DECIMONONA MAQAMA

Los brocados caían como cascadas de los muros, realzando el fulgor del ónice y del mar molveteado. Varias capas de seda vestían, en toda su longitud, el salón vasto como el centro de una mezquita. Mientras el suelo, adornado con motivos florales, formaba un espejo horizontal sobre el que se reflejaba el techo, velado por la neblina del áloe, como un océano de estalactitas de tablas de cedro. Una fuente dormía, sin manar, en el centro.

En uno de los extremos de la estancia, un estrado provisto de alfombras y almohadones tejidos con hilos de oro servía de sofá. Allí, desnudo hasta la cintura, habían tendido boca abajo a Shams el-Dawla. Desde los omoplatos hasta más abajo de los ríñones, su espalda estaba cubierta de sanguijuelas.

Sentado con las piernas cruzadas a la cabecera del príncipe, Alí descubrió a un adolescente de unos diecisiete años. Algo más lejos, vio la silueta de una mujer velada que observaba discretamente la escena.

—Adelante, jeque el-rais. Adelante —susurró Shams con la cabeza hundida en los almohadones—. Y perdona que te reciba en tales circunstancias; la culpa la tienen mis médicos.

Alí se inclinó respetuosamente. Sin descubrir el rostro, el soberano prosiguió:

—Me satisface haberte encontrado. Si tú, a quien llaman el príncipe de los sabios, no logras averiguar el origen de mis sufrimientos, entonces sólo me quedará dejarme morir como un perro.

Giró lentamente la cabeza y señaló al muchacho.

—Mi hijo Sama. La niña de mis ojos.

Levantando torpemente el brazo que colgaba del borde del diván y señalando a la mujer, dijo:

—Mi esposa, Samira.

Luego, señalando a dos hombres que entraban en la habitación:

—Mis dos médicos Sharif y Osmán. Dos lumbreras. Son los últimos que han acudido a mi cabecera. Hicieron sus estudios en el Aldudi de Bagdad, puedo asegurar, pues los he visto actuar, que dominan perfectamente su ciencia. Mucha gente de mi entorno les debe la salud; lamentablemente, para esos dos sabios mi cuerpo sigue manteniendo su secreto.

Sharif, corpulento, con la tez rojiza y la cabeza inclinándose bajo el peso de un turbante, declaró tímidamente:

—Tu reputación no nos es desconocida, jeque el-rais Esperamos de todo corazón que tengas éxito donde nosotros hemos fracasado. Sin embargo, no dudes de que hemos hecho cuanto estaba en nuestras manos. No hemos desdeñado nada de lo que hubiera podido aliviar los sufrimientos de nuestro amado soberano.

Alí se apresuró a tranquilizarles:

—Estoy seguro de ello. La escuela de Bagdad es conocida por el rigor de su enseñanza. Sólo podemos esperar que el Clemente me conceda lo que os ha negado.

Calló unos instantes y preguntó:

—¿Podríais exponerme la historia de la enfermedad?

Osmán repuso:

—Es muy compleja. Impalpable. Desde hace varios años el príncipe se queja de fuertes dolores cuyo punto de partida se encuentra aquí —y el médico señaló la base del hueso que se halla en mitad del pecho—. El dolor afecta a toda la región torácica. Atraviesa el cuerpo y llega hasta la espalda.

—¿Se acelera el pulso durante esas crisis?

—Apenas. Pero probablemente es una aceleración provocada por la tensión dolorosa del cuerpo.

—¿Habéis verificado las deposiciones del paciente? ¿Su orina?

Osmán y Sharif asintieron al mismo tiempo.

—La orina es clara. No hay depósito. No hay alteración del color. Por lo que a las deposiciones se refiere, y éste es un detalle que puede tener importancia, algunos días son negruzcas.

Alí lanzó una ojeada al príncipe que seguía tendido y señaló las sanguijuelas.

—Tal vez mi pregunta os sorprenda: ¿a qué se debe eso?

