CAPÍTULO III
Era muy temprano aún cuando la Amparo ordenó que nos vistiésemos. Ya no llovía pero, aun así, me cogió del brazo y fuimos hasta el café cantante. Ella me iba diciendo algo, pero yo no le hice caso y no lo recuerdo. A la entrada vimos que el café estaba desierto y el rincón del escenario apagado. La gente se había trasladado al sótano, donde continuaba la juerga, suponiendo que a aquello se le pudiese llamar así. La Amparo se despidió de mí hasta el día siguiente, después de comer. Nos besamos en la boca. Ella se marchó abajo y yo salí a la terraza. Seguía sin llover, pero se había levantado una brisa que venía de la mar cercana. Me levanté el cuello de la gabardina y eché a andar debajo de los árboles, que a aquella hora devolvían en gotas gordas el agua que en gotas finas habían recibido durante el día. De vez en cuando se oía el ruido de algún coche, y uno de ellos se detuvo frente al café cantante. «Ése es el imbécil de mi cuñado.» No miré atrás. La cita con mi padre era en el periódico. Allá me dirigía. El viejo Studebaker estaba aparcado al lado del bordillo, frente a la puerta por la que él ya había entrado, por la que debía entrar yo.
Fui directamente al despacho del director. Lo hallé sentado, enfrascado en la lectura de unas pruebas, no sé si de un artículo o de unas noticias.
—Siéntate —me dijo—. Tu padre anda por ahí. Ya ha llegado y te espera. Dijo que no tenía prisa.
Volvió a enfrascarse en la corrección de las pruebas. Yo busqué mi rinconcito caliente y allí me senté. Cerrados los ojos, podía repasar las imágenes de lo sucedido en las últimas horas entre la Amparo y yo: imágenes que a veces me avergonzaban, y las hacía huir rápidamente, y a veces no, y entonces las retenía como para evitar que se escapasen, aquellas imágenes gratas, las más difíciles de retener o recordar.
Mi padre, seguramente, se había detenido a la espalda de cualquier linotipista: le divertía, le interesaba aquel modo de trabajar que se parecía al de un mecanógrafo con su máquina de escribir, pero que metía otra clase de ruido y no trabajaba sobre papel, sino sobre metal. A mi padre solía interesarle cómo se hacía un periódico y, a veces, cuando iba a buscarme, pocas veces al año, seguía todo el proceso, desde la linotipia hasta la teja que se instalaba en la enorme máquina de la que salía el periódico: cuatro páginas, cuatro páginas enormes, donde cada cosa tenía su sitio, igual que cada anuncio. Yo creo que me quedé dormido, pero no por eso el recuerdo del tiempo pasado con la Amparo salió de mi conciencia; dejé de verla, eso es cierto, pero la sentía en las puntas de los dedos: lo frío y lo caliente, lo húmedo y lo seco, lo duro y lo blando lo iban sintiendo mis dedos como si la estuviesen tocando. Hasta que algo me sacudió: era mi padre que me había descubierto y así me despertaba para llevarme con él hacia la casa remota donde existía un rincón para mí, donde yo seguiría soñando con la Amparo.
—Ya voy, papá.
—No tengo prisa. Ellas ya están en casa: las ha llevado él. No tengo prisa, puedo aguardar todo el tiempo que quieras.
Abrí los ojos. Estaba delante de mí y se había agachado un poco. El director estaba fuera. Pregunté por él. Mi padre me dijo:
—Acaba de marcharse. Dijo algo de que van a cerrar el periódico y él tiene que estar delante. Yo no sé lo que es eso.
Me tendía la mano. Yo me agarré a ella y, haciendo un esfuerzo, me levanté. Por un momento me hallé más alto que mi padre, pero él se enderezó, y entonces me di cuenta de que debíamos hacer mala pareja él y yo: él tan largo y delgado como era y yo gordito. Lo de gordito era una novedad: me lo había dicho la Amparo aquella noche, dándome una gran palmada que hubiera resonado, pero que no resonó, porque la cama de la Amparo ocupaba casi toda la habitación y no había lugar para resonancias.
Rugía ya el motor, aquel pobre motor de nuestro Studebaker, cuando mi padre me preguntó:
—¿Qué tal el cine?
—No fui al cine, fui al café. Hay una tía de esas que cantan que me gusta cómo lo hace. Se llama la Granadina o la Mallorquina. No sé, pero lo hace bien. A mí, al menos, me gusta.
Mi padre no dijo nada, dimos la vuelta a la farola y por caminos oscuros nos fuimos hacia casa. Lo mismo él que yo nos sentíamos ajenos a aquel caserón donde mi madre y mi hermana se sentían en su salsa: mi hermana porque era la propietaria, según el testamento de mi abuelo; mi madre, según los mismos papeles, porque era la inquilina de por vida. De los papeles quedábamos excluidos mi padre y yo. No sé por qué, pero así era.
