Capítulo VIII
El malhumor de Moncin
A las nueve, las dos mujeres encerradas en un despacho reducido seguían sin pronunciar una palabra. Sentadas sobre unas sillas de respaldo recto, porque no había sillón en aquel cuarto, se mantenían inmóviles, como en la sala de espera de un médico o de un dentista, sin el recurso de hojear una revista.
—Una de las dos se ha levantado para abrir la ventana —dijo Janvier, que había ido en busca de noticias—, luego, ha vuelto a ocupar su sitio y ya no se oye nada otra vez.
Maigret no había pensado que una de las dos, en todo caso, ignoraba el crimen de la noche.
—Di que les lleven unos periódicos. Que los dejen encima de la mesa, como si fuera una costumbre y que los coloquen de manera que desde su sitio puedan ellas ver los grandes titulares.
Coméliau había telefoneado ya dos veces, la primera desde su casa, donde debía haber leído el diario al desayunar, la segunda, desde el Palacio de Justicia.
—Contéstale que me han visto en la casa y que están buscándome.
Una pregunta importante estaba ya resuelta por los inspectores que el comisario había enviado temprano con una misión. Por lo que se refería a la madre de Moncin, la respuesta era sencilla. Le era posible entrar o salir de la casa de la calle Caulaincourt a cualquier hora de la noche, sin molestar a la portera, pues, como propietaria del inmueble, tenía una llave. Y la portera, apagaba la luz en su vivienda y se acostaba a las diez de la noche, o lo más tarde, a las diez y media.
En el bulevar Saint-Germain los Moncin no disponían de llave. La portera se acostaba más tarde, alrededor de las once. ¿Era éste el motivo de que los ataques, salvo el de la noche anterior, se habían perpetrado a una hora bastante temprana? Mientras no se metía en la cama y el portal estaba abierto, la portera prestaba sólo una atención distraída a los inquilinos que volvían del cine, del teatro o de pasar la velada en casa de unos amigos.
Por la mañana, abría ella el portal a eso de las cinco y media para verter los cubos de la basura en la acera y volvía a su portería para arreglarse. A veces, se acostaba de nuevo una hora más.
Lo cual explicaba, para Marcel Moncin, la posibilidad de haber salido sin ser visto, después del ataque fallido, a fin de desprenderse del traje en los malecones.
¿Pudo su mujer salir la víspera por la noche y volver bastante tarde, probablemente pasada medianoche, sin que la portera recordara haber tirado del cordón?
El inspector, de regreso del bulevar Saint-Germain, respondió afirmativamente.
—La portera pretende que no, claro es —explicó a Maigret—. Los inquilinos no son de la misma opinión. Desde que enviudó tiene ella la costumbre, por la noche, de beber dos o tres copas de no sé qué licor de los Pirineos. A veces, hay que llamar dos o tres veces para que abra la puerta y lo hace medio dormida, sin oír el nombre que los inquilinos murmuran al pasar.
Llegaron otros informes, en mezcolanza, algunos por teléfono. Se supo, por ejemplo, que Marcel Moncin y su mujer se conocían desde la infancia y que habían ido juntos a la escuela comunal. Un verano, cuando Marcel tenía nueve años, la mujer del farmacéutico del bulevar de Clichy se lo llevó de veraneo con sus hijos, a una «villa» que habían alquilado en Etretat.
Se supo también que, después de su casamiento, el joven matrimonio había vivido durante varios meses en un cuarto que la señora Moncin, madre, puso a su disposición en la casa de la calle Caulaincourt, en el mismo piso de ella.
—Que vayan a buscar a Moncin a su calabozo. Si es que no está ya, claro es, en el despacho de Coméliau.
Janvier, desde su puesto de observación, oyó levantarse a una de las mujeres y luego, el arrugamiento de una hoja de periódico. No sabía de cuál de las dos se trataba. Sin embargo, ninguna voz se dejó oír.
El tiempo era de nuevo claro, brillaba el sol, pero la atmósfera era menos pesada que los días anteriores, pues una ligera brisa hacía estremecer el follaje y, a veces, los papeles encima de la mesa.
