Capítulo tres

La habitación secreta

Creo que soñé cosas raras el tiempo que estuve durmiendo. Cuando desperté, tan solo podía recordar el gorgoteo de una cascada, una luz que me apuntaba a los ojos cegándome y el sonido de un reloj de fondo con su incansable tic-tac. De hecho, aún continuaba oyéndolo, así que me giré buscando la protección de Izar, pero en su lugar encontré una nota.

Ha llegado un autobús de turistas para visitar la Selva de Irati y he tenido que irme. Te dejo mi número por si necesitas algo. Besos, Izar.

Saber de pronto que me encontraba sola provocó que me entrase ansiedad. Siempre guardaba el inhalador para el asma cerca, pero en esta ocasión lo tenía en el bolso que estaba en el salón, por lo que no tuve más remedio que levantarme. Me detuve frente a la puerta del dormitorio, observando el pasillo como si fuese a aparecer algo de pronto. Tomé aire y anduve lentamente mirando a todas partes como si estuviese desquiciada, lo que incrementó mi asfixia. Justo cuando pasaba por al lado de donde se suponía que estaba la supuesta puerta, el corazón se me heló.

El sonido del reloj se amplificó como si de unos tambores indios se tratase. Corrí el resto de metros, agarré el ventolín y me eché cuatro dosis con manos temblorosas. Jamás en mi vida había sido cobarde o fácil de amedrentar, y el subidón del inhalador ayudó a que mis músculos me obedeciesen y regresase con paso firme hasta allí. En cuanto llegué, el sonido también lo hizo. Apoyé ambas manos en la pared y respiré hondo, percibiendo un aroma extraño. «¡Huele a cola de la que se usa para empapelar paredes!». Algo no andaba bien con todo aquello; no estaba volviéndome majara. Si eso era una vil artimaña para que no descubriese lo que ocurrió con la chica, estaban equivocándose de persona a la que embaucar.

Cogí un cuchillo y comencé a rajar la pared como lo hice la noche anterior. Busqué un destornillador y un martillo y desarmé la cerradura, dejando la puerta libre. Procuré no volver a mirar en su interior hasta que no fuese estrictamente necesario. Usé la herramienta de palanca y la puerta cedió un poco. Me armé de valor y tiré fuerte de ella, levantando a la vez el martillo con la otra mano por si tenía que atizarle a alguien en la cabeza.

Tic-tac, tic-tac.

Lo que primero llamó mi atención fue el olor a flores. Pensaba que, después de a saber el tiempo que aquella habitación había permanecido sellada en su interior, olería a cerrado como en las viejas buhardillas, pero no. Busqué a tientas un interruptor. Cuando se hizo la luz, me reveló el típico dormitorio de una adolescente perfectamente amueblado. Una cama con el edredón de vivos colores estaba ubicada justo debajo de la ventana con un cabecero blanco de forja con adornos florales. También había una mesita de noche a juego con la tapa de cristal, y sobre ella reposaba una lámpara de base redonda y hueca con hadas colgantes. Encima de la cama había dos cojines rosas con forma de corazón que, de haberlos visto en alguna tienda, seguro que los habría comprado, y las cortinas eran del mismo color que estos. Una mesa de escritorio estaba pegada a la pared, justo a la derecha de la puerta, y encima de ella se ubicaba una estantería con libros y un corcho con fotos, postales, entradas de cine usadas y cosas parecidas de las que cuando eres joven atesoras como si te fuese la vida en ello para no olvidar los mejores momentos de tu corta existencia y que, cuando empieza tu etapa adulta, terminan en el último rincón de un cajón para finalmente ir a la basura.

Aquel pensamiento me enterneció y di un paso al interior del cuarto mucho más serena que antes de reparar en todo aquello. Para concluir, un armario que abarcaba de pared a pared, provisto de un espejo desde el suelo hasta el techo en una de sus puertas, y una silla de escritorio con ruedas era todo lo que había en el interior, pero ni rastro del dueño o la dueña del ojo que me asustó, cosa que agradecí. Me senté en la cama y acaricié la colcha que la cubría como si de algo con vida se tratase. No sé el tiempo que me quedé en la misma posición, allí, sentada, mirándolo todo detenidamente casi sin pestañear. Me sentía como una intrusa que estaba husmeando en la vida de otra persona sin pedir permiso.

