VIII
Las noticias de que Napoleón preparaba un golpe decisivo contra Inglaterra llegaron a la tertulia de Paquita, primero como rumor, y en seguida como seguridad. Todo el mundo sabía de las vituallas y armamentos que se acumulaban en los arsenales, y del ritmo vivaz con que se apresuraba la reparación de algunos barcos. Las precauciones de vigilancia en la costa se multiplicaban, y se llegó a temer un desembarco en las playas de Cobas o de Doniños. El temor no era nuevo, y, en la tertulia, algún viejo militar desempolvó su vieja idea estratégica de que aquellos lugares deberían fortificarse, y de que cogida la ciudad por la espalda no tenía defensa. Hubo varios sustos. La guarnición se reforzó, y en todas partes se hablaba de la invasión como de algo tan inminente como el encuentro entre las dos escuadras enemigas. Con el mapa extendido sobre la mesa, los retirados discutían azares.
—Y todo esto sucede por la manía de acumular en Cádiz el grueso de la flota. La flota debería de encontrarse aquí. El Ferrol es el mejor puerto de Europa.
—Estamos más cerca de Inglaterra.
—Pero más lejos de Gibraltar.
—Gibraltar no cuenta para esto. Lo que cuentan son los errores de Villeneuve. Ha pasado frente a Cartagena sin querer esperar los barcos de Salcedo. Ha pasado por Cádiz y su conducta con Gravina fue disparatada. Ahora, todos están tan lejos de Cádiz como de aquí.
—Pero ya verá usted cómo Villeneuve viene hacia Galicia.
—Otro error. Si lo que pretende Napoleón es que le dejen libre el paso en el Canal, lo razonable es atraer la escuadra inglesa lo más al sur posible.
—Inglaterra dispone de barcos suficientes para no desamparar el Canal. Ya verá usted cómo Napoleón no consigue poner los pies en Dover.
Reprimiendo la emoción, Farruco escuchaba, y, cuando todos se habían marchado, cogía para él sólo las cartas náuticas y estudiaba los desplazamientos de las flotas, medía distancias, calculaba el tiempo de las navegaciones. «¡Se van a encontrar aquí!». O aquí, o más abajo… Su saber no le permitía llegar a conclusiones razonables y se desesperaba. Quizá le faltaban datos. Al día siguiente llegaba el primero, al galope del caballo.
—¿Todavía estás sola, Paquita?
—¿De dónde vienes? No son las cinco.
—Es que quiero saber…
Los guardacostas habían visto una gran flota inglesa navegando hacia el Sur.
—Ése es Collingwood, que navega ahora por esta zona. Ése tiene que ser Calder.
¿Calder? ¿Otro más? Pasaba a ser el nombre de tantos barcos, que navegaban rumbo al Sur.
—Villeneuve tiene que estar muy cerca.
—Villeneuve no tiene nada que hacer por estas aguas. Usted comprenderá…
Hipótesis. Las noticias fidedignas eran escasas. En la Comandancia General no soltaban prenda. Se sabía de correos urgentes llegados de Madrid, de La Coruña. En el arsenal se trabajaba también durante la noche. Por tierra se despachaban convoyes de bastimentos con rumbo desconocido.
—¡Le digo a usted que nuestra escuadra no está lejos! Si consideramos que han salido de la Martinica hacia finales de junio…
¿Y su padre, dónde andaría? ¿Con la escuadra o haciendo guerra de corso? Si navegaba solo, por muy marinero que fuese su navío, podía sorprenderle la escuadra de Calder, o la de Collingwood, y entonces… Con su padre estaba Carlos. Carlos sería, quizá, alférez de fragata. Don Fernando le tendría siempre a su lado, en el puente, y le explicaría las maniobras. Carlos tenía mucha suerte, a pesar de su endeblez.
—No te atormentes pensando en tu padre. Hay que ser templados. Nosotros no somos como la gente cualquiera, que tienen a sus padres en casa y los ven morir en la cama. Ya ves. Mi marido también murió en la guerra.
—Pero tú me has contado alguna vez que le dieron unas fiebres.
—Sí, pero cogidas en el campo de batalla. Y yo, cuando supe que había muerto, no lloré. Hubiera estado feo.
—Es que yo… si papá muere, no podré ser marino.
—¿Quién sabe? A lo mejor, sólo así podrás serlo.
Farruco se quedó mirándola, inquisitivo.
—Paquita, ¿por qué has dicho eso?
—Se me ocurrió. ¡Vaya usted a saber por qué!
—¿Es que mi padre no quiere que sea marino?
—No creo que tu padre esté ahora para pensar en eso.
—El almirante Collingwood escribe cada noche a sus hijas, y no se olvida de ellas, aunque tenga que batirse con los nuestros.
—El almirante Collingwood… ¿Quién se acuerda de él? A lo mejor, todo eso es una patraña.
Aquella noche, Farruco regresó a su casa preocupado. Rafaela, medio adormilada, le esperaba para abrirle. Le vio tristón.
—¿Te pasa algo, filliño?
—Nada, es la guerra.
—¡Bah! Tú no vas a ir a ella.
—Está mi padre.
—Tu padre estuvo siempre y no te pusiste así. ¿O es que estás enfermo?
—No, no. Estoy bien. Déjame.
Se fue al salón y mandó que le encendiesen los candelabros y le dejasen solo. Se dejó caer en el sofá con la cabeza hundida entre las manos: su imaginación daba vueltas en el vacío, alrededor del vacío, hasta la angustia. Intentaba razonar y entender; quería esclarecer su oscura congoja con el razonamiento, como en la clase de álgebra, pero la cadena lógica se rompía por muchas partes, y lo que había alcanzado a saber de sí mismo, y a desear para sí, quedaba como aislado y en revoltijo vertiginoso. Así estuvo mucho rato. Después fue a la solana y miró a la mar. Por la boca de la ría, por los montes de la otra banda, caían, sobre las aguas, masas compactas de niebla, blancas a la luz de la luna. El aire venía húmedo. Poblaban el silencio cantos de rulas y de alacranes: resonaban en el silencio como redobles de un tambor agudo. Recayó en la angustia. ¡Oh, si su padre le hubiera escrito, si le hubieran guiado de lejos! Imaginó a Collingwood encerrándose en la cámara, cada noche, en un silencio rodeado de rumores marineros: pensaba en sus hijas y las guiaba desde su soledad. Su padre hubiera podido hacerlo. «¿Por qué te encierras, a quién escribes, papá?». «A tu hermano Farruco, que está en Galicia, y no puede, como tú, escucharme cada día». Una carta cada semana, y él le hubiera escrito también: «Verás, papá, cómo me defiendo con el francés; creo que ya podría hablarlo. Pero lo que más sé son matemáticas: mi profesor me dice que pronto no tendrá qué enseñarme». Su padre estimaría el esfuerzo. Pero, así, no tenía a quien hablar. A Paquita no le importaba su saber de trigonometría, sino sus modales o el corte de sus trajes.
Cuando marchó a dormir, casi de madrugada, la niebla había cubierto la ría y se acercaba a los árboles. Un pequeño resplandor, hacia Montecuruto, señalaba el lugar de la luna en el cielo, próxima a ponerse.
Se acostó pensando que si la escuadra de Villeneuve se tropezaba con la de Calder en aguas de Galicia, el conocimiento de la costa, en medio de la cerrazón, podía favorecer a los franceses y españoles, y apuntarse una victoria.