CAPÍTULO XXV

—Estas zorras, mi madre y mi hermana, en cuanto han mejorado de compañía se han ido a una pensión más cara. Menos mal que lo de la camarera va por buen camino y a uno le queda siempre ese consuelo. Pero no hay derecho. En la pensión no es que se coma mal, pero nos dan siempre sota, caballo y rey.

Aquello, las opiniones de Enrique, me interesaba muy poco; lo que yo quería era saber algo de su viaje a Jaca, de ida y vuelta. Le fui preguntando y él me fue contestando, aunque a su manera, pues la revolución hubiera triunfado de no haberse él dado la vuelta, ahí queda eso. Su relato me sirvió para un reportaje que entregué aquella misma mañana a don Rafa, que me felicitó, pero lo tachó la censura y me quedé como antes.

Yo deseaba escribir algo que saliese en el periódico, algo que me diese a conocer y que llegase a los oídos de Rosita. Pero hubo mala suerte: ni yo fui conocido ni Rosita se enteró de nada. Tampoco me sirvió la entrevista con su hermano. Aquella tarde, cuando iba a ver a doña Rosa a su camerino, me detuvo el portero de la puerta lateral y no me dejó pasar. Menos mal que aquella misma tarde me encontré con un gallego que conocía vagamente y que publicaba sus dibujos en El Socialista. Me dio una cita después de cenar, yo acudí a ella y me llevó a la tertulia de un escritor famoso, gallego también, que congregaba todas las noches alrededor de sí diez o quince personas, a veces veinte, del más variado pelaje intelectual: desde imberbes y desconocidos como yo, hasta hombres maduros que miraban con envidia y escuchaban las ocurrencias de aquel en torno al cual se congregaban para después ir presumiendo de que asistían a aquella tertulia y le habían oído decir al que le daba nombre tal cosa y tal otra. Se llegaba por una serie de patios hasta aquél, central, que se parecía a un patio andaluz: columnas y arcadas abajo, columnas y arcadas arriba, y una ancha escalera que los relacionaba. Pero yo no subí nunca esa ancha escalera, a pesar de mi curiosidad, por si se repetían arriba los muebles populares, los ladrillos, que se multiplicaban abajo. El famoso escritor se sentaba a la izquierda, en el centro de varias mesas reunidas por la parte estrecha, de modo que formaban, así unidas, como una larga mesa. Mi amigo me dijo: «¡Siéntate donde puedas!» Lo hice con tan mala pata que caí frente a aquel hombre, peludo y barbudo, pero elegante, que no me miró ni más ni menos que a los demás: o nos desconocía a todos o no conocía más que a aquel periodista portugués que vino con su mujer y a la cual el hombre importante hizo sitio a su lado. A mi amigo el dibujante se le ocurrió sacarle un perfil a aquella dama, el papel dio la vuelta a la tertulia, y cada cual decía la genialidad que traía preparada, viniese o no viniese a cuento, o lo que se le ocurría en aquel momento. Yo maldecía la hora y la ocasión que me habían deparado aquel asiento tan envidiable, por el que seguramente más de uno me estaba echando maldiciones. Estaba dando vueltas en mi magín dispuesto a pasar aquel papel cuando llegase a mí sin decir nada; pero llegó el papel y se me ocurrió decir que se parecía al Dante joven pintado por Giotto. Entonces, el personaje importante me miró por encima de las gafas, me señaló con el dedo, dijo algo así como esto: «Ezo eztá bien», y no volvió a ocuparse de mí en el resto de la noche.

La cual tuvo que ser movida a juzgar por los tres o cuatro descalabrados que se presentaron en la reunión, quizá para hacer constancia de que allí estaban y de que les habían pegado más o menos por gritar en grupo: «¡Viva la República!» Recuerdo que uno entre ellos traía un aparato de acero en las narices, con lo que probaba que había pasado por el hospital o lugar semejante antes de venir. El gran escritor que hablaba con la zeta los trataba a todos benévolamente y tenía un chiste, siempre distinto, para el causante remoto de aquellos desaguisados. Llegó un momento en que escribió una copla en la margen de un Heraldo de Madrid:

Alfonso ten pestaña

y ahueca el ala

que la cosa en España

se pone mala.