Sharif restableció nerviosamente el precario equilibrio de su turbante y se apresuró a explicar:

—Jeque el-rais, hemos trabajado por deducción: al comienzo, pensamos que el paciente sufría un problema cardíaco. Los espasmos en el pecho podían ser la señal anunciadora de problemas más graves. Pero ante la regularidad del pulso, tuvimos que eliminar esa eventualidad y pensar en otro diagnóstico: una inflamación del hueso que se halla en el centro del pecho. Entonces, intentamos apaciguar el dolor aplicando bálsamos y revulsivos. Lamentablemente, a pesar de nuestros esfuerzos, no se produjo ninguna mejoría. Por esta razón atacamos, desde ayer, el otro síntoma: los dolores dorsales.

El médico tomó aire antes de terminar:

—Estamos casi convencidos de que el soberano es víctima de un derrame de los humores situados en los músculos y las articulaciones de la espalda57. Lo que explica el empleo de sanguijuelas. Como sabes, la sangre que absorben tiene un origen mucho más profundo que el de las ventosas. Lo que permite evacuar el humor que se halla, en exceso, en los vasos.

—Supongo que habréis desinfectado antes la espalda con agua de nitro, que habréis exprimido las sanguijuelas para vaciar su estómago y habréis hecho sangrar un poco la piel, para que se fijen.

Osmán asintió.

—¿Y la sangría?

—Dos veces.

—Puedes estar tranquilo —prosiguió Sharif—, hemos respetado perfectamente el protocolo: colocación del garrote, cantidad a extraer basada en la velocidad y fuerza del chorro, el color, el estado del pulso. Y, como tuvo lugar una supuración, aplicamos un emplaste de albayalde.

—Está bien —comentó el jeque pensativo—. ¿Y observasteis una mejoría en el estado del paciente?

Fue el príncipe quien respondió golpeando su almohada con la palma de la mano.

—¡Nada! ¡Sigue doliéndome mucho!

Los dos médicos intercambiaron con Alí una mirada de impotencia.

Ibn Sina se inclinó sonriendo hacia el emir:

—Me parece que tu temperamento es particularmente sanguíneo, Excelencia.

Esta vez fue Sama quien se permitió intervenir:

—Jeque. Prefiero creer que estás de buen humor. Entre las sangrías y esas malditas bestias trabajando en su espalda, no sé si a mi pobre padre le queda algo de sangre.

La tímida voz de la princesa Samira sugirió:

—Jeque el-rais, ¿no podríamos librarle de esas sanguijuelas?

Alí inclinó la cabeza.

—Podríamos hacerle a la princesa ese favor. A riesgo de contradeciros, no creo realmente que el tratamiento pueda dar resultados beneficiosos. Por el contrario, podría debilitar a nuestro paciente.

Sharif y Osmán se quedaron perplejos. Fue precisa la imperiosa voz del emir para que se decidieran a actuar:

—¡Vamos! Haced lo que os dice. Quitadme esas horribles bestias.

Con resignada mueca, uno de los médicos observó:

—Para retirar las sanguijuelas necesitamos sal, Excelencia. O ceniza.

—Pues bien, ni una cosa ni la otra faltan, que yo sepa, en Hamadhan.

—Señor —dijo suavemente el hijo de Sina—, me ha parecido entender que tus dolores no eran constantes. ¿Puedes indicarme en qué instantes precisos se producen? ¿Y de qué naturaleza son?

—Por la noche. Casi siempre a mitad de la noche.

—¿Nunca durante el día?

—Raras veces. Pero cuando me duermo, el sufrimiento es tan grande que me despierto y siento entonces terribles quemaduras. Como si guindillas rojas inflamaran mi estómago.

—¿Sientes entonces una gran sed?

El emir asintió.

—¿A qué hora cenas, de costumbre?

—Como, aproximadamente dos horas después de la puesta del sol —repuso el príncipe. Y añadió con rencor—: ¡Cuando no estoy batallando con mi hermano y mi madre!

