DECIMOCTAVA MAQAMA

Dominados rápidamente, los había llevado a una tienda, con los pies y las manos atados. El primer pensamiento de Alí fue para su compañera. Se sintió aliviado al verla tendida junto a Jozjani. Llevaba el rostro descubierto.

—Decididamente, esos individuos tienen un extraño concepto del espíritu de fraternidad y de generosidad.

—Unos bandidos, eso es lo que son —silbó Abú Obeid.

—¿Qué harán con nosotros? —preguntó Yasmina un poco perdida.

—¿Cómo saberlo? Sólo espero que no mantengan relaciones con la corte de Daylam.

—¡No van a mantenernos prisioneros indefinidamente! —No. No lo creo. A menos que…

La muchacha supo enseguida que la frase, dejada voluntariamente en suspenso, se refería a ella.

—¿Quieres decir que corro el peligro de interesarles? Se disponía a responder cuando la tela que cerraba la entrada de la tienda fue apartada brutalmente. Irrumpió uno de los hombres de el-Sabr. Sin decir una sola palabra, desenvainó su puñal y cortó de un golpe seco las ataduras que aprisionaban al médico.

—Sígueme. El jefe quiere verte.

Instantes más tarde, le introdujeron en la tienda de el-Sabr.

Envuelto en una nube de humo azul, el jefe estaba sentado, con las piernas recogidas, en una alfombra de seda. Su mano sujetaba displicentemente un kaiyan, una pipa de opio. A su alrededor, dispersos, estaban los manuscritos de Ibn Sina.

No lejos, una mujer grácil, con el rostro descubierto, estaba medio tendida en una estera. Sus ojos, sombreados por largas pestañas, se mantenían bajos. Apenas advirtió la llegada del médico. A su lado había un recipiente lleno de carbones encendidos.

Con gesto indolente, el-Sabr invitó al jeque a sentarse. Mientras le estudiaba, se llevó a los labios la boquilla de la pipa. Echando la cabeza hacia atrás, saboreó en silencio su placer.

—Toma —dijo al cabo de un momento tendiéndole el kalyan—. Es del mejor. Espero que sea de tu gusto…

Alí se lo agradeció y aspiró, a su vez, dos profundas bocanadas.

—Reconozco perfectamente la incomparable calidad de los campos de Isfahán.

El ayyar señaló a la mujer tendida.

—Es Jadija, mi esposa, mi favorita. ¿No es una auténtica belleza?

La mujer levantó la barbilla con una mueca desdeñosa.

—Mudable e indomable como el viento —comentó el jefe con tristeza.

Barrió el aire con gesto de despecho y tomó uno de los manuscritos.

Tratado sobre la naturaleza de la plegaria —comenzó con voz neutra.

Entreabriendo la última página, recitó:

—En menos de media hora, expuesto a muchas distracciones, he compuesto este tratado con la ayuda de Dios y por su abundante gracia; por ello pido a todo lector que haya recibido, por la gracia del Altísimo, su parte de inteligencia y rectitud de espíritu, que no divulgue mi secreto, aunque esté al abrigo de cualquier malvada represalia por mi parte. Confío mi asunto sólo al Señor; pues sólo él lo conoce, y nadie más salvo yo mismo. Firmado: Abú Alí el-Josayn ibn Abdallah ibn Sina53.

—¿Conoces al autor de ese texto? —dijo el-Sabr tras una pausa.

Alí respondió, impávido:

—Como si fuera yo mismo. Es un filósofo. Al menos, así se considera.

Sin aguardar más, el ayyar tomó otra obra:

—Libro primero del Canon de la medicina.

Buscando de nuevo la última página, prosiguió: —El sello de la obra es una acción de gracias. Nuestra próxima tarea será compilar la obra sobre los Simples, con el permiso de Alá. Que Él quiera ayudamos, y démosle gracias por sus innumerables favores. Firmado: Abú Alí el-Josayn ibn Abdallah ibn Sina.

—Un filósofo que es también un médico…

—Alabado sea Alá. Tenemos en Persia hombres de calidad.

El-Sabr movió la cabeza pensativamente y tomó un tercer volumen.

—Tratado sobre la música… Quien ha transcrito esta obra es la criatura más humilde, la que más pecados tiene, Abú Alí el-Josayn ibn Sina; que Alá le ayude a concluir su vida en las mejores condiciones…

Al llegar a este punto, cierta tensión se había apoderado de los rasgos del ayyar.

—Un filósofo que es también un médico, que es también un musicólogo —dijo con voz burlona.

Alí no hizo comentario alguno.

—Mira —prosiguió el-Sabr fumando su pipa con aire absorto—, me parece curioso, de todos modos, que un mercader de libros se limite a vender sólo un autor.

—Creo que te equivocas. Si has examinado el contenido del baúl de cuero habrás encontrado, sin duda, obras de Ptolomeo y…

—¡Basta ya! ¡Por un libro de tu Ptolomeo hay diez de Ibn Sina! Y no lograrás convencerme de que puedes ganarte la vida proponiendo una oferta tan limitada. No, se trata de otra cosa.

