DECIMOQUINTA MAQAMA

—¿Acaso el maestro de los sabios es también maestro de los asesinos?

La reina dejó de maltratar su pañuelo de seda y lo arrojó al suelo con mal contenida rabia. El jeque no rechistó.

—Nunca he alentado el asesinato. Nunca. Conozco mejor que nadie el precio de la vida.

—¡Mentira! Estoy al corriente de todo. ¡Para ti, la vida no tiene más importancia que un plato de lentejas! Mi vida, al menos.

—No es cierto, Sayyeda.

En los ojos violeta de la reina nació un fulgor.

—Cuando la estupidez abofetea la inteligencia, la inteligencia tiene derecho a portarse estúpidamente…

Había pronunciado lentamente las palabras, obteniendo de cada sílaba algo más de furor.

—Tus espías tienen buen oído… Es indiscutible. Pero sólo estaba citando a un filósofo y…

—¡Judío!

Alí hizo una mueca condescendiente:

—Judío, lo reconozco. Pero una frase sacada de su contexto puede ser interpretada de mil modos distintos y…

La Sayyeda le interrumpió en seco.

—¿Qué sentido darías a ese tipo de máxima? ¡Yo sólo veo en ella una incitación al crimen! ¿Es eso lo que pretendes? ¿La muerte de una madre herida por su hijo? ¿Eso has venido a sembrar bajo mi techo?

—Alteza… No he sembrado nada que no hubiera brotado ya antes de mi llegada a la ciudad.

—¿Qué quieres decir?

—Que hace muchos años ya que la cizaña crece en el campo. La enfermedad de Majd el-Dawla es esa cizaña.

—Y en vez de intentar curarlo, no has encontrado nada mejor que acelerar la enfermedad con solapados e injustos consejos.

—Ignoro lo que te han contado tus espías. Pero permíteme recordarte que dar una opinión sobre un tema no es aconsejar.

La reina se acarició maquinalmente la papada, cerrando los ojos.

—¿Niegas que el príncipe te visitó ayer por la noche?

—En absoluto.

—¿Reconoces que hablasteis de las diferencias que nos enfrentan?

—Necesitaba hablar con alguien… Le escuché. Como se escucha a un amigo.

Los rasgos de la Sayyeda se endurecieron. En ella todo revelaba que estaba agotando su paciencia:

—Escúchame bien, hijo de Sina —y era la primera vez que le llamaba así—. ¿O, tal vez, debiera decir… Ben Sina?

Alí creyó haberlo oído mal.

—Te lo repito: Ben Sina. Pero yo, cuando utilizo las palabras nunca lo hago por juego. Nunca lo hago inocentemente.

Calló para evaluar mejor el efecto de sus palabras Luego, con voluntaria indiferencia, levantó lentamente la mano derecha separando los dedos y miró el diamante de puras aguas que adornaba su auricular:

—¿Acaso eres sólo un ladrón de sedjadeh49, Ibn Sina? Tus orígenes no son claros. Nadie ignora la conversión de tu padre al ismaelismo.

—Mi padre era un buen musulmán.

—¿Puedes tú decir lo mismo?

—No encontrarás, en todo el país chií, a otro más convencido que yo…

La reina soltó una risita divertida.

—Eso es… Un chií convencido. Como tu madre, claro.

Alí pareció vacilar bajo el golpe de un invisible ariete.

—Mi madre —susurró con voz que la emoción hacía temblar—, mi madre era buena y digna.

La reina iba a interrumpirle, pero esta vez fue él quien le impuso silencio.

—Es una discusión estéril y ambos podemos caer en arenas movedizas. Prefiero pues detenerme aquí. Considérame, desde ahora mismo, dimitido de mis funciones en el bimaristán. Saldré de palacio y, si es necesario, de la ciudad.

—¡Ni hablar!

Abandonando el trono de un salto, con el nerviosismo de una leona, bajó los tres peldaños de mármol rosa que la separaban de él y caminó en su dirección, señalándole con el índice.

—¡Ni hablar! ¿Acaso tu condición de sabio te dispensa de respetar el protocolo? ¡Nadie se despide de la reina, es ella la que despide! ¡No se dimite, la reina expulsa! Permanecerás en tu puesto mientras lo considere necesario y útil para la ciudad. ¿Está claro?

