EL DESTINO SE ENREVESA.
GÓMEZ TIENE UN SUEÑO.
MUERE UN GENERAL
En su hotel de Toulon, Beiral se enfrentó de nuevo al espejo. Aquellos rasgos le martirizaban físicamente: cada gesto, cada pensamiento incluso encontraba una dificultad de expresión. Psicológicamente no se trataba de un dolorcillo, de una tirantez, sino de una amenaza constante. Había conseguido adormecer ese temor con la acción. Los paseos en Dieppe, los viajes… ¡Al fin lo comprendía! Tratando de recuperar a Octavio Beiral, intentando reafirmarse como un niño, había actuado ingenuamente, como una caricatura de sí mismo. Ésa fue la razón por la que los tipos de la organización habían conseguido dar con él. Ésa era, sin duda, la causa profunda que le impulsó al encuentro del único amigo que podía dar testimonio de su identidad por la sencilla circunstancia de ser el único capaz de reconocerle… sin verle. Se había enredado él mismo en una trampa sutil. ¿Y qué encontraba al final del trayecto? Aquella misma cara en el espejo.
Salió a pasear por la ciudad, rehuyendo los escaparates donde se veía reflejado. Se sentó en un bar del puerto y bebió un whisky con agua y sin hielo. Una joven gitana se le acercó para leerle las líneas de la mano. Beiral intentó desembarazarse de ella dándole algunas monedas. Ella insistió; a él no le quedó más remedio que acceder. Después de todo, su mano seguía siendo su mano. Era la mano de Octavio Beiral y no la de Carlos Castor. Y no dejaba de ser consolador que una mujer se le acercara, aunque fuera para sacarle unas monedas.
La mujer tenía una nariz aguileña, huesuda y afilada, pero dibujada con la minuciosa delicadeza de una pintura oriental. Sus ojos eran redondos y huidizos. Cogió primero la mano izquierda de Beiral, y pronto la soltó sin decir una sola palabra, para consultar la derecha. Algo sabía. Algo silenciaba. No se atrevía a hablar. No osaba levantar la mirada. Fingía estudiar a fondo los surcos de la piel, penetrar en el secreto del pasado y del futuro. En realidad estaba buscando las palabras que le permitieran marcharse lo antes posible. Eso deseaba. Así lo entendió Beiral cuando la oyó decir que tendría una vida larga y venturosa. Y se sintió intrigado por el cambio de actitud en la joven. Sus ojos parecían más redondos y huidizos. Y su nariz más pálida y afilada. Y había en sus labios una hipócrita sonrisa al hablar. Con desenvoltura, Beiral agarró a la gitana por la muñeca y la hizo sentarse a su lado. Le pidió que le contara todo lo que había visto en la palma de su mano. No creía en esas cosas, pero tampoco dejaba de creer. Aquél era un espejo como cualquier otro. Beiral había pagado para contemplarse en él. La pitonisa farfulló tópicas vaguedades. Era parlanchina y mentirosa. Y Beiral experimentó una turbia excitación. Quería saber lo que la mujer sabía. Quería conocer la clase de horrible destino que aquella gitana había concebido para él. Eso le divertía. Sin embargo, debía confesarse a sí mismo que la encubridora palabrería de la joven tenía algo profundamente inquietante.
Un camarero, que había observado el comportamiento de Beiral, se acercó.
—¿Le ha molestado, señor? —preguntó, refiriéndose a la gitana.
Y ella, aprovechando la providencial intervención, se puso en pie y se alejó a buen paso. Beiral se levantó a su vez, depositó un billete sobre la mesa y, sin esperar el cambio, salió en pos de la mujer. El mozo del bar abrió la boca para decir algo y se quedó paralizado con la boca abierta.
Beiral dio alcance a la mujer cuando ésta llegaba a un descampado. Ella se volvió y empezó a insultarle. El tema preferente de sus insultos era la mancha en forma de cangrejo que la quemadura había dibujado en el rostro de Beiral. A los gritos de la mujer acudieron otros gitanos, procedentes de un carromato. Uno de ellos esgrimía una navaja. Beiral esgrimió un billete. El de la navaja miró el billete con la misma calculadora desconfianza con que Beiral miró la navaja.
—Sólo quiero que me lea las líneas de la mano —dijo con calma.
Ignoraba qué mágico impulso le había llevado hasta allí, pero allí estaba. Rodeado de hombres y mujeres de tez cetrina y huraña mirada. Rostros rojizos y vestidos grises. Parecían figuras de barro cocido, recubiertas de ceniza. El tiempo se había detenido, como un reflejo en la lámina inmóvil del cuchillo. Y los ojos oscuros, desde las órbitas profundas, contemplaban, de hito en hito, el billete. Demasiado grande para no ser un engaño. Demasiado próximo para no ser un billete.