Moncin entró sin decir nada, miró al comisario a quien se contentó con saludar con un imperceptible movimiento de cabeza, y esperó a que le invitasen a sentarse. No había podido afeitarse, y su barba clara desdibujaba un poco la tersura de su rostro; parecía así más blandengue, con los rasgos como tiznados, sin duda, por el cansancio.
—¿Le han enterado de lo que ha sucedido anoche?
Él contestó con reproche:
—Nadie me ha hablado.
—Lea usted.
Le tendió el diario que publicaba la reseña más detallada de los sucesos de la calle de Maistre. Mientras el detenido leía, el comisario no le quitaba el ojo; y estuvo seguro de no equivocarse: la primera reacción de Moncin fue la contrariedad. Frunció el entrecejo, sorprendido, disgustado.
A pesar de la detención del decorador,
una nueva víctima en Montmartre.
Por un instante, pensó en una trampa, quizá en un periódico trucado a propósito, para hacerle hablar. Leyó con atención, comprobó la fecha en lo alto de la página y se convenció de que el suceso era cierto.
¿No hubo en él una especie de cólera reprimida, como si le frustrasen algo?
Al mismo tiempo, reflexionaba, intentaba comprender, parecía encontrar al fin, la solución del problema.
—Como usted ve —dijo Maigret— alguien se esfuerza en salvarle. ¡Tanto peor si eso le cuesta la vida a una pobre muchacha, apenas llegada a París!
¿No hubo una furtiva sonrisa en los labios de Moncin? Se esforzó en contenerla, pero se reveló, pese a todo, como una satisfacción infantil, que él reprimió en seguida.
—Las dos mujeres están aquí… —prosiguió Maigret sin mover apenas los labios, fingiendo no mirarle.
Era una extraña lucha, como él no recordaba haber entablado nunca otra igual. Ni el uno ni el otro se movían sobre un terreno estable. El menor matiz contaba, un temblor de labios, un parpadeo.
Si Moncin estaba fatigado, más lo estaba el comisario, quien, además, sentíase asqueado. Había intentado una vez más poner el asunto, tal como estaba, en manos del juez de instrucción, que ya saldría del apuro.
—Dentro de un momento las traerán, y se explicarán ustedes.
¿Cuál fue la sensación de Moncin en aquel instante? ¿Furor? Era posible. Sus pupilas azules se tomaron más fijas, sus mandíbulas se apretaron y lanzó al comisario una breve mirada de reproche. Aunque quizá fue también miedo, pues, al mismo tiempo, subió el vaho de la víspera a su frente, y aparecieron unas gotitas de sudor sobre su labio.
—¿Sigue usted obstinado en callarse?
—No tengo nada que decir.
—¿No cree usted que es hora de que esto termine? ¿No piensa usted, Moncin, que es sin duda un crimen de más? Si hubiera usted hablado ayer no habrían cometido éste.
—No tengo nada que ver en eso.
—¿Sabe usted, no es cierto, cuál de las dos ha decidido, estúpidamente, salvarle?
Ya no sonrió él. Por el contrario, se endureció aún más, como si guardara rencor a la que había hecho aquello.
—Voy a decirle lo que pienso de usted. Es usted un enfermo, probablemente, pues quiero creer que un hombre de cerebro normal no obraría en ningún caso como usted ha obrado. Es ésta una cuestión que les incumbe resolver a los psiquiatras. Peor para usted si le declaran responsable de sus actos.
Le seguía espiando.
—¿Confiesa usted que le vejaría si dictaminaran que es usted irresponsable?
Pasó, en efecto, un fulgor por los ojos pálidos del hombre.
—Poco importa. Ha sido usted un niño como otro cualquiera, al menos en apariencia. Un hijo de carnicero. ¿Le humillaba esto de ser hijo de un carnicero?
No necesitaba respuesta.
—Esto humillaba a su madre, que veía en usted una especie de aristócrata ignorado en la calle de Caulaincourt. No sé a qué se parecía el buen hombre de padre. Entre tantas fotografías piadosamente conservadas por su madre, no he encontrado ni una sola de él. Supongo que a ella le avergüenza. En cambio, desde su más temprana niñez, le han fotografiado a usted de todas las maneras, y a los seis años le encargaban un costoso traje de marqués, para un baile de disfraces. ¿Quiere usted a su madre, señor Moncin?
