Capítulo doce

La muerte

E l sonido del nuevo teléfono me despertó. Por una vez, el tic-tac me había dejado tranquila en lo que a descansar se refería. Desde que descubrí que el reloj estaba en casa de Ekaitz, era como si su sonido hubiese vuelto al letargo. Notaba las muñecas doloridas debido a las ligaduras del sueño y sentía la boca completamente seca por la mordaza.

El mensaje era corto y conciso: «Estoy en la cascada. Ven rápido. Creo que mi padre quiere matarme».

¿Sería ella la que estaba encerrada? Me levanté corriendo, reenvié el mensaje a Haize y cogí el coche. No sé en qué estaba pensando para ir sola allí. No es que fuese la persona más fuerte del mundo, pero simplemente no me paré a analizar las consecuencias porque estaba demasiado preocupada por Izar. Pisé el acelerador del coche al máximo y corrí hasta la casa albergue. El problema fue que una vez que llegué a la puerta, no supe qué demonios hacer. Si al menos hubiese cogido algo para defenderme… Pero no, yo iba tal cual.

Abrí la puerta temblando. En el instante en el que la luz entró por la rendija de la madera iluminó una figura atada en el suelo. Era demasiado grande como para ser Izar. Algo no andaba bien. Sus ojos estaban acostumbrados a la oscuridad y tenía la ventaja de verme a mí mientras que yo tan solo distinguía una silueta. No podía irme y dejar a quienquiera que fuese allí, así que respiré hondo, me armé de valor y me agaché a ayudarle. Los ojos temerosos de Ekaitz se toparon con los míos, esos mismos que seguramente fueron de los primeros que vi en mi vida. Tenía las manos hinchadas y ensangrentadas y las cuerdas estaban cortándole la circulación. Como pude, intenté quitarle los nudos mientras él movía la cabeza de un lado a otro indicándome algo. Le liberé de la mordaza justo cuando me gritó.

—¡Corre, Gaia, corre!

Me giré. Detrás de mí estaba Izar con un cuchillo a punto de clavármelo en la espalda. Oír que alguien me llamaba por mi verdadero nombre por primera vez desde que sabía la verdad me dejó paralizada. A lo lejos escuché unos ladridos. Haize venía en mi ayuda, seguramente con Nora como único apoyo. Empujé a Izar y salí de allí en dirección a la cascada. Si me daba prisa, Haize nos encontraría y todo aquello habría terminado. Pero ¿por qué? Siempre pensé que fue Ekaitz el artífice de aquella locura, pero ¿y si estaba equivocada?

Mis pulmones empezaron a quejarse y a recibir menos aire del que deberían. La vista empezó a nublárseme, y si no me detenía, caería inconsciente en minutos. Cuando miré detrás de mí, Izar estaba a pocos metros con cara de loca, chillándome mil improperios, con el cuchillo en alto y dispuesta a terminar con mi existencia. Caí al suelo y aguardé lo peor, hasta que una piedra voló y golpeó la cabeza de mi persecutora, provocándole una brecha al instante y haciendo que la sangre le saliese escandalosamente, sin que eso la cesase en su empeño por proseguir su tarea.

Finalmente llegó hasta mí e intentó acuchillarme. Estábamos tendidas sobre el suelo justo al lado del río. Mi pelo ya se encontraba dentro de las frías aguas y mis sienes estaban congelándoseme. ¿Sería así como terminó con la vida de la pobre Aintzira? La historia se repetía.

Me propinó un rodillazo en el estómago al caérseme encima que casi hizo que perdiese el sentido. Justo detrás de ella podía entrever una sombra que la rodeaba por completo. No sé muy bien cómo, pero conseguí darle un codazo y quitarle el cuchillo de la mano, logrando que cayese lejos de nosotras. Ella era más alta que yo y no le costó introducir por completo mi cabeza dentro del agua e intentar ahogarme. Mientras forcejeábamos, de su camiseta salió un pequeño medallón que ya conocía: el lauburu que Aintzira le compró. Eso quería decir que si estaba en su poder era porque sí se vieron el día de su muerte.