El de la navaja dio un paso adelante. Beiral se abstuvo de dar un paso atrás. La joven de nariz aquilina y ojos de lechuza seguía prodigando insultos con todos los registros de su voz, y su ira metódica, reiterada, cobraba cíclicos matices, sucesivamente graves y chillones, hasta componer una contagiosa letanía. Beiral hubiera abofeteado a la arpía. Pero aquél no era el momento. También se hubiera abofeteado a sí mismo. Pero tampoco era el momento. Lo único que hizo fue agitar melancólicamente el billete, como si estuviera despidiendo a su amada desde un muelle.
Entonces, uno de los niños, en los brazos de su madre, quizá conmovido, se echó a llorar. Otro, en un movimiento de solidaridad, abrió desmesuradamente la boca, frunció nariz y ojos hasta hacerlos desaparecer, y emitió un gañido atroz. Fue la sirena de alarma. Desde todos los ángulos, los niños y los perros aullaron al unísono, coordinando sus voces en un melodioso y estridente cántico dedicado al intruso. Las mujeres, por su parte, movían los maxilares y hacían vibrar la lengua con palabras sibilinas y maldiciones de variado colorido.
—¡Váyase! —dijo el más viejo de la tribu.
Tenía el sentido de la oportunidad. ¿Qué otra cosa esperaba Beiral? ¡Naturalmente que deseaba irse! Hubiera dado un año de su vida por no haber venido, pero como no quería pagarlo al contado y en aquel vertedero, creyó aconsejable no dar la espalda al del cuchillo. Así que, de momento, se quedó. Y, para pasar el rato, le dijo al viejo:
—Me tienen miedo, ¿eh? Sólo quiero saber por qué…
El tipo de la navaja se ladeó el sombrero y enseñó un colmillo de oro. La jactancia de Beiral le hizo gracia, pero la risa se le congeló antes de que pudiera escupirla. Porque el billete que el extranjero aireaba había descendido, y se mantenía flácido a la altura del bolsillo, a punto de ser reintegrado a la madriguera de donde había salido. Hasta los niños y los perros parecieron moderar su llanto. Las bocas maldicientes se cerraron. La joven pitonisa corrió a refugiarse en el carromato. El viejo de la tribu, con su sabiduría ancestral, comprendió que si el billete entraba en el bolsillo de la chaqueta, no volvería a salir. Y Beiral, con el más rudimentario sentido común, sospechó que si el billete dejaba de interponerse entre él y los gitanos, el sastre del cuchillo le descosería la chaqueta. Y aquel sastre era aprendiz de cirujano. De repente y por sorpresa, hizo volar graciosamente el billete por encima de su cabeza. Y, sin pensarlo dos veces, entre el revuelo y el estupor, llevó a cabo una retirada lo más digna posible.
—Un hombre le espera en la cafetería —le dijo, al llegar, el recepcionista del hotel.
Beiral se encontraba ridículo y avergonzado. Todavía creía oír los berridos de las criaturas y el runrún de las brujas. Miró al recepcionista con extrañeza, y el hombre consideró oportuno precisar:
—Es un invidente.
Gómez estaba sentado a la barra. Llevaba gafas oscuras. Beiral le tocó el hombro para anunciar su presencia. Decididamente, la grotesca escena del descampado le había desazonado. Pidió otro whisky con agua y sin hielo, y se lo bebió de un trago. No contó nada a su amigo. Era preferible olvidar. Subieron a la habitación.
—He tenido un sueño —dijo Gómez en el ascensor—. He visto al general Franco haciendo el signo de la victoria y en cada uno de sus dedos, abiertos en uve, reconocí tu cara… es decir, la cara que tienes ahora…
Beiral pensó por un momento si no sería él quien estaba soñando. Primero, una pitonisa le mira la mano y sale corriendo. Ahora, un ciego le dice que ha visto en sueños su cara…
—¿Cómo puede ser? —preguntó Beiral, divertido pero poco a gusto en su piel—. Tú no me habías visto nunca. Ni antes ni ahora. ¿Cómo has podido reconocerme en sueños?
Gómez sonrió condescendiente. Salieron del ascensor y entraron en la habitación.
—¡Claro que no he visto tu cara! —exclamó Gómez nada más entrar—. Pero me la he imaginado… Es como cuando tú lees un libro… No ves a los personajes, pero eso no quiere decir que no les atribuyas una cara a cada uno y que puedas soñar con ellos… Yo he soñado con la cara que te corresponde y apostaría cualquier cosa a que se parece a la que tienes.
—Está bien —admitió Beiral—. Soñaste con Franco y conmigo. Bueno, ¿y qué?
—Pues que, de pronto, Franco bajaba uno de los dedos que formaban el signo de la victoria y se quedaba con un solo dedo tieso… ya sabes… eso que llaman «pito catalán»… Como si… como si se estuviese burlando… ¿Qué te parece? ¿O has perdido el sentido del humor?
—Tienes razón —dijo Beiral—. He perdido el sentido del humor… ¿Vienes para contarme un sueño? Me parece muy bien, pero dime antes… ¿De qué escuela eres? ¿Freud o Jung?