No sea que

el pueblo soberano

te dé mulé.

La copla fue muy leída y su autor aprovechó la ocasión para hablar un rato de la abuela del monarca: Isabel II y su corte, que él llamaba «de los milagros», porque entre el padre Claret y la Monja de las Llagas se repartían el coeficiente atribuido y atribuible a aquella gente, a aquella corte. Yo no sé qué hora era cuando nos levantamos todos a una y dejamos el lugar. En la calle, algunos grupos corrían perseguidos por los guardias: pocos grupos y pocos guardias.

Por calles no transitadas fui hasta mi pensión, donde no sé si me metí o me refugié. Aquélla era la primera vez que podía haber sido detenido y llevado a la comisaría. Aquí empezó mi suerte, que no sé si fue buena o mala. Lo que sí sé es que la Pepa me estaba esperando, pero no llegamos a nada. Quiero decir a nada serio. Se escurrió hacia su cuarto como la otra vez y yo me metí en el mío. Cuando estuve más tranquilo, me acosté. Frente a mi ventana, a aquella hora mudo, se hallaba el taller donde se hacía mi periódico, del cual dependía lo que sería mi suerte, buena o mala. En otras cosas confiaba, pero no las quiero decir aquí.

A la mañana siguiente vimos al director por vez primera: nos reunió a todos y nos dijo que aquello iba muy mal, que el periódico, en aquellos tres días, no había ingresado más que veintisiete cincuenta; que las ventas de otros periódicos habían bajado también con la censura, pero los otros periódicos tenían cajas de resistencia y nosotros no; que el primer sábado había que pagar a la gente del taller, y aunque no tenían dinero lo sacarían de debajo de las piedras, pero que, desde luego, aquello era sagrado. Nos dijo además que, salvo los que estaban obligados a él porque habían recibido un anticipo, todos los demás quedábamos en libertad para seguir en el periódico o dejarlo; que él no se comprometía a nada y en aquel momento no sabía cuál iba a ser el final de aquella empresa empezada con tantas ilusiones y tan mala suerte. Aquí terminó la perorata del director, deshicimos el grupo, en silencio y cabizbajos, lo mismo los que habían recibido el anticipo que los que no habíamos recibido nada. Yo opté por quedarme en la redacción; la verdad es que no tenía adónde ir. Me senté en mi mesa y cogí los telegramas que había a mi derecha, todos ellos anotados por el subdirector, que se me acercó y me dijo por lo bajo:

—Usted no se preocupe. Usted está bajo mi responsabilidad, y yo todavía puedo resistir algunos meses de mala suerte. Por lo pronto se acercan las Navidades. Si no tiene usted dónde pasarlas, no se olvide de que mi casa es su casa.

Dicho lo cual, don Rafa volvió a su sitio, yo quedé dando forma periodística a aquellos telegramas que no significaban nada, que no decían nada que pudiera interesar a la gente que iba a comprar nuestro periódico. Eso sí, eran lo bastante anodinos para que, salvo uno o dos, todos pasasen la censura: pequeños robos, incendios casuales, en fin, pequeñeces que a un periodista y a un lector de periódicos no le interesaban. Me tocó aquella mañana llevar mis propios telegramas a la censura; recorrí la calle Mayor sin darme demasiada prisa, hasta que aquel coronel puso el lápiz rojo donde yo suponía y me dijo que, contado con otras palabras, aquello mismo pasaría. Volví al periódico y, cosa rara, el subdirector me mandó redactar aquellas noticias de otra manera, con otras palabras, de modo que pasasen la censura. Me tocó llevarlas a mí mismo y el coronel me sonrió, me mandó sentar y me ofreció un pitillo de los suyos, que fumaba de lo bueno el coronel aquel. Puso el sello a las noticias y me largó con viento fresco: «¡A ver si no vuelve usted!» Efectivamente, no volví.

