Capítulo VI

El reparto del traje gris azulado

—¿Es el auténtico, esta vez? —preguntó burlón el pequeño Rougin, mientras que el comisario y Lapointe cruzaban el pasillo de la Dirección con su detenido.

Maigret se contentó con marcar una parada, volver lentamente la cabeza y dejar caer su mirada sobre el periodista. Éste tosió y los propios fotógrafos pusieron menos saña en su trabajo.

—Siéntese, señor Moncin. Si tiene demasiado calor puede quitarse la americana.

—Gracias. Estoy acostumbrado a tenerla puesta.

En efecto, era difícil imaginarle vestido de cualquier modo. Maigret se quitó la suya y pasó al despacho de los inspectores, para dar instrucciones. Estaba un poco encogido, con el cuello metido entre los hombros y como con inhibiciones en los ojos.

Una vez en su despacho, ordenó sus pipas, llenó dos metódicamente, después de hacer seña a Lapointe para que se quedara y tomase taquigráficamente la conversación. Algunos «virtuosos» se sientan así, vacilantes, gradúan su taburete, teclean a un lado y a otro en su piano, como para amaestrarle.

—¿Hace mucho que está usted casado, señor Moncin?

—Doce años.

—¿Puedo preguntarle su edad?

—Tengo treinta y dos años. Me casé a los veinte.

Hubo un silencio bastante largo, durante el cual el comisario se miró las manos colocadas de plano sobre su mesa.

—¿Es usted arquitecto?

Moncin rectificó:

—Arquitecto-decorador.

—¿Supongo que esto significa que es usted un arquitecto especializado en el decorado interior?

Notó cierto enrojecimiento en el rostro de su interlocutor.

—No por completo.

—¿No le molestaría explicármelo?

—No tengo derecho a levantar los planos de una casa, a falta del título de arquitecto propiamente dicho.

—¿Qué título posee usted?

—Comencé por dedicarme a la pintura.

—¿A qué edad?

—A los diecisiete años.

—¿Tenía usted su bachillerato?

—No. Desde muy joven quería ser un artista. Los cuadros que ha visto usted en nuestro salón son obra mía.

Maigret no había sido capaz, un rato antes, de descubrir lo que representaban, pero le habían desagradado por lo que tenían de triste, de morboso. Ni las líneas ni los colores eran claros. El tono predominante era un rojo morado que se mezclaba con verdes extraños, que hacían pensar en una luz submarina; y hubiérase dicho que la pintura se había extendido por sí sola, como una mancha de tinta sobre un secante.

—En suma, no tiene usted el título de arquitecto, y si no he comprendido mal, cualquiera puede llamarse decorador, ¿no es esto?

—Aprecio su amable manera de precisar. ¿Supongo que quiere usted darme a entender que soy un fracasado?

Tenía una sonrisa amarga en los labios.

—Tiene usted derecho a pensarlo. Ya me lo han dicho —añadió.

—¿Es numerosa su clientela?

—Prefiero pocos clientes, que tienen confianza en mí y me dan carta blanca, que muchos clientes que exigirían ciertas concesiones.

Maigret vació su pipa y encendió otra. Rara vez había comenzado un interrogatorio de una manera tan sorda.

—¿Ha nacido usted en París?

—Sí.

—¿En qué barrio?

Moncin tuvo una vacilación.

—En la esquina de la calle Caulaincourt con la de Maistre.

Es decir, en medio, justamente, del sector donde los cinco crímenes y el ataque se habían efectuado.

—¿Ha vivido allí mucho tiempo?

—Hasta mi casamiento.

—¿Tiene aún a sus padres?

—Sólo a mi madre.

—¿Que vive…?

—Siempre en la misma casa donde he nacido.

—¿Está usted en buenas relaciones con ella?

—Mi madre y yo nos hemos entendido siempre bien.

—¿Qué hacía su padre, señor Moncin?

También ahora hubo una vacilación, mientras que Maigret no había notado ninguna cuando se trató de la madre.

—Era carnicero.

—¿En Montmartre?

—En las señas que acabo de decirle.

