II
Fernando había amado a Paquita Ozores. La había amado en su juventud, durante una recalada larga en La Coruña, siendo guardia marina, y el amor le duró todo el verano y algo del invierno que siguió, en que al barco le tocó navegar; pero en el primer puerto, descubrió que el amor de Paquita se parecía al de otra mujer cualquiera, y que lo importante era el amor, no la mujer amada. Paquita le amó también, quizás algún tiempo más, pero con más sosiego y con muchísima cautela. Cuando supo de Fernando su condición tarambana, hizo por olvidarle y después se casó con un oficial de artillería, Miguel Bermúdez, medio pariente de Fernando y, como él, ferrolano. Había nacido en el pazo de Leixa.
Bermúdez era guapo, vistoso y cabeza hueca. Paquita gobernaba diestramente el matrimonio, y no le fue mal, salvo que no tuvieron hijos. Fueron destinados a La Habana cuando Fernando llevaba poco tiempo de amores con Benedicta. Todo el mundo estaba al tanto del apocilgamiento, pero, si comentado, lo era más por los extremos apasionados del marino que por el negocio en sí, ya que los enredos con mulatitas andaban entre la gente gorda casi a la orden del día. Paquita gastó bromas a Fernando, sin pasar de ahí, hasta que nació el niño. Entonces le llamó un día a su casa y le preguntó si pensaba bautizarle.
—¿Para qué? Su madre es una bruja.
Por primera vez, Fernando expuso sus pesares. Benedicta, durante sus ausencias, se relacionaba con negros de mala condición, bailaba en sus fiestas y participaba en sus hechicerías. Le tiraba la sangre de color.
—¿Por qué no la mandas a paseo? No es manjar de caballeros.
—Ésa es otra cuestión. En cierto modo, tengo con ella obligaciones.
Paquita se encogió de hombros y habló de otra cosa; pero al día siguiente, hizo a la bruja su primera visita. La halló vestida de blanco, perezosa y dengosa, dale que tienes al pay-pay, y en conversación con una negra retinta de tú a tú. Se asustó un poco de la llegada de Paquita, pero la presencia de Bermúdez, que la acompañaba, le devolvió la tranquilidad, porque conocía los efectos de su voz caliente y de su escote sobre los hombres. Para refuerzo de su artillería, mostró el arranque de la pierna.
La autoridad de Paquita se sobrepuso. Mandó a Bermúdez que la esperase en el coche, y comunicó a Benedicta su propósito de bautizar al niño. Benedicta replicó, pero Paquita pudo más y se llevó la criatura. Fueron padrinos ella y su marido. Le pusieron Francisco, pero, por cierta gracia del crío, empezaron a llamarle Farruco.
«Hijo de la tierra. Fueron padrinos…».
Fernando se enteró en seguida, pero no rechistó.
Al año, la coima entretenía las ausencias con la guitarra de un barbero, bajo pretexto de adiestrarse en el canto de guajiras: Fernando armó la primera zapatiesta seria y acabó por zurrarla.
Al segundo año, le había zurrado ya bastantes veces, con la razón de su parte, porque Benita bailaba rumbas de lo más soez ante un auditorio de mucamas y pelafustanes de tez oscura. Al tercer año Benedicta Fandiño, con su cachondería, su ceceo, y con bastantes cosas fungibles que halló a la mano, se largó en un jabeque hacia la Martinica, al amparo de su madre y del comerciante francés que la había acogido. Farruco quedó desgañitándose de llorar al verse abandonado, porque la niñera negra también había huido.
Le socorrieron unas vecinas, y como el padre andaba navegando, se pensó en Paquita Ozores. Le llevaron recado, y ella acudió en seguida y se llevó el niño a su casa. Era hermoso, un poquito solemne en el andar, que daba gusto verle tan pequeño y mesurado, como si en su vida hubiese conocido otra cosa que negros. Era, además, rubio, y de la mixtura sólo conservaba un tinte pálido que le iba muy bien al porte.
Paquita le quiso desde el primer momento, y, contra toda conveniencia, le trató como si fuera hijo legal de un caballero, y no un mocoso sin padres conocidos.
—Ahora que la zorra ésa se ha largado, obligaremos a Fernando a que lo reconozca.
