CAPÍTULO XVIII
Cuando me desperté era casi la hora de mi cita con Rosita. A mi alrededor había varios cadáveres, unos encima de la almohada, quizá llegasen a tres, y otros, debajo, que apenas llegaban a dos, y digo apenas porque uno casi no se veía. Me levanté corriendo, me vestí como pude y salí hacia el café. Rosita no había llegado todavía, había mucha gente, y me fue difícil encontrar una mesa vacía.
Pedí un café con leche. Casi lo estaba terminando cuando llegó Rosita, pero no vino directamente hacia mí, sino que se paró varias veces en esta mesa y en la otra, con esta persona y con la otra, hombres y mujeres a los que mostraba conocer. Por fin me tocó el turno: se sentó a mi lado. Antes de decir nada se abanicó un rato con el sombrerito que traía puesto y que se había quitado al entrar.
—A todos los conozco. A ellos y a ellas. Fueron mis compañeros. Ahora son los que quedan sin contratar. Vienen aquí porque saben que hoy vendrá el representante y quieren que los vea, y hasta que les hable, como lo hice yo, preguntándole a cada uno: ¿trabajas tú?, ¿aún no trabajas?, ¿tienes algo a la vista? ¡Los pobres! No creo que a ninguno de ellos le sobre una peseta. Alguno no habrá tenido ni para el café. ¡Fíjate tú lo que son dos reales! ¡Pues nada, ni siquiera eso! ¿Y tú? ¿Cómo te va?
Le respondí que bien, que había dormido toda la noche salvo al principio, durante mi pelea con las visitantes nocturnas, alguna de gran tamaño. Cuando yo lo describía, Rosita hizo un gesto de asco.
—Ya ves, en mi pensión no pasan esas cosas. Comeremos todos los días lo mismo, pero podemos acostarnos tranquilamente, sin miedo a visitas desagradables.
Se acercaba el camarero. Rosita pidió un café solo. Cuando yo hube pagado se levantó y me cogió del brazo.
—Vente conmigo, que te voy a llevar a un sitio donde puedes convidarme sin que te salga caro.
Salimos y fuimos por mi calle, pero hacia la mitad, junto a una iglesia, nos metimos y llegamos a una plaza, atravesamos una calle importante y nos encontramos en otra. Rosita me explicó que se llamaba de la Abada, es decir, de la hembra del hipopótamo o del rinoceronte, no lo recuerdo bien. Entramos en un portal, frente a la casa donde alguien ensayaba a una mujer que, probablemente, acabaría en mi pueblo, en el mismo café donde a tantas otras había visto. La mujer cantaba una canción picaresca, y alguien la acompañaba con el piano.
Si con el pijama me meto en la cama,
¿qué me pasará?
Si mi maridito se pone nervioso,
¿me lo romperá?
Y espero que ustedes me den su opinión,
si debo o no debo llevar pantalón.
Por un momento imaginé a la caterva de marineros que acudían los domingos, vociferando que sí, que se lo quitase; pero fue sólo un momento. Rosita tiraba de mí hacia una escalera por la que subía y bajaba alguna gente. Paramos en el primer piso frente a una puerta, que ella empujó y se abrió sin ruido: daba a un comedor lleno de mesas y de gente.
—Pues mira, hemos llegado tarde. ¡Y yo que creí que veníamos temprano! Hay que esperar un poco, pero será poco. La gente, aquí, se marcha en seguida.
Me empujó hacia la pared. Yo me arrimé, creyendo que iba a esperar largo rato, pero sólo pasaron unos segundos cuando de una mesa cercana se levantaron dos comensales. Rosita se acercó a la mesa, dijo algo a uno de los que quedaban, éste cambió de sitio, y yo pude sentarme junto a ella, cerca de un caballero de muy buen ver con el pelo gris y un terno muy gastado, pero de excelente corte. Terminaba su sopa y lo hacía llevándose a la boca la cuchara de una manera finísima.
—No hay en todo Madrid más que un solo restaurante que sea más barato que éste. Es baratísimo, pero tiene la desventaja de que se come muy mal. Aquí lo hacen mejor, uno puede aprovecharse sabiendo la hora a la que hay que venir y lo que hay que pedir. No se te ocurra lo que a ese que se va ahora mismo, que pidió un bisté a caballo, por lo que te dan un plato de buenas patatas fritas con un huevo y un bisté incomibles. Nosotros vamos a pedir la sopa y el cocido. Te costará una peseta con veinticinco céntimos cada uno. El pan no lo racionan, y de postre te dan una naranja o un trozo de membrillo.
Se acercaba un tipo con un cuaderno en las manos. Me preguntó que qué iba a ser y yo le dije que dos de sopa y dos de cocido, y le pagué; le pagué allí mismo, por adelantado, que es como deben hacerse las cosas, según me daba a entender Rosita con su sonrisa.
—¿Y vino, no van a tomar? Son veinte céntimos más.
Yo se los di. El tipo los metió en una cartera que traía sujeta a la cintura, adonde también habían ido a parar las dos cincuenta de la comida.
—Ahora mismo se los traigo. ¿Usted cómo lo quiere? ¿Tinto? Y usted, señorita, blanco si no me equivoco… Ya lo decía yo, lo decía para mí: estos dos quieren vino: ella, blanco; él, tinto. Ahora se lo traigo.
Salió hacia la cocina y regresó en seguida con dos platos de sopa y dos vasos de vino, todo en equilibrio, que no sé cómo lo traía. Dejó un plato de sopa delante de cada uno y el vino blanco y el tinto sin equivocarse; después se marchó sonriendo.
—Que aproveche —dijo.