El detenido continuó callado.
—¿No ha acabado por pesarle, el sentirse velado en esa forma, tratado como un ser frágil que requiere cuidados constantes?
»Hubiera usted podido rebelarse, como tantos otros en su caso, romper las ataduras. Escúcheme bien. Algunos, más adelante, se ocuparán de usted y no andarán con rodeos.
»Para mí, sigue usted siendo un ser humano. ¿No comprende que eso es precisamente lo que intento, hacer brotar en usted la chispita humana?
»No se ha rebelado usted, porque es indolente y tiene usted un orgullo inconmensurable.
»Otros nacen con un título, una fortuna, criados, un tren de comodidades y de lujo a su alrededor.
»Usted ha nacido con una madre que ha personificado para usted todo eso.
»Aunque le ocurriese lo que fuera, su madre estaba allí. Usted lo sabía. Podía usted permitírselo todo.
»Únicamente tenía usted que pagar el precio: su docilidad.
»Pertenecía usted a esa madre. Era usted su cosa. No tenía usted derecho a llegar a ser un hombre como los demás.
»¿Ha sido ella la que, por temor a que empezase usted a tener aventuras, le casó a los veinte años?»
Moncin le miraba con intensidad, pero no era posible adivinar el fondo de su pensamiento. Había una cosa cierta: le halagaba que se ocupasen de él en aquella forma, que un hombre de la talla de Maigret se inclinase sobre sus actos y sus gestos, sobre sus pensamientos.
Si el comisario se equivocaba de pronto, ¿no iba él a reaccionar, a protestar?
—No creo que haya usted estado enamorado, porque está demasiado pendiente de sí mismo para eso. Se casó usted con Yvonne para estar tranquilo, tal vez con la esperanza de librarse así de la influencia de su madre.
»Desde chiquilla, esta Yvonne se quedaba pasmada de admiración ante el muchachito rubio y elegante que era usted. Parecía usted hecho de otra pasta que sus pequeños camaradas, aun siendo hijo de un carnicero.
»Su madre se dejó embaucar por aquella admiración.
—No creo que haya usted estado enamorado, porque ella le moldearía a su antojo y les instaló a ustedes dos en el mismo piso, para tenerle a usted más bajo su férula.
»¿Todo esto, verdad, no basta para explicar que uno mate?
»La verdadera explicación no vendrá de los médicos, que no harán como yo, sino esclarecer una de las caras del problema.
»Sólo usted conoce ese problema en su totalidad.
»Ahora bien, tengo la convicción de que sería usted incapaz de explicarse.»
Obtuvo esta vez una sonrisa en la que había un reto. ¿Significaba aquello que, si él quería, Moncin podría hacer sus actos comprensibles para todos?
—Voy a terminar. La bobalicona se ha revelado, no sólo como una verdadera mujer, sino como una hembra tan acaparadora como la madre de usted. Entre ellas dos comenzó la lucha, en la que era usted el envite, mientras que, sin la menor duda, le boleaban a usted de una a otra.
»Su esposa ganó la primera partida, puesto que le arrancó a usted de la calle Caulaincourt y le trasladó a un piso del bulevar Saint-Germain.
»Le abrió a usted un nuevo horizonte, un nuevo ambiente, nuevas amistades; y, de vez en cuando, usted se escapaba para volver a Montmartre.
»¿No fue entonces cuando empezó usted a sentir hacia Yvonne las rebeldías que había usted tenido contra su madre?
»¡Las dos, Moncin, le impedían a usted ser un hombre!»
El detenido le lanzó una mirada cargada de rencor y, luego, bajó los ojos hacia la alfombra.
—Eso es lo que imaginaba, lo que se esforzaba usted en creer. Pero en el fondo sabía usted muy bien que no era cierto.
»No tenía usted valor para ser un hombre. No lo era usted. Las necesitaba a las dos, necesitaba el ambiente que ellas creaban en torno a usted, necesitaba usted su admiración, su indulgencia.