Por fin me levanté y abrí el gigantesco armario. Estaba lleno de ropa de todos los colores, cajas de zapatos y bolsos. Pasé percha por percha curioseando un poco cada prenda. Esa chica tenía un gusto muy parecido al mío. Era mucho más delgada que yo. Ni aunque hubiese querido probármela me habría entrado nada de lo que había allí dentro, a excepción de los zapatos; ahí sí que teníamos el mismo número. No era mi intención usarlos porque sería una falta de respeto y, visto lo visto, no me encontraba en situación de enfadar a nadie.

Me senté frente a su mesa y rebusqué en los cajones sin saber qué estaba escudriñando. Apuntes de instituto, lápices de colorear, un estuche de maquillaje, pulseras y anillos de bisutería barata y unas gomas para el pelo, pero poco más que me pudiese revelar algo sobre lo que le sucedió. Consternada, me puse en pie y miré con más atención el corcho de los recuerdos. La misma foto de la noticia que había leído con las tres chicas sonrientes estaba en el centro. A su alrededor había otras cuantas más de ellas en un lago, y bajo el puente de pie sobre el río helado, riendo, una tira larga de un fotomatón con distintas poses, pero siempre coincidían los mismos rostros en todas.

Me llamó la atención una en la que Aintzira llevaba un gorro de pescador y al fondo se veía una pequeña cascada. Tenía algo escrito abajo con letra muy pequeña. Retiré la chincheta que la aguantaba y, en cuanto lo hice, otra escondida detrás cayó al suelo. Al cogerla, me topé con la cara de un joven Haize que sostenía a Aintzira en brazos en ese mismo lugar. Ambos se miraban a los ojos con complicidad. Quité el resto de las fotos y detrás de cada una de ellas había otra de ellos dos juntos. En unas se besaban y en otras sonreían. Hacían muy buena pareja, y de pronto me sentí celosa de ella, de esa aura que desprendían y que yo jamás había compartido con nadie. En la parte inferior de cada una ponía la fecha de cuando fueron hechas y el nombre de: «La Cascada del Cubo».

El teléfono comenzó a sonar. Apagué la luz, cerré la puerta y descolgué.

—Blanca, iba a pasar a visitarte para ver cómo te encontrabas —sonó la voz de Haize al otro lado.

—¡No! —exclamé rápida y bruscamente. Si venía, descubriría que había abierto el cuarto, y aún no sabía si era él quien estaba intentando ocultarlo.

—Pero ¿estás bien? Voy a ir a comprobarlo de todas formas, te pongas como te pongas. Nos has dado un buen susto.

—Necesito salir y airearme. ¿Nos vemos en el bar de Izar?

—De acuerdo. Si es lo que quieres, estaré allí en media hora.

De pronto, mi miedo se había esfumado por completo sin que pudiese explicar de forma racional por qué. Lo que necesitaba en esos momentos eran respuestas, y tenía que jugar en condiciones mis cartas si quería obtenerlas. Me duché y me arreglé como un sábado cualquiera en mi ciudad. Gracias al cielo, no tenía ninguna señal del extraño moratón del pecho, mi asma estaba perfecta y mi ánimo restaurado. Simplemente, me sentía bien.

Cuando llegué al bar, no había donde sentarse. Lo de que había llegado un autobús de turistas era cierto. El pueblo estaba animado, lleno de jóvenes y mayores, hablando y bebiendo tranquilamente, pero ni rastro de Haize. Me acerqué a la balaustrada del río para mirar el agua correr. Un poco a mi izquierda reconocí a Nahia hablando acaloradamente con alguien por teléfono. Me acerqué despacio para intentar escuchar, pero justo cuando estaba a punto de hacerlo, colgó como si intentase hacerle un agujero a la pantalla con el dedo, miró al cielo y se fue casi corriendo calle arriba.

—Siento haber tardado. Nora no estaba muy de acuerdo con eso de que la dejase en casa —me dijo Haize, quien había llegado a mi lado sin que me diese cuenta.

—¿La conoces? —le pregunté malintencionadamente, señalando a la mujer a lo lejos.

