VIGÉSIMOCTAVA MAQAMA
Isfahán…
Isfahán la ciudad alta84. Isfahán la rosa abierta.
Isfahán a la que se acostumbra a llamar la «cabeza». Siendo sus dos manos Fars y Kirman, y Adharbaydjian y Raiy sus dos pies.
Isfahán rodeada de sus tres mil aldeas, sus pastos, sus campos de cebada y mijo; sus campos de adormidera, de granza y azafrán; sus canales entre los que corre el río de oro, el Zayanda-rud, hasta las inmóviles marismas de Gavjuni.
En cuanto cruzaron los límites de Yahudiya85, el son de las trompetas se levantó por encima de las murallas. Gritos de júbilo, dominados por el yuyú de las mujeres, brotaron mientras se abría la puerta oeste de la ciudad dando paso a una imponente delegación compuesta por todos los notables encabezados por el visir Rahman, el canciller y el emir Alá el-Dawla. Todos en uniforme de gala. Tras ellos iban unos esclavos negros llevando bandejas de cobre cubiertas de vestidos nuevos, ofrenda de bienvenida para el jeque el-rais.
El canciller se inclinó, imitado por el visir, mientras, visiblemente conmovido, el príncipe se mantenía inmóvil con la mano en el corazón. Cuando Alí se presentó a él, una franca y espontánea sonrisa iluminó sus rasgos.
—La paz sea contigo, hijo de Sina. Es un gran día para Isfahán, y un gran honor también. Y sabe que, desde hoy, esta tierra es la tuya. Nada ignoro de tus pasados sufrimientos, nada de tus exilios. Sé lo que has pasado durante todos esos años. El polvo de los caminos ha manchado tus vestidos. La mezquindad de los señores ha enturbiado tu corazón. Todo esto ha terminado ya.
Señaló hacia las murallas de su ciudad y prosiguió con fervor:
—Detrás de esas murallas encontrarás el puerto. El jardín de todos los apaciguamientos. Yo, Alá el-Dawla, te lo prometo: nadie turbará ya tu quietud. Escribe, trabaja para la grandeza de Persia, que toda tu existencia se consagre a ello.
Conmovido por la sinceridad que se desprendía de aquellas palabras, Alí, que sin embargo se sentía cómodo en cualquier circunstancia, no encontró palabras para responder. Pero el príncipe supo leer la gratitud en su mirada.
Les llevaron con gran pompa al barrio de Kay Kunbadh, entre el palacio y la mezquita, donde el soberano había dado órdenes para que pusieran a su disposición una suntuosa morada. Era un lugar apacible, rodeado por un gran jardín bordeado de fuentes, que olía a jazmín y a raras esencias. La casa estaba compuesta por un número incalculable de estancias, varios salones con las paredes forradas de seda cruda, un despacho de trabajo donde se habían dispuesto estanterías de madera de Siria, dispuestas para recibir los manuscritos del jeque. Esclavos, cocineros, una guardia personal, todo había sido previsto para que ninguna preocupación de intendencia turbara su tranquilidad.
—Me cuesta creer que todo eso no sea un sueño… —murmuró Alí acariciando maquinalmente su piedra azul—. Sin embargo, por primera vez en toda mi existencia, una voz me dice que es el fin del vagabundeo, que ya nunca haremos el equipaje, que una perdurable felicidad está al alcance de nuestras manos.
Yasmina se había acurrucado junto a él, y él la estrechaba cerrando los ojos, escuchando su aliento y el canto de las fuentes.
Por la noche, se dio en palacio un banquete en su honor. El príncipe presentó al jeque todos los miembros de la corte así como los artistas y los espíritus cultivados de Isfahán. Allí estaban, entre otros, el gran filólogo Abú Mansur el-Jabban86, pintores, escritores, matemáticos llegados de toda la provincia. Todos querían ser presentados al jeque el-rais. Atosigado a preguntas, aquella noche comió poco. Se abordaron los temas más diversos, astronomía, medicina, álgebra, filosofía.
Mediada la velada, el-Jabban apostrofó al jeque que acababa de exponer un tema de filología. Lo hizo en un tono ciertamente respetuoso, pero a través del cual se adivinaba cierta agresividad.
—Hijo de Sina, te escucho con sincera admiración y me deleito con tus palabras; sin embargo, me permito observar lo siguiente: eres un filósofo, un brillante médico, pero por lo que se refiere a la gramática y al uso de la lengua árabe tus lagunas son grandes y tus expresiones impropias. En realidad en ese campo no posees talento alguno.
Haciendo una pausa y encorvando ligeramente los hombros con afectada actitud, concluyó poniendo por testigos a los invitados:
—Nadie está condenado a la perfección en todo. El jeque nunca ha estudiado la ciencia de las bellas letras; en consecuencia, sus debilidades son perdonables.
