LAS TRIBULACIONES DEL SEÑOR
SUBSECRETARIO

 

 

Madrid, 21 de diciembre de 1959

 

Cuatrocientas veinte mil estrellas convirtieron ciento diecisiete kilómetros de tela en más de veinticinco mil banderas americanas. Arcos triunfales de dieciocho metros de altura y dieciséis de ancho, con escudos de setecientos metros cuadrados repletos de claveles holandeses, un millón de bombillas, quinientos proyectores, doscientos kilómetros de cable, retratos de catorce metros que alternaban las efigies de Franco y Eisenhower. El Caudillo español aparecía fotografiado en primer plano, el presidente norteamericano en plano medio. Consecuentemente, el rostro de Franco era más grande; el de Eisenhower, más pequeño. Franco miraba hacia arriba; Eisenhower, hacia abajo. Los dos sonreían, aunque la sonrisa de Franco era más bien una expresión de complacida autosuficiencia.

Seiscientos enviados especiales impartieron información para más de cien millones de personas, y más de un millón de españoles atestaban las calles de Madrid…

En la confluencia de Alcalá con la Gran Vía, un gran letrero luminoso rezaba: «España saluda a Ike».

Cerca de allí, desde un balcón del Banco Ibérico, ataviada con un sombrero negro y un abrigo oscuro, la esposa del Caudillo exclamó: «¡Qué pena que esté orvallando!». Efectivamente, una fina llovizna caía sobre la ciudad desde temprano.

Al salir de la iglesia donde había oído misa, el subsecretario de la Presidencia, don Luis Carrero Blanco, oyó casualmente una popular melodía tocada en un renqueante organillo. Lo consideró una señal del cielo. La cancioncilla se titulaba «El relicario» y había sido utilizada precisamente como música de fondo por el partido republicano de Estados Unidos durante la campaña electoral de 1956, cuando Eisenhower había sido reelegido. Buen augurio.

Don Luis hizo que su chófer diera unas monedas al organillero. Sin embargo, la musiquilla callejera no había disipado sus aprensiones. Todavía se encontraba bajo el influjo de una pesadilla. Temía que se produjera un terrible atentado. No le hubiera importado que su propia vida estuviera en juego, pero el encuentro de Franco y Eisenhower era todo un símbolo para el destino del país. No podía fracasar. Y, sin embargo, una premonición nefasta se cernía sobre el magno acontecimiento. Él lo sabía. Y no se trataba solamente de una impresión subjetiva. Christian Herter, secretario de Estado norteamericano y uno de los más directos colaboradores de Eisenhower, había sostenido con el ministro español de Asuntos Exteriores, señor Castiella, una inquietante entrevista secreta en la Casa Blanca. Cuando todavía no había iniciado Eisenhower su viaje, ya corrían insidiosos rumores. El FBI tenía informaciones alarmantes y Christian Herter sugería, cortés y soterradamente, la posibilidad de que el presidente norteamericano regresara a Washington sin pasar por Madrid. Castiella era hombre hábil, y supo replicar adecuadamente en aquella ocasión. No obstante, a su regreso, conversó largamente con el Caudillo y desaconsejó la utilización de un vehículo descubierto para recibir a Eisenhower. Esta medida de seguridad sería vista con agrado por todos. Pero el jefe del Estado desestimó la sugerencia.

Presiones del mismo tipo se ejercieron sobre el propio presidente americano durante su estancia en París. Fue el general de brigada Andrew Jackson Goodpaster quien esta vez expuso en privado a Eisenhower la conveniencia de reclamar a las autoridades españolas un automóvil blindado para efectuar el recorrido por la ciudad.

—Pero vamos a ver —dijo el presidente frunciendo con una sonrisa estereotipada su rostro de vieja tortuga—. ¿No les ha dicho ya Howard que beberé solamente agua embotellada en la Casa Blanca? ¿Qué pensarán de mí esos españoles si además les hacemos creer que temo a los resfriados? Ya se ha hablado bastante de mi salud, ¿no les parece?

El doctor Howard McCrum Snyder, médico personal y amigo de Eisenhower, había, en efecto, tomado toda clase de precauciones para preservar la ya quebrantada salud del general. Los doce países que constituían la ruta del viaje presidencial habían recibido con la debida antelación instrucciones precisas sobre el régimen de comidas y de vida del maltrecho Ike. A éste le irritaba verse tratado como un enfermo, y sobre todo no perdonaba a su amigo Howard que le hubiera prohibido jugar al golf.