»Y esto era precisamente lo que le humillaba.»
Maigret fue a plantarse ante la ventana para tomar aliento y se secó la frente con el pañuelo, con los nervios tan estremecidos como los de un actor que llega al paroxismo, encarnando a un personaje.
—No contestará usted, bien está, y sé también por qué le es imposible contestar: sería demasiado penoso para su amor propio. Esa cobardía, ese compromiso perpetuo en el que ha vivido usted le resulta demasiado doloroso.
»¿Cuántas veces ha sentido usted el deseo de matarlas? No hablo de las pobres mujeres desconocidas que ha atacado usted en la calle. Hablo de su madre y de su esposa.
»Apuesto a que, de niño o de adolescente, se le ha ocurrido a usted alguna vez la idea de matar a su madre para liberarse.
»¡No se trataba de un verdadero proyecto, no! Era uno de esos pensamientos que se achacan a un impulso de rabia.
»Y lo mismo ha sucedido después con Yvonne.
»Era usted el prisionero de las dos. Ellas le alimentaban, le cuidaban, le mimaban, pero al mismo tiempo le poseían. Era usted su cosa, su bien, que se disputaban entre ellas.
»Y usted, boleado entre la calle Caulaincourt y el bulevar Saint-Germain, se iba quedando parecido a una sombra para tener tranquilidad.
»¿En qué momento, por qué, bajo la influencia de qué emoción, de qué humillación más violenta que las otras se produjo la impulsión? No lo sé. Sólo usted podría responder a esta pregunta, y ni siquiera estoy seguro de ello.
»Lo cierto es que se le ocurrió a usted el proyecto, al principio vago y, luego, cada vez más concreto, de afirmar su personalidad.
»¿Cómo afirmarla?
»En su profesión no, porque usted sabe que ha sido siempre un fracasado o, lo que es peor, un aficionado. Nadie le toma a usted en serio.
»¿Cómo afirmarla entonces? ¿Por medio de qué acción resonante?
»Porque, para satisfacer su orgullo, era preciso que fuese resonante, era preciso un gesto del que todo el mundo hablase, que le diera a usted la sensación de que se cernía por encima de la multitud.
»¿Se le ocurrió a usted entonces la idea de matar a las dos mujeres?
»Era peligroso. Las indagaciones se habrían dirigido automáticamente hacia usted, y no hubiese habido nadie para apoyarle, para adularle, para animarle.
»Era, sin embargo, a ellas, a las mujeres dominadoras a las que usted odiaba.
»Y fue a unas mujeres a las que usted acometió, en la calle, al azar.
»¿Sintió usted algún alivio, Moncin, al descubrir que era usted capaz de matar? ¿Le dio la impresión de que era usted superior a los otros hombres, o simplemente de que era usted un hombre?»
Le miró a los ojos, duramente, y su interlocutor estuvo a punto de caerse de espaldas con su silla.
—Porque matar ha sido siempre considerado, desde que el hombre existe, como el mayor crimen; hay hombres que consideran que eso supone un valor excepcional.
»Me figuro que, por primera vez, el 2 de febrero, eso le produjo a usted un alivio, un momento de enajenación.
»Había usted tomado sus precauciones, porque no quería usted pagar su pecado, ni subir al cadalso, ir a la cárcel o a algún manicomio.
»Es usted un criminal burgués, señor Moncin, un criminal refinado, un criminal que tiene necesidad de sus comodidades, de atenciones delicadas.
»Por eso, desde que le vi, siento la tentación de emplear con usted los métodos que tanto reprochan a la policía. Usted tiene miedo de los golpes, del sufrimiento físico.
»Si le abofetease, se desplomaría usted y quién sabe si, por temor a un segundo golpe, preferiría confesar.»
Maigret debía tener un aspecto terrible, sin querer, excitado como estaba por la cólera que se había apoderado de él poco a poco, pues Moncin, todo encogido, tenía el rostro terroso.
—No tema. No le golpearé. A decir verdad, me pregunto incluso si es usted solamente quien me produce indignación.
»Ha demostrado usted que es inteligente. Ha escogido un barrio cuyos menores rincones conoce, como los conocen únicamente los que han vivido allí de niños.
