Capítulo ocho

Vuelta a casa

Después de horas de interrogatorio y de decir por activa y por pasiva que me había olvidado unos documentos allí y que por eso había regresado a la clínica, finalmente me dejaron ir a la espera de que fuese el juicio y testificase en contra de Haize.

Cogí mis cosas, me monté en el coche y, sin pensarlo dos veces, me vi conduciendo en dirección a Cádiz, de regreso a mi querido hogar. Necesitaba el olor a playa, a mar, ver el gentío en las plazas y a las señoras gritándoles a los chiquillos en medio de la calle. Ansiaba llegar a la tranquilidad de mi casa. Durante las horas que conduje se sucedieron por mi cabeza las imágenes de todo lo acaecido esos días. No podía continuar allí.

Al llegar a la zona conocida, sin pensarlo, tomé por la parte que llevaba a las vías. Al percatarme, me detuve y me quedé mirando el verde círculo del semáforo durante algunos minutos hasta que el coche situado detrás de mí se cansó de esperar y comenzó a pitarme repetidas veces. Estaba bloqueada y temblando. Fue como si, de pronto, todo lo que sucedió esa noche se repitiese a cámara rápida en mi mente. La insistencia de los pitidos logró que reaccionase y que continuase la marcha, pero dejar atrás el lugar no significó que no siguiese reviviendo el accidente.

Llegué a casa de mi madre ya de noche. Solté la maleta en mi dormitorio y la busqué, pero no estaba. Seguramente se encontraba sumida en la labor de dar de comer a una colonia de gatos que tenía adoptada. Me metí en la ducha y me quedé más tiempo del necesario; quería quitarme el olor a culpabilidad. Me sentía como cuando un niño rompe algo, no lo cuenta y no puede descansar hasta que lo dice. La sensación que tuve en ese momento fue exactamente igual.

De pronto, alguien abrió la puerta de la mampara de la ducha. Salté asustada y me cubrí mis partes nobles como pude.

—¡¡Aaah!!

Mi madre se hallaba con la fregona en la mano y me amenazaba con el mocho, apuntándome directamente con los flecos llenos de lejía. Acababa de darme cuenta de que con todo el revuelo no la había avisado de mi regreso y la pobre mujer estaba al borde de un síncope. Antes de que se descubriese quién era su intruso, me atizó un fregonazo en la cabeza y me abrió la herida.

—¡Mamá, para, soy yo!

—¡Blanca, ¿qué diantres haces aquí?!

—¡¿Ducharme?!

—¡¿Y por qué no has avisado?! ¡Qué alegría verte!

—¡Mamá, ¿por qué seguimos gritando?!

—¡No lo sé!

—Pues baja el arma, deja de chillar y déjame salir, o los vecinos van a llamar a la policía.

—¡¡Blanca, estás sangrando!! —continuó vociferando.

—¡Mamá, me has dado con una fregona, palo incluido!

Cuando por fin mi progenitora se tranquilizó y logré que saliese del cuarto de baño, hurgué en el armario buscando algo con lo que curarme, pero allí tan solo había puntos de aproximación. Me los puse a sabiendas de que la cicatriz no me la quitaba ya ni el papa. Al final me iba a parecer a Frankenstein.

Pedimos la cena en un conocido bar de allí, la Buhardilla, y nos sentamos en el sofá a charlar. Pero, claro, mi madre no era tonta, y entre otras cosas me había parido. La conversación que temía no tardó en producirse:

—Nena, me alegra mucho que vengas a verme, pero Navarra no es que esté aquí al lado precisamente. ¿Qué ha pasado?

—Las cosas se volvieron un poco caóticas por allí arriba y necesitaba estar en casa un tiempo.

—A otra con ese cuento…

—¿Recuerdas cuando el accidente? He vuelto a ver cosas.

—Creí que eso ya lo habíamos superado.

—Evitarlo, esconderlo y no hablar sobre el tema no es superarlo, mamá.

—El pasado es mejor dejarlo tranquilo. ¿Quieres que vayamos a por la medicación? No te haría mal.

—¡Nooo, Pepa! ¡Quiero que por una vez seas sincera conmigo y me digas qué pasó esa noche! —Cuando me enfadaba, la llamaba por su nombre, al igual que hacía mi padre. Sabía que eso le molestaba.

—Me duele la cabeza. Va a saltar el levante. —Se levantó a medio cenar, me dio un beso en la frente y agregó, cambiando de tema—: No te acuestes tarde, cariño.

Odiaba cuando hacía eso. Engullí el resto de la comida y me embutí en mi camita. Echaba de menos el olor del suavizante de la ropa de mi madre. En mi maleta tenía las hojas que Haize rescató de mi móvil y sentí curiosidad por seguir leyéndolas, pero esa noche no. Esa noche quería estar tranquila y olvidar el infierno que había vivido de buenas a primeras.

