EL GATO Y LA MADEJA
Esperó en vano. Comió frugalmente. Bebió agua mineral. Tenía la mirada clavada en el edificio del hospital y pensaba en el hombre que había disparado. No era lógico suponer que todavía siguiera allí. Era probable imaginar que la policía, por muy suiza que fuera, había dado ya con los cadáveres. Pensó, no sin decepción, que quizá se habría tratado simplemente de un arreglo de cuentas. Una réplica sionista al rapto de los aviones. Esa hipótesis no le halagaba en la medida en que le dejaba relegado a un papel insignificante, casi superfluo. Todo habría sido una coincidencia. Beiral se habría visto en danza sin estar invitado al baile. Por eso no le mataron. Ni le siguieron. Ni pretendían atraparle. Se estaba comportando ridículamente. Sería mejor que de una vez se dejase de estúpidas intuiciones y obrase con más seriedad. Aunque aquél no fuera su juego, dos hombres habían perdido la vida y él estaba implicado. Tenía que optar entre soportar las molestas consecuencias si caía en manos de la policía o retirarse con discreción. Pagó la cuenta y se disponía a marcharse cuando sucedió algo que le hizo permanecer en su asiento. Pasó un hombre. Corpulento, de gruesa nariz y gafas oscuras. Llevaba un sombrero de fieltro y, a pesar de la excelente temperatura, iba enfundado en un abrigo marrón. Andaba con dificultad, como si le hicieran daño los zapatos, que, por cierto, brillaban de manera agresiva. Llevaba una gruesa sortija en el dedo anular y tenía una uña larga y amarillenta en el meñique; este detalle le pareció a Beiral sencillamente repugnante. En aquel individuo había algo que provocaba asco. Pero, a la vez, también despertaba una irresistible curiosidad. Quizá porque, en el fondo, Beiral tuvo la impresión de que algo en aquella tosca figura le era familiar. Lo vio alejarse, pero no demasiado. Inopinadamente, el hombre se detuvo. Dio media vuelta y silbó dos veces. Un perrillo, que se había quedado rezagado, acudió corriendo. El hombre se agachó y lo cogió en brazos. Una mezcla de griffon y terrier. El mismo perro que Beiral había visto desde su ventana en el hotel de Annecy. El perrito que la mujer sentada en el banco junto al lago tenía en brazos. Aquella mujer voluminosa que andaba de extraña manera. De la misma extraña manera que aquel tipo que se alejaba con el perro. El mismo perro, la misma manera de andar… y la misma cara. La nariz ancha y los pómulos marcados. No cabía duda. La mujer de Annecy era el hombre de Ginebra. Beiral se puso en pie, perdió deliberadamente algunos instantes sacudiéndose la chaqueta, y fue tras él. El hilo no se había roto. Tenía uno de los extremos bien agarrado. No lo soltaría. Tuvo que forzar el paso para seguir el contoneo de las orondas nalgas, pues, a pesar de su peculiar cojera, el personaje del perrito, hombre o mujer, avanzaba con insospechada celeridad. No era fácil mantenerse a prudencial distancia. Aquel barrio estaba limpio y vacío como un bidé. Además, las piernas de Beiral, después de la carrera por la colina, eran de plomo. Cuando el individuo se detuvo, apoyándose en la pared como si se dispusiera a esperar a alguien, Beiral hizo otro tanto. Le vio acariciar al perrito con un solo dedo de sus gruesas y pálidas manos, y tuvo la impresión de que le observaba a través de los oscuros cristales de sus gafas. Tenía la cara blanquecina y los labios delgados y tensos. En ellos se dibujó una mueca indefinida que podía ser una sonrisa o una contracción de dolor. Permaneció unos tres minutos recostado contra la pared y finalmente reanudó el paso, de nuevo seguido por Beiral. Pero éste ya no estaba seguro de si era él quien seguía al hombre gordo del perro o si era en realidad el hombre gordo quien, aun yendo delante, le seguía a él. El jueguecito del gato y el ratón había dado comienzo y todo parecía indicar que el ratón simulaba ser gato y el gato, satisfecho, se prestaba a hacerse pasar por ratón.
Al doblar una esquina, Beiral lo perdió de vista. Miró a diestro y siniestro con tal prontitud que parecía haber sido abofeteado por una mano invisible. Apresuró el paso. Se detuvo. A su izquierda, en el interior de un portal, creyó oír un ladrido o un maullido. Escuchó atentamente y volvió a producirse la inquietante llamada. No era el ladrido de un perro, sino de un hombre que imitaba a un perro y parecía un gato. Se trataba, sin duda, del gordinflón asexuado. En cualquier caso, constituía una invitación para entrar. Una peligrosa invitación. Beiral no iba armado. Pero entró. Abajo no había nadie. La casa era nueva, y olía a masilla y madera. Subió al primer piso. Vio dos puertas. Llamó a una de ellas al azar. Era aconsejable que los vecinos le vieran. Pero nadie acudió. Llamó a la otra puerta. Tampoco obtuvo respuesta. Subió un piso más. Nadie. Siguió subiendo, siguió llamando. Sin resultado. De pronto, una puerta se abrió. Curiosamente antes de que él llamara. Y una muchacha rubia de unos diez años le miraba fijamente. Tenía los ojos grises y fríos como un amanecer. Por la puerta entreabierta podía verse un comedor escuetamente amueblado. La ventana estaba cerrada y la luz encendida.