—Esto es un pueblo, nos conocemos todos.

—Y a Aintzira, ¿la conocías?

—Sí, la conocí. ¿Entramos? Creo que va a llover —me sugirió, cambiando de tema de nuevo.

Una vez dentro del bar, Izar me dio dos sonoros besos y miró con cara de asco a Haize. Cuando nos hubimos tomado cuatro cervezas y después de estar casi una hora hablando de distintas formas de afrontar el trabajo como forense, intenté retomar la conversación pendiente:

—¿Ella vivía donde yo me hospedo?

—Sí, esa era su casa. ¿Por qué sientes tanta curiosidad?

—Por como actuaste al ver su fotografía. Me llamó la atención. ¿Cómo murió? —me atreví a preguntar.

Haize suspiró, pidió unos chupitos y dos cervezas más y comenzó a hablar:

—Aintzira nunca quiso quedarse aquí. Ella quería viajar y conocer mundo. Yo, sin embargo, era más cobarde. Nunca me hubiese atrevido a marcharme y decepcionar a mis padres. A ella le encantaba correr y nadar. Muchas mañanas salía y se hacía unos cuantos kilómetros antes de que incluso hubiese amanecido. Una mañana se fue y nunca regresó. Encontraron su cuerpo a los dos días a casi veinticuatro kilómetros del pueblo.

—Eso es mucho para una simple carrerita.

—No se sabe cómo llegó hasta allí. Ten en cuenta que nos conocemos todos, así que puede ser que alguien la acercase en coche. A ella le encantaba nadar —volvió a decir con la mirada perdida.

—¿Qué dice la autopsia?

—Agua en los pulmones, se ahogó.

—¿De qué tema tan divertido habláis que tenéis esas caras de muertos un sábado por la noche? —nos interrumpió Izar mientras se sentaba a mi lado.

—De trabajo —mintió Haize.

—Doctor, que usted sea un amargado no quiere decir que ella también lo sea. ¡Seis chupitos de tequila! —le gritó al chico que estaba tras la barra, mandando a paseo mi plan de sonsacarle más información.

Esa noche, llegar a la casa no me perturbaba en absoluto; ya sabía que no había nada dentro de la habitación. Asigné mis visiones al estrés del cambio tan brusco, y entre eso y que el suelo adoquinado se me movía de arriba abajo, no estaba yo como para comerme mucho la cabeza.

—Buenas noches —se despidió Haize en cuanto estuvimos en la puerta de la casa.

—Lo he pasado bien.

—Izar está como una regadera, pero es la mejor para animar a la gente.

—He notado que te tiene un poco de inquina.

—Ella estaba enamorada de Aintzira, pero eso es otra historia. —Se agachó, me dio un beso en la mejilla y se marchó con las manos en los bolsillos justo antes de que empezase a chispear.

Después de aquella noche, no supe realmente qué pensar de él. En un principio me pareció encantador, luego aterrador, y ahora mi corazón se aceleraba cuando se acercaba, pero seguía desconfiando. Me metí en la cama, no sin antes echar un vistazo a la habitación secreta y comprobar como una estúpida que todo seguía en su lugar y que no había nadie dentro, y me dormí en segundos mientras el techo me daba vueltas.

Tic-tac, tic-tac.

De nuevo, el sonido del reloj me despertó, quitándome la poca borrachera que aún me quedaba. Encendí la luz y fui despacio hasta el cuarto. Las dos veces que había estado no había visto el dichoso reloj, pero juré encontrarlo y quitarle las pilas o enterrarlo en la entrada. Necesitaba dormir una maldita noche sin interrupciones. Al día siguiente, Izar me había prometido llevarme a hacer una ruta y necesitaba descansar.

Encendí la luz y eché un primer vistazo rápido, todavía con los ojos medio pegados, buscando el sonido. Agudicé el oído y me acerqué al armario. Definitivamente, venía de su interior. Lo abrí obcecada con hallarlo cuando, de repente, un trueno sonó desde el exterior y a continuación un fogonazo entró por las rendijas de las tablas de la ventana. Después, la luz se apagó y algo tiró de la pechera de mi pijama con fuerza metiéndome dentro del armario y golpeándome contra las perchas repetidas veces. Intenté zafarme sosteniendo el resbaladizo brazo de mi atacante, sin resultado alguno. Mientras las sacudidas iban aumentando su ferocidad, la ropa fue cayéndoseme encima junto con las cajas de zapatos del estante superior. De pronto, todo se volvió negro y ya no supe dónde estaba.