»Ha escogido usted un arma silenciosa que era al mismo tiempo un arma que le proporcionaba, en el momento de herir, una satisfacción física. No hubiera sido igual apretar el gatillo de un revólver, o verter un veneno.
»Necesitaba usted un gesto rabioso, violento. Necesitaba usted destruir, darse cuenta de que destruía.
»Asestaba usted las cuchilladas y esto no le bastaba: era preciso que, como un chiquillo, se encarnizara usted después.
»Rasgaba usted el vestido, la ropa interior y, sin duda, los psiquiatras verán en esto un símbolo.
»No violaba usted a sus víctimas, porque es usted incapaz de hacerlo, porque usted no ha sido nunca realmente un hombre.»
Moncin levantó de pronto la cabeza, clavó sus ojos en Maigret, con las mandíbulas apretadas, como dispuesto a lanzarse sobre él.
—Esos vestidos, esas combinaciones, esos sostenes, esas bragas, representaban la femineidad que usted laceraba.
»Lo que me pregunto, ahora, es si una de las dos mujeres ha sospechado de usted, no precisamente la primera vez, sino las siguientes.
»Cuando se encaminaba usted así a Montmartre, ¿le decía usted a su mujer que iba a ver a su madre?
»¿No habrá ella establecido una relación entre los crímenes y esas visitas?
»Sepa usted, señor Moncin, que le recordaré toda mi vida, porque, en mis años de servicio, jamás me ha trastornado tanto un asunto, se ha apoderado tanto de mí mismo.
»Después de su detención, ayer, ni la una ni la otra se ha figurado que era usted inocente.
»Y una de ellas ha decidido salvarle.
»Si es su madre, no tenía más que andar unos pasos para estar en la calle de Maistre.
»Si es su mujer, esto supone que ella aceptaba, admitiendo que le pusiéramos a usted en libertad, el vivir al lado de un asesino.
»No rechazo ninguna de las dos hipótesis. Ellas están aquí, desde esta mañana a primera hora, frente a frente en un despacho, y ninguna ha abierto la boca.
»La que ha matado sabe que ha matado.
»La que es inocente sabe que la otra no lo es y yo me pregunto si, en ésta, no hay un secreto deseo.
»¿No es cierto que hay entablada, entre ellas, desde hace años, una lucha para dilucidar quién le quiere más, quién se adueñará más de usted?
»Ahora bien, ¿no es acaso salvándole como se adueñará más de usted?»
El teléfono le interrumpió en el momento en que abría la boca.
—¡Diga!… Sí, soy yo… Sí, señor juez… Está aquí… Perdone usted, pero le necesito durante una hora más… No, la prensa no ha mentido… ¡Una hora!… Están las dos en la Dirección…
Impaciente, volvió a colgar, fue a abrir la puerta del despacho de los inspectores.
—Que me traigan las dos mujeres.
Necesitaba terminar con aquello. Si el impulso que acababa de tomar no le conducía al final, se daba cuenta de que sería incapaz de triunfar en aquel asunto.
No había pedido más que una hora, no porque estuviera seguro de él mismo, sino un poco como el que mendiga. Transcurrida una hora soltaría la carga y Coméliau actuaría como se le antojase.
—Entren, señoras.
Su emoción no era perceptible más que en cierta vibración de la voz y en la tranquilidad exagerada de ciertos gestos, como el de ofrecerles una silla a cada una.
—No intento engañarlas. Cierra la puerta, Janvier… ¡No! No te marches. Quédate aquí y toma notas. Repito que no intento engañarlas, hacerles creer a ustedes que Moncin ha confesado. Yo hubiera podido interrogarlas por separado. Como ven, he decidido no utilizar los trucos del oficio.
La madre, que no había querido sentarse, se dirigió hacia él con la boca abierta y le lanzó secamente:
—¡Cállese! Ahora no…
Yvonne Moncin, por su parte, estaba sentada con toda compostura en el borde de su silla, como una señora joven de visita. Dedicó a su marido una mirada bastante rápida y, ahora, clavaba sus ojos en el comisario como si, no contenta con escuchar, siguiera el movimiento de sus labios.
