Capítulo V

La quemadura de cigarrillo

La cosa hubiese podido durar semanas enteras. Aquella mañana todo el mundo en la Dirección sentíase extenuado, con un mal sabor de boca. Algunos, como Maigret, habían dormido tres o cuatro horas. Otros, que vivían en las afueras, no habían dormido en absoluto.

Todavía quedaban unos cuantos, allá lejos, registrando el barrio de las Grandes-Carrières, vigilando los Metros, observando a los hombres que salían de las casas.

—¿Ha dormido usted bien, señor comisario?

Era el pequeño Rougin, fresco y despierto, más chispeante que de costumbre, quien en el pasillo interpeló a Maigret con su voz chillona, un poco metálica. Parecía especialmente alegre aquella mañana y el comisario no lo comprendió hasta ver el diario al que pertenecía el joven periodista. Él también había corrido un riesgo. Ya la víspera y luego durante la noche y, por último, cuando fueron tres o cuatro para hostigar a Maigret, él había sospechado la verdad.

Indudablemente, se pasó el resto de la noche interrogando a ciertas gentes, hoteleros en especial.

La cuestión era que su diario publicó en gruesos caracteres:

El asesino ha escapado del lazo tendido por la policía.

En el pasillo, Rougin tuvo que esperar las reacciones de Maigret.

Nuestro buen amigo, el comisario Maigret —escribía— no irá a contradecirnos, seguramente, si afirmamos que la detención efectuada anteayer y alrededor de la cual se ha creado, deliberadamente, un gran misterio, no era más que una añagaza destinada a atraer al asesino de Montmartre a una trampa…

Rougin llegó más lejos aún. Despertó, en medio de la noche, a un psiquiatra famoso, a quien formuló unas preguntas bastante parecidas a las que el comisario había hecho al profesor Tissot.

¿Han dado por descontado que el criminal vendría a merodear alrededor de la P. J. para ver al hombre a quien acusaban en lugar de él? Es posible. Sin embargo, es más probable que al herir su vanidad se ha querido impulsarle a actuar una vez más, en un barrio previamente atestado de policías…

Era el único diario que daba aquel toque de rebato. Los otros periodistas se habían tragado el anzuelo.

—¿Cómo es que sigues aquí tú? —gruñó Maigret viendo a Lucas—. ¿No te acuestas?

—He dormido en un sillón, después he ido a darme un chapuzón en los Baños Deligny y me he afeitado en la cabina.

—¿Quién está disponible?

—Casi todo el mundo.

—¿No ha habido nada, naturalmente?

Lucas se contentó con hacer un movimiento de hombros.

—Llama a Janvier, a Lapointe y a dos o tres más.

No había bebido en toda la noche más que un tercio de cerveza y la copa de aguardiente de ciruela, y sin embargo, sufría la resaca. El cielo se había encapotado, pero no de verdaderas nubes que hubiesen traído cierto frescor. Un velo grisáceo habíase tendido poco a poco sobre la ciudad, un vaho pegajoso caía lentamente en las calles cargado de polvo y de olor a gasolina, que se agarraba a la garganta.

Maigret abrió su ventana y la volvió a cerrar casi en seguida, porque el aire de afuera era más irrespirable que el de su despacho.

—Vais a largaros a la calle de los Petits-Champs, muchachos. Aquí tenéis unas cuantas direcciones. Si no encontráis allí nada, buscáis otras en la guía. Que unos se ocupen del botón y otros de la tela.

Les explicó lo que Moers le había dicho con respecto a los vendedores al por mayor y a los importadores.

—Pudiera ser que esta vez haya más suerte. Tenedme al corriente.

Seguía malhumorado y no era, como creían todos, porque había sufrido un fracaso, porque el hombre al que perseguían hubiese logrado pasar entre las mallas de la red.

Se lo esperaba. En realidad, aquello no significaba un fracaso, puesto que sus previsiones se vieron confirmadas y poseía por fin un indicio, un punto de partida, por insignificante que fuese en apariencia.

Sus pensamientos iban hacia el asesino que comenzaba a precisarse en su mente, ahora que una persona, al menos, le había entrevisto. Le imaginaba joven aún, rubio, probablemente melancólico o amargado. ¿Por qué hubiese apostado ahora Maigret que era de buena familia y acostumbrado a una vida cómoda?

Llevaba una alianza. Tenía, por tanto, una esposa. Había tenido un padre y una madre. Había sido un colegial, un estudiante quizá.