Estás al borde de un precipicio… un paso más y…

Volviendo a su memoria, aquella frase pronunciada por el-Massihi, algunos años antes, le hizo el efecto de algo que había vivido ya. Al mismo tiempo, evaluó su inmensa vulnerabilidad. Ante la amenaza de los príncipes la ciudadela a cuyo abrigo está convencido de vivir cualquier individuo no es, en realidad, más que una miserable choza. Apretando los puños, se inclinó con deferencia, y fue el primer extrañado cuando halló el valor de declarar:

—Hágase según el deseo de la reina.

Un brillo de victoria se encendió en la mirada de la Sayyeda.

—Eso está mucho mejor, jeque el-rais.

Complacida, le observó en silencio, deleitándose en lo que, sin duda, consideraba una guerra ganada.

—Pero añadiré algo más: Nos sentiríamos realmente muy contrariados si, en el futuro, supiéramos que mi hijo sigue recibiendo consejos de un filósofo. Aunque sea judio… Ahora, puedes marcharte.

La luz se deshilacha tras los contrafuertes de los montes Elburz. No falta mucho para que el ocaso se apodere de todo Yibal.

Alí aflojó la rienda, imponiendo el paso a su caballo bayo para evitar que tropezara en la tortuosa senda que llevaba hacia el saliente natural excavado en la montaña. El aire frío hacía temblar las desnudas ramas de los escasos árboles de aquel atormentado paisaje. Con temeroso pataleo, la bestia estuvo a punto de caer al abismo que se abría a la izquierda de la senda, y recobró el equilibrio por los pelos.

Llegaron finalmente a un promontorio formado por lava seca, en cuyo centro se levantaba una roca malva surcada por algunas ranuras. Alí palmeó el cuello del animal, descabalgó y ató la brida a un tronco desnudo. Luego, tomó el zurrón de la silla. No era la primera vez que venía aquí. Conocía de memoria los menores recovecos del lugar. Ni los hierbajos ni la húmeda tierra donde quedaban marcadas las huellas de sus botas, ni tampoco las rocas de obsidiana tenían secretos para él. Aquí había iniciado el estudio de los movimientos geológicos. Aquí había redactado, también, su estudio sobre la Causa del mantenimiento de la Tierra en su lugar. Tomó una hoja, el cálamo y el tintero, y dejó vagar su espíritu.

Allí hacia el norte, la etérea superficie del mar de los Jazares parecía un espejo de plata. El este ofrecía la nivosa cresta del Demavend, la cima más alta de Persia 50. Al oeste se alargaba la inmensa llanura amarillenta del Rihab.

Alí sintió que la serenidad regresaba, poco a poco, a él. Las frases de la Sayyeda desaparecían bajo el influjo del silencio. La paz se apoderaba lentamente de su alma. Se sentía bien. Estaba solo. Fuera del alcance del tumulto y de la mediocridad de los humanos. Tomó su cálamo y utilizando la superficie plana de la roca como pupitre, escribió encabezando la página: Remedio para los distintos errores administrativos.

Más abajo:

No es conveniente que quien deba gobernar las bestias sea una de esas bestias. No es conveniente que quien deba gobernar a los pérfidos sea uno de esos pérfidos. No es conveniente que quien deba gobernar a la masa sea uno de la masa… No, es necesario que sea, al menos, un muchachito más inteligente que ella.

El sol ha desaparecido al otro lado de la tierra. Ahí está la noche. Las palabras se han diluido en las tinieblas.

Alí ha guardado sus hojas. El frío quema sus falanges. Se envuelve en su manto y se acuesta en el suelo.

Sabe que el sueño tardará en llegar…

El tercer día le halló en el mismo lugar. Y también los días siguientes. Así hasta el séptimo. Las hojas se amontonaron a su alrededor. Sentado, con las piernas cruzadas, frente al horizonte, permanece inmóvil. Tanto que podría confundírsele con el paisaje. El tintero está seco. Seco como se han vuelto los rasgos de su rostro. No ha bebido nada. No ha comido nada desde hace siete días. Sus ojos se han hundido en las órbitas, aunque no han perdido un ápice de su fulgor; diríase, incluso, que son más vivos.