Sharif estaba de regreso llevando una bolsa en una mano y un lebrillo en la otra. Fue a sentarse junto a Shams y comenzó a espolvorear su espalda con sal fina. De inmediato se produjo un fenómeno de retracción de las sanguijuelas, y comenzó a quitarlas una a una para arrojarlas en el lebrillo.

Cuando su espalda estuvo absolutamente libre, el príncipe lanzó un suspiro de alivio y se volvió entre los almohadones.

—Un poco más y me ahogaba.

El jeque pudo, finalmente, observar a su guisa a su ilustre paciente. Lo primero que le sorprendió fue que entre Shams y su hermano menor Majd, el parecido era casi inexistente. Lo segundo fue que, sin duda alguna, no tenía más de treinta años; pero los círculos azulados que rodeaban sus ojos anémicos, su gran palidez, las arrugas que marcaban su frente y las comisuras de sus labios, contribuían a darle diez años más.

—¡Vamos! ¿Qué sensación te produce todo esto?

—Todo me lleva a creer que estamos ante una úlcera de estómago.

Los dos médicos se concertaron, escépticos. Alí explicó:

—Por un momento he pensado en un salatán 58. Pero en ese caso hubieran aparecido otros síntomas, como diarreas, dificultad para digerir los alimentos, fiebre remitente, violenta a veces y débil otras. Además como si se tratara de un tumor, sin duda habría matado al príncipe mucho tiempo antes.

—Estamos de acuerdo, jeque el-rais —aprobó Osmán—; ¿pero qué razones tienes para inclinarte por una úlcera?

—Tres detalles precisos: el soberano nos ha dicho que sólo sufre por la noche, más de tres horas después de haber cenado; el estómago está pues vacío. Por otra parte, está la sensación de quemadura transfixiante aguda. Y, finalmente, el color de las deposiciones. Me habéis dicho que eran negruzcas, lo que indica que hay sangre digerida procedente de la úlcera.

Se advertía que ambos médicos se sentían, a la vez, confusos y seducidos por el diagnóstico.

—Todo eso está muy claro —dijo bruscamente el soberano—. ¿Pero cómo saber si no te equivocas?

—Nos lo dirá el tratamiento… Tendrás que beber al levantarte y al acostarte una poción a base de albayalde y…

—¿Albayalde? —interrumpió la princesa, pasmada.

—Eso es. Majestad. Lo diluiremos en leche de oveja y eso creará un apósito intestinal. Es deseable que coma varias veces al día, evitando formalmente los alimentos que contienen acidez, como las frutas. Finalmente, cuando aparezcan los espasmos, le aconsejaría al soberano una decocción de raíces de mandragora o belladona. Son analgésicos menos potentes que la adormidera, es cierto, pero permiten evitar el hábito y la intoxicación.

El emir se pasó varias veces la mano por el desguarnecido cráneo, y asintió en silencio.

—Ya veremos —dijo tras haber reflexionado—, ya veremos si tu reputación es merecida. Reguemos a Alá para que lo sea. De momento, voy a dar orden de que te conduzcan a tus aposentos. Satisfarán todos tus deseos. Mi palacio es ahora tu morada.

El sol anunciaba su declive sobre la fértil llanura que rodeaba Hamadhan. Tras haber descansado algunas horas y tomado un baño en el hammam del serrallo, Alí recorrió las callejas de la ciudad.

Hamadhan era una población cuyos orígenes se perdían en la noche de los tiempos. Al parecer, mucho tiempo atrás se había llamado Ecbatan. De ahí la palabra hangmata, que en persa significa «lugar de reunión», y que más tarde se convertiría en el nombre actual. Por vagas razones se la denominaba, también, la ciudad de los Siete Colores. Nunca había dejado de ser punto de intersección importante en la ruta de las caravanas. Lo que explicaba que, al revés que Raiy o Isfahán, era más una ciudad mercantil que un centro cultural. Era, por aquel entonces, una de las cuatro capitales de Yibal, sólidamente fortificada, grande y rodeada de altos muros. Y sus arrabales se extendían por una región agrícola que prosperaba pese a la altitud59 y el clima riguroso del invierno.