Bermúdez susurró un conato de objeción que ni llegó a los oídos de Paquita. Esto sucedió por el 93. Había guerra en Francia y con las colonias francesas. El barco de Fernando se hallaba muy atareado en el Caribe, y tardó en regresar. Mientras tanto Paquita se entregó de lleno a la educación de Farruco, y lo tenía consigo a todas horas, incluso en el estrado cuando recibía. A una dama muy remilgada que hizo dengues del niño le armó la de no te menees, y por las cosas que le dijo sobre los bastardos y sus derechos, le cayó encima reputación de revolucionaria y afectada de las ideas francesas, de las que se hablaba entonces como propiamente diabólicas. La cosa trascendió de tal manera, que Paquita fue llamada por el señor obispo de La Habana y casi examinada de doctrina; pero estuvo tan ingeniosa en su defensa, y el prelado halló tan inteligente a Farruco, que Paquita había llevado consigo, que el escándalo no pasó de ahí.
Cuando Fernando regresó, los hechos consumados no le permitieron hacer nada, ni tenía ganas de hacerlo. La huida de Benedicta le hundió en melancolía poco duradera, gracias a Paquita, que le ayudó a sobreponerse. Reconoció a Farruco y dejó que Paquita se cuidara de él, entre otras razones porque él no podía hacerlo. Fernando permanecía poco tiempo en La Habana: la guerra le traía y le llevaba. Por estos años le llegó la patente de capitán de navío, y pasó a mandar un barco de tres puentes, de apostadero en La Habana; veía a Farruco con frecuencia, y, aunque no lo amaba, le entretenía.
El 97, Bermúdez fue trasladado a la Península. Paquita quería llevar consigo a Farruco, pero Fernando no se lo permitió.
—Ya no es un mamón, y no me estorbará como antes.
—Pero ¿qué vas a hacer de él?
—Tengo un barco.
También lo tuvo Farruco. Paquita, antes de marchar, hizo a Fernando toda clase de recomendaciones sobre la criatura; pidió otra vez que le dejase llevárselo consigo, le dio de besos hasta que no pudo más y lloró durante muchos días. Aquella tarde Farruco llegó a bordo en la falúa del comandante, y don Fernando lo entregó al contramaestre para que se cuidara de él.
Un barco era una cosa grande y complicada, llena de ruido y de gentes que pasaban por el lado de Farruco sin fijarse, y que a veces le atropellaban. No había criadas que le diesen de comer, sino que, a la hora del rancho, tenía que coger la escudilla y ponerse en la fila como cada quisque. Si resbalaba en cubierta y se lastimaba, le daban un trago de ron, y a dormir. Había un hombre lejano que a veces paseaba por la toldilla de popa, que era el comandante, y además su padre, cuya única diferencia con Dios es que a Dios no se le veía nunca; pero dentro del barco mandaba tanto como Dios en el resto del Universo. Los marineros cuando se referían a él, le llamaban nostramo y se quitaban el gorro. Todas las tardes, a la hora de ponerse el sol, la gente se reunía en cubierta y cantaba; y los domingos se decía la misa. Pero si andaban navegando y hacía mar gruesa, ni se cantaba, ni se decía misa en cubierta. Cuando estaban fondeados, Farruco podía salir de la camareta del contramaestre, donde tenía su coy, y recorrer el barco sin que nadie se lo impidiese; pero navegando le dolía la cabeza, vomitaba y no podía menearse. Hasta que empezó a acostumbrarse y salía también, aunque hubiese mar gruesa. «¡Mira ése, cómo empieza a espabilarse!», decían al verle asomar la jeta en medio de una maniobra; y le daban un coscorrón cariñoso, y hasta alguno le hablaba. De pronto, una mañana se armó más bullicio que de costumbre y los cañones empezaron a tronar. Farruco tuvo miedo y permaneció escondido todo el tiempo que duró el tomate. A la segunda vez sintió curiosidad, pero no se atrevió a salir, porque el contramaestre se lo había prohibido, y el contramaestre también mandaba mucho, y era el que estaba delante, contándolos, cada vez que se zurraba de latigazos a alguno de la chusma. Los cañonazos se hicieron frecuentes, y una tarde, después de cañonazos, hubo tiros, y Farruco pudo ver, desde su escondite, cómo se acercaba otro barco, y cómo la infantería de marina disparaba y se apercibía al abordaje; pero el otro barco se alejó, y unos soldados lo lamentaban. Poco después entró el contramaestre y le preguntó si estaba bien.
—Sí.
—Ya verás cómo serás buen marinero.