El alba asciende suavemente del mar. Alí se ha levantado. Con los brazos caídos a lo largo de su cuerpo, murmura: Dios es Grande…

El roce de unas hierbas y el inseguro paso de un caballo que bajaba por la senda le hicieron volverse. Un jinete apareció entre los árboles. No, eran dos. En el porte del primero Alí reconoció enseguida a el-Jozjani; el que le seguía le era desconocido. Cuando le identificó, su sorpresa fue inmensa. Se trataba de la mujer de las escamas: Yasmina.

Ambos jinetes descabalgaron casi al mismo tiempo. Y el-Jozjani corrió hacia su maestro. Incapaz de pronunciar una sola palabra, le tomó de los hombros y le estrechó con todas sus fuerzas. Cuando aflojó el abrazo, sus ojos estaban llenos de lágrimas.

—Jeque el-rais… —balbuceó—. Alá es misericordioso. Te ha devuelto a mí.

Alí posó una mano fraternal en la mejilla de su discípulo.

—¿Por qué iba a arrebatarme?

Su atención se dirigió a la muchacha, que seguía sin decir nada. Ella se adelantó a la pregunta:

—Te creí muerto…

—¿No lo recuerdas, pues? ¿Acaso no me dijiste, no hace poco, que el Omnipotente no quería a los infieles?

—Te hemos buscado por todas partes —gimió el-Jozjani—. Día y noche. Registramos cada rincón de Raiy. Y estabas aquí… ¿Pero cómo has podido aguantar el frío? ¿Sin alimentos? ¿Sin agua?

—Al parecer —observó Yasmina con una pizca de ironía—, Alá ha dotado al jeque de una resistencia física que iguala, al menos, su poder intelectual.

Alí se volvió lentamente hacia ella:

—¿Por qué estás aquí?

El-Jozjani repuso:

—Se preocupaba al no verte en el bimaristán. Acudió a mí.

El hijo de Sina la sermoneó con fingida severidad:

—De modo que has abandonado el hospital sin la autorización del primer director. ¿Sabes que eso es muy grave?

—Estoy curada, jeque el-rais. Puedes comprobarlo.

Uniendo el gesto a la palabra, se subió las dos mangas del vestido y le ofreció sus brazos desnudos. Una ojeada le bastó al médico para advertir que decía la verdad. No quedaba rastro de los eritemas.

—Eres un buen médico…

Decididamente, una vez más, aquella mujer le intrigaba.

Advirtió que su corta estancia en el hospital la había transformado profundamente. Su rostro, bronceado por el sol al que se había expuesto, había recuperado su antigua belleza. ¿Pero se trataba realmente de belleza? No, se trataba de otra cosa. Tal vez del aura que emanaba de todo su ser; del modo como se movía, del fuerte y tierno sonido de su voz. O también de aquella vibración de la mirada, absolutamente singular. De hecho, era sencillamente mujer. Mujer hasta en el aire que expelía, en el perfume que brotaba de su piel.

—Tuve miedo por ti…

Lo había dicho en un tono neutro. Pero él descifró en su expresión el fervor de las palabras.

Yasmina añadió dulcemente:

—¿No crees que es ya hora de regresar a palacio?

La noche había caído sobre Raiy.

Con la cabeza apoyada en el vientre de Yasmina Alí parecía dormir pero, en realidad, estaba respirando el meloso perfume de su piel.

Habían hecho el amor. Y, en aquellos instantes, se había preguntado sobre la exactitud del verbo ¿Podía aplicarse realmente a lo que acababan de vivir? Mientras había durado su abrazo, se habían introducido en él reminiscencias procedentes de más allá, que parecían brotar de la noche de los tiempos. De antemano conocían los gestos, las respiraciones del otro; la presencia de sus recíprocos deseos sorprendentemente anticipados. La experiencia de amores pasados le había enseñado que raras veces dos cuerpos, desconocidos aún la víspera, pueden alcanzar la perfecta ósmosis. Sin embargo, el milagro se había producido. Se habían bebido el uno al otro, sus labios se habían entremezclado, unidos, desposados con el fervor de la arcilla que regresa a su molde. Se habían abrasado, consumido, ignorando ya cuál de ellos era el sebo y cual la llama. En realidad, no habían hecho el amor… Sólo se hablan reconocido.