Aquella tarde salió nuestro periódico con una tachadura menos. Fue lo mismo. El periódico no se vendió más que a los verdaderamente fieles, aquellas personas que nos querían de verdad y que consideraban que nuestro periódico venía a cubrir alguna falta, algún hueco que hubiera en la prensa. Total, treinta o cuarenta en Madrid, y otros tantos en provincias. Con lo que aquella gente pagaba, ya lo sabíamos, no había forma de seguir adelante. De todos modos, yo confiaba en don Rafa, y con esta confianza me fui a mi pensión, donde no encontré a nadie y me tumbé en la cama. Pronto quedé dormido. Yo no sé qué hora era cuando me despertaron para cenar; esta vez fue Mari. Hallé a la Pepa muy peripuesta detrás de la dueña de la casa, y dispuesta a actuar. Yo era el primero en llegar, pero los otros fueron viniendo y ocupando sus lugares, hasta que la mesa estuvo completa. Fue entonces cuando la dueña de la casa les hizo una señal, y todo transcurrió como siempre. La cena era sabrosa. Yo me fui a mi habitación esperando un aviso, pero el aviso no llegó. Cuando lo consideré prudente, es decir, pasada la medianoche, me metí en la cama. Frente a mí sólo se veían unas rendijas de luz, y éstas en el cuarto del director. Supongo, dije para mí mientras cerraba las maderas, que al director lo acompañaría el joven que yo conocía vagamente y que ya había identificado.

El aviso llegó al día siguiente por la mañana: «Que antes de salir no deje usted de hablar con la directora.» Faltaba un rato largo para que yo saliera, y en ese rato se incluía el desayuno. Coincidí en la mesa con la dueña de la casa, que se hacía llamar pomposamente la directora, aunque me miró no lo hizo de una manera especial, sino como todas las mañanas en la misma ocasión. Únicamente al salir me dijo en voz baja: «Usted y yo tenemos que hablar. No lo olvide.» Y añadió: «Espéreme a la puerta de mi cuarto.» La esperé y me dijo lo que pensaba que tenía que decirme: que se había enterado de lo que nos había dicho el director, que aquello no podía seguir así, pero como yo le parecía un buen muchacho me permitía que siguiese en su casa hasta que se arreglase aquella situación. Yo le di las gracias y le dije que no marcharía de su casa dejando detrás de mí un pufo, por pequeño que fuese; que haría lo posible por pagarle antes de marchar y que me marcharía aquel mismo día. Ella no estuvo desagradable ni un solo instante: al contrario, estuvo simpática, pero firme, de tal manera que aunque me invitaba a quedarme, lo que me decía verdaderamente era que me fuera. Al menos así lo entendí yo. Arreglé mi maleta, la dejé junto a la puerta de mi cuarto y me fui al periódico. Total, no había más que atravesar la calle.

La redacción estaba casi vacía. Me senté en mi mesa y me puse a mejorar telegramas. Pronto llegó el crítico teatral, que era de los que habían recibido anticipo, se sentó frente a mí pero no hizo nada. La mañana transcurrió tranquila: se oía abajo el ruido de las máquinas y esto era todo. Yo escribí una cuartilla de la conversación que acababa de tener aquella misma mañana con la dueña de la pensión y se la pasé al subdirector. Sin esperar contestación me fui y deambulé un rato por las calles, sin ir a ninguna parte. Después se me ocurrió entrar en aquel café sin ventanas donde por primera vez había quedado citado con Rosita. Fue una buena ocurrencia. Allí encontré a Enrique; me dijo que su madre y su hermana actuaban aquella misma noche en una sesión del teatro Caracol: la madre, en un auto de Calderón; Rosita, en una comedia de García Lorca que se ponía aquella noche sólo por una vez. Me apresuré a comprar una entrada: si me retraso un poco más, me quedo sin asistir a aquel estreno, pero llegué a tiempo para adquirir una de las últimas localidades que se habían puesto a la venta.

