CAPÍTULO XVII

—Podías acercarte de otra manera a la mesa. Por lo pronto, saludar a tu madre.

Pero Enrique no le contestó. Se dedicó a las judías blancas que acababa de servirse. Todos comimos en silencio aquellas judías y la carne que vino después, que estaba dura como una piedra, buena para mi dentadura impecable, mala para la de doña Rosa. Nos trajeron de postre una mandarina. Después de comerla cuidadosamente, Enrique se marchó.

—Os espero en el café —dijo.

No añadió en cuál, pero debieron de entenderle porque no le preguntaron nada. Cuando Enrique desapareció comenzó el interrogatorio que me hizo doña Rosa. Primero todo lo referente a mi situación personal: que cuánto ganaba, que si había venido a Madrid en segunda o en primera, que si había encontrado pensión y que cuánto pagaba por ella. Después fueron las cuestiones en relación con mi familia: que qué era mi padre, que a cuánto ascendería el capital de mi madre, que si la casa donde vivíamos era o no era nuestra… preguntó algunas cosas más, todas referentes a lo mismo: que cuánto ganaba mi padre, que si era rico por la familia.

El comedor, que no era grande, se había llenado de gente. Rosita sugirió que podíamos ir al café, que ella pagaba. Doña Rosa no le preguntó que de dónde sacaba las dos pesetas o los diez reales que le costaría el café de todos, el de su hermano incluido: lo dio por sabido y por bueno. Fuimos hasta el café, que quedaba cerca, como antes dije, y fuimos en fila, buscando cada cual la protección de la sombra estrecha que arrojaban las paredes. Lo malo fue cuando tuvimos que atravesar la calle para llegar hasta la Puerta del Sol: el asfalto hervía y yo a poco pierdo un zapato que se me había pegado al suelo.

Por fin llegamos al café, que estaba medio vacío. Enrique, instalado ante una mesa redonda, se había quitado la chaqueta y charlaba con el camarero. Delante de él quedaban los restos de un café frío. Nos sentamos los tres en silencio, cada cual pidió lo suyo: ellas, frío; yo, caliente. Hablamos del calor que hacía. Enrique se marchó en seguida, sin hacer intención de pagar. También doña Rosa se levantó y llamó al camarero, pero pagó Rosita, quien preguntó a su madre si se iba ya. Doña Rosa le respondió que sí, que se iba, que tenía que ensayar con aquel viejo que le daba la réplica y que jamás se sabía el papel. Le llamó mastuerzo o algo parecido. Como despedida, se dirigió a Rosita, pero sin dejar de mirarme, y dijo algo así como «Os dejo solos, espero que no hagáis ninguna tontería. No te olvides —fueron sus últimas palabras— de que a las seis en punto bajaré a merendar». Se marchó. Con ella se fue parte del olor a sudor y a pachulí que nos había envuelto durante todo aquel tiempo; pero el olor tardó un poco más en irse del todo, unos pocos segundos, uno o dos. Por fin quedamos solos Rosita y yo. Ella guardaba la vuelta en su pequeño bolso de paja después de haber dejado en el plato unas perras como propina.

—Yo tendría que ir a la central de telégrafos. Espero un giro.

—Te acompañaré. Está aquí cerca.

Rosita se levantó. Yo la seguí. Salimos del café, pasamos a la acera de enfrente, entonces en sombra. Rosita se cogió de mi brazo y echamos Alcalá abajo. Muy pronto, ella se detuvo.

—Es aquí.

Habíamos llegado a una plaza redonda a la cual daban varios edificios, yo supuse que importantes. En medio de la plaza, dos leones tiraban de un carro donde iba una mujer recostada. Me quedé mirándola.

—Eso es la Cibeles —me dijo Rosita.