—¿Qué insinúas?

—Nada. Salvo que todo eso confirma mis dudas.

Con sus redondos ojos clavados en Alí, concluyó separando bien las palabras:

—No eres un mercader. Tu nombre no es Abd el Kitab.

—Propónme otro…

El ayyar aspiró una bocanada antes de decir:

—Abú Alí el-Josayn ibn Abdallah ibn Sina. ¿No tengo razón?

—Y si fuera así, ¿qué importancia tendría?

—¡Una gran importancia! No soporto equivocarme. He basado siempre mis acciones y mis actitudes en una inigualable intuición. Y mis humores se verían profundamente trastornados si alguien me demostrara que no soy infalible. Responde, entonces…

El hijo de Sina tendió lentamente la mano hacia la pipa de opio.

—¿Qué sabes del hombre cuya identidad me imputas?

El-Sabr se encogió de hombros.

—Nada. Nada salvo que, aparentemente, me parece poseer un espíritu poco común.

—¿Eres sincero? ¿Realmente no sabes nada de él?

El ayyar pareció escandalizado:

—Seas quien seas, te prohíbo dudar de mi palabra. A veces robo, pero nunca miento. Respóndeme ahora.

Alí exhaló una pequeña nube de humo.

—Puedes estar tranquilo, hermano mío. Tus intuiciones son inigualables.

—¡Ah! —dijo con amplia sonrisa—. Prefiero este lenguaje. Y, para probártelo, te invito a compartir un melón de Farghana.

Se dirigió a un cesto de frutas que estaba sobre un cofre adornado con arabescos.

—Mira —dijo blandiendo un melón—. Huele este perfume.

Inclinándose hacia su favorita, propuso dulcemente:

—¿Quieres también, niña de mis ojos?

La mujer tuvo, de nuevo, una curiosa reacción. Escupió en el suelo y se volvió de lado.

—Decididamente… —dijo el-Sabr molesto—, son tan versátiles como las camellas. Desenvainando su puñal, cortó la fruta en dos partes iguales y regresó hacia Ibn Sina.

—De modo que eres médico —prosiguió sentándose—. ¿Pero por qué me has mentido?

—Hermano, la mentira es, ciertamente, una de las taras de los hombres. Pero permite ganar tiempo.

—Intentabas, pues, preservarte de algo.

Alí no pudo sino confirmar.

Cortando una gruesa raja de melón, el-Sabr la tragó de un bocado.

—Deduzco que puedo sacar de ti cierto beneficio.

—Siempre he creído que lafutuwwa atacaba sólo, por principio, a los poderosos. Defendía a la viuda y al huérfano. No imaginaba que fuerais de los que tienden la mano 54. Me engañaba, pues.

El ayyar levantó el índice.

—No formas parte de los poderosos. Pero eres, sin duda, el servidor de uno de ellos. Un servidor huido. Tu cabeza debe de tener precio. Entregándote, sólo disminuiré la bolsa de un rico.

Alí hizo un gesto de abnegación.

—Singular razonamiento contra el que, lamentablemente, no tengo arma alguna…

—Hay algo más. La mujer que te acompaña. ¿Es realmente tu esposa?

—En cierto modo.

—¿Desde cuándo la conoces?

—Hace unas semanas. ¿Por qué tantas preguntas?

El ayyar se tendió en la alfombra y dijo frotándose la barbilla:

—Sabe que, mientras hablamos, uno de mis hombres no debe de poder conciliar el sueño. Está convencido de haberla visto en alguna parte. En una ciudad, Bagdad probablemente. Pero, ¡ay!, es incapaz de recordar cuándo y cómo.

Alí frunció el entrecejo, repentinamente preocupado.

Recordó las discusiones que había mantenido con Yasmina, pensó en todas las preguntas que habían quedado sin respuesta.

—Ignoro cuáles son tus proyectos —dijo el-Sabr—, pero permíteme recordarte el famoso proverbio: No deposites nunca tu confianza en estos tres seres: el rey, el caballo y la mujer…

Alí prosiguió, interrumpiendo al ayyar:

—… pues el rey está hastiado, el caballo es fugaz y la mujer pérfida… Sí, hermano mío, lo sé. Y te responderé simplemente: raras veces se venera al rey y no se fornica con el propio caballo. En cambio, se ama a una mujer y se le hace el amor. Sólo debemos guardarnos de que nos duela en exceso. En fin, si es posible…

Había adoptado un tono indiferente pero, en el fondo, las confidencias del jefe le habían turbado mucho.

La irónica voz de la favorita de el-Sabr le sacó bruscamente de su reflexión:

—¿Y qué debe decirse de los hombres que ni siquiera hacen el amor a su mujer?

El ayyar estalló:

—¡Ya basta! Si sigues calentándome las orejas te mandaré a la tienda de tus compañeras.