Se sintió animado. Ser marinero parecía lo natural, y Farruco se puso a serlo. Amplió el radio de sus expediciones, y poco a poco se le fueron revelando zonas aún misteriosas del navío: la santabárbara, la sentina, los sollados de la marinería. En los sollados olía mal, pero todo era acostumbrarse. La gente que andaba por allí no le hacía remilgos; si se sentaba a escuchar en un corrillo, no le echaban, y a veces le daban una manzana, o un poco de galleta mojada en ron. La chusma, cuando no había maniobra, cantaba o dormía, y le dejaban cantar con ellos, aunque él no entendía nada de las canciones. Únicamente cuando la gente corría por cubierta, o subían a los mástiles para cargar el trapo y para aferrarlo, le apartaban a un lado, porque estorbaba; pero pasado el tiempo dejó de estorbar, y pudo echar una mano en faenas de poca monta. Entretanto había aprendido el lenguaje de a bordo, y sabía los nombres de las cosas desde la quilla a la perilla, y conocía las señales y los toques de corneta, y averiguaba lo que se iba a hacer por el silbato del contramaestre. Una vez que estaban fondeados, el comandante marchó a tierra en su falúa y Farruco se atrevió a entrar en el castillo de popa y curiosear un poco. Aquello era muy distinto, lleno de bronces y caobas, y en todo se veía el enorme poder del comandante: hasta en la cama.
Así pasaron unos años. Farruco crecía espigado y ágil, tostado de la mar. Le habían enseñado a trepar por las jarcias, y aunque no se atreviera a aferrar velas sabía hacerlo. Vestía como un marinero y hablaba como ellos que daba miedo oírle, soltando palabrotas por aquella boca inocente y tan bonita; pero al contramaestre y a los demás de su habitual cotarro les parecía la cosa más natural del mundo. Poco a poco se habían olvidado de que era el hijo del comandante, y le trataban como a un paje de escoba demasiado joven. En la holganza de las travesías, cuando soplaba buen viento, cada cual le enseñaba su especial habilidad: quién a tirar el cuchillo, quién a cargar y disparar la carabina, quién a apuntar con el cañón o a tallar figuras de madera con navaja, o a tatuar en el pecho que se prestase a ello el busto de una negra rumbeando; pero el contramaestre había prohibido que a él le tatuasen, y así salió del barco sin una mala sirena en la muñeca, pero con una gran habilidad como tirador de cuchillo.
Salió cuando ya había cumplido los diez años, porque a don Fernando le dieron mando en un navío de la Península; tuvo que volver a España, y antes de tomar el mando pasó por El Ferrol y dejó allí a Farruco.
No dio muchas explicaciones. En la casa de los Saavedra quedaba doña Javiera, su tía carnal. Fernando llegó una noche con el crío, lo entregó a los criados y se metió con su tía en el salón. Hablaron un rato. La tía Javiera no quería cuidarse del niño, que bastante tenía con su alma; y cuando Fernando le explicó que Farruco era bastardo, aunque reconocido, se santiguó con horror.
—¿Por qué no te lo llevas a tu casa? Yo no me sentiré muy cómoda en la mía con un hijo del pecado.
—En mi casa no hay más que criados, y Farruco necesita de alguien que le enseñe, por lo menos, lo indispensable para entrar en un seminario.
—No seré yo quien lo haga.
—De todas maneras lo dejo aquí. Háblale al cura y que lo tome a su cargo. Lo que no puedo es llevarlo conmigo, y menos a Cádiz, donde está Carlos.
—¡Ése sí que es una criatura hermosa y noble!
Había recibido una miniatura del otro sobrino, del legítimo, que buscó en seguida y cubrió de besos delante de Fernando. En ella Carlos aparecía ya vestido de guardia marina.
—¡Éste, en cambio, no lo he visto jamás y moriré sin verlo!
—Te prometo traerlo en cuanto pueda.
—¡Dios sabe cuándo volverás!
—Depende de la guerra; pero, entonces, Carlos vendrá conmigo. He conseguido que lo embarquen en mi barco.
Habló largamente de Carlos y de las esperanzas puestas en él. A la tía Javiera se le caía la baba.
Después llamaron a Farruco. Fernando le explicó que, a partir de aquel momento, el comandante sería «doña Javiera»; lo dijo de una manera seca, Farruco le respondió: «Sí, mi comandante», y se marchó.
—Los hijos del pecado llevan escrita su condición en el rostro. ¡Qué feo es! —dijo tía Javiera.