CAPÍTULO PRIMERO

El billete del tranvía me costaba dos gordas, ni más ni menos, lo cual equivalía a dos perras gordas o a veinte céntimos en el lenguaje de los finolis como mi hermana y algunos más: veinte céntimos de peseta, la quinta parte de lo que me daba mi madre todos los días cuando quería tenerme contento, que era casi siempre; yo no me acuerdo de ninguna vez en que las cosas hayan ido en contra, porque mi madre me quería ver siempre de buen humor; cada vez que me oía cantar lo decía con su vocecita de tiple: éste canta, luego está de buenas. Pero ella no preguntaba nunca por los cantares, cantares canallas, aprendidos de aquellas tías que, con voz ancha o menuda, cantaban en el rincón del café Español, plaza de Compostela, número no sé cuántos, lo he olvidado, quizá no lo haya sabido nunca, pero sí el lugar, al que se llegaba por una terraza que había delante, y no arriba; una terraza a la que se accedía por unos escalones, seis u ocho, no lo recuerdo bien.

En la terraza, casi siempre, me esperaba la Iris; me esperaba a ver si yo podía pagarle el café, porque la Iris no había sido admitida aún por el dueño entre las que lo toman gratis, o no lo toman si no lo quieren, pero tienen allí su sitio y su derecho a estar. La Iris había venido hacía poco tiempo, no se sabía de dónde, seguramente de un pueblo, no tenía más que un traje, aquel negro de crêpe-satin, y aquella gabardina raída que se ponía al llover, es decir, casi siempre. La Iris me esperaba para que yo le pagase el café, y si yo no podía aquella tarde porque no tenía más dinero que el que me había dado mi madre, es decir, una peseta, esperaba a otro que se lo pudiera pagar. Entonces se quedaba dentro a la sesión de la sobremesa, a la de la tarde y a la de la noche, y allí estaba hasta el final por si encontraba el flete apetecido, el tonto con seis pesetas en el bolsillo: una para convidarla, cinco para pagarle a ella, que no cobraba más, aquella Iris, porque era lo que le cobraba a ella la patrona. La Iris no tenía muchos clientes; conservaba la cara de inocente que había traído del pueblo, y tenía fama de no saber hacerlo o de hacerlo mal, lo que era mucho peor. La que lo hacía bien era Berta la Cañona, lo hacía más que bien, lo hacía requetebién, aunque no fuera más que por la práctica; era la mayor de todas ellas, pongamos que tenía entre treinta y cinco y cuarenta años. Bien conservados, ésa es la verdad. Tenía una gran facha, pero decían de ella, los que la habían visto, que no le quedaba un mal pelo en todo el cuerpo, la cabeza y las piernas y todo lo demás. No se quitaba el sombrerito, se pintaba las cejas, y aunque montaba las piernas y dejaba ver el muslo, lo hacía siempre con medias. A Berta la Cañona se la conocía por una frase, una sola, que yo mismo le oí pronunciar aquella vez que vino un amigo y yo lo llevé de noche al café, para que viera que también uno, en su modestia pueblerina, salía de noche y se corría una juerga de vez en cuando. La Cañona decía: «Una botellita de manzanilla», y era lo que traía la camarera, a repartir entre todos: las tías que se habían agregado y los acompañantes del pagano, que era uno, a veces dos, con mi amigo sólo uno, que era yo. Una botella de champán hacía más ruido, pero daba para pocos; la de manzanilla daba para más, y si había suerte se podía repetir la ronda. Al dueño le daba igual la manzanilla o el champán, porque cualquiera de las botellas le dejaba el mismo tanto por ciento, pero él prefería el champán, ¡qué caray!, el ruido es el ruido, y el champán metía más. A decir verdad, la manzanilla no metía ruido, pero emborrachaba, vaya usted a saber por qué.