—¿Ha muerto?

—Cuando tenía yo catorce años.

—¿Ha vendido su madre el negocio?

—Puso un gerente durante una temporada, y luego lo revendió, conservando el inmueble donde se ha reservado un piso en el cuarto.

Dieron un golpe discreto en la puerta. Maigret se dirigió hacia el despacho de los inspectores, de donde volvió acompañado de cuatro hombres, que tenían todos ellos aproximadamente la edad, la estatura y el aspecto general de Moncin.

Eran unos funcionarios de la Prefectura, que Torrence había ido a buscar a toda prisa.

—¿Quiere usted levantarse, señor Moncin, y colocarse con estos señores contra la pared?

Hubo unos minutos de espera durante los cuales no habló nadie; al fin, llamaron de nuevo a la puerta.

—¡Adelante! —gritó el comisario.

Marthe Jusserand apareció, se quedó sorprendida de encontrar tanta gente en el despacho, miró primero a Maigret, luego a los hombres en fila, frunció las cejas mientras sus ojos se detenían sobre Moncin.

Todo el mundo contenía la respiración. Ella se había quedado pálida, pues acababa, súbitamente, de comprender y tenía conciencia de la responsabilidad que pesaba sobre sus hombros. Tenía conciencia de ello, hasta el punto de que se vio llorar de excitación.

—Tómese el tiempo que quiera —le aconsejó el comisario, con voz alentadora.

—¿Es él, verdad? —murmuró la joven.

—Debe usted saberlo mejor que nadie, puesto que es la única que lo vio.

—Tengo la impresión de que es él. Estoy convencida de ello. Y, sin embargo…

—¿Sin embargo?

—Quisiera verle de perfil.

—Póngase de perfil, señor Moncin.

Obedeció él sin que se moviese un solo músculo de su rostro.

—Estoy casi segura de ello. No iba vestido así. Tampoco sus ojos tenían la misma expresión…

—Esta noche, señorita Jusserand, les llevaremos a los dos al sitio donde vio usted a su atacante, bajo el mismo alumbrado, y quizá con el mismo traje.

Unos inspectores recorrían los malecones, la plaza Maubert, todos los lugares de París donde merodeaban los mendigos vagabundos, en busca de la chaqueta con el botón arrancado.

—¿No me necesita usted ya?

—No. Muchas gracias. En cuanto a usted, señor Moncin, puede volver a sentarse. ¿Un cigarrillo?

—Gracias, no fumo.

Maigret le dejó bajo la custodia de Lapointe y éste tenía orden de no interrogarle, de no hablarle, de no contestar, más que evasivamente, en caso de que le hiciera preguntas.

En el despacho de los inspectores, el comisario se encontró a Lognon, que había acudido a tomar instrucciones.

—¿Quieres pasar por mi despacho, y mirar sin más al individuo que está allí con Lapointe?

Entretanto, llamó por teléfono al juez Coméliau, pasó un momento a ver al jefe, a quien puso al corriente. Encontró al inspector «don Agreste» con el ceño fruncido y el aspecto de un hombre que intenta en vano recordar algo.

—¿Le conoces?

Lognon trabajaba en la comisaría de las Grandes-Carrières desde hacía veintidós años.

Vivía a quinientos metros del sitio donde Moncin había nacido.

—Estoy seguro de haberle visto ya. Pero ¿dónde? ¿En qué circunstancias?

—Su padre era carnicero en la calle Caulaincourt. Ha fallecido, pero su madre sigue viviendo en la casa. Ven conmigo.

Tomaron uno de los coches pequeños de la P. J., que un inspector condujo hasta Montmartre.

—Sigo rebuscando. Es irritante. Estoy seguro de conocerle. Juraría incluso que ha habido algo entre nosotros…

—¿No le habrás puesto una multa?

—No es eso. Ya me acordaré.

La carnicería era bastante importante, con tres o cuatro dependientes y una mujer regordeta en la caja.

—¿Subo con usted?

—Sí.

El ascensor era estrecho. La portera corrió hacia ellos al verlos entrar en la cabina.