—Lo confiese o no, ha asesinado cinco veces, y ustedes dos lo saben, porque conocen sus flaquezas mejor que nadie. Tarde o temprano, esto quedará demostrado. Tarde o temprano, acabará en la cárcel, o en un manicomio.
»Una de ustedes ha creído que cometiendo un nuevo asesinato lograría desviar las sospechas de él.
»Nos queda por saber cuál de las dos ha matado, esta noche, a una tal Jacqueline Laurent, en la esquina de la calle de Maistre.
La madre pudo hablar por fin.
—No tiene usted derecho a interrogarnos sin la presencia de un abogado. Les prohíbo a los dos que hablen. Tenemos derecho a que nos amparen legalmente.
—Sírvase usted sentarse, señora, como no tenga usted que hacer alguna confesión.
—¡No faltaría más que eso, que hiciera yo una confesión! Está usted portándose como… como un grosero y usted… usted…
Durante las horas que había ella pasado frente a frente con su nuera, había almacenado tantos rencores que perdía la facultad de expresarse.
—Le repito que se siente. Si sigue usted agitándose, haré que la lleve a otro sitio un inspector, que la interrogará mientras me ocupo de su hijo y de su nuera.
Semejante perspectiva la calmó de pronto. Fue un cambio visible. Se quedó un momento con la boca abierta de estupor y luego pareció decir:
«¡Me gustaría verlo!»
¿No era la madre? ¿No eran sus derechos más antiguos, más indiscutibles que los de una chiquilla con la que su hijo no había hecho más que casarse?
No había salido él del vientre de Yvonne, sino del de ella.
—No sólo una de ustedes dos —prosiguió Maigret— ha creído salvar a Moncin cometiendo un crimen parecido a los de él cuando estaba encerrado en un calabozo, sino que ésta, estoy convencido de ello, estaba desde hacía mucho tiempo al corriente. Ha tenido, pues, el valor de quedarse sola día tras día con él en una habitación, sin protección, sin la menor posibilidad de librarse de él si se le ocurría la idea de matarla a su vez.
»Ésa le ha querido a usted lo bastante, a su manera, para…
La mirada que la señora Moncin lanzó a su nuera no se le escapó. Nunca, sin duda, había visto tanto odio en unos ojos humanos.
Yvonne no se había movido. Con las manos sobre un bolso de tafilete rojo, parecía seguir hipnotizada por Maigret, del que no perdía ni un gesto fisionómico.
—Sólo me resta decirles esto: Moncin, casi con toda seguridad, salvará su cabeza. Los psiquiatras, como de costumbre, no estarán de acuerdo sobre él, discutirán ante un jurado que no entenderá nada de lo que digan; y existen todas las probabilidades de que le beneficie la duda, en cuyo caso será enviado para el resto de sus días a un manicomio.
Los labios del hombre temblaron. ¿Qué pensaba en aquel preciso momento? Debía sentir un miedo atroz a la guillotina y también a la cárcel. Pero ¿no estaría evocando escenas de los manicomios tal como las ve la imaginación popular?
Maigret se persuadió de que, si pudieran prometerle que tendría un cuarto para él solo, una enfermera, si tuviera derecho a unos cuidados refinados, a la solicitud de algún profesor ilustre, no vacilaría en hablar.
—Para la mujer, ya no es lo mismo. Desde hace meses París vive atemorizado y la gente no perdona nunca el miedo que ha sentido. Ahora bien, los jurados serán parisienses, padres, esposos de mujeres que hubiesen podido caer bajo el cuchillo de Moncin en alguna esquina.
»No se hablará de locura.
»A mi juicio, es la mujer la que pagará.
»Ella lo sabe.
»Es una de ustedes dos.
»Una de ustedes dos, para salvar a un hombre, para no perder lo que con la mayor exactitud consideraba ella su propiedad, se ha jugado la cabeza.
—Me es igual morir por mi hijo —lanzó de pronto la señora Moncin, recalcando las sílabas—. Es mi hijo. No me importa lo que haya hecho. No me importan las perdidas que se pasean de noche por las calles de Montmartre.
—¿Mató usted a Jeanine Laurent?