Aquella mañana estaba solo contra la policía de París, contra la población parisiense entera, y él también había leído, sin duda, el artículo del pequeño Rougin en el diario.

¿Habría dormido, una vez que se libró del lazo en el que estuvo a punto de caer?

Si sus crímenes le producían un alivio, hasta una cierta euforia, ¿qué efecto le haría un atentado fallido?

Maigret no esperó a que Coméliau le llamase y fue a su despacho donde encontró al juez dedicado a la lectura de los periódicos.

—Ya se lo previne, señor comisario. No pretenderá usted que me mostré entusiasta de su proyecto, ni que lo aprobara.

—Mis hombres siguen una pista.

—¿Seria?

—Tienen en la mano un indicio material. Lo cual conducirá fatalmente a algún sitio. Esto puede durar unas semanas o unas horas.

No duró siquiera dos horas. Lapointe fue primero a la calle de los Petits-Champs, a un depósito con los muros cubiertos de botones de todas clases. Casa fundada en 1782, se leía en la puerta, bajo el nombre de los dos socios. Y la colección así expuesta era la de todos los modelos fabricados desde la fundación.

Después de haber exhibido su placa de la P. J., Lapointe preguntó:

—¿Es posible determinar la procedencia de este botón?

Para él, para Maigret, para cualquiera, era un botón igual a otros muchos, pero el empleado que lo examinaba respondió sin vacilar.

—Éste viene de la casa de Mullerbach, de Colmar.

—¿Tiene Mullerbach tiendas en París?

—En esta misma casa, dos pisos más arriba.

Porque todo el edificio, como Lapointe y su colega pudieron comprobar, estaba ocupado por vendedores de botones.

No vivía ya el señor Mullerbach, sino el hijo de un yerno del último Mullerbach. Recibió muy cortésmente a los policías en su despacho, dio vueltas y más vueltas al botón entre sus dedos y preguntó:

—¿Qué desean ustedes saber con exactitud?

—¿Es usted quien ha fabricado este botón?

—Sí.

—¿Tiene usted una lista de los sastres a quienes haya vendido botones parecidos?

El industrial apretó un timbre, explicando:

—Como ustedes sabrán quizá, los fabricantes de tejidos cambian todos los años los tonos y hasta la trama de la mayoría de sus productos. Antes de poner sus novedades a la venta, nos envían muestras de ellas a fin de que podamos nosotros, a nuestra vez, fabricar botones que hagan juego. Éstos se venden directamente a los sastres…

Entró un joven abrumado de calor.

—Óigame, Jeanfils, ¿quiere usted buscar la referencia de este botón y traerme la lista de los sastres a los que hayamos vendido botones similares?

Jeanfils salió sin hacer ruido, sin haber abierto la boca. Durante su ausencia, el dueño siguió exponiendo a los dos policías la mecánica de la venta de botones. Menos de diez minutos después, llamaron en la puerta acristalada. Entró el mismo Jeanfils y dejó sobre la mesa el botón y una hoja de papel mecanografiada.

Era una lista de unos cuarenta sastres, cuatro de Lyon, dos de Burdeos, uno de Lille, algunos otros de diversas ciudades francesas, y el resto de París.

—Aquí tienen, señores. Les deseo buena suerte.

Se encontraron de nuevo en la calle, cuya ruidosa animación chocaba casi cuando se salía de aquellos locales, donde reinaba una serena tranquilidad de sacristía.

—¿Qué hacemos? —preguntó Broncard, que era el acompañante de Lapointe—. ¿Nos dedicamos a esto en seguida? Los he contado. Hay veintiocho en París. Tomando un taxi…

—¿Tú sabes adónde iba a entrar Janvier?

—Sí. A esa casa enorme, o más bien a las oficinas que hay al fondo del patio.

—Espérale.

Él, por su parte, entró en un pequeño bar de suelo cubierto de serrín, pidió una copa de blanco con agua de Vichy y se encerró en la cabina telefónica. Maigret estaba todavía en el despacho del juez Coméliau y allí fue donde pudo dar con él.

—Cuarenta sastres en total —explicó—. Veintiocho en París. ¿Empiezo la jira?

—Quédate sólo con cuatro o cinco nombres. Y díctale los otros a Lucas que mandará unos hombres.

No había terminado de dictar cuando Janvier, Broncard y otro entraron en la taberna donde le esperaban junto al mostrador. Parecían los tres contentos. En un momento dado, Janvier fue a entreabrir la puerta acristalada.

—No corte la comunicación. Yo también tengo que hablarle.

