VI
El teniente coronel de Artillería Bermúdez murió en Portugal, durante la «Guerra de las Naranjas», y no de un tiro, sino de fiebre. Paquita Ozores, que vivía en Madrid desde su regreso de Las Antillas, muy bien situada en la Corte e incluso metida de refilón en sus intrigas, recibió la noticia con serenidad, y llegó a hacer un chiste sobre la ocurrencia de su marido, de morirse en una guerra donde nadie había muerto; pero la frase quizá haya sido posterior. Andaba Paquita muy cerca de los cuarenta. Hubiera quedado en Madrid y volvería a casarse; era acaso su intención. Pero las cosas de palacio no andaban bien, ni menos las generales de la política, y a Paquita le convino ausentarse, con el pretexto del abandono en que permanecían sus propiedades gallegas. Había quedado usufructuaria de los bienes de su marido, que eran agrícolas y requerían su presencia, si algún provecho quería sacar de ellos. Se habían roto de nuevo las hostilidades entre Francia e Inglaterra, y Godoy se doblegaba a Napoleón en la firma de un tratado de neutralidad. Paquita era partidaria de Napoleón. Cerró la casa de Madrid y en aburridas jornadas llegó a Galicia. Pasó unos días en La Coruña, con su familia, y de allí marchó a El Ferrol. Los Bermúdez poseían, además del pazo de Leixa, un palacio en la ciudad. Paquita prefirió para los meses de luto el campesino. Distaba de la ciudad lo justo para aislarse si quería, o para hacer vida social si le venía en gana. Estaba guapa todavía; los trajes escuetos a la moda le sentaban al pelo; y el negro del luto iba a maravilla con su tez y sus cabellos rubios. El primer domingo fue a misa en su carricoche. Ni doña Javiera, ni nadie del contorno, había jamás tenido vehículo tan lujoso, ni usado cochero y dos lacayos, y menos con tanto galón de oro y tanto empaque. Pasaba por el camino dando tumbos en los baches, los aldeanos se hacían a un lado, embobados. «E a señora de Leixa». Bueno. Los señores de Leixa habían sido siempre los más ricos, los más nobles: tenían derecho a todos los lacayos que quisieran. La entrada de Paquita en la iglesia levantó murmullos. Doña Javiera volvió la mirada atrás, y aunque no la reconoció, le hizo sitio apresuradamente en el banco delantero, donde las hidalgas tenían asiento. Paquita la saludó. «Soy la viuda de Bermúdez. ¿No me recuerda?». No, no la recordaba; habían pasado muchos años, y doña Javiera estaba vieja. «¿La viuda? ¿Viuda de quién?». «De Miguel Bermúdez. Murió en la guerra». «¡Miguelito Bermúdez! ¡Ah, sí!, Miguelito el de Leixa, ¿verdad?». «Sí». «¡Ya recuerdo! ¡Era primo mío!».
Salió el cura a misar, y Farruco le ayudaba. Paquita no se fijó en él: daba a doña Javiera explicaciones complementarias en baja voz. Sólo cuando el cura se apoyó en un cuerno del altar y empezó la explicación del evangelio, Paquita pudo mirar a las personas y a las cosas. «¡Qué guapo es ese chico!». Más tarde volvió a mirarle, y el rostro de Farruco le recordó algo, no sabía qué. Farruco iba y venía, llevaba el misal, se arrodillaba, tocaba la campanilla. El aire de Farruco también le traía recuerdos que no lograba reconocer, y que no coincidían con los del rostro: como si pertenecieran a personas distintas. Se pasó la misa distraída, dando vueltas a la identificación del monaguillo. Estaba dispuesta a preguntar a doña Javiera quién era el muchacho, se lo preguntaría al terminar, pero no fue necesario, porque con el «Ite, missa est» se le presentó el rostro de Benedicta Fandiño. Casi dijo en voz alta: «¡Farruco!». Le revivió, de pronto, el amor antiguo. Le dieron ganas de subir al altar y abrazarlo.
—¿Viene usted doña…? No recuerdo su nombre.
—Paquita. Paquita Ozores.
—¡Ah, sí! De los Ozores de Pontevedra, ¿verdad?
—De los Ozores de La Coruña.
—Sí; ya recuerdo. Mi sobrino Fernando…
Salieron al atrio. Los recuerdos de doña Javiera habían venido de golpe, y parecía empeñada en enumerar a Paquita toda la parentela. Si su madre, si su padre, si su tía Emilia…
—Ya vendrás a hacerme compañía —la tuteó de pronto—. ¡Estoy tan sola! Yo no salgo de casa. A la misa solamente, y un par de veces al año a El Ferrol, pero el coche me marea. En cambio tú…
Miraba la carroza y los lacayos.
—¿La llevo?