Todos los rostros se volvieron, al mismo tiempo, hacia el hijo de Sina, esperando su respuesta; pero, con gran sorpresa de todos, se limitó a contestar:
—Abú Mansur, tu crítica tiene fundamento. En efecto, ¿quién podría ignorar aquí que eres el maestro indiscutible en esta materia? Te lo concedo, la manipulación de las palabras es un arte; raros son quienes lo dominan. Sin duda tengo mucho que aprender en ese campo.
Un estupefacto silencio acogió las palabras del rais. El-Jozjani intercambió una mirada con el-Maksumi e Ibn Zayla. El jeque no les tenía acostumbrados a tanta modestia. El príncipe no hizo comentario alguno, pero la expresión de sus rasgos revelaba también su perplejidad.
Sin aguardar más, con la firme intención de disipar la incomodidad, el hijo de Sina abordó otro tema y las discusiones prosiguieron. Dos horas más tarde, los primeros invitados comenzaron a retirarse, el incidente parecía completamente olvidado. Alá el-Dawla sugirió al jeque que cada viernes se consagrara, a partir de aquel día, a reuniones parecidas a aquélla y se despidió de sus invitados. Alí se disponía a hacer lo mismo cuando un nuevo personaje, silencioso hasta entonces, se presentó a él.
—La paz sea contigo, jeque el-rais. Mi nombre es Yohanna Aslieri. Soy… —se interrumpió, apresurándose a rectificar—… era el médico personal del emir.
Alí examinó al hombre devolviéndole su saludo. Iba envuelto en un caftán negro, tan negro como su mirada. Alto, de unos cuarenta años, con la piel clara y los rasgos angulosos, lucía una barba que ennegrecía simétricamente su labio superior y su mentón, mientras su frente estaba dominada por un cráneo extraordinariamente liso y reluciente. De su ser emanaba algo extraño que turbó enseguida al jeque.
—Yohanna Aslieri… curioso nombre. No eres árabe.
—Mi madre lo era. Mi padre nació en el país de los romanos, donde yo mismo nací. Aprendí medicina en Pérgamo y, luego, fui a Alejandría y a Bagdad para perfeccionar mis conocimientos. Luego enseñé en la escuela de Yundaysabur, antes de instalarme en Isfahán donde vivo desde hace veinte años.
—¿Por qué te expresas en pasado cuando mencionas tu función en la corte?
—Alá el-Dawla tiene ahora a sus servicios al maestro de los sabios.
—Para luchar contra el sufrimiento, los hombres de ciencia nunca serán bastantes. Eres médico como yo. Trabajaremos juntos por el bienestar de todos.
—Jeque el-rais, estoy muy lejos de tener tu genio. He escuchado con atención a nuestro amigo el-Jabban. Ignoro si ha tenido razón al criticar tus lagunas en filología, pero me opongo a él cuando afirma que nadie está condenado a la perfección en todo. Tú lo estás, hijo de Sina.
Ahí está tu obra para atestiguarlo. Soy uno de esos seres que intentan penosamente llevar a cabo pequeñas cosas, y que no siempre lo logran. Tú las has hecho muy grandes. Por lo tanto, sólo puedo eclipsarme.
Alí expresó su desaprobación.
—Insisto en que permanezcas a mi lado. Trabajemos juntos. En el serrallo, en el bimaristán o en cualquier parte.
Concluyó:
—A la muerte y la enfermedad no les importa nuestro estado de ánimo.
El médico pareció reflexionar.
—Muy bien —dijo al cabo de un momento—. Trabajaré junto a ti si éste es tu deseo.
Se inclinó lentamente, añadiendo:
—Conocía al hombre de ciencia. Hoy descubro al hombre de corazón.
Alí no apartó de él los ojos hasta que desapareció tras los pesados tapices de brocados que cerraban el salón de fiestas.
Apenas se hubo eclipsado cuando Ibn Zayla y el-Maksumi se acercaron a su maestro. No tuvieron tiempo de abrir la boca porque Alí les dijo:
—¡Es inútil! Sé de antemano el nombre que os quema los labios: el-Jabban. Os lo aviso, no responderé.
—Pero jeque…
—¡Nada! Además, se ha hecho tarde, el lecho me reclama.
Pasando el brazo por la cintura de Yasmina, añadió con una sonrisa:
—Y mi mujer…
En realidad, no pegó ojo y no dirigió ni una sola mirada a Yasmina. Apenas hubo entrado en sus aposentos, se lanzó sobre sus manuscritos que no habían sido toda vía desembalados. Ella no hizo comentario alguno, se desnudó discretamente y se metió entre las sábanas.