Pero, evidentemente, no eran las inclemencias del tiempo lo que Herter, Castiella, Carrero y Jackson Goodpaster temían. Tampoco eran las preocupaciones meteorológicas las que habían alertado a la Dirección General de Seguridad y a la Jefatura Superior de Policía. La información llegada hasta el FBI señalaba que un punto, en el recorrido de veinte kilómetros que el coche de los dos jefes de Estado debía realizar, estaba minado. Estos datos provenían de un agente doble infiltrado en grupos clandestinos de oposición al franquismo. Curiosamente, sin embargo, ninguno de estos grupos había planeado el atentado y su actitud expectante denotaba que estaban tan desconcertados e intrigados como la propia policía. Hasta los más extremistas se manifestaban cautos sobre la oportunidad de un magnicidio por partida doble. ¿De dónde provenía entonces el peligro?

En su entrevista con Herter, Castiella minimizó el asunto calificándolo de rumor sin fundamento. Pero una carga de dinamita, hábilmente dispuesta en un embudo subterráneo, a seis kilómetros de la base aérea de Torrejón de Ardoz, fue descubierta tres días antes de la llegada de Eisenhower. La policía española ocultó el hallazgo a sus colegas estadounidenses. Y asimismo nada dijo de otros pormenores que resultaban igualmente inquietantes. Gracias a un confidente anónimo, fueron retirados siete rifles de repetición con punto de mira telescópico de una buhardilla situada en plena plaza Castelar. A pesar de la cautela impuesta, los rumores se intensificaron. En las cárceles, repletas a causa de las numerosas detenciones preventivas, se decía que doce pistoleros, sin filiación ni identificación posibles, aguardarían apostados entre la multitud.

—No hay que preocuparse —había dicho Camilo Alonso Vega—. Tenemos la mejor policía del mundo…

Estas palabras irritaron a Carrero Blanco, que, aun confiando en la probada eficacia de la policía española, estaba abrumado por la enorme responsabilidad que pesaba sobre el Gobierno. Pero su exasperación llegó al límite cuando, con desusado amaneramiento, Alonso Vega dijo:

—¿Desde cuándo un dos doble puede hacernos temblar? Aquí nadie juega a los dados…

Alonso Vega era un militar nato. Graduado con Franco en la Academia de Toledo, combatiente a su lado en Marruecos, se había convertido en ministro de la Gobernación. No acostumbraba a perderse en sutilezas ni a adoptar tonos sibilinos como en esta ocasión. Carrero Blanco pensó que su amigo estaba comportándose afectadamente y que el secreto a media voz y las metáforas le sentaban tan mal como un sombrerito hongo y una flor en el ojal.

—¿De qué hablas? —preguntó Carrero Blanco, conteniéndose para respetar el tonillo confidencial.

Su perplejidad, combinada con el fastidio que le producía su amigo, le confería un aire infantil que le hacía asemejarse a los «malos» de las películas mudas.

—El FBI nos reclama todos los datos concernientes a la operación Doble Dos… ¿Has oído hablar de Doble Dos? —preguntó Alonso Vega.

—No. ¿Qué es eso? —indagó Carrero.

—No lo sabemos. Si lo supiéramos, tampoco les diríamos nada. Pero no lo sabemos… —confesó el ministro de la Gobernación—. Parece ser que le atribuyen la organización de un plan para matarnos a todos… Seguramente será un agente comunista… Pero no lo sabemos… Y los americanos, en realidad, saben menos que nosotros… Ni siquiera saben lo de la dinamita… Ni lo de las armas de la plaza Castelar…

—¿Y qué dice él? —preguntó tímidamente el subsecretario de la Presidencia después de un prolongado mutismo.

Y, al decir «él», se refería a Franco. El ministro así lo entendió.

—Nada. No dice nada —admitió a regañadientes.

Así era. El Caudillo no había querido que se hablara del asunto. A su entender, el caso concernía únicamente al director general de Seguridad.

Alonso Vega y Carrero Blanco permanecieron silenciosos, meditabundos, desazonados… Faltaban tres horas para que llegara Eisenhower. Tres horas justas. Aquel día pasaría a la historia como un glorioso logro del régimen de Franco. Pero la historia todavía no estaba escrita, y Alonso Vega y Carrero Blanco sabían, por experiencia propia, que muchas páginas de ese mismo libro habían resultado sombrías. Por eso entre ellos zumbaba, amenazador y pegajoso como un moscardón, el nombre en clave de Doble Dos.