—¡Si estoy ahí a la vuelta! Ya sabes, la Casa Grande. Vivo en ella. Todo el mundo se fue o se murió, y quedo yo sola para rezar por todos.
Farruco, en su penco gordo, apacible, atravesó el atrio. No saludó, ni miró siquiera. Pasó tan metido en sí como durante la misa; se desvió por un camino entre huertas, hacia el monte, y se perdió detrás de la arboleda.
—Tengo que hablar al cura. Usted me perdonará. Ya iré a hacerle una visita. Quizá esta misma semana. Adiós, doña Javiera.
Doña Javiera se alejó, dando el brazo a Bernarda. Paquita entró en la sacristía. El cura la había visto; alguien le había dicho ya quién era. La saludó con respeto, le ofreció una silla, acercó el brasero, medio extinguido, y le dio unas vueltas.
—Dígame, ¿quién es el niño que ayudaba a misa?
El cura seguía inclinado sobre el brasero, dale que tienes a la badila. Levantó un poco la cabeza y miró a Paquita; la mirada quería decir, sin duda: ¡No me meta usted en líos!
Paquita lo entendió perfectamente: quizá secreto de confesión.
—Porque a mí me recuerda, por la cara, a un hijo de don Fernando Freire.
El cura se irguió calmosamente.
—Dicen que lo es.
—¿Usted no lo sabe?
—Yo no lo he bautizado.
—Eso lo sé, porque lo he bautizado yo.
Al cura se le cayeron las antiparras; de la sorpresa.
—Sí —añadió Paquita—. Si ese niño es Farruco Freire, yo soy su madrina.
—Farruco Freire lo es, claro. Al menos así le llamamos todos. Pero si usted quiere saber más, yo no puedo decírselo. A mí nadie me ha enterado, ni tenía por qué hacerlo. El niño viene aquí, yo le enseño un poco de latín, me ayuda a misa. Quieren hacerlo cura, ¿entiende?
—¿Cura?
Paquita rió.
—¿Le tira la sotana, o fue doña Javiera quién lo convenció?
Hizo una pequeña pausa.
—No soy capaz de imaginar a un hijo de Fernando metido a cura.
Al párroco le pareció buena ocasión para endilgar un tópico moral, que, además, le excusaba de respuesta concreta:
—Suele suceder que los hijos paguen los pecados de los padres, y a veces les toca hacer penitencia por ellos.
—¿Es lo que quiere doña Javiera?
El cura se encogió de hombros.
—Ya le dije que ignoro sus propósitos.
—Pues el mío ha sido, desde que nació Farruco, evitar que pagase ningún pecado ajeno.
—En eso yo no tengo por qué meterme.
—¿Dónde vive Farruco?
—En la casa de su padre.
—¿Sin que nadie se cuide de él?
—¡Rafaela basta y sobra!
Había que visitar a Rafaela. Había que interrogarla hábilmente, por si se mostraba escurridiza y con retranca, como el cura. Lo dejó para la tarde. Paquita poseía, en La Graña, bienes de su marido. El camino de La Graña pasaba por delante de la casa de Freire, y luego bordeaba la mar hacia La Cabana. Podía detenerse a la vuelta. Lo hizo así. Caía la tarde cuando el carricoche de Paquita se metió en el jardín de Farruco, con algarabía de los perros, alarmados por el armatoste. Farruco dirigía, en el zaguán, una batalla naval. Sintió ruido, pero no hizo caso. Cuando Paquita entró, se limitó a ordenar a uno de sus comandantes:
—Deja paso, tú.
Contempló a Paquita, pero no la saludó. En realidad no sabía que su deber era saludar a los que llegaban. Ella le miró de pasada, y subió las escaleras. Farruco oyó el sonido de la campanilla.
—Rafaela no está en casa. Debe de estar en la huerta todavía.
Pero Rafaela había regresado ya, y acudió a la llamada. Se sorprendió al ver a Paquita; la mandó pasar al salón y quedó de pie, delante de ella.
—¿No me conoce? Soy la viuda de Bermúdez. Mi marido era primo de don Fernando.
No la conocía, pero sí a todos los de Leixa. A don Carlos, a don Fadrique, a doña María Manuela…
—Me entró curiosidad al pasar por aquí. Hace mucho tiempo que no sé nada del señor.
—Va para dos años que no viene. La guerra.
—¿Usted no sabe que fue mi novio? Cuando yo era soltera, claro. Ahora somos muy amigos.
Habló algo, vagamente, de la estancia de Fernando en La Habana. De pronto dijo:
—Ese niño que está abajo debe de ser el hijo que tuvo allá de una duquesa. ¿No es así?
Rafaela dio un brinco y se puso en guardia.
—Yo de eso no sé nada, señora. El niño está a mi cargo, y nadie más que su padre…
Paquita había entendido el repeluzno de Rafaela; había comprendido por el susto de sus ojos que amaba a Farruco.