—¿Qué me sucede? —dijo Alí como hablando consigo mismo—. Vive en mí algo que, hasta hoy, yo no conocía. ¿Comprendes?

Ella pasó dulcemente la mano por su nuca.

—Lo comprendo, Alí ibn Sina. Pero, a diferencia de ti, aunque nunca hubiera sentido eso de lo que hablas sabía que existía. Confusamente. Como se sabe de una tierra sin nunca haberla conocido.

Él se tendió a su lado. Se le veía conmovido.

—Y sin embargo, no debo… Yo no.

Sus dedos se cerraron bruscamente sobre la piedra azul que colgaba de su cuello.

—Ves esto —comenzó dulcemente—. Por aquel entonces sólo tenía dieciocho años. Una vecina me la regaló para agradecerme que hubiera salvado a su marido. Recuerdo todavía las palabras que pronunció, y terminó diciendo: «Ningún mal de ojo hará presa en ti…» Soy un hombre de ciencia y no creo en lo irracional. He escrito incluso una obra sobre el tema titulada: Refutación de las predicciones basadas en los horóscopos. Sin embargo, algo me dice que sin esta piedra habría muerto más de una vez. Pues desde que abandoné Bujará mi vida ha caminado por el filo de una cimitarra. Y hoy…

—¿Hoy?

—Ignoras muchas cosas. Raiy conocerá graves acontecimientos. Una vez más, mi situación se hará muy precaria. Puedo perder mi cabeza.

La expresión de la muchacha se transformó de pronto.

—¿Tú? ¿Estás en peligro?

Alí lo confirmó.

—Perdóname, pero ignoro por completo los problemas de esta ciudad.

—Es cierto. Lo olvidaba.

Advirtió bruscamente que seguía sin saber nada de aquella mujer. Preguntó:

—¿De dónde eres? Habíame de tu vida.

Ella guardó silencio antes de responder a media voz:

—¿Lo crees realmente útil? ¿Saber de dónde venimos, quiénes somos, cambiaría el presente?

Se acercó algo más a él.

—No me pidas que despierte mi memoria. Las puertas se han cerrado; abrirlas me haría daño. Te lo ruego.

Tal vez algún día, más tarde…

Ibn Sina decidió respetar su deseo.

Ella prosiguió:

—¿Por qué has dicho que iban a producirse graves acontecimientos?

—Creo que estamos en vísperas de una revolución. Tendrá la originalidad de oponer una madre a su hijo. La actual regente al príncipe heredero.

—¿Es posible hacer correr la propia sangre?

—Estás muy lejos de los meandros de la política y de la sed de ambición de los príncipes que nos gobiernan. Para esa gente, la justicia es sólo lo que aprovecha el más fuerte. Siempre, sean del bando que sean.

En los labios de Yasmina apareció una sonrisa:

—Si en toda Persia existe un hombre que odie las cosas del Estado, creo que está a mi lado. ¿Pero no es simplista tu condena? ¿Acaso no es necesario gobernar a los pueblos? ¿Un rebaño no necesita pastor?

—Sólo porque imaginas pastores que procuran el bienestar de sus bestias. Lamentablemente, estoy convencido de que la mayoría sólo desean utilizarlas en su beneficio. Pero lo que más me apena es que los Pueblos sufren una doble enfermedad: la ausencia de memoria y la ceguera. Lo que les confiere la extraña actitud de glorificar a quienes odiaban la víspera, y de odiar mañana a quienes veneran todavía hoy.

—¿Y qué piensas hacer tú?

—Nada. Aguardar. Estoy en uno de los platillos de la balanza. Sólo puedo esperar que se incline a mi favor.

—¿Del lado de la reina?

—No. Del lado del príncipe…

—¿Qué presientes?

—Te sorprenderá… pero tengo la sensación de que ambos platillos van a ser barridos…

Los ojos de Yasmina se abrieron de par en par y sintió que el invierno se apoderaba de todo su cuerpo.

—¿Por ello decías: «No debo…»?

La atrajo contra su pecho.

