DÉCIMA MAQAMA
Medio tendido sobre el único camello que había sobrevivido, ni siquiera intentaba ya proteger su rostro de los ardientes rayos del sol.
Fiándose de las estrellas, se había puesto en marcha hacia lo que le había parecido el noroeste, hacia el mar de los Jazares, hacia Gurgan, el-Biruni y el cazador de codornices.
¿Cómo podía dudar todavía, ahora, al alba del sexto día? Sin duda se había equivocado; había cruzado los límites prohibidos del gran desierto salado de Dasht el-Kavir. Aquel lugar maldito donde la leyenda sitúa Sodoma y Gomorra.
Bajo los pasos obsesivos del animal, el suelo se resquebrajaba como restos de hojas muertas. La tierra, hasta perderse de vista, era de un marrón dorado, de un gris sucio y de un blanco amarillento. Un océano mineral fragmentado, estallado al pie de las escasas prominencias.
Alí se incorporó con los ojos enrojecidos. No habría podido decir si la causa era su tristeza o las mordeduras del sol. Sus labios parecían las grietas del suelo. Bajo su barba, blanqueada por la sal, su piel estaba más arrugada que un higo seco.
Tomó el odre que pendía contra los lomos del animal y, medio inconsciente, bebió las últimas gotas. Era el odre del infeliz Salam. Pasada la tempestad, había podido recuperar las provisiones que quedaban sobre el cadáver de su camello. El otro animal, el de el-Massihi, había desaparecido en la llanura y nunca lo había encontrado. Sin duda estaba todavía vivo, seis días más tarde, gracias a aquellas reservas suplementarias.
¿Pero cuánto tiempo le quedaba? El odre de Salam estaba vacío. Lo retorció con rabia entre sus manos y lo arrojó al suelo. No le quedaba para apagar su sed más que los orines de su camello.
Dentro de una hora sería de noche. Y sus sufrimientos se harían mayores. Había aguardado, con todas sus fuerzas, el primer ocaso, esperando hallar cierto respiro con la caída de la noche. Pero el frío nocturno era más terrible aún que el horno que abrasaba el día31.
Poco después de la puesta de sol, todo su cuerpo caía prisionero de una envoltura de hielo. El pobre fuego que había conseguido encender, con la bosta del camello, en los dos primeros días, no había podido calentar sus helados miembros.
Y además, estaban esas visiones que atormentaban su fatigado espíritu.
Visiones incoherentes y macabras, pobladas de ángeles justicieros y yinns de monstruosos rostros.
Alí Ibn Sina, ¿es tu propia vida o la visión de tu inevitable muerte lo que se parece a la angustia de ese paisaje?
¿A dónde voy? ¿A dónde voy, padre?
Y tú, Sindja, sueño de aceitosa tez, ¿conoces la respuesta?
Abú Sahl, hermano desaparecido, tú que conoces ya el incomunicable misterio, respóndeme. ¿Me ha condenado mi envidiada infancia, la vanidad de mi saber demasiado precoz o la arrogancia de mi juventud?
¿Me castigan por ver? ¿O Alá castigaría también a los ciegos?
Amado ayer, acariciado por dedos de ámbar. Maltratado hoy por el cielo y la tierra: ¿Por qué la felicidad está tan cerca de la desgracia…?
Aquella noche se pareció a las otras seis. Había encontrado, una vez más, fuerzas para estudiar el curso de las estrellas, el silencio de al-Zuhara, el astro que indicaba el norte y señalaba la salida del infierno.
El alba de aquel séptimo día le vio avanzando sin cesar por el Dasht el-Kavir; empeñado en mantener el rumbo y resistiendo los deseos de dejarse caer e implorar la muerte. Sólo aquel día comprendió que morir podía resultar una liberación, cuando la agonía del hombre se hace inhumana.
De pronto, cuando el crepúsculo comenzaba a teñir de malva la tierra, algo nuevo apareció a pocas millas de él. Intentó abrir un poco más sus abrasados párpados para confirmar la realidad de su visión.
Allí, en la lejanía… Casi en el horizonte, la sombra de una ciudad. ¿Era posible?
¿O eran tal vez las murallas de Sodoma?
¡Huye, por tu vida! No mires a tus espaldas y no te detengas en lugar alguno de la llanura, huye a la montaña para no ser destruido.
¿Pero de dónde venía esa voz que gritaba ahora en su cabeza?