Aquella tarde yo tenía unas perras sueltas que me habían sobrado del día anterior. Se las di a la Iris, ¡mira que llamarse así! Su nombre de verdad no lo sabía nadie todavía aunque supiéramos los de las demás: Berta, la Cañona, se llamaba María Josefa Fernández Pérez, un nombre bastante vulgar, y la Amparo se llamaba Amparo Pérez Costas; nadie sabe por qué no se había cambiado el nombre y seguía con el suyo. Cuando le preguntaban cómo se llamaba decía que Amparo Ponce de León; en lo de Amparo no mentía, en lo del apellido sí. Pero la Iris no era más que la Iris: Iris para arriba, Iris para abajo. Tenía que haberlo aprendido de alguna película ramplona cuya protagonista se llamase así, o de una novela de las que ella leía, que valían un real en el quiosco y eran novelas castísimas. No deja de ser curioso que a aquella tía, que ya empezaba a ser gordita y que necesitaba de un flete más tonto que ella cada noche para subsistir, lo que verdaderamente le gustaba eran las novelas castas, es decir, rosas, que se compraban en el quiosco por un real y que eran el único vicio que tenía la Iris. El único vicio conocido. La sacaba del bolso donde guardaba todo su ajuar y se ponía a leerla en el rincón más alejado del café, allí donde no llegaban ni la canción de la cupletista ni las burradas que decían los marineros cuando la que bailaba o cantaba enseñaba algo.

—Déjala en paz, está leyendo lo suyo.

Y en lo suyo nunca pasaba nada hasta después. Cuando la Iris había acabado la lectura cerraba el cuadernito y los ojos y se ponía a soñar. La Iris siempre imaginaba lo mismo, pero es que aquellas novelas acababan siempre en boda, y lo que imaginaba la Iris era lo natural. De que siempre fuera lo mismo ella no tenía la culpa.

El café tenía un aire gris, salvo el rincón, que era todo colorado. Era gris, aunque no lo fuesen todas sus partes, porque sólo lo eran las maderas de las ventanas: las paredes eran blancas, pintadas de blanco, hasta un zócalo gris oscuro que recorría el café en sus rectas, ángulos y recovecos y que sólo se interrumpía ante los vanos naturales: la puerta de entrada y aquella otra que nadie sabía, más que don José, adónde conducía: a las cocinas, a los camerinos, ¡vaya usted a saber! Lo sabía don José, y eso era bastante.

Don José andaba como una sombra detrás de aquel pequeño mostrador al que sólo se acercaban las camareras, las dos que había, la Juana y la Rufina, que eran como todo el mundo y trabajaban horas extras. En el café estaban muy circunspectas, iban y venían sin sonreír: «Éste ha pedido un café, aquel de allá una copa de aguardiente», y se lo pedían a don José en voz baja, bien arrimadas al mostrador, que no las oían de la mesa más cercana: «Un café, una copa de aguardiente.» A don José apenas se le veía a aquella hora de la sobremesa; él servía conforme le iban pidiendo, y nada más. Pero a la tarde y a la noche se encendían las dos bombillas que alumbraban el rincón, una a la derecha y otra a la izquierda. Entonces se veía a don José, siempre bien vestido, con una corbata oscura a rayas rojas, tres rayas nada más. La corbata se la planchaba su hija todos los días; el resto se lo planchaba la madre, doña Jacinta, que en esto del planchar tenía muy buena mano y le salía una raya derecha en cada pernera del pantalón que no había más que verlo. Es lo que le decían todas a don José: «Hay que ver lo bien planchado que te tiene esa tía», y don José callaba. Doña Jacinta no era ninguna tía; doña Jacinta era la esposa legítima de don José, y la hija, que se llamaba Jacintita, era también legítima, hecha con todas las del veri y bautizada a su tiempo, como Dios manda y, en su nombre, la Santa Madre Iglesia, a la cual rezaban todas las tardes las dos Jacintas pidiendo por la salvación del alma de aquel réprobo, que no creía en nada, pero que jamás había tenido que ver con ninguna de las tías que contrataba. Pero eso no lo sabía doña Jacinta, sino que suponía lo contrario: que su marido era un pendón, y que aquellas rayas tan bien planchadas de sus pantalones contribuían a la conquista de las tías que se contrataban para cantar, para bailar o para ambas cosas, en el rincón colorado del café gris. En el cual, visible o invisible, mandaba don José.