El ya conocido tic-tac del reloj me despertó y abrí los ojos desubicada. Por un momento creí que había soñado el viaje de vuelta, pero cuando me incorporé, reconocí mis cosas y suspiré aliviada; el subconsciente me había jugado una mala pasada. Me recosté de nuevo e intenté relajarme, sin embargo, el insistente sonido regresó sin dejar de aumentar sus decibelios. Provenía del armario; estaba segura. Di una vuelta tras otra y me tapé la cabeza con la almohada hasta que finalmente me levanté de un salto y me dirigí decidida a abrir las puertas. En cuanto lo hice, un caño de agua salió de él tumbándome y llenando la habitación en segundos.

Todo estaba oscuro. Algo me agarraba la pierna y tiraba de mí hacia la lobreguez del interior del mueble. Intenté gritar, pedir auxilio, pero en vez de sonidos, de mi garganta salieron leves gemidos. Estaba ahogándome en mi propio dormitorio. Miré al lado para agarrarme a la pared, pero había desaparecido. En su lugar había frondosos árboles. Miré hacia arriba y vi la piedra en la que estuvimos Haize y yo haciendo fotos a la cascada donde descubrimos el cadáver. En la orilla, una sombra negra me contemplaba inmutable. Mi agonía iba en aumento y estaba cansada y asfixiada.

A lo lejos escuché unos golpes y la voz de mi madre gritando:

—¡Blanca, abre la puerta! Sale agua de tu cuarto. ¡¡Blanca!!

Finalmente, las fuerzas me pudieron y me hundí. Estando allí abajo, vi la cara de Aintzira frente a mí. El pelo le ondeaba de forma antigravitacional, sus ojos me observaban tristes y de mi boca se escapó la última burbuja de oxígeno que guardaban mis pulmones. Aintzira estiró su brazo, me agarró la mano y tiró fuerte de mí hasta la superficie. Abrí los ojos justo cuando mi madre entró en la empapada habitación. Se sentó a mi lado, me ayudó a incorporarme y me sostuvo entre sus brazos mientras sollozaba.

—¿Estás bien? ¡Hija, dime algo!

Tan solo pude sonreírle para que dejase de preocuparse. Todo estaba mojado, y yo no era la excepción. Nos levantamos, me cambié, cerramos la habitación y, sin decir nada más, mi madre me acostó en su cama. De sobra sé que se quedó el resto de la noche mirándome como si de mi ángel de la guarda se tratase.

—Blanca, ¿estás mejor? Despierta, cariño, tenemos que hablar. —Me incorporé como pude, sintiendo todo el cuerpo dolorido, al igual que si acabasen de darme una paliza—. Nena, al vecino se le ha roto la tubería y por eso se ha anegado tu dormitorio. Ya he llamado al seguro, no te preocupes. Solo ha sido un susto.

—¡No, mamá! No ha sido eso. He dejado de estar aquí. ¿Es que no lo entiendes? ¡Algo malo pasa conmigo!

Lloré como hacía años que no lo hacía, con el corazón encogido, con los ojos llenos de lágrimas y con la mayor desesperación que había sentido en mi vida.

—Blanca, ¿recuerdas la noche en la que murió papá? —Asentí—. Él intentó mataros a los dos. Esto es un castigo por lo que hicimos.

—¡Eso no es cierto!

—Escúchame en silencio, porque si me interrumpes, no sé si tendré las fuerzas suficientes para continuar. Tu padre y yo íbamos en el coche. Era tarde. Veníamos de casa de tu abuela paterna y ellos habían discutido. Él estaba cansado y nervioso. Mi querida Blanca iba en los asientos traseros en su cuquito. Nos marchamos corriendo de allí y no me dio tiempo a ponerle al capazo los cinturones de seguridad. De pronto, tu padre se saltó un semáforo y atropelló a una mujer que cruzaba la calle con su carrito. Mi bebé salió disparado por la luna delantera, cayendo a pocos metros de ella. Nos apresuramos, pero ya mi pequeña Blanca no respiraba. La pobre señora sufrió la misma suerte. Cuando el caos y el pánico nos llenaron a tu padre y a mí, al lado de la acera, algo dentro de los restos del carrito comenzó a hacer ruido. Los dos corrimos hasta allí. Yo tenía a mi Blanca sin vida en los brazos y tu padre te agarró a ti. Nos miraste con esos enormes ojos y tus mofletes sonrosados y nos sonreíste. Cogí a mi pequeña criatura ensangrentada y la coloqué en tu lugar. Los dos nos montamos en el coche de nuevo y nos fuimos de allí como si nada hubiese pasado. —No podía creer lo que estaba escuchando. Todo mi mundo se vino abajo en segundos. Todo lo que había creído y querido no era más que una farsa—. Después de eso, tu padre comenzó a beber y a ver sombras donde no las había. Nunca descubrieron quién atropelló a esa mujer y a su hija. Cuando la noticia salía en la televisión, simplemente la pagábamos y seguíamos con nuestra mentira. Tú estabas con nosotros, fue como una segunda oportunidad, así que nos hicimos cargo de ti y te amamos al igual que a nuestra hija. Él empezó a perder la cabeza y a visitar a una extraña vidente a la que le contó lo que hicimos. Ella le dijo que el destino no permitiría que nos fuésemos de rositas. Una noche fue a recogerte y se quedó en las vías del tren esperando que este terminase con su sufrimiento y llevarte con él también, tal y como se suponía que tenía que haber sucedido la primera vez. Nadie se explicó cómo sobreviviste al accidente. De nuevo, la vida te concedió otra oportunidad, a ti y a mí.