—¿A quién buscan?

—La señora Moncin.

—En el cuarto.

—Ya lo sé.

El inmueble, aunque limpio y bien cuidado, no por eso dejaba de ser inferior en dos o tres categorías al del bulevar Saint-Germain. La caja de la escalera era más angosta, las puertas también, y los escalones, encerados y barnizados, no tenían paso de alfombra. Tarjetas de visita substituían, sobre las puertas, las placas de cobre.

La mujer que les abrió era mucho más joven de lo que Maigret esperaba y muy delgada, tan nerviosa que tenía tics.

—¿Qué desean?

—Comisario Maigret, de la Policía Judicial.

—¿Es realmente conmigo con quien quieren hablar?

Todo lo rubio que era su hijo era ella de morena, con unos ojillos brillantes y unos vellos sueltos encima del labio.

—Pasen. Estaba haciendo la limpieza.

El cuarto no por eso dejaba de estar ordenado. Las habitaciones eran pequeñas. Los muebles databan de la boda de sus propietarios.

—¿Vio usted a su hijo anoche?

Esto bastó para envararla.

—¿Qué tiene que ver la Policía con mi hijo?

—Le ruego que conteste a mi pregunta.

—¿Para qué iba a verle?

—¿Supongo que viene a visitarla algunas veces?

—A menudo.

—¿Con su mujer?

—No veo que pueda importarles esto.

No les invitaba a sentarse, permanecía en pie, como si esperase que la visita fuera corta. En las paredes había fotografías de Marcel Moncin a todas las edades, algunas tomadas en el campo; y también dibujos y pinturas ingenuas, que debió él trazar siendo niño.

—¿Vino su hijo anoche?

—¿Quién se lo ha dicho?

—¿Ha venido?

—No.

—¿Y esta noche tampoco?

—No acostumbra a visitarme por la noche. ¿Quieren ustedes explicarme, sí o no, qué significan estas preguntas? Les advierto que no pienso contestar más. Estoy en mi casa. Soy libre de callarme.

—Señora Moncin, lamento informarle que su hijo es sospechoso de haber cometido cinco asesinatos durante los últimos meses.

Se le enfrentó, dispuesta a sacarle los ojos.

—¿Qué está usted diciendo?

—Tenemos buenos motivos para creer que es Moncin quien ataca a las mujeres en la esquina de las calles de Montmartre y quien, la noche última, falló el golpe.

Se puso ella a temblar y Maigret tuvo la impresión, sin una razón precisa, de que representaba ella una comedia. Parecióle que su reacción no era la reacción normal de una madre que no espera nada semejante…

—¡Atreverse a acusar a mi Marcel!… Pero yo les aseguro que eso no es cierto, que él es inocente, que es tan inocente como…

Miró ella las fotografías de su hijo, de niño y, crispando los dedos, continuó:

—¡Mírenle! Mírenle bien y no se atreverán a decir semejantes monstruosidades…

—¿Su hijo no ha venido aquí durante las últimas veinticuatro horas, verdad?

Ella repitió con energía:

—¡No! ¡No! ¡Y no!

—¿Cuándo le ha visto usted por última vez?

—No lo sé.

—¿No recuerda usted sus visitas?

—No.

—Dígame, señora Moncin, ¿pasó de niño alguna enfermedad grave?

—Lo único que tuvo fue el sarampión y una bronquitis. ¿Qué es lo que intenta usted que yo admita? ¿Que está loco? ¿Que lo ha estado siempre?

—Cuando se casó, ¿lo hizo a gusto de usted?

—Sí. Era yo bastante tonta. Incluso fui yo quien…

No acabó la frase, que pareció recoger al vuelo.

—¿Fue usted quien arregló la boda?

—Eso poco importa en este momento.

—Y ahora, ¿no está usted en buenas relaciones con su nuera?

—¿Qué puede importarle eso a usted? Se trata de la vida privada de mi hijo, que a nadie le atañe, ¿oye usted? Ni a mí, ni a usted. Si esa mujer…

—¿Si esa mujer…?

—¡Nada! ¿Ha detenido usted a Marcel?