—Ya, ya…

Sin soltarme subimos la escalera de un gran edificio, lleno de pirulitos. Penetramos en un vestíbulo oscuro y fresco, más oscuro y más fresco que el exterior, donde, a aquellas horas, el sol deslumbraba y ardía. Busqué con la mirada el rótulo en que pusiera «Lista de Telégrafos», y allí me dirigí, sin soltarla a ella. Efectivamente, mi madre me había girado algún dinero, creo que veinte duros. Pero no podían pagármelos si no me identificaba. No llevaba conmigo la cédula personal ni la había tenido nunca. Pero Rosita sí la tenía y tenía también un carnet, no sé de qué, pero que llevaba su retrato: algo más esmirriada aquella cara ahora redondita, pero no tanto que no pudiera reconocérsela. Así, se identificó y luego me identificó a mí. Por fin cobré mis pesetas. En todo aquello tardamos bastante tiempo. Salimos de Telégrafos: era casi la hora en que Rosita había quedado citada con su madre. Yo no me aparté de ella. Fuimos a un café, frente al teatro en que doña Rosa trabajaba. Se llamaba el Spiedum, palabra que nunca supe, ni entonces ni ahora, lo que significaba. Quizá en Londres, en París o en Nueva York exista un lugar que se llame igual y del que aquél hubiera tomado su nombre. No sé. Rosita y yo entramos allí y ocupamos un lugar muy visible cerca de una ventana. El café estaba vacío. Se nos acercó un camarero y preguntó qué iba a ser. Rosita me miró con sus grandes ojos, como preguntándome a qué la convidaba.

—Lo que quieras. Soy rico, como sabes.

Ella se dirigió al camarero:

—Un café con leche y un bollo.

Yo pedí lo mismo y el camarero volvió, al cabo de un rato corto, con lo pedido. Yo hice lo mismo que Rosita para no quedar mal; es decir, partí el bollo, lo fui mojando en el café con leche y lo fui comiendo. No pronunciamos palabra, pero Rosita me miraba, me miraba y yo la miré también. Quedamos como dos tontos mirando el uno para el otro, y las tazas sin terminar. Creo que pensábamos en lo mismo, pero doña Rosa nos había advertido que no hiciésemos ninguna tontería. ¡A saber a lo que llamaba ella una tontería! Rosita dejó de mirarme y miró hacia la calle a la gente que pasaba: hombres y mujeres, chicos y chicas, algún que otro niño. Al poco rato llegó doña Rosa: la vi salir del teatro por la puerta principal, cruzar la calle, entrar en el café. Llegó hasta nosotros sin ninguna ceremonia. Con ella llegó el olor mezclado de sudor y pachulí, pero no tan fuerte como antes. Miró y remiró lo que habíamos tomado, olió fuerte, y dijo al camarero que se acercaba:

—Yo quiero lo mismo, sí, sí. Café con leche y un bollo, ¿me oyó usted bien?, café con leche, mitad y mitad, el bollo bien tostadito. No se olvide.

El camarero se retiró, y doña Rosa se quitó el sombrero, que colgó de una silla.

—¡Uf! No sabéis el calor que hace ahí fuera. Al cruzar la calle creí que me moría. Este chisme me sobra, vosotros diréis que para qué me lo pongo. Pues yo os respondo que para atravesar la calle, nada más que para atravesar la calle. La gente te mira y se da cuenta de si llevas sombrero o no. Una mujer como yo, vieja ya y de cierta clase, tiene que llevar sombrero aunque le pese, y ese pese no es de pesar, sino de peso. Quiero decir que el sombrero me pesa con el calor. Así que con el próximo dinero que me sobre me compraré uno más ligero que éste, de paja o cosa así. He visto uno muy bonito en un escaparate, pero me faltaba una peseta para poderlo comprar.

Llegó el camarero: traía en una bandeja el café con leche servido y, en otro plato, el bollo. Doña Rosa no esperó a que se lo pusieran delante: lo cogió ella misma de la bandeja con aquellas sus manos tan finas, de las que no se había quitado los guantes. Partió el bollo y se puso a comerlo, mojado, sin dejar de hablar, pero pidiendo perdón por hacerlo con la boca llena. Empezó a explicar lo que era para ella faltarle una peseta, que no era exactamente faltar una peseta, sino faltarle después para ciertas cuentas y ciertas hipótesis que explicó por lo menudo. Habló mientras le duraron el café y el bollo. Después, cambió de repente.

—¿Quién paga esto?

Me adelanté a decir que había invitado yo y que yo pagaría.

—Es lo menos que puedes hacer. Ahora nos vamos. Rosita tiene que venir conmigo, ya sabe ella por qué: me tengo que cambiar de ropa catorce veces y ella me ayuda. Tú puedes ver la función si quieres. Entras con nosotras y la ves gratis. Si no te apetece, te vas a callejear por ahí, a ver las chicas, que buena falta te hace, con esto del calor van bastante desnuditas, no como nosotras que andamos con las mismas batas que en el invierno. Esta noche no nos veremos, porque cenamos en el teatro, entre función y función, salvo si quieres irte ahora y venir luego, a la función de noche. Pero, ya lo sabes: nos acompañas hasta la pensión y tú te vas a la tuya, que está bastante cerca, si es cierto lo que me has dicho, que está ahí al lado, en la calle de la Montera.