Y prosiguió, irritado:

—Bueno. Ahora cuéntame tu historia. Quiero saberlo todo.

Y ante su expresión dubitativa, se apresuró a precisar secamente:

—¡Ten cuidado, Ibn Sina! Esta noche no estoy de humor para titubeo. Habla, y no me hagas esperar. Un individuo de tu inteligencia debe saber que no tiene elección. Podría mostrarme mucho menos hospitalario. Te escucho.

La amenaza era inútil. Cuando había entrado en la tienda, Alí sabía ya que toda resistencia sería inútil. Se confió entonces. Reveló, a grandes trazos, su situación junto a la reina, junto a Majd el-Dawla. El ataque a Raiy, la intervención de Shams y su huida. Cuando hubo terminado, el ayyar se levantó de golpe:

—Buyíes, samaníes, gente del serrallo… todos son iguales. Ratas prisioneras de su propia ratonera. No siento respeto alguno por esos individuos. Carecen de nobleza alguna. Su único interés se limita a disputarse jirones de nuestra tierra, como los buitres se disputan el cadáver de una gacela. Tengo que reflexionar. Mañana decidiré tu suerte y la de tus amigos. Vete ahora. Necesito dormir.

Alí saludó. Al retirarse, lanzó una discreta mirada a la favorita. Tenía la expresión más hosca que nunca.

Pasaron diez días.

Sólo en la mañana del decimoprimero, el jefe de los ayyarun hizo llamar a su prisionero. Apenas hubo penetrado en la tienda, Alí advirtió el estado de nerviosismo en el que el-Sabr estaba sumido.

—¡Malditas sean las mujeres! —silbó recorriendo la estancia—. ¡Malditas sean esas criaturas del diablo! ¿Qué piensas de Jadija?

—Pero…

—¡Sin rodeos! Quiero tu opinión.

Atónito, el jeque intentó encontrar la palabra justa.

—Puesto que me autorizas a ello —comenzó prudentemente—, te diré que es una mujer muy agradable.

—¿Qué más…?

—Apetitosa…

—¿Algo más?

—Perdóname, hermano mío, pero no sé nada de tu favorita. Cómo podría…

—Eres un hombre de ciencia. Eres un sabio. Un escritor. ¡Debes de ser capaz de juzgar a tus congéneres con una sola mirada!

Alí meditó por unos instantes. Era evidente que el-Sabr deseaba escuchar palabras precisas. ¿Pero cuáles?

—Es única —dijo bruscamente—. Única porque tú la amas.

Los rasgos del ayyar parecieron relajarse de pronto, se dejó caer en la alfombra de seda con el rostro entre las manos.

—Sí —gimió—. Sí, la amo. Y este amor es causa de todos mis males.

—Confíame tu problema.

Con el rostro entre las manos, el hombre murmuró:

—Quiere abandonarme… Me desprecia. Y su desprecio me abrasa como un tizón. ¿Crees que es posible morir de amor?

—Sí…, hermano mío… A veces. Pero, tranquilízate, es una muerte de la que se regresa. El universo está lleno de fantasmas de amor.

El ayyar apartó sus manos y levantó suavemente la cabeza. Estaba, en verdad, desesperado.

—¿Tus conocimientos pueden explicar lo inexplicable?

—¿Qué te preocupa?

El-Sabr vaciló antes de declarar con un hilo de voz:

—Mi virilidad me ha abandonado…

Alí creyó haberlo oído mal.

—Sí —prosiguió el jefe de los ayyarun, herido. Y para subrayar sus palabras, se puso la mano en el sexo—. Ya no me obedece. Refunfuña ante la tarea. Se zafa como un corcel ante el obstáculo. Tú mismo lo has dicho, mi mujer es apetitosa. Y yo sé que su grupa es más hermosa que la de una yegua. Sus pechos parecen dos astros. Y su piel tiene el perfume del mango.

—¿Le haces el amor, de todos modos? —se inquietó Alí lleno de perplejidad.

—¿No me siento ya lo bastante humillado como para que tu pregunta aumente mi humillación? Naturalmente que le hago el amor. Pero la desgracia ha puesto en mis brazos a una esposa insaciable. Una loba cuyos deseos se renuevan sin cesar. A su modo de ver, la primera unión es sólo un preludio. Yo quedo satisfecho. Mi miembro se apaga como una llama con la primera ráfaga de viento… ¿Qué puedo hacer? ¿Es la edad, tal vez? ¿O quizás estoy enfermo?

Se apresuró a preguntar.

—¿Estoy enfermo?

Alí quiso tranquilizarle:

—No, hermano mío. Pero ¿sabes?, la virilidad del hombre no es siempre constante. Influenciable, cambia con los humores, las estaciones, los alimentos. Nada alarmante hay en ello. Puedo afirmar que eres tan sólido como una roca.