¿Se había convertido en Lot? ¿Ya no era Alí Ibn Sina? En ese caso, sólo podía ser Sodoma surgiendo de las tinieblas. E iba a morir, condenado a la hoguera, como los injustos que se habían levantado contra la faz de Yahvé.
Pero la mujer de Lot miró hacia atrás y se convirtió en estatua de sal.
Presa de indecible terror, Alí se cubrió gimiendo la faz.
—¡Te lo ruego, Señor! Tu servidor halló gracia a tus ojos y has mostrado gran misericordia manteniéndome con vida. Pero no puedo huir a la montaña sin que la desgracia me alcance, y muera.
Levantó hacia el crudo cielo un rostro implorante.
—Señor, ahí está la ciudad, lo bastante cerca como para huir hacia ella, y es muy poca cosa. ¡Permíteme que me refugie en ella y viva!
La voz resonó de nuevo en su cabeza; una voz terrible, fría como la muerte.
Te concedo la gracia de no derribar la ciudad de la que hablas. ¡Pronto! Huye hacia ella, pues nada puedo hacer antes de que hayas llegado.
Con desesperado gesto, Alí comenzó a azotar, cada vez con más fuerza, el cuello de su camello; y el animal corrió con las fuerzas que le quedaban.
Luego pareció que un velo negro caía sobre el desierto.
—¡Eh! ¡Venid, está despertando!
Alí abrió de par en par sus ojos, pero sólo vio sombras inclinadas, imprecisas a contraluz.
¿Eran yinns o ángeles? No, le rodeaban seres de carne y hueso. ¿Pero dónde estaba? ¿En qué rincón del universo? Intentó incorporarse. Una mano le derribó sin miramientos.
—¡Oh! ¡No tan prisa, hijo de Sina! No tan deprisa. Tenemos tiempo todavía.
¿Hijo de Sina? Sabían pues su nombre.
Quiso sentarse de nuevo, pero esta vez el hombre le abofeteó con el dorso de la mano; cayó hacia atrás ahogando un grito de dolor.
—¡Está muy animado para ser un moribundo!
Por mucho que Alí abriera los ojos, seguía sin distinguir claramente a quienes se complacían torturándole así. Un estremecimiento de angustia recorrió su cuerpo y se preguntó si recuperaría alguna vez la agudeza de su visión.
—Cinco mil dirhams es mucho por un despojo —dijo una voz—. Mucho más puesto que no le servirá de mucho.
—¡No importa! ¡En cambio, yo sé muy bien de qué nos servirá la recompensa!
De modo…, pensó Alí. De modo que le habían reconocido. Incluso aquí, incluso a centenares de farsajs de Bujará. Mahmud el Gaznawí, el antiguo hijo de esclava, se había adueñado de la tierra.
—¿Podéis decirme, al menos, dónde estamos?
—En el khan Abú el-Fil. A unos diez farsajs de Gurgan.
El corazón de Alí dio un salto. La sombra almenada que había divisado no era Sodoma, ni tampoco Gomorra. ¡Había llegado a la región de Daylam! El país de los lobos. El mar de los Jazares. Paradójicamente, intentó convencerse de que no debía temer nada: el-Biruni defendería su causa ante el emir de Gurgan. Limpiarían sus llagas; tiernos dedos untarían su cuerpo de aromas y perfumes raros, ¡viviría de nuevo!
Con voz que la esperanza hacía más firme, preguntó:
—¿A qué esperamos, por qué no me lleváis a Gurgan?
—¡Estamos esperando las perlas del harén! —rió el hombre, imitado por sus amigos—. Te reservaremos la más hermosa de todas ellas.
Ibn Sina hizo un nuevo esfuerzo para identificar a aquellos personajes. Lamentablemente, sus ojos permanecían velados y oscuro el paisaje.
—¿Podéis darme algunos dátiles?
—¿Dátiles? ¡Y también un cordero relleno! ¡Te has bebido casi todas nuestras reservas de té! Comienzas a resultarnos muy caro. Y los pocos dinares que te quedaban no nos lo compensarán.
Maquinalmente, Alí se palpó el cinturón y advirtió que la bolsa de el-Massihi había desaparecido.
—Os lo ruego —dijo con cansancio—. Hace más de tres días que no como nada. Los cinco mil dirhams de mi captura serán más que suficientes.