Se puso en pie y me miró fijamente.

—Me voy al teatro, que aún tengo qué hacer. Tú, Rosita, pasarás con él, dentro de un rato que no sea muy largo: el tiempo que tarde en pagarnos las meriendas, ¡qué bueno estaba el bollo!

Se puso el sombrero sin mirarse al espejo y salió hacia el teatro. Yo llamé al camarero y pagué la cuenta, que no era mucho. ¡Nunca me salió más barato convidar a aquellas mujeres! Después fui hacia el teatro con Rosita. Hablábamos de cualquier cosa, quizá del calor que hacía, quizá de otra bobada. En la puerta del teatro me dejó solo y se fue a hablar con el portero; el portero me miró una vez, otra vez, y acabó sonriendo. Rosita volvió hacia mí, me cogió del brazo y me metió por la puerta. Me dejó en el patio de butacas.

—Siéntate donde puedas, mejor en las filas de atrás que no habrá nadie. A esta hora viene poca gente, seis o siete filas de butacas. Hace calor, ¿verdad? Vete cuando quieras. Ahora nos despedimos hasta mañana. Mañana, a las doce, te espero en el café, el mismo que hoy, lo mismo que hoy, pero sin mi hermano. Después ya veremos. Mi madre me deja libre después de la academia, y hasta me dejará comer contigo si tú me invitas. La única condición de mi madre es no hacer ninguna tontería, y en eso que ella llama tontería no pensamos ni tú ni yo.

Recalcó fuerte lo de ni tú ni yo. Le hubiera dicho que se equivocaba, que yo pensaba en aquella tontería, pero callé la boca. Rosita se fue, yo me senté en una de aquellas butacas de la penúltima fila, donde estuve solo. La gente empezaba a entrar. Lo que dijo Rosita: seis o siete filas de butacas, pero la función se realizó como si estuviese el teatro lleno. Yo aplaudía cuando aplaudían los demás, sin gran entusiasmo, lo confieso. Las chicas del coro no podían gustar a nadie, ni siquiera entretener la mirada: era una colección de piernas desiguales que se movían al mismo ritmo, que se doblaban o se estiraban según la música lo iba mandando, pero nada más. Había un actor cómico que tenía bastante gracia, pero era una gracia gruesa. Por ejemplo: pasaba la primera actriz con un traje muy ceñido, marcando mucho las formas; entonces el actor cómico roncaba, abría la mano, seguía a la primera actriz como si fuera a darle un azote, pero al final no le daba nada y el público se reía mucho y le aplaudía. Ya dije que yo hacía lo que hacían los demás, aunque sin reír aquellas barrabasadas. La música era pegadiza, el público la coreaba. Pero ni aun así aguanté aquella revista, y en el intermedio, aprovechando que los hombres salían al vestíbulo a fumarse un pitillo, salí también, pero en vez de quedarme, como hacían los demás, seguí hasta la calle, donde se había preparado un atardecer fantástico, casi tan hermoso como los que había visto en mi tierra. Callejeé un rato por aquel lugar inundado de sol, y cuando vi que eran las nueve en un reloj de los llamados públicos busqué mi pensión, que se hallaba mucho más cerca de lo esperado, allí mismo, casi a la vuelta de la esquina, o al menos un poco más abajo. No había nadie en el comedor. Me senté en una mesa e hice una cena copiosa. Después, en mi cuarto, mientras fumaba dos o tres pitillos, pensé sobre mí y mi situación. Recuerdo que decidí marchar al día siguiente en el tren de la noche, del que se sabía la hora de salida pero no la de llegada. Todavía pensé si me quedaría en casa o iría a dar una vuelta. No me faltaban ganas de hacerlo, de andar un poco a la aventura, de hacer caso a alguna de aquellas voces que ya había oído a mi paso cuando regresaba a la pensión. Lo pensé largamente y hasta me acerqué a la puerta misma: creí que había llegado el momento oportuno de hacer una visita a tía Dafne; pero aquella visita me obligaba a reformar mis planes, sobre todo en lo referente al viaje que pensaba hacer al día siguiente. De modo que no pasé de la puerta: volví sobre mis pasos y lo que hice fue acostarme. Así transcurrió mi primera noche madrileña que era además la última.