—¿Y entonces? ¿Qué puedo hacer para satisfacer a mi Jadija? La amo, no quiero perderla. ¡Me ha amenazado con arrojarse en brazos del primer camellero! Y yo… nunca podría aceptarlo. Si mañana la sorprendiera engañándome, su cabeza rodaría por un arrozal de Mazandarán, y con ella la de su amante. ¡Lo juro por el Invencible!

—Tranquilízate, tal vez tenga una solución a tu problema.

Los ojos de el-Sabr se abrieron de pronto.

—Sí —prosiguió Alí—. Cuando la caña se inclina, es preciso levantarla. Cuando el tallo desfallece, necesita un tutor.

—¿Qué sugieres?

—Hay una sustancia pulverulenta que se extrae de la corteza de un árbol y que tiene la facultad de permitir a quien la absorbe recuperar la virilidad de sus veinte años 55. Dos horas antes de encontrarte con tu amada, te bastará beber una decocción para recuperar el ardor del león.

A medida que el médico hablaba, la expresión de el Sabr iba convirtiéndose en la de un niño maravillado.

—Júramelo —balbuceó boquiabierto—. Júrame, por el santo nombre del Profeta, que todo lo que dices es cierto.

Alí respondió afirmativamente.

—¿Podrías prepararme ese mágico remedio para esta noche?

—Da gracias a la Providencia. Pues el árbol en cuestión no crece en nuestro país. Pero, tranquilízate, tengo algunos fragmentos de corteza que compré hace algunos meses a un mercader de hierbas.

El ayyar cerró los ojos por un instante. Alí se dijo que, sin duda, por su cabeza desfilaba la ardiente visión de sus futuras hazañas.

—Hijo de Sina, te propongo un pacto: si tu milagrosa poción actúa como has dado a entender, tus amigos y tú podréis marcharos, libres, hacia donde queráis. En caso contrario…

Hizo una pausa antes de concluir en tono seco:

—En caso contrario… Será para mí un placer, mañana mismo, amputarte los órganos genitales y clavarlos en la punta de mi lanza. ¿Te conviene el pacto?

El jeque tragó saliva con dificultad.

El lacerante redoble de los tamboriles apoyaba los frenéticos movimientos del bailarín. Sentados en círculo, a su alrededor, con el rostro iluminado por las llamas y el oro de las estrellas, los hombres le alentaban palmeando fogosamente. Sobre el campamento, la luna brillaba redonda y llena. La tienda de el-Sabr estaba cerrada.

Tendido en su estera, con el cuerpo reluciente de sudor, Alí tomaba fervorosamente la boca de Yasmina. Sus labios se unieron con extraordinaria intensidad. Sus salivas se mezclaron, intentando confundir sus lenguas en una apasionada búsqueda.

—Si mañana debo ser castrado, haz, Alá, que esta noche sea la noche de todo mi amor…

Yasmina, con una conmovida expresión en la penumbra, le ofreció sus labios con mayor ardor todavía.

Sus cabellos sueltos formaban en el suelo una mancha oscura que se diluía en el rubio color de la estera. De pronto, la obligó a arrodillarse entre sus muslos y atrajo la cabeza de la muchacha hacia su bajo vientre. Lanzó un gemido cuando la lengua de su amante acarició los secretos de su carne, y se tendió más aún hacia ella. Con una especie de desesperanza, asió las sienes de la mujer y lanzó su sexo a su encuentro. Lentamente, ella le llevó al borde del placer y, luego, más allá, con tanta fuerza que Alí exhaló un grito conmovedor, casi un sollozo.

Inmediatamente, la tomó de los hombros y la atrajo hacia su pecho, cubriéndola de besos, oliendo la miel y el ámbar de su piel.

—Te quiero… amada mía. Te quiero como se ama la felicidad y la vida.

Ella quiso responderle pero no consiguió articular palabra alguna. Sólo se acurrucó, desesperadamente, contra él, con todas sus fuerzas, incrustando los dedos en su espalda, agarrada a su cuerpo como si ante ella se abriera un espantoso abismo de infinito.

—Cuando se dice que en el corazón del hombre el amor es como una llama devoradora, creo que es verdad…

—¿Y ahora, Alí, amado mío, temes menos al amor?

—Muy al contrario. Lo temo mucho más… Sin duda porque sé ya que la primera mirada que te dirigí no era la primera; que nuestro primer encuentro no fue el primero. Como sabía también que, cuando llegue la hora de separarnos, nada será lo bastante fuerte para mantenernos separados.

Calló. En el exterior, el agudo son de una flauta se había unido al tamboril. Prosiguió:

—Pero sé también que esas convicciones han reforzado mi fe en la eternidad y en la inmortalidad del alma… A veces, eso me ayuda a olvidar mi miedo. ¡Pero qué importa…! Ardamos, amor mío. Ardamos, porque esta noche puede ser mi última noche…

Las manos de Alí se deslizaron, enfebrecidas, por el busto de Yasmina, hacia su talle y sus caderas. Su mano derecha bajó más aún, se inmovilizó sobre la cálida rendija que dormía entre sus muslos, y su dedo mayor rozó la corola estremecida de rocío, arrancando un suspiro a la mujer.