—¿Cómo me llamo, mamá?

—Blanca, cariño…

—¡¡Nooo!! ¡Ya has jugado bastante con mis recuerdos y con mi vida! ¿Cómo coño me llamo?

—Gaia Ocariz Chivite —me respondió llorando mi madre.

Me levanté ignorando sus suplicas, me vestí y me marché sin mirarla. Tenía demasiado que asimilar.

Conduje intentando centrarme en la carretera hasta que me di cuenta de que había terminado en uno de mis sitios favoritos del mundo, una playa solitaria de las pocas aún vírgenes que quedan en Cádiz: Camposoto. Sin pensarlo, mi subconsciente me llevó hasta el último aparcamiento. Bajé del coche, anduve hasta casi la orilla, me senté allí y me quedé hipnotizada observando cómo las olas del mar golpeaban su blanca y fina arena. Al fondo veía el castillo de Sancti Petri. Se mantenía en pie aguantando las tempestades y la furia del mar.

Por un momento deseé transformarme en piedra ostionera y poder seguir recibiendo los golpes sin notarlos o convertirme en la espuma salada que las acaricia. Por un instante anhelé que el mundo dejase de lastimarme y que alguna de aquellas noches la parca hubiese hecho bien su trabajo. Las lágrimas rodaron por mis mejillas cayendo en la arena y dejando surcos redondos en ella. En mi cabeza no dejaron de resonar las palabras que Pepa acababa de decirme. Aunque las había escuchado, no podía creerlo. ¿Cómo alguien tenía la sangre fría de abandonar el cuerpo de su propia hija en la calle como si de una cucaracha se tratase? ¿Cómo se puede ser tan cínico de querer darme lecciones durante todos estos años mirándome a los ojos sabiendo que toda mi maldita vida era una vil mentira? Fueron muchas las preguntas sin respuestas y sin lógica alguna, más que la de que eran unos jodidos psicópatas. Después de tantos años de psicólogos y pastillas, del tiempo que pensé que estaba mal de la cabeza, finalmente resultó que eran ellos los locos.

Me sequé las lágrimas y me percaté de que las horas habían pasado como segundos y que el color anaranjado del cielo señalaba que el anochecer estaba a punto de llegar. Tenía que encontrar a la mujer a la que mi padre, por llamarlo de alguna manera, le había contado todo lo que le pasaba por la cabeza. Si los demonios que lo hostigaban a él eran los mismos que los míos, a lo mejor ella sabía cómo eliminarlos, así que me armé de valor y regresé para hablar con Pepa.

—Dime dónde encontrar a la vidente, médium o lo que quiera que sea, o te juro que le contaré a la policía todo lo que sé —la amenacé en cuanto entré con toda la sangre fría que pude reunir.

—Blanca, hija mía… —comenzó, aproximándose a mí.

—¡Ni se te ocurra volver a tocarme nunca más!

Se marchó a su habitación y regresó a los pocos minutos con una amarillenta tarjeta en la mano. Se la arrebaté, procurando no rozarla, cogí mi maleta, aún sin deshacer, y salí de esa casa con la certeza de que esa sería la última vez que iba a estar en ella.

En el antiguo papel no había teléfonos, tan solo una dirección: calle Real, 157. No sabía exactamente dónde era, pero tampoco tenía nada mejor que hacer en aquel momento. Dejé mis cosas en el coche y me puse a buscar el número. Mis esperanzas menguaron cuando me topé con un antiguo palacete en ruinas justo al lado del número de la tarjeta. El exterior estaba cubierto por una lona para evitar que si se caían trozos de cascotes, golpeasen a algún transeúnte. Desde luego, si esa era la ubicación, hacía bastantes años que nadie se había atrevido a poner un pie en su interior.