Rosita no había parado de reír. El señor finolis cogió su plato de sopa vacío y se acercó a una ventanilla donde lo cambió por otro lleno de garbanzos con unos cuadraditos encima: uno era de tocino; otro, de carne, y un tercero, de chorizo, o lo que fuese, pues no llegué a verlo: el señor finolis se deshizo de él en el camino. Pero yo ya sabía qué hacer cuando terminásemos la sopa. Rosita seguía riendo, pero me di cuenta de que al mismo tiempo que reía engullía la sopa con verdadera ferocidad, cosa que no me pasaba a mí, a quien el café había quitado las ganas de comer. Devolví mi plato, casi lleno, tapado o casi, disimulado por el vacío de Rosita; cambié los platos de sopa por otros de cocido, y entonces pude ver aquellos cuadrados de los que el finolis se había deshecho: simulaban algo de la familia del chorizo, pero no se sabe lo que eran. Distribuí los platos mientras miraba al finolis. Éste me sonrió.
—Al suelo, pues, con ellos. Vale más resbalar en un trozo de grasa, que es lo más que será eso, a morir de un entripado, que es lo que me da miedo de meter eso entre pecho y espalda. Hágame caso y tírelos también.
Rosita me miró cuando vio que le arrebataba de su plato aquel cuadrado misterioso, de un rojizo tirando a pardo, que casi no se sabía lo que era.
—¿Por qué me llevas eso? Es lo más rico del cocido.
Yo señalé al finolis.
—Aquí, el caballero, no lo aconseja.
Se hizo un silencio repentino durante el cual no se oyó más que el ruido de las cucharas y los tenedores contra los platos. Fue al final de ese silencio cuando el finolis dijo:
—Señorita, usted puede decir que es lo más rico del cocido y, efectivamente, es lo que tiene sabor más fuerte y más punzante. Es por el pimiento que lleva, que es lo único que he podido identificar de ese amasijo de no sé cuántas cosas ni sé qué cosas. Lo mismo puede ser sebo que tocino, pero el tocino auténtico, el que no puede falsificarse, es ese otro cuadradito que tiene usted ahí, ese que es pura grasa, que con el otro cuadradito, el de la ternera o la vaca, constituyen la única parte comestible y digestible de cuanto nos dan aquí. Coma usted sin miedo el tocino, coma usted sin miedo la ternera, la vaca o lo que sea, si sus hermosos dientes son capaces de masticarla, pero con el tercer cuadrado, ese que se parece al chorizo, haga lo que yo hice: tírelo y que se lo coman los perros, ya verá usted cómo los mismos perros se niegan a comerlo. Se lo digo porque yo hice la prueba.
Vi cómo Rosita, con la mejor de sus sonrisas, tiraba al suelo el sucedáneo de chorizo. Yo hice lo mismo, y coincidimos al darle las gracias al finolis, el cual no dijo nada, terminó de pelar su naranja, se la comió y se marchó diciendo:
—Buenas tardes y buen provecho.
Rosita y yo habíamos comido los cuadraditos de ternera y de tocino, ya habíamos empezado, cuando se marchó el finolis, con los garbanzos. Los terminamos en silencio.
—No me traigas naranja, estoy harta de naranjas, todos los días me las dan en la pensión. Tráeme dulce de membrillo y para ti lo que quieras, aunque hay poco donde escoger.
Me levanté, entregué en la ventanilla los platos del cocido y pedí dos de membrillo. Uno se lo puse delante a Rosita. En el sitio del finolis se había sentado un cabo de infantería muy afeitado y muy pelado, que nos dijo «buenos días» y pidió al de la libreta un bisté a caballo; Rosita y yo terminamos nuestros membrillos y nos fuimos. En la escalera, ella me cogió del brazo. Yo no sabía bien si era el mínimo agradecimiento por la comida que le había regalado o una señal de afecto. Me convenía más esta segunda impresión: me quedé con ella. Ya en la calle, y apretando el brazo un poco más, Rosita me dijo que había quedado con su madre y que no me convenía ir. No me dijo por qué ni me dio la menor explicación; simplemente se soltó y se fue por una calle lateral. Desde lejos me dijo que media hora antes de salir el tren ella acudiría a la estación. Yo entonces lo tomé por la cosa más natural del mundo. Me fui a mi pensión, donde arreglé mis cuentas. Dejé las maletas junto a la puerta, tomé un café en algún sitio que había enfrente, y aunque le saqué todo el jugo de tiempo que da de sí un café, me quedó un buen rato para vagabundear y para llegar al tren cuando aún no había llegado nadie. Acomodé la maleta y me dediqué a pasear por el andén que se iba llenando de gente. Media hora antes llegó Rosita. Me buscó. Al dar conmigo, primero dijo esas tonterías que se dicen cuando alguien se va de viaje; pero luego me cogió del brazo otra vez y se acercó mucho a mí.
—Tengo que hablarte.
—¿Aquí, en medio de tanta gente?
—En medio de tanta gente es cuando uno se encuentra verdaderamente solo. Lo dicen en alguna comedia, yo lo aprendí de allí y ahora te lo repito: en medio de tanta gente es cuando tú y yo estamos verdaderamente solos. A la gente que pasa y a la que está quieta no le importa lo que tengo que decirte. Nos importa a nosotros, no a la gente que nos rodea. Lo que tengo que decirte es muy sencillo: tú me gustas, pero no le gustas a mamá. Dice que si me casara contigo ella tendría que seguir trabajando y lo que quiere es un yerno que la quite de esos teatros de Dios y la devuelva a lo que fue y ahora dejó de ser: una gran señora.
El tren echaba a andar. Yo me subí en marcha y desde el estribo le dije:
—Adiós, hasta la vista.
Entonces ella besó dos veces su mano y sopló los besos hacia mí. Yo los recibí, uno en cada mejilla. Aún me queman.