—Está en mi despacho de la Dirección.

—¿Esposado?

—No.

—¿Va usted a meterle en la cárcel?

—Es posible. Es incluso probable. La joven a quien atacó la noche pasada le ha reconocido.

—Miente. Quiero verle. Quiero verla a ella también, y decirle…

Era la cuarta o la quinta frase que dejaba ella sin terminar. Tenía los ojos secos, aunque brillantes de fiebre o de cólera.

—Esperen un minuto. Ahora vuelvo.

Maigret y Lognon se miraron. Nadie la había invitado a hacerlo. Era ella quien tomaba de pronto todas las decisiones y se la oyó, en la habitación contigua, cambiarse de vestido, sacar un sombrero de una caja.

—Si les molesta que les acompañe, tomaré el Metro.

—Le advierto que el inspector va a quedarse aquí, para registrar su piso.

Miró ella al delgado Lognon como si fuese a cogerle por la espalda y a empujarle a la escalera.

—¿Este hombre?

—Sí, señora. Si quiere usted que suceda todo como está mandado, estoy dispuesto a firmar una orden de registro.

Sin responder, gruñendo unas palabras que no entendieron, la señora se dirigió hacia la puerta ordenando a Maigret:

—¡Venga!

Y, desde el rellano, a Lognon:

—En cuanto a usted, tengo la impresión de haberle visto antes. Si tiene usted la desgracia de romper algo o de revolver mis armarios…

Durante todo el trayecto, en el coche, en donde iba sentada al lado de Maigret, habló ella para sí misma, a media voz.

—¡Ah, no, esto no quedará así!… Iré hasta lo más alto… Veré al ministro, al Presidente de la República, si es necesario… En cuanto a los periódicos, tendrán que publicar lo que yo les diga y…

En el pasillo de la P. J. vio ella a los fotógrafos, y cuando la enfocaron sus máquinas, fue en derechura hacia ellos con la intención evidente de arrancárselas. Tuvieron que batirse en retirada.

—Por aquí.

Cuando se encontró de repente en el despacho de Maigret, donde aparte de Lapointe, que parecía semidormido, no había nadie más que su hijo, se detuvo, le miró aliviada y dijo, sin precipitarse hacia él, pero envolviéndole en una mirada protectora:

—No tengas miedo, Marcel. Aquí estoy yo.

Moncin habíase levantado y dirigió a Maigret una mirada cargada de reproche.

—¿Qué es lo que te están haciendo? ¿No te han maltratado, por lo menos?

—No, mamá.

—¡Están locos! ¡Te digo que están locos! Pero iré a buscar el mejor abogado de París. No me importa el precio que pida. Me gastaré en ello todo lo que tengo si es preciso. Venderé la casa. Iré a pedir limosna por las calles.

—Cálmate, mamá.

No se atrevía a mirarla de frente y parecía disculparse ante los policías de la actitud intempestiva de su madre.

—¿Sabe Ivonne que estás aquí?

—Lo sabe, mamá.

—¿Y qué ha dicho?

—Si quiere usted sentarse, señora…

—No necesito sentarme. Lo que quiero es que me devuelvan a mi hijo. Ven, Marcel. Veremos si se atreven a retenerte.

—Siento tener que contestarle que sí.

—¿De modo que le detienen?

—Le mantengo en todo caso a disposición de la Justicia.

—Eso viene a ser lo mismo. ¿Lo han pensado bien? ¿Se dan ustedes cuenta de sus responsabilidades? Les advierto que no me dejaré avasallar y que voy a remover cielo y tierra…

—Sírvase usted sentarse y contestar a algunas preguntas.

—¡No contestaré a nada en absoluto!

Y ahora fue hacia su hijo, a quien besó en las dos mejillas.

—No tengas miedo, Marcel. No te dejes impresionar. Tu madre está aquí. Me ocuparé de ti. Pronto tendrás noticias mías.

Y con una dura mirada a Maigret, se dirigió hacia la puerta con aire resuelto; Lapointe, con su actitud, pedía instrucciones. Maigret le hizo seña de que la dejase marchar y la oyeron gritar Dios sabía qué a los periodistas.