—Busco a un perro —dijo Beiral—. ¿Estás sola en casa?
La jovencita no contestó, pero su mirada dejó por primera vez a Beiral para ir al encuentro de una pistola que había sido colocada sobre la mesa del comedor. Podía interpretarse aquella actitud como una ingenua advertencia: «Estoy sola, pero tengo un arma». Para Beiral resultó más bien un oportuno ofrecimiento: «Pasa, y cógela». Fue eso precisamente lo que hizo. Y cuando tuvo la pistola en sus manos, la puerta se cerró. Oyó dar dos vueltas de llave. Por fuera. La chica había actuado con extremada astucia. Él había quedado encerrado. Y la pistola estaba descargada. Aplicó un ojo al diminuto agujero de la mirilla y vio, alejada por la óptica gran angular, a la jovencita en el rellano de la escalera y con las llaves en la mano. Se mantenía expectante. Beiral, a través de la puerta, le habló.
—Ábreme. No te haré ningún daño. Sólo quiero matar a ese perro. Está rabioso.
La jovencita no se movió. Sin embargo, su pecho delataba una respiración agitada. La sola idea de que el gordo del perrito lograra zafarse gracias a ese estúpido incidente enloquecía a Beiral, que golpeó la puerta. No obtuvo con ello ningún resultado, salvo despellejarse los nudillos y comprobar que los golpes tenían una peculiar resonancia metálica.
—Óyeme —volvió a decir—. ¿Cómo te llamas?
Con gran sorpresa por parte de Beiral, la jovencita habló.
—Me llamo Loreley —dijo.
—¿Loreley? Me gusta. Nunca había oído un nombre como ése. Pues escúchame, Loreley. Tienes que abrirme la puerta. Yo necesitaba tu pistola para matar a un perro rabioso que está en el piso de arriba. Pero la pistola no tiene balas, tú lo sabes. No me sirve. Te la devolveré, ¿de acuerdo? Pero ábreme.
Beiral había intentado mostrarse persuasivo. Volvió a aplicar el ojo a la mirilla para comprobar el efecto que su discurso había producido. La muchachita de los ojos grises permanecía inmóvil, como antes.
—¿Me has oído, Loreley? —preguntó Beiral con irritación.
—Sí, señor —dijo la chiquilla.
—Bueno, ¿y a qué esperas?
Esta vez no consiguió arrancar ninguna respuesta.
—Mira, Loreley —insistió Beiral haciendo acopio de paciencia—. Voy a darte un billete para que me abras. Lo deslizaré bajo la puerta. Cógelo. Puedes hacer muchas cosas con ese dinero, ¿no te parece?
Beiral se encontraba cada vez más ridículo. Ilustrando sus palabras con actos, había metido un billete por la rendija inferior de la puerta. Atisbó por la mirilla y vio, una vez más, a Loreley quietecita, muy quietecita, al fondo del rellano. Lo curioso del caso fue que la punta del billete que todavía asomaba bajo la puerta por la parte interior desapareció sin que la chica hubiera efectuado el menor movimiento para cogerlo. Entonces Beiral comprendió que había otra persona con Loreley. Ante la lente de la mirilla apareció, como una luna llena deformada, como un monstruoso huevo de carne, la cara empolvada del hombre gordo del perrito, que sonreía con una mueca desgarrada, de payaso o de tiburón. La sorpresa hizo retroceder a Beiral y, cuando pegó nuevamente el ojo a la mirilla, el gordinflón la había tapado con el pulgar. No vio nada. Pero oyó una voz que no olvidaría. La voz más dulce, más femenina que jamás había oído. No cabía duda, el repulsivo tipo del perrito era una mujer.
—Tranquilo, señor Beiral, tranquilo… —dijo la voz—. Loreley y yo nos vamos. Pero pronto vendrán a buscarle. Póngase cómodo. Adiós.
Y el dedo que obstruía la mirilla se retiró para dejar sitio a una espalda paquidérmica que se separaba de la puerta y descubría, a su vez, a la frágil muchachita de los fríos ojos grises, la pequeña y diabólica Loreley.
—¡Óigame! ¡Quienquiera que sea, óigame! —gritó Beiral—. Usted no puede dejarme aquí encerrado… Usted debe darme alguna explicación… Soy periodista…
Sus palabras le parecieron tan grotescas como desesperadas. La voluminosa mujer desapareció escalera abajo, llevando de la mano a Loreley.
—¡Vuelva! ¡Vuelva! —vociferó Beiral golpeando la puerta.
Y cuando comprendió que sus esfuerzos eran vanos, se precipitó a la ventana del comedor e intentó inútilmente abrirla. El bastidor y las contraventanas formaban una sola pieza, montada sobre una plancha de acero, que impedía toda comunicación con el exterior. Recorrió febrilmente las habitaciones. Todas las ventanas estaban trucadas. Buscó algún instrumento que le sirviera para descerrajar la puerta. Apenas había muebles. Ningún somier de donde extraer un hilo metálico. Los cajones estaban vacíos. El único objeto contundente era la pistola sin balas. Pero la puerta ocultaba, emparedada entre finas capas de madera, una sólida lámina de acero barnizada de vetrorresina. Todo había sido previsto. El ratón estaba en el cepo. Una trampa inexpugnable. Sólo cabía seguir los consejos de la mujer gorda del perrito: armarse de paciencia y esperar.