XI

La esperanza de ver a su padre pudo más en el corazón de Farruco que la extrañeza de aquella marcha al pazo; de modo que cuando llegaron, ya sólo pensaba en el efecto que podría causar a don Fernando y en si le hallaría digno y bien educado. Después de comer se pasó un gran rato acicalándose, y preguntó a Paquita si su padre hallaría incorrecta la pelusilla que empezaba a salirle en el bigote y en la barba, y si sería mejor llamar a un barbero que le afeitase. Se ensayó frente al espejo con espadín y sin él: probó a dejarse el cabello caído sobre la frente, como era su hábito y la moda, o echárselo para atrás, porque así daba a su rostro un aire más inteligente y decidido. De todas maneras se hallaba bien, pero ninguna le parecía bastante digna, y, sobre todo, lo bastante reveladora de sí mismo.

—Porque lo que yo quiero es que papá, en el poco tiempo que esté conmigo, vea que ya puede llevarme de guardia marina, y me lleve.

—Para ser guardia marina necesitas el real despacho, no lo olvides.

—Bueno, pero puedo ir con él en el barco y esperar a que venga el despacho.

—Un barco de guerra no es como la casa de uno. En mi casa mando yo, pero en los barcos manda el rey.

—¡Bueno! No sabes tú lo que manda un comandante. Si él lo quiere, le puedo acompañar. Recuerda que, de niño, estuve tres años a bordo.

—Ahora estamos en guerra.

—¡Por eso quiero ir! Me moriría de pena si hubiese una gran batalla contra Nelson y no pudiese asistir.

—¿Y si te mueres?

—¿Qué importa eso?

—Es que… yo no quiero que te mueras.

—Pero tú quieres que sea guardia marina.

—Sí, claro… eso sí.

Farruco recordó luego su francés.

—Papá querrá oírme leer un poco. ¿No te parece que debía ensayarme? Tú puedes corregirme, ¿verdad?

Se trajo un libro y empezó a leer en voz alta.

—No está mal, ¿verdad?

—Está muy bien.

—El fraile dice que tengo buen acento. Para hablarlo no me falta más que soltarme. Yo creo que si papá me embarcase en un barco de Villeneuve me entendería perfectamente con los oficiales. No con la chusma[1], que ésa habla mal en todas partes; pero con los oficiales, sí. Los oficiales franceses hablan muy bien. Me lo dijo también el fraile.

Se dio un golpe en la frente.

—¡Paquita!

—¿Sucede algo?

—¡Mis ejercicios de matemáticas! Son lo más importante, ¿no lo comprendes? ¡Y los tengo en Los Corrales!

Arrojó el mamotreto francés y corrió hacia la puerta.

—¿Adónde vas?

—A buscarlos. Vengo en seguida. Si papá llega entretanto, tú le explicas.

Paquita le sujetó con fuerza.

—No puedes ir.

—¿Por qué?

—Supón que tu padre llega.

—Pero ¿no comprendes que estaré de vuelta en un periquete? ¡Si sólo son diez minutos a caballo! Y papá tiene que ver mis ejercicios. Son lo más importante. Si no se los enseño, pensará que no sé álgebra. De modo que…

Intentó apartarle suavemente.

—No irás, Farruco.

Él se echó atrás con el rostro ensombrecido; como si su escasa sangre negra se le hubiera juntado en el rostro y lo afease.

—Paquita, tú no quieres…

La agarró por los brazos con fuerza.

—… ¡Tú no quieres que papá me lleve!

—Yo sé que tu padre no puede llevarte.

—¡No, no es eso! ¡Tú no quieres que yo sea marino! ¡Lo sé muy bien! Pero no me importa. Iré a mi casa aunque no me dejes.

La apartó con violencia y abrió la puerta.

—No volveré. Dile a mi padre que le espero.

Echó a andar por el pasillo con paso seguro. Paquita le alcanzó antes de que llegase a la escalera. Se plantó delante y le abofeteó. Le abofeteó con rabia, mientras lloraba. Y cuando se cansó de golpear el rostro asombrado de Farruco, le increpó con voz áspera:

—¡Imbécil!

Le empujó por el pasillo, hacia la sala donde habían estado. Farruco se dejó llevar. La miraba sin entenderla, sin atreverse a replicarle, con los ojos muy abiertos que todavía no lloraban. Paquita cerró la puerta con llave y se la guardó.

—Ahora, escúchame. Voy a decirte lo que te he ocultado mucho tiempo. No lo hubiera hecho hasta que fueses lo bastante hombre como para entenderlo, pero tú me obligas.

Farruco balbució que ya era hombre.

—Eso lo veremos ahora.

Le hizo sentar en el sofá, y ella permaneció en pie delante de él, bastante lejos. Empezó a hablar. «¿Sabes lo que es un bastardo?». La rabia le desaparecía y, poco a poco, su voz se transió de ternura, se quebrantó en sollozos reprimidos, conforme Farruco se compungía, conforme lloraba al saber su condición y la negativa de su padre a verle. Había oscurecido. Paquita apenas si veía el cuerpo de Farruco, derribado en el sofá, sacudido por el llanto. Se acercó, se arrodilló sobre la alfombra, y le acarició el cabello largamente, en silencio.