agarró por la manga del camisón.

—Mamá, no me dejes aquí solo...

—Tranquilo, hijo —musitó ella—. Tengo que levantar la escalera para que no nos encuentren. No lo podré hacer a menos que suba primero la parte inferior de la escalera.

—Yo también voy.

—No puedes, hijo. Suéltame —le suplicó—. Sólo voy a bajar un par de escalones. No voy a dejarte solo. Espérame aquí. Volveré enseguida.

Con un tirón, consiguió soltarse de su hijo y, sin darle tiempo para protestar, bajó las escaleras.

—Mamá...

—Shh —le suplicó Robin—. Estoy aquí, calla.

Había llegado al final del tramo superior de la escalera. Se giró y se dobló, sujetándose a la barandilla con una mano mientras que con la otra agarraba el segundo escalón del tramo inferior. Se esforzó todo lo que pudo, tratando de hacerlo subir y colocarlo en posición sobre el tramo superior de la escalera.

Por fin, comenzó a moverse. Cuando lo hizo, Robin se vio obligada a subir de nuevo hasta que se encontró arrodillada sobre el contrachapado que cubría el suelo del desván. Se inclinó todo lo que pudo, pero la escalera no se movió más.

Se dio cuenta de que si podía llegar un escalón más abajo podría conseguir el impulso que necesitaba. Se tumbó sobre el contrachapado y dejó caer la parte superior de su cuerpo por las escaleras. Se acercó hasta que el borde de la abertura quedó por debajo de las caderas. La madera le cortaba la carne mientras ella se estiraba todo lo que podía, tratando de alcanzar con los dedos el peldaño inferior.

Apretó los dientes y tiró con fuerza. Tenía que conseguirlo. Sabía que no tendría fuerzas para intentarlo una segunda vez.

Con un suave gruñido, la escalera empezó a ascender. El ruido del metal pareció mucho más fuerte que antes, suponía que magnificado, o eso esperaba ella, por el reducido espacio del armario. Con gran esfuerzo, se puso de pie agarrándose a una de las vigas de apoyo y siguió tirando de la escalera hasta que, por fin, quedó completamente cerrada.

Durante un momento, le pareció imposible que lo hubiera conseguido. Se apoyó contra la viga de madera, tratando de escuchar algún sonido que proviniera del piso inferior. No se escuchó nada más que el sonido de su propia respiración.

De repente, en medio del silencio, lo oyó. Parecía que él estaba sacando cosas de los armarios y revolviendo los muebles, sin preocuparse del ruido que hacía. Aquello sólo podía significar una cosa. Quien hubiera estado de guardia en la casa, tanto si era Stokes como otro policía, ya no suponía una amenaza para el intruso. En aquellos momentos, ya sólo estaban los tres en el interior de la casa y él tenía toda la noche para encontrarlos.

Se puso de pie con cuidado de no golpearse contra las vigas de madera del techo. Le dolían todos los músculos del cuerpo por el esfuerzo que acababa de realizar, pero lo consiguió. Entonces, buscó a su hijo con la mirada.

A pesar de que el contrachapado sólo cubría la parte más cercana a la trampilla de entrada al desván, Robin sabía que no podían quedarse allí. Lo único que él tendría que hacer era descubrir la escalera de acceso y...

Otro sonido, tan imposible de identificar como los otros, pero parecía venir de más cerca...

¿Estaría ya en el segundo piso? El miedo se apoderó de ella, a pesar de que había sabido que sólo era cuestión de tiempo.

Tomó a Taylor de la mano y trató de escrutar la oscuridad que los envolvía, esforzándose por recordar lo que había visto allí en la única vez que había subido a la luz del día.

Decidió que llegarían hasta donde llegara el contrachapado. Si hubiera estado sola, se habría arriesgado a arrastrarse por encima de las viguetas expuestas que formaban el suelo, pero Taylor no podría hacerlo, y mucho menos en el estado en el que se encontraba en aquellos momentos.

De repente, se topó con un obstáculo. Sólo tardó unos segundos en identificarlo. Había dado instrucciones a los hombres que les hicieron la mudanza para que colocaran las cajas de los adornos de Navidad en el desván. Las cajas estaban unas apiladas encima de las otras, a una distancia suficiente de las escaleras para permitir que se almacenaran allí otros objetos.

Colocó a Taylor detrás de ellas y comprobó en aquel momento que era justo allí donde se acababa el contrachapado de madera. Ya no podían avanzar más. Aquellas cajas representaban el único refugio que podrían encontrar en el ático.

Se sentó detrás de ellas y se colocó a Taylor en el regazo. Juntos escucharon los ruidos que se filtraban de la planta inferior. Eran más sonoros que antes. Mucho más cercanos.

Abrazó a su hijo con fuerza. Notó que el pequeño tenía el cuerpo rígido, ocasionalmente sacudido por un temblor incontrolable.

Sin embargo, no hacía ningún ruido. No lo había hecho desde que le había suplicado que no lo dejara solo en el desván. Aquello era algo que Robin no habría hecho nunca. No podría abandonar jamás a su hijo. Desgraciadamente sabía, aunque él lo desconociera, la poca protección que podía ofrecerle.

Lo único que tenía era su vida y se interpondría hasta que exhalara el último aliento entre Taylor y la amenaza que había invadido su hogar.