—Quienes son mis íntimos conocen los mismos peligros que yo. Su existencia se une a la mía en el filo de la cimitarra. ¿Tengo derecho a exponerles así? ¿Se tiene derecho a arriesgar la vida de aquellos a quienes se ama?

No respondió enseguida, pero sintió que algo se había quebrado en ella.

—¿Crees que me equivoco?

Movió la cabeza.

—No lo sé, hijo de Sina. Sé sólo que, en el pasado, vivía en el filo del que hablas, y sólo conocí sufrimiento y envilecimiento. Perdóname pues si me duele pensar que hoy, por primera vez, habría podido pagar el mismo precio, pero a cambio de la felicidad…

Apenas había acabado ella de hablar cuando, bruscamente, como el movimiento de la marea que asciende hacia la playa, brotó en su memoria una de las predicciones del músico ciego. Hacía mucho tiempo ya, en la noche del Turkestán: Has amado, pero todavía no conoces el amor. Lo encontrarás. Tendrá la tez del país de los rumí, y los ojos de tu tierra. Seréis mucho tiempo felices. Te defenderás de él, pero será tu amor más duradero. Te guardará consigo, porque lo habrás hallado. No está lejos, duerme en alguna parte, entre Turkestán y Djibal.

Durante las semanas siguientes, las torres de vigía vieron pasar numerosos mensajeros. De Yibal a Daylam. Y de Daylam al Turkestán.

Como el cadí había insinuado durante la reunión que había tenido lugar en el fuerte de Tabarak, la reina, habiéndose enterado de la conspiración que se tramaba, no vaciló en recurrir al príncipe kurdo Hilal ibn Badr, que se apresuró a llevar sus tropas hasta las puertas de Raiy. Pero llegó dos días tarde: la ciudad y el palacio estaban ya en manos de los rebeldes mandados por Osmán. La reina debía su salvación a la abnegación de su guardia personal. Se decía que había huido a las montañas de Elburz.

Ante la posición estratégica del enemigo, el emir kurdo no tuvo más elección que sitiar la ciudad. A partir de entonces, los platillos de la balanza que Ibn Sina había evocado parecieron dar cierta ventaja al príncipe heredero.

Transcurrió el invierno. Llegó la primavera y la situación no cambió. Luego, los efectos del sitio comenzaron a notarse y, en a ciudad, crecieron la inquietud y el nerviosismo. A mediados del mes de du-l-qa'da Majd el-Dawla estaba solo, desamparado, en lo más agudo de sus tomentos. Cierta mañana se sinceró con el jeque, que intentó, como pudo, tranquilizarle.

—¿Acaso no lo entiendes? Nuestra resistencia toca a su fin. Raiy está exangüe. No aguantaremos ya mucho tiempo.

—Príncipe, nada sé del arte de la guerra, pero tal vez el ejército debiera intentar una salida.

—Eso es, exactamente, lo que estoy repitiéndoles al visir y al comandante Osmán. Pero hacen oídos sordos. Tengo la impresión de hablar con piedras.

—Esperan, sin duda, que los kurdos se cansen primero. A fin de cuentas, un asedio no puede durar mil años.

Presa de gran angustia, Majd iba y venía por la habitación.

—No, jeque el-rais, no. Se trata de otra cosa. Si no conociera por completo su plan, juraría que parecen esperar socorro.

—¿Socorro? ¿Pero de dónde puede venir? Sabemos perfectamente que ni el gobernador de Kirman ni el emir de Rihad, ni tampoco el califa de Bagdad, están dispuestos a intervenir en este asunto.

Con el rostro muy tenso, Majd el-Dawla unió sus manos y exclamó rabioso:

—¡Ah, si al menos pudiera leer el porvenir!

Lamentablemente, ese don no pertenece al hombre, ni siquiera a los príncipes de sangre. Y aunque hubiera sido así, el joven soberano nunca lo hubiera creído. Pues cómo creer un solo instante que el socorro que había presentido, aquel socorro esperado por el visir Ibn el-Kassim se hallaba, precisamente, a tres días de camino de Raiy y se llamaba Massud. Massud, el propio hijo de Mahmud el Gaznawí. Rey de Gazna.