De nuevo, el timbre del teléfono me despertó. Intenté levantarme, pero me sentía como si un camión me hubiese pasado por encima. La cabeza iba a explotarme de un momento a otro. Me incorporé tambaleándome, me caí y me di un golpe contra la puerta aún abierta del armario. La única caja que quedaba en su interior me golpeó con fuerza una de las sienes y me hizo una herida con el pico. Me llevé la mano a la cabeza y noté cómo un líquido caliente me corría por el ojo. Como pude salí de allí, prometiéndome que no volvería a entrar jamás, y fui al cuarto de baño para mirarme. Efectivamente, me había abierto una pequeña rajita en la ceja. De sobra sabía lo escandalosa que era la sangre, y más en esa zona. Lo único que encontré fueron unas tiritas, así que me las puse, me vestí rápido y salí de allí como alma que lleva el diablo.

Cuando estaba cerrando la puerta, todavía con medio ataque de nervios y completamente dolorida, escuché de nuevo el tic-tac del reloj fantasma.

—¿Se puede saber qué te ha pasado? ¡Vienes hecha unos zorros! —me preguntó Izar en cuanto me vio aparecer por la puerta del bar.

—Izar, no sé si contártelo. Me da miedo decirlo en voz alta y parecer una demente —le confesé con los ojos colmados de lágrimas.

Ella me abrazó, me besó la frente e intentó tranquilizarme:

—Necesitas un día de chicas en el bosque. Cuéntamelo cuando estés preparada.

Condujo media hora en coche. El aire fresco dándome en la cara, el olor a hierba mojada, el sonido de los pájaros y sentirme lejos de aquel horrible lugar consiguieron que mis latidos se normalizasen. Por fin llegamos a un sitio de cuento de hadas. Dejamos el coche en un aparcamiento, cruzamos un pequeño puente de madera y, a continuación, nos metimos por un sendero. Todo allí era digno de fotografiar, pero me había dejado el teléfono en la casa al salir corriendo. Me prometí que tendría que regresar.

Fuimos paseando a la sombra de hayas y abetos. Alcanzamos una señal que nos sacaba del camino en la que ponía: «A la Cascada del Cubo». De pronto, me quedé paralizada y recordé lo que me dijo Haize la noche anterior: «A Aintzira la encontraron en la Cascada del Cubo». Las piernas comenzaron a temblarme de nuevo y me pregunté cómo de bien conocía a esa chica, la que sabía de sobra que me había mentido sobre su relación con la difunta, y yo había tenido la brillante idea de adentrarme en un bosque desconocido con ella. Mi primera intención fue darme la vuelta y salir desfilando en dirección contraria, pero entonces Izar se giró, me dio la mano y me ayudó a cruzar por el estrecho nuevo camino. Suspiré e intenté disipar mis miedos.

Nos sentamos frente a una preciosa cascada. Izar sacó de la mochila dos cervezas, me dio una y se quedó mirando el agua caer. En cuanto escuché el sonido del gorgoteo del río, un pequeño déjà vu cruzó delante de mis ojos como si estuviese reviviéndolo en ese mismo instante. Noté de nuevo cómo alguien me sumergía. De repente, el oxígeno dejó de entrar en mis pulmones y la visión se me enturbió. La sensación de angustia y pánico llenó cada milímetro de mi ser. Abrí los ojos en un intento por sobrevivir, pero lo único que vi fue un colgante que oscilaba frente a mí con un dibujo de una esvástica curvilínea de brazos redondeados a la derecha, parecida a un trébol de cuatro hojas.

—¿Blanca, estás bien? —El zarandeo de Izar me devolvió a la realidad. Para mí acababan de pasar los cinco peores minutos de mi vida, pero, al parecer, para el resto del mundo tan solo me había dispersado durante algunos segundos—. ¿Se puede saber a dónde te has ido?