—Mire usted, Rafaela: vamos a entendernos. Yo soy la madrina de Farruco. Soy su madrina y fui la primera persona que le quiso. En realidad fui su única madre. Desde los dos años hasta los siete vivió conmigo.
Pero Rafaela no se mostraba propicia. Paquita no hizo ninguna petición, ninguna proposición. Empezó a relatar la infancia de Farruco, falseándola en sus orígenes. No una mulata, sino una duquesa, no un amancebamiento, sino unos amores desgraciados. Para dar a la fábula más misterio, añadió que la madre era inglesa, y que la desgracia de los amores venía de la guerra. Después contó cómo se había hecho cargo de Farruco y cómo lo había criado hasta su marcha de La Habana. Rafaela lloraba de vez en cuando.
—Yo no tengo hijos, mi marido ha muerto, y Farruco es la única persona que quiero en el mundo. Todo lo que tengo será para él.
Esto pareció ablandar, finalmente, a Rafaela.
—Pero no querrá la señora llevármelo.
—¿Para qué? Está en la casa de su padre. Lo que quiero es darle la educación de un caballero. El pobre no sabe saludar.
Rafaela, entonces, contó lo que había hecho por él.
—En la Casa Grande le trataban como a un criado; aquí es el señor.
—Pero el señor, si lo es de veras, debe levantarse cuando llega una señora.
—A mí esas cosas no se me alcanzan.
Agotó Paquita la información que podía recibir de Rafaela. Tuvo la ocurrencia de mandarla sentar, y con esto le conmovió el corazón casi más que con la ternura por Farruco. Expuso, entonces un proyecto de estudios, de trajes, de convivencia con personas de otra cuna: era demasiado atractivo para que Rafaela no se dejase seducir. Acabó llamando a Farruco.
La batalla naval había terminado con el triunfo personal de Farruco como jefe de escuadra. Los chicos se habían marchado, y Farruco, sentado en un poyo junto a la puerta, examinaba el carruaje de Paquita y los estirados lacayos. Había preguntado quién era la señora, el nombre de los caballos, el precio de la carroza y si todo aquello tan brillante era oro de verdad. Le llamó Rafaela, le esperó en lo alto de la escalera y lo condujo frente a Paquita. Ella le vio acercarse complacida: había identificado el aire con el de Fernando. Farruco tenía prestancia y gallardía, pero carecía de modales. Se quedó parado delante de ella, parado y mudo, examinándola con mirada viva. Paquita le tendió la mano porque no deseaba hacer una escena sentimental, y él no supo qué hacer con la mano que se le tendía.
—Buenas tardes, Farruco. ¿No me conoces?
—No.
—Soy tu madrina. En La Habana vivías en mi casa.
—No me acuerdo.
Paquita le habló del pasado, le describió escenas y personas. Farruco recordaba, sí, pero muy vagamente. Su memoria se había aferrado a la vida en el barco.
—Ahora nos veremos mucho. Voy a encargarme de ti.
—¿Se lo ha encomendado mi padre?
—Tu padre me lo ha pedido.
—Entonces, le habrá dicho cuándo seré guardia marina.
—¿Es eso lo que quieres?
—Naturalmente.
Paquita vaciló antes de responderle.
—Hay guerra ahora. Habrá que esperar a que termine.
—Bien. Así podré estudiar.
—Y otras cosas. Un guardia marina tiene que saber conducirse, y tú no me has dado la mano.
Farruco respondió con sencillez.
—¿Tenía que darle la mano?
—Tenías que besármela. Es lo que hacen los caballeros a las damas.
—¡Ah!
Se inclinó, le cogió la mano y se la besó.
—¿Así?
—No tan fuerte.
Le mandó sentarse junto a ella en el sofá. Le preguntó qué quería estudiar. Francés, naturalmente, y geometría.
—Ya sé latín muy bien, pero no me sirve de nada. También he aprendido la geografía, pero no sé si bien o mal, porque el cura no me la ha enseñado. De marina sé algo.
Hablaba con sencillez espontánea. Paquita le examinaba el rostro. Los rasgos bellos, muy sensuales, de Benita, se habían dulcificado; la color era más clara, pero un matiz de la piel blanca revelaba el tatarabuelo de color. Tenía ojos azules y una hermosa boca casi femenina. Sin embargo, su expresión, sus ademanes, eran enérgicos.
Convinieron en que, al día siguiente, un criado vendría a buscar a Farruco para comer con ella en el pazo. Después, ya verían. Se despidió. Rafaela, con un candelabro, alumbró la escalera. Farruco la acompañó hasta el portal. Desde la carroza, Paquita le tendió la mano; él la miró como esperando instrucciones.
—La coges con tu mano y la besas con delicadeza. Haces también una pequeña reverencia con la cabeza.
—¿Así?