—De acuerdo —aceptó alguien de mala gana—. Démosle sus dátiles. Aunque sólo sea para que se mantenga vivo hasta que lleguen los soldados.
—Hay que reconocer que se los ha merecido. Pocos son los que sobreviven al Dasht el-Kavir —observó otro.
El primer hombre se disponía a replicar cuando, de pronto, del exterior, llegaron los ecos de una cabalgada.
—Bueno… ¡Aquí está!
Inclinándose hacia Ibn Sina, añadió con voz maligna:
—Demasiado tarde para los dátiles, hermano.
Dejó de escucharse el ruido de caballos.
Alí creyó advertir una súbita efervescencia, rumores de pasos.
Algo más tarde, con rumor de uniformes y vainas, alguien entró en la estancia. ¿Cuántos eran? Por el estruendo que acompañaba su llegada, unos diez sin duda.
—¡Aquí está!
—¿Eres tú Ibn Abd Allah ibn Sina? —ladró una nueva voz.
Alí asintió con la cabeza y se apresuró a añadir:
—Soy amigo de Ahmad el-Biruni. Amigo del emir Kabus. Yo…
No tuvo tiempo de terminar sus explicaciones. Los hombres habían soltado una inmensa carcajada.
—¿El emir Kabus? ¿Le habéis oído? ¡Apela a Kabus!
Alí quiso continuar, pero le interrumpieron de nuevo.
—¿Ignoras pues la noticia? ¿Tanto tiempo has permanecido en el Dasht el-Kavir que ignoras los acontecimientos de Gurgan? El emir Kabus no existe. El cazador de codornices ha muerto.
—Muerto… —balbuceó Ibn Sina—. ¿Pero cómo? ¿Cuándo?
—Perdió la última batalla de las que le oponían, desde siempre, a sus enemigos hereditarios, los buyíes, y su jefe Fajr el-Dawla. Tras haberlo hecho prisionero, lo encadenaron a las puertas de la ciudad y lo dejaron morir de hambre y sed, como un perro. Si hubieras llegado dos días antes habrías podido ver sus descarnados despojos, roídos por las aves de presa. Se te parecía un poco.
Trastornado, Alí no conseguía ya encontrar las palabras. La sangre palpitaba en sus sienes y sintió que sus últimas fuerzas le abandonaban. La rueda de su destino acababa de detenerse en la desgracia.
Halló, sin embargo, aliento para balbucear:
—¿Y el-Biruni… Ahmad el-Biruni… Qué ha sido de él?
—¡No conocemos a tu el-Biruni! De todos modos, si era amigo del cazador de codornices, debió de sufrir su misma suerte. No cabe duda.
—¡Vamos! —ordenó uno de los soldados—. Basta ya de cháchara. Tenemos que llegar a Gurgan antes de que caiga la noche.
Alí sintió que lo levantaban bruscamente del suelo. No se resistió cuando lo arrastraron fuera, donde el fresco viento del mar azotó su rostro.
—¿A dónde me lleváis?
—A la prisión de la ciudadela, a la espera de ser entregado a los enviados del Gaznawí. Creo que el rey de Gazna está impaciente por ofrecerte su hospitalidad.
Debió de perder otra vez el sentido. O quizá no había dejado de morir y volver a nacer. Tal vez así era la muerte: una sucesión de noches y días, más allá del espacio y el tiempo.
La celda donde le habían encerrado era fría y húmeda. De no ser por los altos barrotes que cerraban la ventana, por la que se deslizaba la pálida luz de las estrellas, habría podido creer que le habían enterrado vivo.
La parcial pérdida de la visión le inquietaba sobremanera. La experiencia le había enseñado que un hilo invisible unía las potencias del cuerpo a las del espíritu. Casi como un puente que cruzara un río. Si algún trastorno se producía en una de ambas riberas, la otra resultaba igualmente afectada.
Lanzó una asqueada mirada al alimento que le habían servido. El mismo desde hacía tres días. Un bol de leche cuajada y un plato de trigo cocido con grasa de dudoso aspecto.
¿Dónde estaban el cordero relleno de Setareh, los frutos secos que olían a almizcle y jazmín, las golosinas cubiertas de miel y los dorados melones de Ferghana…?
¿Tan cerca está la felicidad de la desgracia?
