V
Pasó unos días en la cama con fiebre. Rafaela, agotadas las recetas domésticas, se pasaba el día en vigilancia y rezo, y por las noches permanecía al lado de la cama, con una mano de Farruco entre las suyas, mientras no la vencía el sueño; después dormía un rato en el camastro que había instalado en un rincón, pero a cada suspiro del muchacho, o a cada vuelta en la cama, ya estaba otra vez a su lado, le inspeccionaba el sueño con la vela en alto, conjeturaba los males que le aquejaban, aunque ya había decidido, ante el fracaso de las tisanas, que Farruco andaba ameigado por obra de Bernarda, de quien se sabía bastantes cosas malas, pero ninguna en relación con brujerías. Para Rafaela no podía ser otra cosa que un meigallo y se había ofrecido a peregrinar a San Andrés con tal de que Farruco recobrase la salud.
También venía el cura, a la caída de la tarde, y pasaba un rato junto a la cama. Contaba cosas de la sacristía, o hacía a Farruco preguntas sobre gramática, o pretendía espabilarlo con la recitación a dos voces de algún verbo irregular latino, para que no se le olvidasen. Una tarde, Farruco le respondió de mejor grado que otras veces, y como viera que el cura quedaba complacido, le espetó la pregunta:
—¿Dónde está mi hermano Carlos?
El cura titubeó el tiempo necesario para improvisar una respuesta sin compromiso, y la dio en el sentido de que Carlos vivía, seguramente, en Cádiz. Entonces Farruco le preguntó quién era Carlos y por qué era su hermano.
—Tu padre se casó dos veces, tú eres hijo de su segunda mujer.
Dio, más tarde, instrucciones a Rafaela en este sentido para que no le cogiesen en mentira, y Rafaela aprovechó la confianza para preguntar, a su vez, quién era la madre de Farruco.
—¡Y yo qué sé, mujer! Tanto como tú. A lo mejor fue, efectivamente, la segunda esposa de don Fernando.
—Si usted no lo sabe que es cura, ¿quién lo va a saber mejor?
A Rafaela le quedó la convicción de que Farruco era bastardo como había sospechado, y le nació, con ella, una suerte de rencor contra don Fernando, al que hubiera perdonado cualquier cosa, menos las que pudieran causar a Farruco algún quebranto. Tuvo, al respecto, una conversación larga con Xirome: razonaba que el bastardo debía quedar siempre con la madre y ser de su condición; pero que si el padre se lo llevaba consigo, tenía el deber de levantarlo hasta la suya; y Xirome asentía al razonamiento.
Las fiebres de Farruco duraron cosa de dos semanas, al cabo de las cuales se levantó paliducho y tristón. Los caldos de gallina, las tortillas y los asados de Rafaela le devolvieron la color, aunque no la alegría. Solía encerrarse en el salón, y permanecer allí sentado largamente, frente al navío; o, bien encapotado por Rafaela, porque ya estaban las tardes frías, marcharse en el caballo y meterse en el monte hacia arriba, hasta la cima, desde donde se veía el arsenal y los barcos que hubiera en él. Allí permanecía hasta que las sombras borraban el contorno de los barcos, y quedaban en el aire las luces rojas y azules de los faros de situación. Cuando estuvo repuesto, volvió a la sacristía, aunque no tan temprano como antes, porque Rafaela aprovechó la convalecencia para pedir rebaja de una hora en el madrugón, de modo que su labor de acólito quedase reducida a los domingos. Un día recordó al cura que doña Javiera le había prometido aquellos libros y aquellos cachivaches náuticos; y el cura se encargó de que se los enviasen. Con ellos a la mano, pareció recobrar el sosiego.
Había entre ellos tres o cuatro libros en lengua francesa, de Arte Naval, con mapas y planos de las más importantes batallas: Farruco los hojeaba y el sufrimiento de no saber la lengua le atormentaba. Probó alguna vez a entenderlos, y por el latín que sabía sacaba algunos conceptos, pero no lo bastante para enterarse. Concentraba entonces su atención en los planos, y después de estudiarlos en sus fases sucesivas, probaba a reproducir en un papel los movimientos de las escuadras. El cura no tenía del francés más que muy superficiales conocimientos; pero, por complacer a Farruco, pidió a un fraile franciscano de El Ferrol que pusiera con lápiz, bajo la letra impresa, el significado de algunas frases; y así Farruco pudo identificar el ala izquierda y la derecha, las Eneas de combate y, sobre todo, los nombres de los barcos y de los almirantes. Pero también se cansó del entretenimiento, y volvió a cabalgar por los montes, a pesar del invierno, y no ya para mirar los barcos fondeados en la ría, sino para cansarse y hacer algo. Hacia la primavera abandonó la soledad y se hizo amigo de los muchachos del contorno, sólo porque advirtió en ellos respeto y algo de veneración. Dio en traerlos al zaguán y les hablaba de barcos, de guerras, y ellos le escuchaban embobados. Un día mandó a Xirome que bajase al zaguán el barco en miniatura y lo dejase ahí, sobre una mesa que había; y empezó a enseñar a sus amigos los nombres de las cosas, y a explicarles lo que era una empopada, o quedarse al pairo; y cómo se cargaban las velas, y en qué casos de temporal convenía tanto trapo, y en cuáles tanto. De ahí pasó a proclamarse teniente general de una flota imaginaria, en la que cada uno de sus amigos era a la vez barco, comandante, contramaestre y grumete; les leía las ordenanzas y les enseñaba la instrucción, porque él mismo era a su vez comandante, contramaestre y oficial de derrota, cuando no cabo de mar.
Le había vuelto la salud, y aunque taciturno, salvo en los juegos con sus compañeros, cada día ganaba en atractivos. El cura se atrevió a decir un día a doña Javiera:
—Nos hemos equivocado con Farruco. Es muy inteligente y tiene un gran carácter.
—Pero no es bueno.
—Eso, señora, ¿quién lo sabe?
—Le hace mucha falta marchar al seminario. Allí le sentarán las costillas.
—Pero no con mi consejo. Farruco nunca será un buen cura, ni creo que aguante el seminario arriba de una semana.
—Fue la orden terminante de su padre.
—¡Bah!
Por otra parte, todo el saber de humanidades que el cura poseía, lo había transmitido ya a Farruco; y cada semana se veía en la necesidad de acudir a sus amigos los franciscanos y pedir un nuevo libro latino que traducir con él, pero cuya prosa había de repasar de antemano para no quedar mal. Aconsejó a doña Javiera que le buscasen al niño otro profesor en El Ferrol, del que pudiera aprender matemáticas superiores y francés, cuyo saber Farruco apetecía, pero doña Javiera, en esto, se mantuvo irreductible.
—Cuando no sepa qué enseñarle, le larga y a otra cosa.
Para entretener a Farruco le prestó libros de teología, pero Farruco los devolvió sin leerlos; no sentía la menor curiosidad por aquellas materias, y cuando el cura intentaba hablarle de moral, se aburría.
—Lo que yo quiero es aprender álgebra y francés, ¿no lo comprende? El álgebra y el francés son necesarios a un marino. Cuando termine la guerra y venga mi padre, tengo que saber muchas cosas, para que él…
—¡Qué sabe nadie cuándo terminará la guerra, ni cuando vendrá tu padre, ni si tendrás ocasión de ser marino!
Y añadió sin mucha convicción:
—¡En cambio, cura…!