Abatida, suspiré y me encendí un cigarro mirando la puerta. De pronto, tras un chirrido, esta se abrió lentamente. Miré a ambos lados y pude observar que la calle estaba totalmente desierta. Me armé de valor, encendí el mechero y entré sin pensarlo dos veces. Eso de tener un teléfono con linterna me habría ayudado bastante.

La puerta se cerró en el instante en el que estuve en el interior de la vivienda. Un número considerable de palomas enfadadas por profanar la tranquilidad de su morada revolotearon sobre mi cabeza, dándome un susto de muerte. Anduve pisando escombros hasta que entré en una zona algo más iluminada. Era un gigantesco patio interior rodeado por columnas. No tengo muy claro por qué no salí corriendo de allí en cuanto en la segunda planta se iluminó una estancia. En vez de eso, subí las maltrechas escaleras sosteniéndome a lo que quedaba de la endeble balaustrada y procurando no caerme. Nadie sabía dónde estaba, y aquel lugar no parecía demasiado transitado que digamos. Toda esa zona estaba llena de puertas de habitaciones en el mismo estado o incluso peor que la parte de abajo.

Como si fuese una luciérnaga, seguí la luz hasta llegar a una sala como sacada de otra época. Había una mesita redonda en el centro, sitiada por dos sillas y presidida por tres velones prendidos sobre ella. Cuando estuve dentro, algo me rozó el hombro desde atrás. Salté, me giré y me topé con los negros ojillos de la mujer que recogí en la carretera en Navarra cuando salí del psiquiátrico. Me miró y me sonrió.

—Estaba esperándote, Gaia —me saludó con su peculiar acento francés.

—¿Qué hace usted aquí? ¡¿Cómo es posible?!

—Deberías usar menos la lógica y tirar más de lo que te dicta tu corazón. ¿Nos sentamos? —me ofreció, y señaló una silla forrada de una tela desgastada con adornos florales. El techo estaba cubierto por dibujos de querubines en cada esquina.

—¿Qué le contó mi padre?

—Nada que yo no supiese, pero sí que tú deberías saber.

—¿Está siguiéndome?

—Las cosas no son blancas o negras. Existe el gris, aunque no suelas verlo.

—¿Va a responderme a cada cosa que le pregunte con evasivas en plan Yoda?

—Si le das un pez a alguien que tiene hambre, comerá un día, pero si le das una caña y le enseñas a pescar, nunca más volverá a pasar hambre, ¿no crees?

—¿Y qué se supone que tengo que aprender de toda esta locura? ¿Tengo familia, mi padre real vive?

—A veces tenemos que saber querer escuchar la respuesta antes de hacer una pregunta.

Me dio la mano y sus huesudos dedos apretaron los míos hasta dejarme una marca roja en ella. La separé rápido. El poco blanco que se veía en sus ojos me tenía hipnotizada. Era como si el negro fuese extendiéndosele por segundos. Miré el lugar donde me apretó y bajo el rojo empezaron a parecer unas delgadas líneas que fueron formando el dibujo de un lauburu. Me asusté, me levanté tirando la silla al suelo, volví a mirar a la anciana y, tal y como me había parecido antes, sus ojos se habían vuelto por completo oscuros. El cabello blanco se le cayó delante de mis narices y los restos de carne fueron desprendiéndose de sus marcados pómulos. Abrió la boca y, después de un grito aterrador, la mandíbula se le descolgó y cayó al lado de una de las velas. Las palomas entraron y comenzaron a agujerear su cuerpo como si fuesen buitres arrancándole la ropa y haciendo jirones con ella. Las plumas de los animales se tornaron negras y sus pupilas rojas. En medio de todo aquello, volcaron las velas y la mesa comenzó a arder.

Di un paso atrás y tropecé con la silla que estaba tirada en el suelo. Hasta ese momento no se habían percatado de mi presencia y yo no me había movido un milímetro, pero tras el ruido, todos los ojos rojos se posaron sobre mí. Corrí con todas mis fuerzas y bajé las escaleras quitándome a esas ratas voladoras del pelo, notando cómo los picos me producían heridas en las partes del cuerpo que tenía al descubierto. Conseguí llegar hasta la puerta principal. Una vez en la calle, la cerré y la aguanté dejando caer mi peso sobre ella mientras oía los cuerpos de esos bichos golpear uno tras otro la robusta madera. Entonces, un grito desgarrador quebró el silencio de la noche:

—¡Regresa!

Me monté en el coche, temblando, me limpié la sangre con la manga de la chaqueta y conduje de vuelta a Ochagavía. No podía ser una casualidad todo lo que había descubierto ni que esa mujer o lo que quiera que fuese estuviera en San Fernando. Me quedaban muchos kilómetros para pensar y no iba a desaprovecharlos.