Lo primero que sorprendió a Alí fue la impresión de novedad que se desprendía de sus edificios. La gran mezquita, la madrasa, las murallas, la mayor parte de sus casas daban la impresión de haber sido construidas en un reciente pasado. Había, para ello, una explicación: hacia el año 351 de la hégira, la ciudad había sufrido un espantoso temblor de tierra y había sido necesario levantarla de nuevo por completo.

En cambio, las calles se parecían a las de la mayoría de las ciudades persas.

Circulaban por ellas sufíes que caminaban con la espalda ligeramente encorvada, envueltos en sus sayales, reconocibles entre mil; mujeres de dedos pintados, con el rostro velado, que, como amarantos se deslizaban por las pedregosas callejas, y harapientos mendigos que tendían la mano solicitando la bondad de los viandantes.

Sumido en sus pensamientos, el jeque acababa de llegar a la plaza del gran bazar.

Era como una desmesurada Bujará.

El brillo del mimbre y de la rota arañaba el azur. El furtivo centelleo de las piedras preciosas, el redoble de los cascos de las mulas y los asnos, el cacareo de las aves, el seguro paso de los camellos eran otros tantos sonidos e imágenes multiplicadas. Y en la estela del aire arado por la paprika, era fácil recuperar el infinito mal de los perfumes, impregnado con el embriagador aroma del áloe que ardía en pebeteros puestos a los pies de los mercaderes.

—Jeque el-rais. ¿Eres tú? ¿Abú Alí ibn Sina?

Desconcertado, Alí no tuvo tiempo de contestar.

—En nombre de Alá, Clemente y Misericordioso, no puedo creer lo que veo. Eres tú… Eres realmente tú… Me llamo el-Maksumi. Abú Said el-Maksumi. Conozco todas tus obras. Toda tu enseñanza filosófica y tus investigaciones médicas. No tienes en todo el país mayor admirador.

Intrigado, Alí examinó atentamente a su interlocutor. Era joven, veinte años. Con la nariz recta. Los rasgos regulares. Los cabellos negros como el azabache y la mirada resplandeciente de inteligencia.

—El-Maksumi… Perdóname, pero tu nombre me es desconocido.

El muchacho levantó la cabeza con orgullo.

—Soy de Bujará. Como tú. Unas pocas callejas separaban mi casa de la de tu padre.

—Y sin embargo, creía conocer a todos mis vecinos.

—Tienes más de treinta y cinco años. Yo tengo quince menos. Cuando enseñabas en el bimaristán y te llamaban ya príncipe de los sabios, yo apenas caminaba aún.

—En ese caso, debes de tener una memoria visual absolutamente prodigiosa. Reconocerme aquí, en Hamadhan, tantos años más tarde…

—¿Pero lo has olvidado? Tus rasgos cubrieron las paredes de toda Persia…

—Es cierto. No he pensado en ello. ¿Y qué estás haciendo en Hamadhan?

—Te sorprenderás sin duda. He venido a perfeccionar mis conocimientos de matemáticas con uno de tus antiguos alumnos: el-Hosayn ibn Zayla.

—¿Ibn Zayla? ¿Aquí, en Hamadhan?

—Eso es. Enseña en la madrasa de la ciudad.

—Realmente es una sorpresa. Cuando nos conocimos, él estudiaba en el bimaristán de Bujará y se preparaba para ser médico. Recuerdo especialmente el modo como diagnosticó un sersam agudo, cuando lo puse ante un caso difícil, precisando la gravedad que la enfermedad había adquirido. Más tarde, lo encontré en la madrasa de Gurgandj. Y fue la última vez.