—Tu cuerpo es mi página de oro —dijo dulcemente— y yo soy el cálamo…

Ella se ofreció naturalmente a sus caricias, durante mucho tiempo, por un tiempo infinito, hasta que advirtió que la había penetrado. Fue, primero, una posesión lenta, dulce; pero adoptó enseguida otro aspecto; más intenso, más fuerte. Levantó las piernas de la muchacha, las dobló casi contra su busto para introducirse más en ella. Yasmina tuvo la fugaz visión de una ola cortada por la quilla y apretó los labios para no gritar. En la violencia del abrazo, el dolor llegó muy pronto a confundirse con el placer, una intensa quemadura invadió todos sus poros, como si el sol descendiera a lo más profundo de ella misma. Lágrimas de felicidad corrieron por sus nacaradas mejillas. Su espíritu vaciló. Ya no se pertenecía. Liberó sus piernas, su cuerpo se arqueó bajo la intensidad del placer y, lánguida ya, se dejó caer.

Aquel desmesurado roce se repitió una vez y otra hasta que llegó la aurora, consumiéndose en mil caricias, mil fulgores, hasta que la voz deJozjani les arrancó de su locura.

—¡El-Sabr! ¡El-Sabr quiere verte enseguida!

Había llegado el alba.

De buenas a primeras se dijo que, sin duda, era víctima de una alucinación. Que el miedo a morir inventaba un espejismo o que la noche de amor que acababa de vivir había trastornado su razón. Y, sin embargo, él estaba allí. De pie, junto a el-Sabr. Real. Le sonreía.

—Mahmud… —balbuceó con un nudo en la garganta—. Mahmud, hermano mío… ¿Eres tú?

El joven se limitó a asentir, tan conmovido como el jeque.

Alí dio un paso más. Inseguro. Sin advertirlo casi, su mano se tendió hacia la mejilla de su hermano menor. De pronto, le tomó de los hombros y le atrajo contra su pecho.

—¿Pero cómo… cómo has llegado hasta aquí?

Mahmud movió la cabeza con cansancio.

—No ha sido sencillo. Eres más difícil de seguir que el viento de shamal.

El-Sabr, con las manos en las caderas, observaba la escena con evidente placer.

—Me siento feliz —dijo invitando a sentarse a los dos hermanos—. Feliz de haber contribuido a vuestro encuentro.

Aunque la pregunta le abrasaba los labios, Ibn Sina no se atrevió a preguntar al ayyar sobre su noche.

—Cuéntamelo todo —le dijo a Mahmud—. ¿Cómo está nuestra madre?

Mahmud aceptó la taza de té que el-Sabr le tendía y apartó el rostro sin responder.

—Setareh… Se trata de nuestra madre —dijo Alí palideciendo de pronto.

El joven seguía evitando su mirada.

—Respóndeme, hermano… Te lo ruego. El silencio es, a veces, más penoso que algunas verdades. ¿Le ha sucedido algo a nuestra madre?

Mahmud se decidió a hablar por fin:

—Ha muerto… Setareh ha fallecido. Una mañana de Sawwal. Cuando me disponía a dirigirme a los campos, se derrumbó ante mis ojos. Creo que ni siquiera tuvo tiempo de comprender que se moría. No pude hacer nada.

Alí se sintió presa de la náusea. Permaneció silencioso, mirando el vacío.

Abd Allah… el-Massihi… Setareh… Los seres a quienes más amaba en el mundo le habían abandonado uno tras otro. Todo el absurdo de la muerte regresó de nuevo a su espíritu. ¿Por qué, Dios mío? ¿Por qué ese traqueteante camino por el que debemos avanzar y que sólo desemboca en las tinieblas? ¿Por qué ofrecernos los placeres de la vida y decidir, de pronto, algún día, arrebatárnoslo todo? ¿De qué servía, cuando llegaba el momento de cerrar los ojos, toda su ciencia?

La voz de su hermano menor le arrancó de sus pensamientos.

—Salí de Bujará una semana después de su muerte. No me sentía ya con ánimos de vivir entre aquellos muros.

—¿Pero cómo has encontrado mi rastro?

—Ya te lo he dicho: no fue sencillo. Tu última carta me informaba de que estabas en Gurgandj, con el-Biruni. Fui pues a aquella ciudad para saber, de boca del propio visir, el-Soheyli, que estabas en Daylam. Tras haber pasado un mes en el Turkestán, donde encontré un empleo de pescador, me puse en camino hacia el mar de los Jazares. Allí me aguardaba una nueva decepción: te habías marchado hacia un destino desconocido. Pero el Altísimo debe de querernos; puso en mi camino a un tal el-Jozjani.

—¡El padre de Abú Obeid!

