SEÑALES EN EL CIELO.
UN PECULIAR OLOR
Annecy, al día siguiente
En el periódico de la mañana, Beiral leyó: «Cuatro aviones secuestrados por el Frente Popular de Liberación Palestina». Dejó escapar un silbido. No estaba mal. Dos de los aparatos habían sido llevados a Jordania. El tercero, un Jumbo, fue conducido hasta El Cairo y volado con dinamita. Un puñado de dólares al aire. Previamente habían desalojado a los pasajeros. Luego habían convertido el avión en un montón informe de chatarra. Inesperado regalo para Nasser. Pero con el cuarto avión, un Boeing 707 de la compañía El Al, habían tenido complicaciones. Intentaron secuestrarlo cuando volaba de Amsterdam a Londres. Se produjo un tiroteo. Uno de los guerrilleros murió. El otro, una mujer, lanzó una bomba de mano que no llegó a estallar. Los miembros de la tripulación consiguieron aterrizar en el aeropuerto de Heathrow. La chica fue detenida. Se llamaba Leila y era muy guapa. Muy valiente, sin duda. Quizá no tan diestra como cabría esperar. ¿Por qué diablos no estalló la bomba? De cualquier manera, el golpe no sería del agrado de Arafat. A Beiral le resultaba indiferente, siempre y cuando no alterase sus planes aquel día.
Había dejado el hotel. Había ido a la estación. Había sacado un billete destino a París. Había subido al tren. Había recorrido el interior de tres vagones y había vuelto a bajar en el lugar en que el andén estaba más concurrido. Tomadas estas precauciones, se dirigió, dando un rodeo, hasta el parque. Se aproximó al banco previsto. Merodeó distraídamente. Era el primero en llegar. Se sentó. Dejó la maleta a su lado. Y contempló las aguas dormidas del lago. Esperó diez minutos. Algo más. Y allí estaba el hombrecillo. Se aproximaba con su andar de pájaro, las manos en los bolsillos. Circunspecto. Se plantó ante Beiral y éste pudo observar que su rostro tenía un color terroso.
—Hoy no podremos ver a Foad —dijo—. Todo anda revuelto en Ginebra.
—Lo comprendo —dijo Beiral—. Pero iré con usted.
—El asunto Habache ha puesto muy nerviosos a los policías suizos. Se habla de expulsarnos del país… a tiros.
El hombrecillo esbozó su característica y trágica sonrisa. Beiral también sonrió.
—Ya se les pasará —dijo conciliador.
—Desde luego, desde luego. Pero no resultará fácil que lo olviden. Ya nos odian bastante cuando estamos quietecitos… Aprovecharán esta ocasión para fastidiarnos de alguna manera. Ya lo verá.
—A propósito —dijo Beiral—, ¿quién es Foad?
—¿Cómo? ¿No conoce a nuestro dirigente en Europa? —preguntó el hombrecillo con incredulidad.
—¿Se refiere a El Shamali? —preguntó, a su vez, Beiral.
—Naturalmente.
—¿Y cómo está Foad Assan el Shamali? Creí que había muerto.
—No, no ha muerto.
—Hace dos años estaba agonizando —puntualizó Beiral.
—No ha muerto —repitió el hombrecillo, y su tono seco daba por zanjado el tema.
En el lago había una barca. En la barca, un hombre pescando.
—¿Qué clase de peces se pescan aquí? —quiso saber Beiral.
—Ningún pez gordo. Lo hacen para matar el rato. Pasan horas y horas y nunca pescan nada. Es un pretexto para tomar el sol —explicó el hombrecillo.
Pero Beiral sabía que eso no era todo.
—Supongo que Al Fatah condenará el secuestro de aviones —dejó caer.
—Desde luego, desde luego. Ha sido muy inoportuno —dijo distraídamente el hombrecillo sin dejar de mirar al pescador del lago.
—¿Inoportuno? A mí no me lo parece —opinó Beiral—. En las circunstancias actuales, ¿qué otra cosa se podía hacer?
Quería sondearle. Le observó de soslayo. La respuesta no dejó de sorprenderle.
—Ésa es precisamente la pregunta que deseamos hacerle, señor Beiral. Ésa es precisamente la razón por la que le hemos llamado. Pero éste no es precisamente el lugar para hablar de ello —dijo el hombrecillo, y seguía mirando al lago.
Así que lo habían llamado para pedirle consejo. ¿A él? ¿Por qué a él? Y si aquél no era «precisamente» el lugar adecuado para hablar, ¿por qué le revelaba «precisamente» allí el motivo de su viaje? La inconsecuencia del hombrecillo alertó a Beiral, que decidió hostigarle con algunas preguntas de tanteo.
—Ayer me dijo que en Aroman morían diariamente treinta guerrilleros, ¿era cierto?
—No es ningún secreto —respondió el hombrecillo—. Los hombres de Hussein también saben llevar la contabilidad, ¿por qué habríamos de ocultarlo?
—¿Y el atentado? ¿Fue realmente falso?
Lo dijo en el mismo tono en que hubiera podido decir: «¿Qué tal tiempo hace en Honolulú?». El otro parecía molesto por aquella conversación, que se le antojaba trivial.
—Fue un falso atentado. Los reyes inventan muchos así para hacer creer en su origen divino. Hussein es el campeón de esas argucias. Dijo que la bala le rebotó en una medalla. ¡Bah! De todas formas, nosotros no estamos tan locos como para matarle. Después de todo, su hermano es mucho peor. Es un perro rabioso.
Beiral llegó a la conclusión de que el hombrecillo no era un profesional y se estaba dando importancia.
En ese momento, el pescador del lago levantó la caña por primera vez y cebó el anzuelo.
—Nos vamos —anunció el hombrecillo—. Un coche nos espera. Nos acompañará un francés. Es de confianza. Mañana por la mañana iremos al hospital y usted se entrevistará con Foad.
—¿El hospital? —preguntó Beiral mientras echaba a andar.
—Usted sabe bien que está muy enfermo. Han vuelto a operarle.
«Decididamente, este hombre huele a muerte —volvió a pensar Beiral—. Y este asunto también.» Pero a él no le desagradaba aquel olor.