Yo me había sentado a su lado; los faros del coche alumbraban por delante, pero no a nosotros. Nosotros permanecíamos en la oscuridad, que sólo el pitillo de mi padre interrumpía a veces. Delante de él, yo no solía fumar.
—¿Piensas hacer algo de tu vida?
—Ese de Oviedo sigue tentándome, pero la tentación no es lo bastante fuerte: ahora me ofrece pagarme la pensión y darme cinco duros para mis gastos. Es poco, ¿no te parece? ¿Qué menos que una peseta diaria? Es lo que yo pido.
Mi padre tardó en responderme. Dio una larga chupada a su cigarrillo, que alumbró el parabrisas y una parte del volante. Supongo que me alumbraría a mí también. Luego dijo:
—Yo, en tu lugar, aceptaría.
—¿No te parece poco?
—Sí, lo es, sin duda, pero hay muchas posibilidades; una de ellas, que te suban el sueldo; la otra, que te adaptes y vivas tu vida con esos cinco duros, que no alcanzan lo que te da tu madre, y he dicho lo que te da, no lo que tú ganas. Hay una diferencia entre ganarlo y recibirlo de bóbilis, bóbilis. Se estima más lo que se gana. Además…
—Además, ¿qué?
—Además podrías terminar esa carrera que tienes empezada. Allí creo que hay Universidad, ¿no? Hasta, con un poco de esfuerzo, podrías asistir a las clases.
—Tendría que madrugar mucho, y eso, acostándome tarde… Ya sabes que los periodistas se acuestan tarde, a estas horas más o menos.
Imaginaba a mi amigo el director, después de cerrado el periódico, dando las últimas órdenes en medio de la barahúnda que armaban las máquinas donde el periódico se tiraba. El director se dirigía a los mozalbetes, la mayor parte de ellos, no todos, astrosos, y les daba instrucciones para la venta.
Habíamos llegado, no digo a mi casa, menos aún a nuestra casa, sino a la casa donde vivíamos: un caserón antiguo, con su torre y su solana, de gran apariencia, pero nada más: por dentro era inhabitable, salvo aquellas habitaciones que mi madre había arreglado para ella y para su hija con el dinero que mi padre ganaba, naturalmente, por aquellos mares de Dios, unas veces tranquilos, otras veces alborotados.
Mi padre detuvo el coche frente a la puerta.
—Duérmete y mañana haz lo que quieras; pero yo me quedaría más tranquilo sabiéndoos colocados a tu hermana y a ti. A tu hermana porque va a casarse con el tío ese, que no te es simpático, a mí tampoco, pero, ¿qué le vamos a hacer? Ni tú ni yo vamos a casarnos, sino ella, de modo que ¡allá ella! Por mí, que no quede, y por ti tampoco ha de quedar si haces caso a tu padre y aceptas ese puesto. Eres muy joven para salir de casa, pero… ¿es ésta tu casa?
Un poco de luna, que pegaba detrás del caserón, lo hacía aparecer como imponente. Mi padre y yo veíamos cómo se recortaban, contra el cielo claro pero con nubes, las almenas, que allí llamaban picos, y la torre. La aparición del sol reduciría a nada aquello que, de noche y con un poco de luna, nos parecía majestuoso. Se encendió una luz: era en la habitación de Flor, que iría de aquí para allá antes de acostarse, como era su costumbre. Mi padre bajó del coche y abrió el postigo del portalón.
—Anda y vete a tu cama. Mañana hablaremos.
Yo descendí por mi lado mientras mi padre entraba en el coche por el otro.
—Voy a dormir al barco.
Le vi marchar. Cerré la puerta del corral y, después, el postigo. Me hallé en el zaguán oscuro. Busqué a tientas la escalera y así, a tientas, llegué a mi habitación, la última de la casa, allá en la torre. Pagar mi independencia, mi silencio, con la desatención de todos. No tenía luz eléctrica ni me hacían la cama. A tientas también busqué la palmatoria, y tardé en hallarla. Las cerillas, en cambio, acudieron pronto a mis dedos: se hallaban en su lugar de siempre, en el bolsillo derecho del pantalón. Encendí una y, mientras despabilaba la vela, me fui dando cuenta del desorden de aquellos cuatro libros que había sobre la mesa, de aquella cama deshecha que estaba en un rincón y no olía precisamente bien: yo creo que hacía dos semanas, si no más, que no la habían mudado. Las sábanas perdían su blancura. Encima de una silla, hecha un gurruño, estaba la manta inútil: ya hacía calor por aquellos días, ya no se soportaban más que la sábana y la colcha, que, ésa sí, estaba sobre la cama, revuelta con la sábana de arriba, rosa y blanco, para taparme. Las puse en orden, en un cierto orden, que incluía también la almohada y estirar la sábana de abajo. Después me acosté, pero tardé en apagar la vela: por seguir una costumbre leí algo, más bien poco. Después apagué.