—Eso es. En su última carta, su hijo le decía que estabais en la corte de Raiy. Me dirigí pues a Raiy y, allí, caí en plena Gehenna. La ciudad era pasada a sangre y fuego. Se libraban batallas en cada esquina. Shams el Dawla, el príncipe de Hamadhan, había caído sobre los turcos e intentaba recuperar la ciudad. Cien veces estuve a punto de dejar la piel.

—¿Sabes quién venció?

—Shams.

Había respondido el-Sabr.

Explicó:

—Las informaciones que he obtenido son bastante sorprendentes. Shams, cansado de las luchas intestinas que enfrentaban a su madre y su hermano menor, Madj, furioso sobre todo al ver que tales luchas habían tenido como consecuencia la funesta intervención del Gaznawí, decidió, tras haber obtenido la victoria sobre los turcos, encarcelar a Majd y expulsar a la Sayyeda de Yibal. A su modo de ver, era el único medio de poner fin a lo que denominaba «juegos del diablo». Según las últimas noticias él ocupa hoy el trono de Raiy. Madj está encerrado en el fuerte de Tabarak y la Sayyeda vagabundea por Djibal.

—Es un modo bastante enérgico de imponer orden —observó Alí con escarnio—. A fin de cuentas, tal vez fuera la única solución.

—Sin duda alguna —afirmó el ayyar—. Si el litigio entre madre e hijo hubiera proseguido, puedo asegurarte que todo Djibal y Daylam reunidos habrían caído en manos de los gaznawíes.

Mahmud prosiguió:

—En Raiy, uno de los médicos que estaba a tus órdenes me dejó suponer que habías huido al país de las hachas. Seguí pues tus pasos.

—¿Y cómo nos has encontrado entre los ayyarun?

—La casualidad… una vez más. Esta mañana, a la vista del campamento, he hecho lo que no he dejado de hacer en las últimas semanas: he interrogado, he acosado a la gente por el camino. Uno de los hombres de el-Sabr me ha llevado ante él. He dicho tu nombre…

Alí se volvió hacia el ayyar, que se adelantó a la pregunta:

—¿Por qué ocultar tu presencia? Tal vez ayer… pero hoy ya no.

Hizo una pausa antes de declarar:

—Sólo tengo una palabra. Te la di. A partir de hoy, tú y tus amigos sois libres de ir a donde os parezca.

El jeque quiso expresarle su agradecimiento. Pero cambió de opinión. En ciertos momentos las palabras no tienen gran valor.

Cuando los dos hermanos iban a abandonar la tienda, el-Sabr añadió, con una sonrisa en los labios:

—Ibn Sina… Que el Omnipotente te proteja, vayas a donde vayas. Me has devuelto mi amor… ¡Y mi orgullo!

«Dos días después, llegamos a Qazvin.

»Era una aldea insignificante, compuesta por pequeñas casas de adobe, erigida en una verdeante llanura, llena de bosques. La tierra era fértil, surcada por pequeños ríos como el Herhaz, el Talar o el Tedjen, abundante en fruta pero, sin embargo, malsana a causa de las aguas estancadas. Los hombres de Qazvin, como la mayoría de los habitantes de Mazandarán por otra parte, vivían de la pesca, de aves acuáticas, del cultivo del arroz, del tejido de lino y de cáñamo. Pero, más allá de tan apacible imagen, el lugar no era seguro; numerosas tribus belicosas, indisciplinadas, sembraban el desorden entregándose a crímenes y pillajes.

»Nuestra riqueza se reducía a algunos centenares de dirhams y, por lo tanto, comenzamos instalándonos en un khan que estaba a una milla 56 del poblado. Al día siguiente de nuestra llegada, el jeque comenzó a vivir otra vez de sus consultas y Mahmud encontró un empleo junto a un pescador, lo que, pocas semanas más tarde, nos permitió alquilar una pequeña casa a orillas del Talar.

»El jeque el-rais comenzó, allí, a escribir una epístola a la que llamó Al-Niruzya, que incluía la explicación del sentido misterioso de las letras del alfabeto que se hayan al comienzo de ciertos suras del Corán. Elaboró, en una semana, un Canon de las tablas astronómicas. Un compendio de hechizos y talismanes así como un tratado de alquimia: El espejo de las maravillas.

»Durante los tres meses que pasamos en Qazvin, añadió a sus escritos tres obras más: El coloquio de los espíritus tras su separación del cuerpo, Los postulados de los anales del tiempo pasado y una alegoría filosófica: Historia de Salaman y de Absal.

»Concibió todo aquello sin abandonar, nunca, la redacción del tercer libro del Canon, que concluyó en el camino entre Talar y Tedjen. Esta segunda parte comprende las definiciones de la enfermedad y de sus causas. Es un libro de patología.

»Su resistencia física y sus facultades cerebrales seguían maravillándome. Citaré, como prueba, el incidente de esta noche.

»Esta noche es la última de rabi el-awwal, el corazón del otoño…

»Un viento fresco riza las aguas del río y, alrededor de la casa, los árboles son manchas amarillentas en las riberas del crepúsculo.