Aquella tarde, Iris no estaba en la terraza, aunque sí en el rincón más alejado del tablado y de las luces. Se había puesto las gafas para leer la última novela rosa llegada al quiosco; se las había puesto y las apoyaba en la punta de la nariz, como una vieja, que es lo que había visto hacer en su pueblo. Todas las otras tenían gente con ellas, muchachos jóvenes que gritaban en los intermedios, si no era Berta la Cañona que los tenía también maduros y aun vejetes: no se atrevían con ella, pero venían a recordar tiempos pasados, batallas pasadas, hazañas pasadas; Berta también, a veces, recordaba, pero eran recuerdos fugaces que se escondían en algún lugar de su sombrerito. Berta la Cañona no quería recordar jamás, no volvía atrás; su lema y su canción eran los de los boy-scouts, siempre adelante, siempre hacia adelante aunque al final estuviese la muerte. Berta la Cañona no tenía pasado, sino futuro; no recordaba, sino esperaba: el único recuerdo de su vida era aquella vez que se había despertado sin un solo pelo; después habían venido las inyecciones, sobre todo en primavera. Berta la Cañona esperaba solamente redondear una cantidad para marcharse a su aldea y poner una tiendecita de cosas femeninas; le faltaba poco, y aún había fletes que hacían más caso de su buena fama como trabajadora eficaz que de aquel detalle insignificante del pelo y del sombrerito.

La Amparo estaba sola en su mesa. Nadie se atrevía a acercarse a ella porque todos sabían que había un tío que le pagaba, un tal Sabino Pérez Santos, que, además, era el novio de mi hermana. El tal Sabino se salía de madre en un lado e iba a batir la luna en el otro. El lado de allá se llamaba Flor; el de acá era la Amparo. Por esta razón yo tenía bula para sentarme con ella, y, a veces, me pagaba el café. Mira tú por dónde, el novio de mi hermana, aquel Sabino a quien yo detestaba, venía a pagar mi café. La Amparo era muy buena; tenía buena planta, mejor que la de Berta, y buena reputación; pero estaba prohibida a los fletes. Sólo yo me acercaba a ella, aunque temblando:

—¿Qué hay, Amparo? Buenas tardes.

—¿Qué hay, chaval?

Siempre me llamaba así, chaval. Yo me sentía bastante humillado, pero no se lo hacía notar para que no se incomodase conmigo y pudiera seguir sentándome a su mesa y que, a veces, me pagase el café.

Vestía bien la Amparo; vestía bastante bien. Aquella tarde se había puesto el traje sastre gris, que completaba, los días de lluvia, con un impermeable transparente, un impermeable de aquellos que nosotros designábamos con un nombre sucio y que a la Amparo le favorecía. Vestía en las modistas de más fama, pero ella iba a probarse a otras horas, las que las chicas bien usaban para pasar o pasear por la calle principal, que se llamaba Real, o de la Princesa, o cosa así. De todas maneras, y aunque tuviese las mismas modistas, a la Amparo nunca la confundían con una de aquellas chicas, como le hubiera gustado a ella, quizá por algún detalle que hubiese añadido a su atuendo, quizá por el modo de llevarlo; quizá, simplemente, porque el aire de la Amparo no era el de una niña bien, sino porque algo en el modo de andar, y en el de mirar o no mirar, revelaba su profesión y su estado. Tal vez no fuese más ignorante que las niñas bien, tal vez supiese las mismas cosas; pero la Amparo llevaba la ignorancia en la cara, y las otras no. Ésa era la diferencia. Por lo demás, la Amparo tenía una gran facha. Todo el mundo se la quedaba mirando cuando iba y cuando venía. Y todos le decían al novio de mi hermana, a aquel Sabino que yo no podía ver: «Vaya tía esa que te estás beneficiando», pero aquel Sabino que yo tanto odiaba no sabía qué responder y bajaba la cabeza, como si a la Amparo se la beneficiase otro.

—Siéntate aquí, chaval. A mi lado, no enfrente, que te vean a mi lado, que nos vean juntitos. ¿Qué vas a tomar? Yo te pago el café y lo que sea, una copa de lo que sea. Hoy te va a salir barata la tarde, porque a la Iris la veo en su rincón hace ya bastante rato, lo cual quiere decir que algún primo le pagó el café, un primo de esos que se contentan con un pellizco en el culo. ¿Que qué va a ser?

La camarera se había acercado a la mesa. Era la Rufina, y venía sonriendo, porque la Amparo daba siempre buenas propinas: a veces el doble de la consumición, a veces decía simplemente:

—Quédate con la vuelta.