—Su madre parece quererle mucho.

—No tiene en el mundo más que a mí.

—¿Estaba muy unida a su padre?

Abrió la boca para responder, prefirió no decir nada y el comisario creyó comprender.

—¿Qué clase de hombre era su padre?

Él vaciló de nuevo.

—¿Su madre no era feliz con él?

Entonces él dejó caer con un sordo rencor en la voz:

—Era un carnicero.

—¿Le avergonzaba a usted?

—Le ruego, señor comisario, que no me haga preguntas de ese género. Sé muy bien adónde quiere usted ir a parar y puedo afirmarle que se equivoca de medio a medio. Ya ha visto usted en qué estado ha puesto a mi madre.

—Se ha puesto ella sola.

—¿Supongo que, en algún sitio, en el bulevar Saint-Germain o en otra parte, sus hombres estarán ocupados en aplicar el mismo trato a mi mujer?

Esta vez fue Maigret quien no contestó.

—No tiene nada que decirles. Ni mi madre tampoco. Ni yo. Interrógueme cuanto quiera, pero déjeles en paz.

—Siéntese.

—¿Otra vez? ¿Será largo?

—Probablemente.

—¿Supongo que no podré ni beber ni comer?

—¿Qué es lo que quiere?

—Agua.

—¿No prefiere cerveza?

—No bebo cerveza, ni vino, ni alcohol.

—Y no fuma usted —dijo Maigret, soñadoramente.

Llamó a Lapointe, entornando la puerta.

—Empieza a interrogarle con pequeñas insinuaciones, sin tocar el fondo del asunto. Háblale otra vez del traje: pregúntale el empleo de su tiempo el 2 de febrero, el 3 de marzo; en todas las fechas en que fueron cometidos crímenes en Montmartre. Procura enterarte de si iba a ver a su madre en una fecha fija, si lo hacía de día o de noche, y por qué las dos mujeres están reñidas…

En cuanto a él, se fue a almorzar solo, en una mesa de la cervecería Dauphine, donde escogió una ternera guisada que tenía apetitoso olor de cocina casera.

Telefoneó a su mujer para anunciarle que no volvería y estuvo a punto de telefonear también al profesor Tissot. Le hubiese gustado verle, charlar con él como hicieron en el salón de los Pardon. Pero Tissot era un hombre tan ocupado como él. Además, Maigret no tenía preguntas concretas que hacerle.

Hallábase cansado, melancólico, sin una razón precisa. Se sentía muy cerca de la meta. Los sucesos se desarrollaban más de prisa de lo que él se atrevió a esperar. La actitud de Marthe Jusserand era significativa y, si no se había mostrado más categórica, era porque sentía escrúpulos. La historia del traje regalado a un mendigo carecía de todo fundamento. Además, no tardarían en saberlo, pues los mendigos que duermen bajo los puentes no son tan numerosos en París, y a todos los conoce más o menos la Policía.

—¿Ya no me necesita, jefe?

Era Mazet, el que había representado el papel de presunto culpable y que ahora ya no tenía nada que hacer.

—He pasado por la Dirección. Me han dejado echarle un vistazo al individuo. ¿Cree usted que es él?

Maigret se alzó de hombros. Ante todo, tenía necesidad de comprender. Es fácil comprender a un hombre que ha robado, que ha matado para no ser capturado, o por celos, o en un acceso de cólera, o también para asegurarse una herencia.

Esos crímenes, los crímenes corrientes en cierto modo, le daban a veces trabajo, pero no le conturbaban en absoluto.

—¡Qué imbéciles! —solía rezongar.

Porque pretendía, como alguno de sus ilustres antecesores, que si los criminales fuesen inteligentes, no tendrían necesidad de matar.

No por ello dejaba de ponerse en el pellejo de ellos, de reconstruir su razonamiento o la cadena de sus emociones.

Ante un Marcel Moncin sentíase como un novato, y era esto tan cierto que no se había atrevido aún a llevar adelante el interrogatorio.