Antes de que el sueño la venciera, le adivinó registrando sus notas con un coraje que no le conocía aún. Luego, Alí se instaló en su mesa de trabajo y, a la pálida luz de una lámpara, comenzó a escribir, arrojando las palabras en el papel como un pintor arrojaría sus entremezclados colores, ennegreciendo página tras página, interrumpiéndose sólo para reflexionar y sumirse luego de nuevo, enfebrecidamente, en la redacción.
Las estrellas prosiguieron su curso sobre Isfahán; las flores de los jardines de Kay Kunbadh, acunadas por el balanceo de la noche, replegaron sus pétalos esperando el alba. Los sicómoros y las palmeras, convertidos en centinelas, contuvieron su aliento al pie de la única ventana iluminada de la ciudad.
Cuando Yasmina abrió los ojos, le vio durmiendo con la cabeza apoyada en sus manuscritos y apretando el cálamo entre sus dedos. Se levantó entonces, puso en sus hombros una manta de lana, pasó dulcemente la mano por su nuca y se instaló a sus pies, para estar más cerca de sus sueños.
No tardó en despertar. Viendo a su compañera, le tendió la mano y la levantó, murmurando en un tono de reproche:
—Amada mía… Mi locura no debe convertirse en la tuya.
—Demasiado tarde, jeque el-rais. El amor ha prevalecido sobre el álgebra y la retórica.
—Esta carta debe salir hoy mismo hacia Jurasán —dijo de pronto señalando una hoja—. Voy a dar las órdenes oportunas.
Se levantó de un salto y se dirigió rápidamente hacia la puerta. Intrigada por tanta prisa, Yasmina no pudo im pedirse examinar el contenido de la misiva; era un pedido dirigido a la madrasa de Bujará. El jeque rogaba que le enviaran, en el más breve plazo posible, una obra titulada Compendio de filología correcta, de Abú Mansur el Azhari87.
Aquel mismo día, el jeque el-rais comenzó a organizar lo que iba a convertirse en su vida cotidiana en Isfahán durante los siguientes años. Salvo algunas excepciones, nunca iba a apartarse de ella.
La mañana se consagraba a visitar los pacientes en el bimaristan; por la tarde enseñaba ciencias y filosofía en la madrasa; la noche se reservaba a la escritura y la investigación. Y, como el príncipe había deseado, todos los viernes se dedicaron a debates en los que, ante él, se enfrentaban los espíritus más brillantes de Fars.
Transcurrieron así tres años, durante los que el hijo de Sina puso fin al Shifa. Terminó la Lógica y el Almagesto, redactó un Compendio de Euclides, añadiéndole asombrosas figuras geométricas; otro de aritmética y un opúsculo sobre música, abordando en este último problemas olvidados hasta entonces por los antiguos.
Al margen de todo ello, a menudo se le vio retirarse para entregarse a un trabajo que parecía tener para él mucha importancia, y para el que se rodeaba del mayor misterio. Ni el-Maksumi ni Jozjani ni Ibn Zayla consiguieron obtener la menor explicación sobre el objetivo que perseguía. El último día del mes de shawwai, el velo se levantó por fin descubriendo el secreto del jeque.
Aquella noche, como de costumbre, estaban todos reunidos, todos salvo el hijo de Sina. Era la primera vez en tres años que aquello ocurría. Entró una hora más tarde, con la ropa cubierta de polvo, llevando bajo el brazo una bolsa de piel de cabra.
—Majestad —dijo inclinándose ante el soberano—, mi retraso y mi aspecto merecen todas las condenas. Te ruego que aceptes mis más humildes excusas. Pero he hecho un descubrimiento que no carece de importancia y me gustaría someterlo a tu atención.
Alá le invitó a proseguir.
—A tu atención, Majestad, pero sobre todo a la de nuestro eminente filólogo, aquí presente. Con tu permiso, me gustaría hablarle del asunto.
Se dirigió hacia Abú Mansur el-Jabban y le saludó cortésmente.
—Esta mañana he salido a cazar con halcón en el desierto de Samal. Persiguiendo un soberbio xerus, me he encontrado alejado de las pistas y a la vista de un oasis, no lejos de las colinas de Jarj, en la región que tal vez conozcas y donde abundan las grutas de extrañas formas. ¿Sabes a qué me refiero?
El-Jabban asintió distraídamente.
—Muerto de fatiga, he decidido hacer un alto para descansar. Y allí, en el lindero del palmeral, he encontrado esto entre otras cosas sin interés olvidadas, sin duda, por alguna caravana.
Abrió la bolsa manchada de arena y ofreció a su interlocutor un pequeño volumen de raída encuademación.
Mientras éste lo examinaba, añadió:
—Confieso que me he sumido inmediatamente en la lectura de esta obra pero, por desgracia, me ha sido imposible definir su origen. Por lo tanto, ante tus conocimientos filológicos, me he dicho que sólo tú podías ayudarme a identificar el autor de este manuscrito.
El-Jabban frunció el entrecejo y se sumió de inmediato en el examen de sus hojas.