El teatro estaba brillante. Un sujeto a quien no conocía, pero que parecía muy enterado, me fue explicando quiénes eran las personas y personalidades del patio de butacas; todo después de haberme dicho hasta la saciedad que él se había retrasado en la taquilla y que había tenido que contentarse con aquella entrada, pues no había otra a la venta. El auto de Calderón era El gran teatro del mundo y estrenaba decorado, que me gustó nada más verlo: casi todo él era gris, y las líneas, verticales. Se trataba de que el autor daba vida a una serie de personajes, entre los cuales identifiqué a doña Rosa, que no se daba cuenta de que aquello no era un prostíbulo ni tampoco un rinconcito del Petit Trianon: lo digo porque la voz de doña Rosa iba de un registro a otro sin transición, y no creo que se haya representado nunca Calderón de aquella guisa. La comedia de García Lorca era superficial y graciosa. Me gustó, a pesar de que aquel sujeto me dijo que en manos de los Quintero aquello hubiera tenido verdadera gracia. Lo que a mí me sorprendió fue que en un momento de la acción sale un chiquillo de unos doce años, que es el que canta el romance de La señora Zapatera. Hasta este momento no identifiqué su voz con la de Rosita, que volvió a salir a escena, esta vez vestida de mujer, cuando un grupo de muchachas baila alrededor de la señora Zapatera. Así vestida, la identifiqué rápidamente, aunque no tuvo que decir palabra, o, al menos, yo no se la oí. La esperé a la salida y me reconoció en seguida. Iba con unas compañeras, quizá las mismas con las que había bailado. Me dijo a grandes voces: «¡Mi novio! ¡Éste es mi novio!» Me dio un abrazo y un par de besos, pero se metió en un coche de gran aspecto que la estaba esperando y me dejó con un palmo de narices. La cara que yo pude poner en aquel momento hizo que las otras chicas no se rieran de mí. Al menos oí decir a una de ellas cuando todas se marchaban: «¡Pobrecillo!» Me refugié en un lugar cualquiera, y tomé de un solo sorbo una copa de coñac. Después fui hacia mi pensión, que quedaba cerca. Se me antojó que todos los grupos con que me encontraba cuchicheaban al mirarme y se reían de mí. Cuando llegué cerca de la pensión, es decir, más o menos a su altura, se me ocurrió pensar que no tenía derecho alguno a dormir allí, pues aunque la dueña me había dicho: «Venga usted esta noche y ocupe su habitación», era como si me hubiera dicho: «No venga en modo alguno: su habitación está destinada a un huésped nuevo.» De todos modos entré. La Pepa me abrió la puerta. Mi maleta esperaba en el vestíbulo y ella, seguramente, se había sentado encima. La puerta de mi cuarto estaba cerrada. La Pepa vino hacia mí y me dijo: «Ya lo sé todo y usted puede disponer de mis ahorros, que suben hasta cinco duros.»

—No, muchas gracias —le dije.

—Entonces —dijo ella— ocupe su habitación, y levántese temprano. Ya me las arreglaré para que ella se crea que la habitación no ha sido ocupada. También le voy a traer el desayuno: con ese motivo, desayunará usted aquí y no en el comedor como todo el mundo. Cuando me pregunten, si me preguntan, yo diré que no le he visto ni ahora ni mañana.

Se me ofrecía entera, pero yo encontré que después de aquella serie de ofertas era desleal tocarle ni un pelo de la ropa. Acaso ella no pensase lo mismo, pero siempre he preferido lo que pensaba yo a lo que pensaban los demás. Además, venía irritado por lo de Rosita y no estaba el horno para bollos. Entré en mi habitación y desde ella le dije:

—Mañana despiértame a la hora que te parezca oportuna.

La Pepa quedó en la puerta, indecisa. Hubiera entrado de habérselo dicho; hubiera dormido conmigo de habérselo pedido. Pero ya lo dije: no estaba el horno para bollos. La Pepa cerró lentamente la puerta y desapareció de mi vista. Yo, vestido como estaba, me arrojé sobre la cama y me tapé con mi propio abrigo. No sé si lloré o lo que hice. Sólo sé que me quedé dormido. La primera imagen que recuerdo es la de la Pepa, semivestida, que me estaba sacudiendo mientras decía:

—Es la hora, señorito.

Por la ventana entraban las primeras luces del alba.