—Independiente —dijo el ciego riendo—. Pero quería asociarme contigo para que jugáramos a encontrar un significado.
—No me extraña que sueñes con Franco. Te has pasado soñando con él la mayor parte de tu vida —dijo Beiral—. Lo que me sorprende es que te haga tanta gracia y que encima quieras encontrarle un significado… Está clarísimo. Se está burlando de ti y de mí. ¿No tienes nada más que decirme? Esperaba que hubieras averiguado algo…
—Mi sueño tenía una segunda parte —insistió Gómez—. La cara de Franco se volvía borrosa y, sobre sus rasgos, aparecían los tuyos. Y seguías haciendo el signo de la victoria, pero esta vez.., en las yemas de tus dedos, las dos caras que se veían eran las de Franco y… Eisenhower. Y tú movías los dedos como si hicieras teatro de guiñol. No te pido que perdamos ni un minuto más con mis sueños, pero te recomiendo que no lo olvides. Podría serte de utilidad.
—Cuando me persigan a tiros al salir del Pardo, me escudaré en tu sueño para seguir vivo —comentó jocosamente Beiral—. Es un bonito sueño.
No podría desprenderse de la pertinaz impresión de que algo en todo aquello le concernía y, a la vez, no le pertenecía. Estaba asistiendo a la eclosión de un universo mágico, posiblemente irrisorio, pero traidoramente invasor. Porque, en su interior, iba sedimentándose la convicción de que tanto el terror de la gitana como el sueño de su amigo no habían sido inspirados por Octavio Beiral, sino más bien por el personaje del espejo, el enigmático señor Castor.
—¿Quieres que suban algo de beber? —preguntó a Gómez.
El otro hizo un leve gesto que podía interpretarse como un «si tú quieres». Beiral pidió una botella de whisky por teléfono y se echó en la cama con los pies en alto. Se encontraba algo deprimido.
—Ayer llegaste a conclusiones interesantes —dijo—. Te agradezco lo que has hecho por mí.
—¿Te burlas? —preguntó el otro—. No he podido hacer nada. Lo siento.
—Me has ayudado más de lo que supones —aseguró Beiral—, y estoy seguro de que volveré a necesitarte.
—¿Irás a Madrid?
—Sí.
—Hay otra pregunta sin respuesta que me ha dado vueltas en la cabeza —dijo Gómez—. ¿Por qué han elegido este mes de noviembre? ¿Por qué no antes, por qué no después?
—¿Por qué no ahora? —replicó Beiral un tanto sorprendido.
—No cabe duda de que tratándose de un plan tan preparado, habrán escogido cuidadosamente la fecha —insistió el ciego—. ¿Qué fecha elegirías tú para darles el espectáculo a los norteamericanos?
—Aquella en que estuviesen más ociosos —dijo distraídamente Beiral.
—No comparto ese criterio —objetó Gómez—. Sabemos pocas cosas, pero no ignoramos que tú eres un bluf. Eso me hace creer que no les conviene un éxito masivo de público. No les interesa que te observen con microscopios y telescopios. Estoy seguro de que buscan sorpresa. Cogerlos a contra pie. Provocar un espectáculo clandestino que vean pocos y corra luego de boca a oreja. Ésa es mi teoría.
—En ese caso, ¿por qué noviembre? —preguntó a su vez Beiral.
—Habrán previsto unas fechas en que la CIA tenga trabajo, mucho trabajo. Otros espectáculos, otros puntos de atención… —siguió Gómez.
—Pero en España todo está tranquilo. La mayor preocupación del momento es la sequía. Los ganaderos están pidiendo ayuda al Gobierno… ¿Crees que eso puede distraer a los observadores de la CIA? —dijo Beiral.
—No. Pero en Chile hace seis días que ha tomado el poder un tal Salvador Allende, y eso no deja de ser un plato fuerte —sugirió Gómez—. Cuando salte la presa, el tigre estará en plena indigestión.
—Puede ser —admitió Beiral—. Pero Chile está muy lejos…
—Hoy en día sólo hay un país que está lejos, y es España —dijo Gómez, sarcástico—. Arafat ha visitado la tumba de Nasser, y la CIA estará también muy ocupada contando los pétalos del ramo de rosas que le ha llevado…
—Eso no les quitará el sueño —dijo Beiral.
—No. Pero tendrán pesadillas —puntualizó Gómez—. El cadáver todavía no se ha enfriado y los de Irbid y Amman tampoco.
—¿Y qué más? —preguntó Beiral, escéptico.
En ese instante, el camarero entró con el whisky. Su rostro estaba descompuesto y sus ademanes inseguros. Sirvió con mano trémula y, ya iba a salir de la habitación, cuando se volvió y dijo con voz rota por la emoción:
—Ha sido horrible, señores… Acaba de morir el general De Gaulle.
El patetismo de aquel hombre hizo retener una sonrisa a Beiral, que esperó a verle salir para decir a Gómez:
—Ya ves, todos mueren menos él.