—Tranquilízate, jeque el-rais. Tu alumno no ha perdido en absoluto la vivacidad de su espíritu ni sus facultades de análisis. Las ha aplicado, sencillamente, a otro campo: el de las matemáticas y… la música.

Una expresión satisfecha iluminó el rostro de Ibn Sina.

—¿Sabes si enseña hoy? Me gustaría mucho volver a verle.

—Puedo asegurarte que tu alegría no será nada si se compara a la suya. Antes de que el Clemente me pusiera en tu camino, me dirigía a la madrasa. Me honraría que me acompañaras.

—En ese caso, no perdamos ni un instante. Te sigo, Abú Said el-Maksumi.

Montado en un mulo, el-Hosayn ibn Zayla, impartía sus enseñanzas circulando entre las centenas de estudiantes reunidos en el gran patio de la madrasa.

Los años no le habían cambiado mucho: sus rasgos seguían siendo vivos y su gesto nervioso. Apenas vio al jeque cruzando el umbral del iwan, interrumpió en seco la exposición que estaba haciendo. Abrió de par en par los ojos, inclinó ligeramente la cabeza hacia un lado mientras su mirada iba hacia el-Maksumi y luego, de nuevo, se posaba en Alí, y con un seco golpe de sus talones, tan rápidamente como su montura se lo permitió, corrió hacia ellos.

—¡Jeque el-rais! —exclamó descabalgando—. ¡Es increíble!

—No sé quién de nosotros dos debe sorprenderse más. Te creía médico y en Gurgandj aún.

—Tras tu partida y la de la mayoría de los intelectuales de la corte, nada fue ya lo mismo. No encontraba el menor interés en permanecer en el Turkestán. Me puse, pues, en camino hacia Bujará y tras haber profundizado en la ciencia de los números junto a un eminente maestro, un judío de Samarcanda, me decidí a viajar hasta encontrar una cátedra de enseñanza que se conviniera a mis nuevas aspiraciones.

—¿Y la medicina?

El-Hosayn movió la cabeza con sonrisa cómplice.

—No todo el mundo es Alí ibn Sina. Quería ser el mejor y el mejor ya existía.

—No hay mejores, Ibn Zayla, hermano mío. Sólo seres que prueban más que los otros, eso es todo.

El discípulo prosiguió con entusiasmo:

—Pero no temas. La ciencia de los números me apasiona igualmente. He devorado Euclides, al-Harrani 60 y Nicómaco de Gerasa. He bebido en las fuentes del cálculo indio. En adelante la prueba del nueve y el djidn61 no tienen secretos para mí.

—Sin duda elegiste el buen camino. He pensado, a menudo, que los matemáticos constituyen el primer peldaño de la escalera que lleva al conocimiento del universo.

—Y tú, jeque el-rais. ¿Qué estás haciendo en Yibal? Decían que estabas en Raiy.

—Es una larga historia. Aprenderás, o tal vez lo sepas ya, que el hombre no siempre es dueño de sus movimientos. Ayer fue la melancolía de un joven príncipe lo que me llevó a Raiy, hoy la úlcera de otro me ha traído a Hamadhan. El príncipe Shams ha reclamado mis cuidados.

—¿Te quedarás pues entre nosotros?

—No. Una vez el emir se haya curado, volveré a Qazvin, donde me esperan.

—¿Qazvin? —exclamó el-Maksumi pasmado—. ¡Pero si es un rincón perdido, indigno del gran Ibn Sina!

—Nuestro amigo tiene razón, jeque el-rais. Tu presencia sería más útil en una de nuestras grandes ciudades.

Alí movió la cabeza con resignación.

—Aliviar el dolor de un emir o el de un pajarero, ¿dónde está la diferencia?

—¿Pero y tu enseñanza, y la ciencia? Debes permitir que la compartan tus contemporáneos —protestó ibn Zayla.

Señaló con un gesto a los estudiantes que les observaban pacientemente.