Cada bocanada de oxígeno que lograba tomar era unos segundos más de vida. De pronto, algo la golpeó, dejé de notar el peso de su cuerpo sobre el mío y me levanté rápidamente. Haize la había derribado y tirado hacia un lado, liberándome con ello de su agarre. Me incorporé aturdida y fui a ayudarlo, pero habían caído demasiado cerca del cuchillo y él estaba en desventaja. Ella sabía que estaba allí, así que lo cogió con agilidad y se lo clavó en el pecho. De la boca del pobre Haize salió un reguero de sangre y los brazos se le desplomaron a ambos lados del cuerpo. Giró la cabeza, me miró e intentó decirme algo, pero ningún sonido salió de su garganta. Grité como nunca jamás lo había hecho. Fue un bramido de desesperación, de odio, de rencor y de incomprensión. La frente de Haize se iluminó y su marca salió de nuevo a la luz.

Izar retomó su interés en mí, su presa inicial. Le arrancó el arma ensangrentada a Haize, provocando que este se retorciera de dolor, y se me acercó con paso decidido. Por mucho que corrí, en pocos segundos la tenía de nuevo pisándome los talones. Las lágrimas no me dejaban ver bien y tropecé a los pocos metros dándome casi por vencida y esperando mi final. Si iba a matarme a mí también, al menos quería que me mirase a los ojos cuando lo hiciese y me dijese la verdad.

—¡¿Por qué la mataste?! —chillé, intentando recuperar un poco el aliento como último recurso.

—¡Iba a delatar a mi padre! Esa pequeña zorra se merecía lo que le pasó por entrometerse en mi familia. Aintzira no podía tener la boca callada. Ella tenía que decir la jodida verdad.

—¡Era tu amiga! ¡Las tres lo erais! ¡Ella confiaba en ti, maldita sea!

—Lo gracioso es que esa mañana la recogí en el coche mientras corría y la traje aquí para intentar convencerla de que no hablase. La muy estúpida me dio esto como regalo de despedida, sin saber que yo estaba al tanto de que pensaba arruinarle la vida a mi padre —me confesó. Se sacó el amuleto y lo hizo girar delante de mí—. Hice todo lo que pude. Tenía que proteger a mi familia, ¡¡¿no lo entiendes?!! Por eso no tuve más remedio que terminar con los demás. ¡Ellos me obligaron! Nahia estaba a punto de denunciarlo y la señora Uxue estaba extorsionándolo. Yo solo fui a hablar con la vieja para ponerle las cosas claras, pero cuando llegué, él ya había terminado el trabajo antes de que yo me involucrase. ¿Y tú? ¿Por qué tuviste que seguir? ¿No podías dejarlo estar? ¡No! ¡Tú eres como Aintzira! —agregó, cada vez más cerca de mí y más enfadada.

—¡¿Qué te hizo el pobre Nikanor?!

—Estaba enamorado de Aintzira, y ella solo podía ser mía. Si él desaparecía, le echarían la culpa a Haize y mataría dos pájaros de un tiro. Era el plan perfecto, ¿o es que no lo ves? Aquella noche volví aquí y escondí su cadáver. Aintzira tendría que haberse refugiado en mí. Pero no. Nahia tuvo que hacer de las suyas y entrometerse. ¡Éramos una familia, y la familia se respeta! ¡Ella debería haberlo sabido y no bajarse las bragas!

—¡A ti la familia te importa una mierda! ¿Por qué entonces dijiste que esa niña era tu hermana cuando de sobra sabías que no lo era? ¿Nunca pensaste en mí? ¿No se te pasó por la cabeza que a lo mejor merecía saber quién era mi familia?

—¡Porque no deberías estar viva! ¡Desde que naciste, ellos tan solo tenían ojos para ti! Y cuando moriste, él volvió a quererme, pero al verte te reconoció. No sé cómo lo hizo, pero lo supo. Él sabía quién eras y por eso no te quería cerca de mí ni de él. La hija pródiga era mejor que nosotros y no podía ensuciarse con nuestras mentiras y nuestros secretos. ¡Ya…! Yo he sido la que ha estado a su lado todos estos años, pero con tan solo verte, todo eso ya no importaba una mierda.