Hundiendo sus dedos en el trigo cocido se llevó con asco el alimento a los labios. Tenía hambre, sin embargo. El, el jeque el-rais, el príncipe de los sabios, sabía que para recobrar la lucidez de sus pensamientos, su cuerpo debía recuperar el equilibrio. Pero, algo se había roto en su interior y le decía que, en adelante, sucediera lo que sucediese, su visión de la existencia ya nunca sería la misma.
Los poderosos son ingratos y el mundo es duro…
Sí, buen el-Massihi. Hermano mío, mi ternura. Qué preñadas de verdad están las últimas palabras que pronunciaste.
Tomó el bol entre sus manos arrugadas y bebió las últimas gotas de cuajada, luego, con las yemas unidas del índice y el mayor, rebañó las paredes interiores y el fondo del bol, y pasó delicadamente sus dedos húmedos por sus párpados lastimados.
Casi inconscientemente, su puño se cerró sobre la piedra azul de Salwa, que seguía llevando a la garganta.
Si quería permanecer vivo, su memoria debía seguir despierta. Entonces, con una especie de rabia y como si fuera un niño balbuceando un poema, se obligó a recitar los noventa y nueve nombres y atributos de Dios que enseña la tradición musulmana; el centésimo se reserva para la vida futura.
—El Invencible. El Altísimo. El Grandísimo. La Verdad evidente. El Señor de los mundos. Lo Real. El Sabio. El Misericordioso…
El Misericordioso…
Cada nombre recuperado se convertía en una victoria obtenida sobre la deriva de su espíritu enfermo.
Cuando hubo terminado, susurró aliviado:
—El error ha desaparecido. El error debe desaparecer.
—¡Levántate! El comandante de la ciudadela quiere verte.
Dos hombres con uniforme negro acababan de irrumpir en su celda, sacándole de su sopor.
¿Qué día era? ¿Qué mes y de qué año?
Hizo un esfuerzo para mantenerse en pie y, vacilante, siguió a los soldados por el sombrío dédalo de la ciudadela.
Lejos, en alguna parte, una voz llorosa recitaba el Corán. En su angustia, Alí no pudo impedirse apreciar el talento de aquel desconocido. Pues todo creyente sabe que no basta conocer de memoria los versículos del Libro, también es preciso decirlos de acuerdo con reglas muy precisas. El arte de la recitación consiste en salmodiar las palabras respetando el tono, las pausas, el ritmo, los sutiles matices melódicos, sin esfuerzo ni exageración.
Cautivado por el muecín, Alí apenas advirtió que acababan de llegar al umbral de una pequeña habitación abovedada, iluminada por tres lámparas de cobre cincelado. Por todo mobiliario había, sólo, una estera de junco, una mesita redonda de madera rústica y un taburete.
Una forma estaba tendida en la estera y, junto a ella con la espalda vuelta hacia la puerta, había alguien arrodillado.
—Comandante, aquí está el prisionero —anunció uno de los soldados que acompañaban a
Alí.
El hombre se incorporó lentamente y se volvió hacia los recién llegados. Era de imponente estatura y de edad avanzada.
—Está bien —ordenó con voz grave—, dejadnos solos.
Acercándose a Ibn Sina, le observó atentamente antes de continuar:
—Tienes muy mal aspecto.
Alí se limitó a inclinar la cabeza.
—¿Quieres beber un poco de té?
—Vino, si lo tiene.
El comandante pareció escandalizado.
—¿Vino? ¿Ignoras acaso que nuestra fe nos lo prohibe?
—En ciertos casos, el alcohol puede ser un remedio eficaz.
—Si tú lo dices…
Dio una palmada gritando un nombre. Un soldado entreabrió la puerta casi de inmediato y recibió sus órdenes.
—¿Deseas algo más?
—Lamentablemente, mis deseos son en exceso numerosos para que puedas satisfacerlos todos. Sin embargo, me gustaría también un poco de leche de burra.
El sepeh-dar se asombró por segunda vez.
—Para mis párpados y mi rostro —explicó Alí pasando su índice por las curtidas mejillas.
—Ya veo.
Volviéndose hacia el soldado, dijo:
—Ya has oído. Haz lo necesario.
Sin darse la vuelta, el hijo de Sina señaló la silueta acostada.
—¿Está enfermo?
—Eres médico, tú debes saberlo.
—¿Quién es?
—Mi hijo. El único.