»Mahmud, Yasmina, el jeque y yo nos hemos reunido en la estancia principal, donde acabamos de concluir una frugal comida, sentados no lejos del cursi.

»Para quienes lo ignoren, el cursi es un gran agujero cuadrado, aproximadamente de un codo de profundidad y tres de anchura, en el que se hace arder carbón. Colocamos sobre las brasas una mesita de madera, de unos tres codos de alto, por lo menos, y la cubrimos con una gran manta que llega hasta el suelo. De este modo, el calor se difunde agradablemente por la pieza; existe, por lo demás, una curiosa superstición vinculada al cursi y que afirma que, si se desea provocar la lluvia, basta con marcar el compás, con un músico, sobre la mesa.

»0bservo a mi maestro con el rabillo del ojo y me satisface comprobar que su humor es sereno. Es la primera vez que lo veo tan relajado desde que llegamos a Qazvin. Mientras Mahmud repara una red de cáñamo, Yasmina y el jeque han iniciado un juego que se basa en las facultades mnemónicas del rais.

»¿Puedo confesarlo? Algo irritado, aprovecho la ocasión para intentar cogerle en falta.

Corro hacia el lugar donde he guardado mis notas y regreso con un compendio.

»—¡Jeque el-rais! Perdona que te interrumpa, pero creo que tus libros te son demasiado familiares como para que puedas cometer un error. Te propongo, en cambio, una tarea algo más difícil. ¿Puedes decirme las cifras sugeridas por todos los astrónomos árabes, todos hasta hoy y sin excepción, referentes a la menor, la mayor y la media distancia geocéntrica del planeta Zuhal?

»El jeque me observó con una sonrisita y, tras cierto tiempo de reflexión, dijo:

»—¿Por qué no?

»Comenzó.

»Me permití transcribir la lista citada de memoria por el jeque. No tenía ni un solo error. Sin embargo, me apresuro a tranquilizar al lector impaciente y refractario, sin duda, como yo, a las cifras, precisando que la transcripción se limita sólo a los últimos cálculos. En caso contrario, habría cubierto ampliamente la página.

»El jeque comenzó de un tirón:

»—Según el-Battani, Ptolomeo y los autores posteriores, el diámetro aparente de Saturno es, en la distancia media, la octava parte del diámetro del sol. De ahí, utilizando el valor numérico de la distancia media, evalúa el verdadero diámetro de Zuhal en 47/24 del diámetro de la Tierra. Esta dimensión, elevada a la 3.a potencia, establece el volumen del planeta en 79 veces el de la Tierra.

»Recuperando el aliento, prosiguió:

»—El-Battani observa que los diámetros aparentes del planeta en el perigeo y el apogeo están en relación de 12/5 a 1. Respectivamente de 7 a 5. Sobre esta base, evalúa el alejamiento de Zuhal en el perigeo en 12.924 radios terrestres, y en el apogeo en 18.094; por lo que se refiere a su alejamiento medio, estaría en 15.509 radios terrestres. A saber que la distancia real geocéntrica es, en cifras redondas, 14 veces más considerable: 224.000 radios terrestres. Algunos años más tarde, el astrónomo al-Farghani propondrá, para la distancia menor, 14.405 radios terrestres, para la media 17.2571/2 y para la mayor, 20.110…

»Detendré aquí la avalancha de cifras, rogando, humildemente, al lector que no me tenga en cuenta tan arduo pasaje. Pero, a mi modo de ver, aunque pueda parecer simplista, era indispensable para dar una pequeña muestra del prodigioso espíritu del hijo de Sina.

»Pronto hará tres años que vivo a su lado. A menudo me he preguntado sobre el devenir de su posteridad.

»A la vista de las líneas precedentes, tal vez algunos consideren que mi maestro vive una vida disoluta, que es un libertino, entregado a los excesos del vino, o también un opiómano que sólo se preocupa por los placeres de la carne. Otros le acusarán de ser sólo un plagiario de Galeno o de Hipócrates; sin duda se criticará su estilo de escritura y se le acusará de estar huero y lleno de énfasis. Pero yo sé y puedo afirmarlo con fuerza: ¡Leed a Galeno, leed luego al hijo de Sina! ¡Qué diferencia! En uno es la oscuridad, en el otro la luz. Que el Altísimo os conceda tener algún día, entre las manos, el Canon que concluiremos con la ayuda de Alá, y podréis comprobar que reina en él un orden perfecto y un método riguroso.

»Voluntariamente he evitado abordar el aspecto filosófico de la obra del jeque para no desalentar a quien me lea algún día. Es preciso saber que mi maestro era un espíritu en exceso penetrante y demasiado lleno de absoluto como para no superar las ciencias particulares. Diré que lo que yo percibo de esa empresa filosófica es el trabajo de un científico que se esfuerza por llevar las teorías griegas al nivel de lo que el estudio de lo concreto necesita expresar. Afirmo también que es un innovador en lógica, corrigiendo los excesos de abstracción que, en Aristóteles, que fue sin embargo su gran maestro, no permite tener lo bastante en cuenta el cambio, presente en el mundo terrestre en todas partes y en cualquier instante.