No se trataba ya de un hombre como otro, que ha infringido las leyes de la sociedad, que se ha colocado más o menos conscientemente al margen de ésta.

Era un hombre distinto a los demás, un hombre que mataba sin ninguna de las razones que los otros pudieran comprender, de una manera casi infantil, rasgando después, como por placer, las ropas de sus víctimas.

Ahora bien, en cierto sentido, Moncin era inteligente. Su juventud no había tenido nada especialmente anormal. Se había casado y parecía convivir en buena armonía con su mujer. Y, si su madre era un tanto excesiva, no por eso dejaban de existir afinidades entre ellos.

¿Se daba él cuenta de que estaba perdido? ¿Se la había dado aquella mañana, cuando su esposa fue a despertarle y le anunció que la policía le esperaba en el salón?

¿Cuáles eran las reacciones de un hombre como aquél? ¿Sufría? Entre sus crisis, ¿sentía la vergüenza o el odio hacia sí mismo y sus instintos? ¿O por el contrario experimentaba cierta satisfacción en sentirse diferente de los otros, una diferencia que en su mente se llamaba quizá superioridad?

—¿Café, Maigret?

—Sí.

—¿Un coñac?

¡No! Si bebía corría el riesgo de adormecerse, y se sentía ya pesado en demasía, como le ocurría casi siempre al llegar a cierto punto de su investigación, cuando intentaba identificarse con los personajes de los que debía ocuparse.

—Según parece, le tiene usted cogido.

Miró al jefe con sus ojos saltones.

—Viene en el diario de la mañana. Parecen decir que esta vez es el auténtico. ¡Le ha dado a usted mucho quehacer! Algunos pretendían que, como en el caso de Jack el Destripador, no se le descubriría nunca.

Bebió su café, encendió su pipa y salió al aire cálido, quieto, aprisionado entre los adoquines y el cielo bajo, que adquiría un tono pizarra.

Una especie de mendigo estaba sentado en una silla, con su astrosa gorra entre las manos, en el despacho de los inspectores: y llevaba una chaqueta que desentonaba con el resto de su indumentaria.

Era la famosa americana de Marcel Moncin.

—¿Dónde habéis encontrado a éste? —preguntó Maigret a sus hombres.

—En el malecón, cerca del puente de Austerlitz.

No interrogaba al vagabundo, sino más bien a sus inspectores.

—¿Qué ha dicho?

—Que ha encontrado la chaqueta en la orilla.

—¿Cuándo?

—Esta mañana, a las seis.

—¿Y el pantalón?

—También lo encontró allí. Estaba él con otro compañero. Se repartieron el traje. No le hemos echado mano todavía al del pantalón, pero no tardará mucho su captura.

Maigret se acercó al pobre sujeto, se inclinó y vio, en efecto, en la solapa, el agujero producido por un cigarrillo.

—Quítatela.

No llevaba camisa debajo, sino sólo un chaleco harapiento.

—¿Estás seguro de que fue esta mañana?

—Mi compañero se lo dirá. Es Paul el Largo. Todos estos señores le conocen.

También lo conocía Maigret, que tendió la prenda a Torrence.

—Llévala a casa de Moers. Ignoro si será factible, pero creo que se debe poder determinar, por medio del análisis, si una quemadura en un tejido es reciente o antigua. Dile que en el caso presente, es cuestión de cuarenta y ocho horas. ¿Comprendes?

—Comprendido, jefe.

—Si la solapa ha sido quemada la noche pasada o esta mañana…

Señaló su propio despacho.

—¿En qué están ahí dentro?

—Lapointe ha hecho subir cerveza y bocadillos.

—¿Para los dos?

—Los bocadillos, sí. El otro ha tomado agua de Vichy.

Maigret empujó la puerta. Lapointe, sentado ante su mesa, se inclinaba sobre unos papeles en los que tomaba notas; buscaba una nueva pregunta que formular.

—Has hecho mal en abrir la ventana. No entra más que aire caliente.

Fue a cerrarla. Moncin le seguía con los ojos, en los que había un reproche, como un animal al que unos niños torturan y que no puede defenderse.