Y, a lo mejor, había dejado un duro para pagar la consumición de dos, todo lo más de tres, y lo que sobraba del duro era bastante.

—Siéntate aquí, a mi lado, que nos vean juntitos. Vas a tomar café, que lo pagarás tú, y una copa de coñac, del bueno ¿eh?, que te convido yo. Ya lo has oído, Rufina: un café y una copa de coñac. No te vayas a equivocar al cobrarnos.

—No, no me equivocaré. No me equivoco nunca.

La Rufina se alejó con el pedido, que era lo que yo iba a tomar, meneando el culo, no yo, la Rufina. Se la podía ver cuando iba, no cuando venía, porque a la Rufina, en la cara, se le notaba que había cumplido los cuarenta, además le empezaba a caer el pecho y a crecerle la tripa como a una preñada de pocos meses; de modo que la Rufina tenía ya pocos clientes, por eso se había acogido al sueldo fijo de las camareras, sueldo fijo y propinas, y con eso iba tirando. Si alguna vez caía un viejo al que pudiera sacarle cinco o diez pesetas, pues mejor.

—Te preguntarás por qué no te pago también el café. Pues, mira, se me ocurrió que tenía que ser así, y yo no me vuelvo atrás de mis ocurrencias. Tú el café, yo el coñac, del bueno ¿eh?, del mejor que tenga en sus botellas ese cabrito de don José. Te dije que te sentaras a mi lado, pero no tan lejos. Arrímate, quiero que nos vean bien juntitos.

—Pues, mira, a mí no me parece bien, porque después le van con el cuento al tío ese, ya sabes a quién me refiero, y las pagarás tú, ya sabes a lo que me refiero.

Ella me echó el brazo por encima de los hombros.

—Pues eso es precisamente lo que quiero, que le vayan con el cuento y que me riña.

Se acercaba la Rufina que llevaba en la bandeja el café humeante y la copa del coñac. Lo dejó todo delante de mí, y se fue: se apresuró a marcharse, porque sabía que estaba mejor por detrás que por delante.

La Amparo había empezado a jugar con mi cucharilla, había roto el papel en que venía el azúcar y lo había echado en la taza humeante. Me miró, la miré, y con la cucharilla comenzó a dar vueltas para disolver el azúcar. Después volvió a mirarme, probó el café y siguió meneando la cucharilla; volvió a probar aquel brebaje, volvió a mirarme y dijo:

—Ya está, ya lo puedes tomar. ¿Quieres que te lo dé yo?

Se abrió la puerta del fondo y un aire frío se coló; detrás entraron seis marineros ingleses, con sus gorritas blancas y sus impermeables mojados. La Amparo les dio la espalda ostensiblemente, pero, allá lejos, en su rincón, la Iris se movía y hacía un sitio a su lado. Uno de los marineros acudió al reclamo de la Iris; los otros se desparramaron por las mesas, tres y dos. Los dos pronto tuvieron compañía; los tres la tuvieron también, pero tardaron un poco más. Eran, en total, cinco mujeres, todas las que había en el café, menos la Iris, que ya tenía su flete, y la Amparo, que ya estaba conmigo y le había dado la espalda a los recién llegados. Mis amigos, que ocupaban las mesas junto al escenario, se quedaron solos. La Juana y la Rufina acudieron corriendo a las mesas recién ocupadas. Allá lejos, la Iris se hacía entender de su cortejo por mi mediación: lo natural, cinco pesetas, pero si el cliente tenía algún capricho eran cinco pesetas más. La entrada de los ingleses no había perturbado en absoluto lo que pasaba en el escenario: la que se hacía llamar la Mallorquina se había arrodillado, o algo así, sobre el tablado y remataba la canción del Curro:

Y cuentan que el probe Curro,

estando en las boqueás

dijo: «María, me aburro.

Sin beber, yo no soy ná.»

La Mallorquina se timaba con el pianista. Decían las malas lenguas que se iban a casar, pero eran las malas lenguas. Por lo pronto vivían juntos, lo que ella ganaba y lo que ganaba él les daba para un hotel de tercera, no para una pensión, como era lo corriente. Una pensión de aquellas en que vivían la Iris y las demás. La Amparo picaba un poco más alto: además del dormitorio tenía un baño para ella sola y un gabinete. Todo lo pagaba aquel que era novio de mi hermana y a quien yo quería mal.