—Sé que no tienes por qué creerme, pero algo está sucediéndome desde que llegué a este pueblo. No duermo, tengo pesadillas, recuerdos que no son míos, y luego está esa habitación. ¡Hay algo que quiere matarme allí dentro! —exclamé sin respiración. Sollozando como una cría, me lancé a sus brazos y apoyé la cabeza en su pecho.

—Hacía tiempo que no te veía venir por aquí, y menos en este día.

La voz de Haize me sorprendió. Me levanté rápido y avergonzada, como si acabasen de pillarme haciendo algo indebido o como si tuviese que darle alguna explicación de por qué estábamos allí las dos a solas.

—Pensé que sería un buen día como otro cualquiera para enseñarle a Blanca este lugar.

—Haize, nosotras solo… —empecé a titubear, aún angustiada y ruborizada.

Él se sentó, sacó un libro —El Último Susurro, pude leer en la portada— y agregó:

—Espero no interrumpir nada. Si no os molesta, me uno a la excursión.

—Tú mismo —le respondió Izar de malos modos, sin que eso le importase en absoluto a nuestro nuevo acompañante.

—¿De qué hablabais?

—De que Blanca no se siente cómoda en este pueblo. Echa de menos su tierra —mintió ella. La sinceridad era algo que brillaba por su ausencia entre ambos.

Saqué de mi bolso un lápiz y un cuaderno, los ignoré y me puse a dibujar lo que había visto antes de que se me olvidase, aunque mucho me temía que eso no se me iría de la mente fácilmente.

lauburu

—¿Sabes qué es este símbolo? —le pregunté a Izar, mostrándole mi obra de arte, mucho más relajada.

—Es un lauburu —me respondió Haize, asomándose por encima de mi hombro y apoyando la barbilla en él—. Realmente, tienes curiosidades peculiares. ¿Dónde lo has visto?

—En un medallón.

—Un lauburu con las aspas en ese sentido significa muerte; al contrario, vida. Es una antigua esvástica vasca ya casi en desuso, pero aún la encuentras en tumbas o en fachadas de casas. En el cuarto donde mi padre guarda los trastos hay una porque aún mantiene la portada original —me explicó Izar, intentando parecer superior a Haize. Sin lugar a dudas, la rivalidad entre ellos comenzaba a resultar infantil.

—¿Sabéis si en la casa en la que vivo había algún reloj antiguo?

—No. A Aintzira no le gustaba llegar puntual y detestaba el estrés. No creo que dejase que su madre tuviese ninguno de esos —me dijo Haize, poniendo expresión de tristeza en el semblante. Iba a continuar hablando cuando sonó la desconsolada melodía de Sinsajo, de la película Los Juegos del Hambre, en el teléfono de Izar. Adoraba esa canción.

—Blanca, sintiéndolo mucho, tenemos que marcharnos. Se ha ido la luz en el bar y el inútil que tengo por camarero no es capaz de arreglarla —me informó esta en cuanto colgó.

—Es una pena que se desperdicie un día así. Me ofrezco a ser su guía, señorita —me propuso Haize. Se levantó y me cedió el brazo de modo teatral.

—Si no te importa —empecé a decirle a Izar cuando esta se dio la vuelta y se marchó sin siquiera despedirse.

—No te preocupes, se le pasará. Vamos al coche. Me gustaría llevarte a un sitio.

Cuando estábamos a unos doscientos metros del pueblo, nos desviamos justo al lado del cuartel de la Guardia Civil y nos detuvimos frente a una pared alta de piedra con una puerta de hierro negro cerrada con un candado y una gruesa cadena oxidada.

—Creo que aquí no vamos a poder entrar.

Me agarró la mano con cara de niño travieso y tiró de mí hasta la parte trasera del muro. Allí, camuflada entre unos árboles que bordeaban el interior, había una rendija por la que entramos.

—¿Decías?

Lo primero en lo que me fijé fue en una tumba de piedra con una estela discoidal de medio metro de alto y un pie recto metido en el suelo de unos veinticinco centímetros de grosor, situada mirando al sol. Tras esta, en hilera, había al menos treinta, cada una con un dibujo distinto en su interior. ¡Estábamos en un cementerio!