Y añadió muy aprisa, con cierto pudor:
—Me gustaría que le examinaras.
Alí abrió los brazos con expresión abrumada.
—¿En mi estado? Acabo de salir del Horno, ¿lo sabías?
El sepeh-dar asintió.
—Apenas veo. Mis piernas casi no me aguantan ya. Tengo la cabeza llena de noche.
En la lejanía, la admirable voz del recitador seguía implorando al Invencible.
—Te consideran teguin —dijo el hombre—. Valiente, valeroso. Si lo quieres, puedes curar a mi hijo.
—Sepeh-dar, me sobreestimas. Si tuviera tantas calidades y poderes, ¿por qué iba a permanecer en esta ciudadela?
—Se trata de algo muy distinto. ¿No lo crees así?
Alí meditó unos momentos antes de decir:
—En la corte del cazador de codornices había un hombre. Un muy querido amigo.
—¿Su nombre?
—El-Biruni. Ahmad el-Biruni.
El comandante respondió sin vacilar:
—Sé perfectamente de quién hablas: un espíritu brillante.
—¡Le conoces, pues! —exclamó Alí—. Los soldados me hicieron creer que había sufrido la misma suerte que el emir Kabus.
—Falso. Unos días antes de los acontecimientos que provocaron la muerte del príncipe, había abandonado ya el palacio.
—¿Estás seguro?
—Absolutamente. Los hombres de mi guarnición, por orden del propio emir, le acompañaron hasta las fronteras de Daylam.
—¡Que Alá sea loado! —dijo Alí liberado, de pronto, de un peso inmenso. Prosiguió enseguida—: ¿Y sabes dónde ha podido ir?
—Creí entender que pensaba dirigirse al Turkestán, a Gurgandj, para ponerse al servicio de Ibn Ma'mun.
Una melancólica sonrisa iluminó el rostro del hijo de Sina.
—Yo iba a su encuentro mientras él venía hacia mí… Decididamente, el destino de los hombres es imprevisible.
Un ronco acceso de tos interrumpió su discusión.
El comandante acudió a la cabecera del enfermo.
—¡Se ahoga!
—Apártate. Voy a examinarle, pero antes dime lo que realmente ocurrió.
—Hace una semana, diez días tal vez, comenzó a quejarse de dolores en la garganta. Su voz enronqueció y la fiebre comenzó a invadir sus miembros. Luego tuvo accesos de tos y, de vez en cuando, sufría espasmos, parecía que se ahogara. Desde hace dos días, la sensación de asfixia ha aumentado. Esta mañana ha despertado sin voz.
Mientras el hombre hablaba, Ibn Sina palpaba con atención el latido de la sangre en la arteria del enfermo. Comprobó que era rápido como una gacela.
—Tráeme una lámpara. Tengo que examinar su garganta.
El comandante obedeció.
—Mantenía sobre el rostro.
Ahora podía observar mejor los rasgos del paciente. Se trataba de un muchacho de unos veinte años, como máximo. Su rostro era de belleza casi femenina. Tenía la tez mate y cabellos castaños como la mayoría de jóvenes del país pero, cosa mucho más rara, sus ojos eran de un verde jade.
—¿Cómo se llama? —dijo Alí.
—Abú Obeid.
—Abú Obeid, ¿puedes abrir la boca?
El muchacho intentó articular un sí, pero sólo emitió un sonido confuso, incoherente. Sin embargo, hizo lo que Alí le pedía.
—Acerca la lámpara —pidió Ibn Sina a su padre.
Con la ayuda del índice, Alí comprimió la lengua para dejar al descubierto el orificio de la laringe y pudo verificar, así, que el fondo de la garganta y sus paredes estaban por completo cubiertos de membranas blancuzcas. Parecía que una araña hubiera tejido su tela en el cuerpo del enfermo, y que sólo se distinguiera la parte visible.
De pronto, el muchacho sufrió una convulsión. Su respiración se hizo más difícil, más jadeante todavía, tanto al inspirar como al expirar. Mientras, insensiblemente, sus mejillas, sus labios y su frente tomaban un color azulado.
—¡Tu puñal, a prisa! —gritó Ibn Sina.
Su interlocutor le miró con espanto.
—¡El puñal, he dicho!
El comandante sacó el arma de la vaina.
—¿Qué… qué vas a hacerle?