»¿Es o no un místico? Mientras escribo estas líneas, reconozco mi incapacidad para responder esta pregunta. Tal vez el porvenir me conceda la respuesta. De momento, guárdeme el Clemente de adelantarme, tengo la sensación de que intenta llegar a un dios filosófico, que percibo muy distinto al dios coránico o bíblico. Pero nos queda, o al menos eso espero, un largo camino para recorrer juntos; al final resplandecerá la verdad…

»Llaman a la puerta. Tenemos un visitante…

»Fue a abrir Mahmud.

»En el umbral había dos hombres de uniforme. Con el rostro lleno de polvo. Fatigados los rasgos. Un tercer hombre permanecía sobre su montura.

»—¿Eres el jeque Alí ibn Sina?

»Asustado, Mahmud se volvió hacia Alí.

»—No conocemos a nadie de ese nombre —se apresuró a replicar el jeque.

»El soldado dio un paso hacia delante. Su mirada escrutó uno a uno los rostros.

»—Decidme vuestra identidad —ordenó tras un silencio.

»—¿Pero qué ocurre? —se inquietó el-Jozjani—. ¿Qué queréis de nosotros?

»—Vuestras identidades —repitió el soldado limpiándose nerviosamente el polvoriento mentón.

»Yasmina, dominada por el miedo, cogió la mano del jeque. ¿Quiénes podían ser aquellos hombres? ¿Enviados de la reina? ¿Espías de Majd el-Dawla? ¿Hombres del Gaznawí? Su uniforme le recordaba vagamente algo…

»El segundo soldado había entrado, a su vez, en la casa. Parecía menos paciente que su colega.

»—¡No vamos a pasar la noche aquí! —ladró—. Los aldeanos nos han dicho que encontraríamos aquí al llamado Abú Alí ibn Sina, médico de Qazvin. ¿Por qué mentís?

»El hijo de Sina lanzó un suspiro resignado.

»—Tus informaciones son exactas. Pero el jeque se ha marchado esta tarde a Amol. No regresará antes de diez días.

»—¿Por quién nos tomas? —replicó el hombre—. ¡Hace un momento afirmabas no conocer a nadie de tal nombre! ¿Cuándo debo creerte?

»—¡Ya basta! —interrumpió su camarada—. Acabamos de pasar dos noches a caballo y no vamos a perder más tiempo.

»Giró sobre sus talones y se dirigió hacia el tercer soldado, que se había quedado en su montura.

»Se advertía que Mahmud estaba dividido entre el deseo de arrojarse al cuello de los militares y el de conservar una calma inspirada por Alí. No tuvo tiempo de reflexionar mucho. El soldado regresaba ya; sostenía a un muchacho de unos veinte años, y todos pudieron ver que carecía de su pierna izquierda.

»El hijo de Sina comprendió enseguida que estaba ante el herido a quien había operado unos meses antes, tras la batalla de Raiy.

»—¿Bueno? —preguntó el soldado—. ¿Reconoces al que te amputó?

»Antes de que el joven pudiera responder, Alí le dijo:

»—Me satisface volverte a ver, amigo mío, y comprobar que has sobrevivido…

»—Gracias a ti, jeque. Como ves, no he olvidado…

»Ibn Sina sonrió melancólicamente.

»—No sé si debo alegrarme…

»—¿De modo que no te has marchado a Amol? —observó con ironía uno de los soldados.

»—¿Qué queréis de mí?

»El muchacho se apresuró a explicar:

»—No debes temer nada. Nos ha enviado nuestro amado príncipe Shams el-Dawla. Está enfermo, se siente muy mal. Desde que regresó a Hamadhan, le corroe el dolor.

»—¿A Hamadhan? —se extrañó el-Jozjani—. Pero, tras su victoria, le creíamos en Raiy, dueño de la ciudad.

»—Lo fue. Pero por razones políticas, que no comprendemos por otra parte, devolvió el trono a su hermano Majd y autorizó a la Sayyeda a volver a palacio.

»Alí inclinó la cabeza pensativo mientras el otro proseguía hablando:

»—Nuestro príncipe supo de tu existencia de los propios labios de Majd. Pronto hará diez años que sufre y no hay en Persia un solo médico que haya conseguido aliviarle. Al parecer, le han asegurado que eres el mayor de los sabios. Nos ha encargado pues que te llevemos a su cabecera. Necesita tus cuidados.

»—¿Cuándo debemos partir?

»—Inmediatamente.

»—¿Y mis amigos? ¿Y mi esposa?

»—Te aguardarán. Cuando el emir esté curado podrás regresar a Qazvin.

»El hijo de Sina, fatalista, inclinó la cabeza.

»—Amada mía… —dijo acariciando la mejilla de Yasmina—, ¿recuerdas lo que te dije hace apenas unos meses? El filo de la espada…»