Volvió a alterarse todavía más y sus ojos se inyectaron en sangre. Gritó y anduvo la distancia que nos separaba con el cuchillo preparado para introducírmelo en el corazón. Cuando la sombra que había estado rodeándola todo este tiempo se le separó, se tornó densa y de sus brumas comenzó a formarse una figura bajita. El cielo se llenó de pájaros negros que graznaban como si se les fuese la vida en ello. Izar, al verla a su lado, se detuvo reconociéndola y dio unos pasos hacia atrás, asustada. La mujer la miró sonriendo. Tenía los ojos tan negros como recordaba de la última vez, pero al abrir la boca, en vez de dientes salieron una especie de insectos que le recorrieron el cuerpo cubriéndola como si fuese un manto protector.

«¿Podrías elegir qué vida merece la pena salvar? ¿La tuya o la de ella?».

Esas palabras resonaron dentro de mi cabeza. Aintzira no escogió aquel día cuando ella se lo preguntó. Miré a lo lejos y vi el cuerpo de Haize inmóvil, con los ojos abiertos. Recordé la sonrisa de Aintzira en las fotos, cómo se habían truncado sus ilusiones por marcharse de ese lugar y poder conocer mundo, reconocí en mi memoria la siempre melancólica cara de Nahia. Ahora comprendía que la pobre llevaba un gran peso sobre los hombros. No debió ser fácil para ella guardar un secreto tan grande durante todos esos años. Imaginé a Nikanor suplicando por su vida. El único fallo que cometió el muchacho fue cruzarse en el camino de la psicópata de mi hermana, para que encima manchase su memoria como lo hizo.

Simplemente cerré los ojos. Justo entonces, los mismos cuervos que devoraron a Marie en la casa de Lazaga, cuando esta me asustó para que regresase al pueblo y terminarse en el punto al que estaba segura de que sabía que llegaríamos, aparecieron de entre los árboles y la rodearon como si de una humareda negra se tratase, llegando incluso a levantarla del suelo. El ensordecedor sonido era insoportable y se mezclaba con los gritos de dolor y terror. Fue tan horrible que tuve que agacharme, taparme los oídos y cerrar los ojos para intentar sofocar la culpa dentro de mí.

Un golpe seco en el agua hizo que los abriese. Para cuando miré, el cuerpo de Izar estaba flotando en el río, todavía con algunos de esos bichos arrancándole trozos del cuerpo. Salí corriendo hacia Haize, puse mi oído en su pecho y noté un débil latido. Como pude, lo llevé hasta la cabaña, donde esperaba Nora custodiando a Ekaitz aún atado. Lo desaté y entre los dos lo condujimos al coche. Al haberle quitado el cuchillo, de la herida salía sangre a borbotones. Cada vez estaba más pálido.

—¿Izar? —se atrevió a preguntarme Ekaitz mientras yo conducía más rápido que en toda mi vida intentando llegar al hospital a tiempo. Miré por el espejo retrovisor hacia él y, cuando vio mi gesto, se agarró la cabeza con las manos, moviéndose para delante y para atrás como si acabase de volverse más loco de lo que ya estaba.

—¡Haize, no te duermas, por favor, no te duermas! ¡Sigue conmigo, estamos bien, no hay peligro, estamos bien! —le repetía una y otra vez mientras lo zarandeaba con cuidado de vez en cuando, procurando no soltar demasiado el volante.

Cuando llegamos a la puerta de urgencias grité por ayuda a la vez que salía. Iba al lado del copiloto y le abrí la puerta para sacarlo cuanto antes, pero sus ojos estaban cerrados y su pecho no se movía. Había dejado de respirar. Nora comenzó a aullar desde el asiento trasero. Estaba segura de que aquel no fue un ladrido normal, sino un grito de dolor que simplemente yo no fui capaz de traducir. El animal sabía que él ya no estaba entre nosotros.