Ignorando la pregunta. Alí calentó la hoja en la llama. Con la mano izquierda echó hacia atrás la barbilla del muchacho, mientras, con la otra, puso la afilada hoja en la base del cuello, en un punto delimitado por dos cartílagos. Con seco gesto, ante la aterrorizada mirada de su padre, perforó la piel, creando así una abertura de una falange de longitud, aproximadamente.
Se escuchó un curioso silbido, provocado por el aire que penetraba por el orificio.
Entre tanto, el soldado había regresado a la alcoba con la jarra de vino y el bol de leche de burra solicitados.
—Ahora —dijo Alí devolviendo el puñal al comandante—, necesito semillas de adormidera picadas, miel, beleño y, sobre todo, un tubo o algo parecido: un pequeño tallo de bambú serviría.
—El tallo de bambú es más fácil de encontrar; las orillas del río Andarhaz, que atraviesa la ciudad, están llenas.
—Corre prisa, la herida no tiene que cerrarse.
El sepeh-dar se volvió hacia el soldado, que no se había movido. Le liberó de los objetos que llevaba y ordenó:
—¡Date prisa! Si es necesario, envía un destacamento al río.
Tendido en su estera, el enfermo recuperaba lentamente sus colores. La respiración se había vuelto normal y en sus pupilas brillaba de nuevo la vida. Intentó articular pero no consiguió emitir ningún sonido.
Alí, con los labios secos, se apoyó en la pared secándose, con la manga, con la mugrienta manga, el sudor que le cubría la frente.
—Sepeh-dar… la jarra.
El comandante comprendió y se apresuró a servirle.
—Perdóname —dijo solícito—, el miedo a perder a mi hijo me ha hecho olvidar tu estado.
Añadió a media voz:
—¿Está fuera de peligro?
Mientras bebía un gran trago, Alí asintió con un gesto.
—¿Es posible agujerear la garganta de un hombre sin correr el riesgo de matarle o ver cómo pierde toda su sangre? Tal vez seas un mago…
Alí murmuró con triste sonrisa:
—No, no soy un mago. Pero lamento no haberlo sido durante estas últimas semanas de mi vida.
Prosiguió:
—La garganta de tu hijo estaba infectada. La infección dio origen a ciertas excrecencias que, día tras día, iban tapando la laringe y le llevaban a la asfixia 32. En ese caso, la única solución es perforar la base de la laringe para permitir al enfermo respirar libremente 33. Sin embargo, la intervención tiene un inconveniente: mientras el orificio permanezca abierto, tu hijo se verá privado de la palabra.
—Pero el agujero… ¿Y la hemorragia…?
—Como has podido observar ha sangrado, pero no ha habido hemorragia. La experiencia me ha enseñado que en el cuerpo humano existen varios puntos como éste. No están regados por las venas mayores sino por minúsculos vasos cuya destrucción no tiene consecuencias graves.
El muchacho y su padre bebían con admiración las palabras del médico. La voz del muecín había callado y el sol comenzaba a levantarse sobre la ciudadela de Gurgan.
Alí mojó dos dedos en el bol de leche y los paseó por sus párpados, por las quemaduras de su rostro. Entonces la puerta se entreabrió y aparecieron dos soldados. El primero llevaba dos largos tallos de bambú y un bol de miel, el otro una copa llena de semillas de adormidera picadas. Lo depositaron todo en la mesa y se retiraron.
—¿Y ahora? —preguntó el comandante.
—Necesitaré de nuevo tu puñal.
Alí cortó el bambú quedándose con un pedazo de dos falanges de longitud, uno de cuyos extremos ennegreció con la llama de la lámpara más próxima; luego, volvió a arrodillarse junto al joven.
—No temas, no vas a sufrir. Sólo introduciré el tubo en la abertura que he practicado, para impedir que las carnes cicatricen, pues, si así ocurriera, la herida se cerraría y el aire no podría pasar. La asfixia te dominaría de nuevo.
Abú Obeid aprobó con un parpadeo.
—Tienes toda su confianza —observó el sepeh-dar—. Le has salvado la vida. No vas a arrebatársela ahora.
Delicadamente, tras haber separado los dos bordes de la incisión, el hijo de Sina introdujo el tubo de bambú en el orificio practicado en la base del cuello. Lo hizo penetrar un poco, aproximadamente la longitud de una uña comprobó que estuviera bien sujeto v se incorporó satisfecho.