—No sé su nombre.
—¿Cometió usted, anoche, el asesinato de la calle de Maistre?
Vaciló ella, miró a Moncin y pronunció al fin:
—Sí.
—En este caso, ¿puede usted precisar el color del vestido de la víctima?
Era un detalle que Maigret había pedido a la prensa que no se publicara.
—Yo… Estaba demasiado obscuro para que…
—¡Perdón! No ignora usted que ha sido atacada a menos de cinco metros de un farol de gas…
—No me fijé.
—Sin embargo, cuando rasgó usted la tela…
El crimen había sido cometido a más de cincuenta metros del farol más cercano.
Entonces, en medio del silencio, se oyó la voz de Yvonne Moncin que profirió con calma, como una alumna en la escuela:
—El vestido era azul.
Sonreía ella, siempre inmóvil; y se volvió hacia su suegra, a quien miró retadora.
¿No era ella, en su interior, quien había ganado la partida?
—Era azul, en efecto —suspiró Maigret dejando que sus nervios se distendieran por fin.
Y el alivio fue tan repentino, tan violento, que subieron lágrimas a sus ojos, ¿lágrimas de fatiga, quizá?
—Termina tú, Janvier —murmuró levantándose y recogiendo al azar una pipa de encima de su mesa.
La madre estaba encogida sobre sí misma, envejecida de repente en diez años, como si acabasen de arrancarle su única razón de vivir.
Maigret no tuvo una mirada para Marcel Moncin, que había dejado caer la cabeza sobre su pecho.
El comisario hendió el grupo de periodistas y de fotógrafos que le asaltaron en el pasillo.
—¿Quién es? ¿Se sabe ya?
Asintió él y balbució:
—Luego… Dentro de unos minutos…
Y se precipitó hacia la puertecita acristalada que daba acceso al Palacio de Justicia.
No permaneció más que un cuarto de hora en el despacho del juez Coméliau. Cuando volvió, fue para dar varias instrucciones.
—Suelta a la madre, naturalmente. Coméliau quiere ver a los otros dos lo antes posible.
—¿Juntos?
—Primero juntos, sí. Es él quien entregará un comunicado a la prensa.
Había alguien a quien le hubiese gustado ver, pero no en un despacho, no en los pasillos o en las salas de un manicomio: al profesor Tissot, con quien hubiera charlado largamente, como aquella noche en casa de Pardon.
No podía pedir a éste que organizase otra comida. Estaba demasiado molido para ir a Sainte-Anne y esperar a que el profesor pudiera recibirle.
Empujó la puerta del despacho de los inspectores, donde todas las miradas se clavaron en él.
—Terminó, muchachos…
Vaciló, miró sucesivamente a cada uno de sus colaboradores, les sonrió con una sonrisa cansada y les confesó:
—Me voy a acostar.
Era cierto. No le ocurría aquello a menudo, ni siquiera cuando había estado toda la noche en vela.
—Decidle al jefe…
Y, luego, en el pasillo, a los periodistas:
—Al despacho del juez Coméliau… Él les pondrá al corriente…
Se le vio bajar solo por la escalera, con la espalda cargada, y se detuvo en el primer rellano para encender despacio la pipa que acababa de llenar.
Uno de los chóferes le preguntó si quería el coche, y le hizo una seña negativa.
Sentía deseo, lo primero, de ir a sentarse en la terraza de la Cervecería Dauphine, como la noche antes se había sentado largo rato en otra terraza:
—¿Un tercio, comisario?
Como irónico, con una ironía que se dirigía a sí mismo, respondió alzando los ojos:
—¡Dos!
Durmió hasta las seis de la tarde, entre las sábanas húmedas, con la ventana abierta sobre los ruidos de París; y cuando apareció al fin, con los ojos todavía hinchados, en el comedor, fue para anunciar a su mujer:
—Esta noche iremos al cine…
Muy cogidos del brazo, como acostumbraban.
La señora Maigret no le hizo preguntas. Percibía confusamente que él venía de lejos, que necesitaba rehabituarse a la vida de todos los días, codearse con hombres que le tranquilizaran.
FIN
12 julio 1955.