—Déjame ver.

Recorrió las notas, preguntas y respuestas, que no le revelaban nada.

—¿No ha habido novedad?

—El letrado Rivière ha telefoneado para decir que asumía la defensa. Quería venir en seguida. Le he rogado que se dirigiese al juez de instrucción.

—Has hecho bien. ¿Y qué más?

—Janvier ha ido a telefonear desde el bulevar Saint-Germain. Hay en el despacho raspadores de todos los modelos, que han podido servir para los diferentes crímenes. En la alcoba, ha encontrado también un cuchillo de muelle de un modelo corriente, cuya hoja no tiene más de ocho centímetros.

El médico forense que había efectuado las autopsias, el doctor Paul, habló mucho del arma, que le había intrigado. Por lo general, los crímenes de ese género los cometen con cuchillas de carnicero, o con cuchillos de cocina, bastante grandes, o, en último caso, con puñales estiletes.

—Con arreglo a la forma y a la profundidad de las heridas, yo me atrevería a decir que han empleado un cortaplumas corriente —había él explicado—. Claro que un cortaplumas se hubiese doblado. Es indispensable que tenga al menos muelle de seguro. A mi juicio, el arma no es temible en sí misma. Lo que la hace mortal es la destreza con que se maneja.

—Hemos encontrado su chaqueta, señor Moncin.

—¿En los malecones?

—Sí.

Abrió él la boca, pero no habló. ¿Qué es lo que iba a preguntar?

—¿Ha comido usted bien?

La bandeja estaba allí todavía: y quedaba medio bocadillo de jamón. La botella de Vichy estaba vacía.

—¿Cansado?

Él respondió con una semisonrisa resignada. Todo era en él, incluso sus ropas, medios tonos. Había conservado de su adolescencia algo tímido y amable, difícil de expresar. ¿Se debía aquello al color rubio de su pelo, a su cutis, a sus ojos azules, o quizá a una salud delicada?

A la mañana siguiente pasaría sin duda por las manos de los médicos y de los psiquiatras. Pero no había que correr excesivamente. Después sería demasiado tarde.

—Ocuparé tu sitio —dijo Maigret a Lapointe.

—¿Puedo irme?

—Espérame al lado. Avísame si Moers descubre alguna novedad.

Una vez cerrada la puerta se quitó la chaqueta, se dejó caer en su sillón y se acodó sobre la mesa. Durante cinco minutos quizá dejó pesar su mirada sobre Marcel Moncin, que había vuelto la cabeza y estaba fijo en la ventana.

—¿Es usted muy desgraciado? —murmuró al fin como a regañadientes.

El hombre se estremeció, evitó mirarle y estuvo un momento sin contestar.

—¿Por qué voy a ser desgraciado?

—¿Cuándo descubrió que no era como los demás?

Hubo una conmoción en el rostro del decorador, que pudo, sin embargo, reír burlonamente.

—¿Le parece a usted, señor comisario, que no soy como los demás?

—Cuando usted era joven…

—¿Qué?

—¿Lo sabía usted ya?

Maigret tuvo la sensación en aquel momento de que, si encontraba las palabras exactas que era preciso decir, desaparecería la barrera entre él y aquel hombre que, al otro lado de la mesa, se mantenía rígido en su silla. Habíase producido un cambio en el espacio de unos segundos, y faltó sin duda un ápice para que, por ejemplo, los ojos de Marcel Moncin se empañasen.

—¿No ignora usted que no corre el riesgo del cadalso ni de la cárcel, verdad?

¿Se había equivocado de táctica Maigret? ¿Había escogido la frase inadecuada?

Su interlocutor se atiesó de nuevo, dueño de sí, con una calma absoluta en apariencia.

—No corro ningún riesgo, puesto que soy inocente.

—¿Inocente de qué?

—De lo que usted me achaca. No tengo nada más que decirle. Ya no le responderé.

No era aquella una frase vana. Notábase que había tomado una decisión y que la cumpliría.

—Como usted quiera —suspiró el comisario, apretando un timbre.