—Ya está. Hemos terminado. Sin embargo, tienes que armarte de paciencia y permanecer tendido de espaldas durante dos o tres días. Cuando se haya restablecido el equilibrio, retiraré el tubo y cerraré la abertura con algunos puntos de sutura. Recuperarás entonces el uso de la palabra.
Con la mirada llena de admiración, Abú Obeid asintió.
—Ahora tendré que preparar un remedio muy distinto —añadió Alí dirigiéndose hacia la mesa.
Ante la curiosa mirada de ambos hombres, se dedicó a los ingredientes que le habían llevado, mezclando astutamente miel, beleño y adormidera, hasta obtener una pasta consistente.
Luego, como el alfarero trabaja la arcilla, elaboró seis conos de tamaño más o menos idéntico y los alineó al borde de la mesa.
—La pasta se endurecerá dentro de poco. Entonces —añadió dirigiéndose al padre del muchacho—, tendrás que administrarle uno de esos conos por vía rectal. Tanto al amanecer como al ocaso, durante tres días. —Volviéndose a Abú Obeid, precisó—: Y tú procurarás que el tallo de bambú permanezca en su lugar. De lo contrario, podrías tener otra vez dificultades respiratorias. ¿Me habéis comprendido bien?
El sepeh-dar se irguió, dio unos pasos y examinó a Alí con emoción.
—Alá te bendiga. Que te devuelva centuplicados tus favores.
—Alá es diligente en su juicio —dijo Alí llevándose la jarra a los labios.
Fuera nacía el rumor de la ciudad que despertaba y el grito de los primeros bateleros que trabajaban a orillas del río.
—Jeque el-rais —comenzó el comandante con voz pausada—, no sé por qué quiere el Gaznawí tu cabeza. Pero mi hijo y yo somos originarios de Balj y…
—Es curioso —interrumpió Alí sin volverse—, también mi padre era de Balj.
—Debes de saber entonces —prosiguió el sepeh-dar calurosamente—, que los hijos de Balj son auténticos creyentes y que preferirían morir antes que traicionar las Escrituras. ¿Lo sabías?
—¿Cómo puedo ignorarlo?
—En ese caso, sabes también lo que se ha dicho: «Al que devuelva la vida a un hombre, se le tendrá en cuenta como si hubiera devuelto la vida a toda la humanidad.» Así, considérate libre desde ahora mismo. Puedes salir de la ciudadela e ir a donde te parezca.
Alí miró con ojos brillantes a su interlocutor.
—Eres bueno… Eres tú quien merece el nombre de teguin.
Estuvo a punto de añadir: «¿Pero a dónde puedo ir…?»
—¿Qué les dirás a la gente del Gaznawí cuando lleguen para llevarme a Ghazna?
El sepeh-dar hizo una mueca asqueada y escupió en el suelo.
—¿Te satisface mi respuesta?
—Satisface plenamente al hijo de Sina, pero dudo que ocurra lo mismo con el hijo de Subuktegin.
—Ya me las arreglaré… Tal vez nunca lleguen. Tal vez nunca sepan que has sido encontrado.
El comandante había pronunciado estas palabras en tono enigmático.
—¿Qué quieres decir?
—Déjame hacer. Y respóndeme: ¿cuándo quieres partir?
Alí se pasó lentamente la mano por la barba y repuso con triste sonrisa:
—Conoces, como yo, el proverbio: «Camina con sandalias hasta que Dios te procure zapatos.» Lamentablemente, mírame, ni siquiera tengo sandalias; los caminos de Daylam tienen fama de difíciles y tal vez Alá tenga otras prioridades.
—Comprendo. ¿Qué más puedo hacer? Pide. Todo te será concedido.
—Plantas ante todo, plantas para curarme y curar a los demás, pues mi profesión es mi único deber y mi único recurso; dos noches de sueño en una estera limpia; una auténtica comida y… —hizo una pausa antes de concluir—, sandalias…
El comandante posó una amistosa mano en su hombro.
—Así será. Desde ahora compartirás la alcoba de mi hijo y partirás cuando consideres que has recuperado las fuerzas. Ahora tengo que dejaros, los deberes de mi cargo…
—Ni siquiera sé tu nombre…
—Osmán.
—¿Y tu hijo? Abú Obeid, ¿no es verdad?
—Eso es. Se llama Abú Obeid el-Jozjani.