A su alrededor, la concurrencia, intrigada por el asunto, guardaba silencio, mientras el-Jozjani y los discípulos de Ibn Sina se preguntaban la razón del extraño comportamiento del rais; especialmente el-Jozjani, que sabía que su maestro no se había separado de él en todo el día y que, además, detestaba todo lo que se refería a la caza.
Al cabo de largo rato, el emir, impacientándose, decidió intervenir.
—Bueno, Abú-Mansur, ¿cuál es tu veredicto?
Tras una postrera reflexión, el filólogo se pronunció:
—Excelencia, no hay misterio alguno. La obra está compuesta, de hecho, por tres odas elaboradas por tres autores distintos: Ibn el-Amid, el-Sabi y el-Salibi88. Sin embargo… —pareció confuso antes de proseguir—… por lo que se refiere a su contenido, confieso que me parece absolutamente hermético, por no decir incomprensible.
—¿Quieres decir que se te escapa el sentido de esas odas? Debes de saber, al menos, de qué tratan.
—Me parece que tratan, vagamente, de sintaxis y de reglas gramaticales, pero son absolutamente incongruentes.
—¿No es éste tu campo? —se asombró Alá el-Dawla—. ¿No eres un experto en la materia?
—Claro, Majestad. Pero lo repito, el estilo es hermético. El sentido me parece inaccesible.
Alí insistió:
—No obstante, estás absolutamente seguro del origen de estas odas. ¿Han sido escritas, realmente, por los tres autores que has citado?
—Sin duda alguna. Sólo puede tratarse de ellos.
—¿Puedes explicarme por qué eres tan rotundo?
El-Jabban miró a al-rais con condescendencia:
—Porque no existe en todo el mundo conocido un solo escritor árabe que yo no pueda identificar.
El hijo de Sina replicó entonces, voluntariamente sentencioso:
—Hermano, lamentablemente debo contradecirte. Estas odas no fueron escritas por ninguno de los tres autores.
Una sonrisa irónica se dibujó en los labios del filólogo.
—Cargaré tu observación en la cuenta de tu ignorancia y no te lo reprocharé.
—Te lo repito, estás en un error.
—Perfecto —dijo el-Jabban cruzándose de brazos—, ¿de quién son entonces?
—Mías.
—¿Cómo dices?
Un estremecimiento recorrió a la asamblea mientras el-Jabban gritaba de nuevo.
—¡Tu actitud es insultante, jeque el-rais!
El hijo de Sina sacó entonces de su bruda algunas hojas y las tendió al soberano.
—Verifícalo tú mismo, Excelencia. Podrás encontrar también otras seis odas redactadas por mi propia mano, al modo de otros escritores conocidos. Sabe, sin embargo, que esos temas que nuestro amigo considera herméticos y desprovistos de sentido no son de mi invención, sino extraídos de una obra fundamental en la filología, cuyo autor es Abú Mansur el-Azhari.
Trastornado, el-Jabban dijo en un susurro:
—Creía saberlo todo de el-Azhari…
—Tu turbación es comprensible. La filología es una vasta ciencia.
Y concluyó en un tono preñado de sobreentendidos.
—Nadie está condenado a la perfección en todo.
Los testigos de la escena sentían la humillación de aquel hombre y en sus rasgos se leía, a la vez, la incomodidad y la admiración.
Pasaron unos instantes antes de que el filólogo se decidiera a reaccionar. Y lo hizo con nobleza.
—Jeque el-rais, me has devuelto el cambio con tanto talento que me veo obligado a inclinarme. Acepta pues mis excusas. Ignoro cómo has podido, en tres años, adquirir tantos conocimientos filológicos, pero tienes mi admiración.
Con fraternal sonrisa, el hijo de Sina posó su mano en el hombro de el-Jabban y replicó con voz lo bastante fuerte como para que todos le oyeran.
—Tranquilízate, sigues siendo el maestro de la ciencia de las bellas letras. El juego al que me he entregado está al alcance de cualquiera. He sido sólo un vulgar plagiario.
Y concluyó con nostálgica sonrisa:
—Tal vez sea todo lo que los tiempos futuros recordarán de mí…
La atmósfera se relajó y el príncipe aplaudió espontáneamente, imitado por toda la concurrencia que, al parecer, estaba encantada con la jugarreta que el maestro de los sabios acababa de hacer ante sus ojos.
Sólo Aslieri, que se mantenía al margen, mantuvo un rostro pasmosamente frío.
Durante las siguientes semanas, el jeque concluyó un volumen sobre filología, titulado: La lengua árabe, que no tendría igual entre todas las obras consagradas a la materia89.
Inmediatamente después, comenzó el Najat, la Salvación. Quería ser un compendio del Shifa, que permitiría iniciarse con menos trabajo en su pensamiento filosófico.