—Mira… Me bastaría con mencionar tu nombre para que pudieras verificar qué grande es tu reputación.

Y sin esperar más, el-Hosayn anunció con fuerte voz:

—Amigos míos, sabed que tenemos el honor de tener entre nosotros al príncipe de los sabios, al maestro indiscutible de las ciencias del cuerpo y del espíritu: ¡Alí ibn Sina!

La agitación recorrió la asamblea mientras brotaban exclamaciones admirativas. Algunos abandonaron su lugar para acercarse a los tres hombres. Pronto la sorpresa dejó libre paso a la curiosidad. Y salieron preguntas de todas partes, referentes a la medicina, a la astronomía, a los problemas filosóficos.

—Calma —ordenó Ibn Zayla—. El jeque está sólo de paso. No está aquí para dar clase.

Era demasiado tarde. Los estudiantes ya sólo deseaban una cosa: escuchar al jeque el-rais.

El antiguo discípulo cambió con su maestro una mueca fatalista:

—Tenías razón… El hombre no es dueño de sus movimientos. Y su gloria no le pertenece.

Alí señaló al mulo y preguntó:

—¿Puedo tomar prestado tu orgulloso corcel?

Sin vacilar, el-Hosayn le tendió las riendas. Ibn Sina montó a horcajadas en el animal y lo hizo avanzar por entre las hileras de estudiantes. Cuando llegó al centro del patio, se detuvo y tras un breve tiempo de reflexión dijo:

—Esperáis, sin duda, que os hable de ciencias herméticas y complejas. Que inicie un brillante discurso sobre el Ilm el-Kalam62 o también que diseque para vosotros los secretos del cuerpo. Lamentablemente, os decepcionaré sin duda. Hoy, sólo me quedan ganas de hablar de cosas abstractas. Por lo tanto, os hablaré del amor.

El asombro, y un cierto desencanto incluso, apareció en los rostros, pero nadie protestó. Se hizo la tranquilidad y Alí comenzó a discurrir sobre el amor. Habló durante una hora. Más tarde, los oyentes contarían que nunca maestro alguno en toda Persia se había expresado con tanta originalidad, precisión, sobre un tema tan poco concreto63.

Concluyó cuando el sol estaba llegando a su cénit y la voz llorosa del muecín llamaba a los creyentes de Hamadhan a la plegaria de mediodía. Devolviendo el mulo a el-Hosayn, señaló la aguja del minarete que se levantaba por encima del muro del iwan.

—Y ahora, la hora es de Dios. ¿Me acompañáis a la mezquita?

Indicando por signos a sus estudiantes que se retiraran, Ibn Zayla movió la cabeza.

—¿Lo has olvidado acaso, jeque el-rais? Sigo siendo un adepto de Zoroastro. Un parsi.

El-Maksumi puso como testimonio a Ibn Sina:

—Se llama parsi y permanece siempre en Persia. Si realmente fuera un adepto del dios Mazda, habría imitado a sus correligionarios y, hoy, viviría con los suyos, en Gudjara64.

—Me estás dando la lata, hermano mío —masculló Ibn Zayla—. Esta es mi tierra. Mientras no me fuercen al exilio, no veo razón alguna para perderme en los confines de un país amarillo.

Ibn Sina se cruzó de brazos sonriendo.

—¿Es éste el comienzo de un largo debate? ¿Debo abandonaros a vuestras polémicas?

—Perdónanos, jeque el-rais. Pero, ante los infieles, pierdo la paciencia.

—No te preocupes, el-Maksumi. Alá sabe reconocer a los injustos… Y no creo que ese buen zoroástrico sea uno de ellos. Ahora, vamos.

—¿Volveremos a vernos, hijo de Sina? —preguntó Ibn Zayla reteniendo al jeque del brazo.

—Claro. Esta noche en el palacio del príncipe, si lo deseas. Podríamos intentar arreglar el mundo entre los tres, como en los tiempos de Gurgandj y de Bujará.