—No es el jefe. Es Lucas.

—Déjamelo de todas maneras.

De no haber dormido, tenían todos una especie de fiebre, sus alientos eran cálidos y sus ojos fatigados y brillantes a la vez.

—¿Eres tú, chico? Dile al jefe que todo marcha bien. Hemos tenido la buena. Una suerte que ese tipo lleve trajes de tela inglesa. Ya te explicaré. Ahora conozco toda la rutina. En resumen, no hay más que una docena de sastres que pidan ese tejido. Hay muchos más que han recibido las muestras. Son estas muestras las que enseñan al cliente y una vez encargado el traje le suministran los metros que necesitan. Bueno, esperemos que la cosa vaya de prisa, salvo en el caso improbable de que la ropa haya sido hecha en Inglaterra.

Se separaron, una vez fuera, llevando cada uno dos o tres nombres apuntados en un trozo de papel, y era para ellos como la lotería. Uno de los cuatro iba, probablemente aquella mañana, a obtener el nombre que estaban buscando hacía seis meses.

Fue el pequeño Lapointe a quien le cayó el «gordo». Se había reservado la zona de la orilla izquierda, en los alrededores del bulevar Saint-Germain, que él conocía bien porque vivía allí.

Un primer sastre, en el bulevar Saint-Michel, había encargado efectivamente un corte del famoso tejido. Pudo incluso mostrar al inspector el traje que confeccionó con él, pues no lo había entregado aún ni siquiera estaba terminado: con una sola manga y sin pegar todavía el cuello, esperaba al cliente para la prueba.

La segunda dirección era la de un sastrecillo polaco que habitaba en un piso tercero de la calle de Vanneau. No tenía más que un oficial. Lapointe le encontró sentado ante su mesa, con unas gafas de montura de metal.

—¿Reconoce usted este tejido?

Janvier había pedido varias muestras para sus colegas.

—Ciertamente. ¿Por qué? ¿Desea usted hacerse un traje?

—Deseo saber el nombre del cliente para el cual ha hecho usted uno.

—Hace de eso bastante tiempo.

—¿Como cuánto?

—Fue en el otoño último.

—¿No recuerda usted al cliente?

—Me acuerdo de él, sí.

—¿Quién es?

—El señor Moncin.

—¿Quién es el señor Moncin?

—Un señor muy bien, que se viste en mi casa desde hace varios años.

Lapointe, trémulo, no se atrevía apenas a creerlo. El milagro se realizaba. El hombre a quien tanto habían buscado, que había hecho correr tanta tinta, a cuya busca habían consagrado tantas horas todas las fuerzas de policía, tenía de pronto un nombre. Iba a tener unas señas, un estado civil y, muy pronto sin duda, a tomar forma.

—¿Vive en el barrio?

—No lejos de aquí, en el bulevar Saint-Germain.

—¿Le conoce usted bien?

—Como conozco a cada uno de mis clientes. Es un hombre bien educado, encantador.

—¿Hace tiempo que no ha venido por aquí?

—La última vez, fue en noviembre pasado, para encargarse un gabán, poco tiempo después de haberse hecho el traje.

—¿Tiene usted su dirección exacta?

El sastrecillo hojeó las páginas de un cuaderno donde había nombres y señas escritos a lápiz, con cifras, los precios de los trajes, sin duda, que él tachaba con una cruz roja cuando estaban abonados.

—228 duplicado.

—¿Sabe usted si está casado?

—Su esposa le ha acompañado varias veces. Viene siempre con él para elegir.

—¿Es joven?

—Me figuro que debe tener unos treinta años. Es una persona distinguida, una verdadera señora.

Lapointe no lograba refrenar el estremecimiento que se había apoderado de todo su cuerpo. Aquello se convertía en pánico. Estando tan cerca de la meta, temía que se produjera una interrupción que volviese a comprometerlo todo.

—Muchas gracias. Volveré quizá a verle.

Se olvidó de preguntar la profesión de Marcel Moncin y se precipitó escaleras abajo hacia el bulevar Saint-Germain, donde la casa número 228 duplicado le pareció fascinante. Era, sin embargo, una casa de renta como las otras, del mismo estilo que todas las del bulevar, con balcones de hierro forjado. Estaba abierto el portal dando a una entrada pintada de beige, al fondo de la cual se divisaba la caja del ascensor y, a la derecha, la habitación de la portera.

Sintió un deseo casi doloroso de entrar, de informarse, de subir al piso de Moncin, de acabar él solo de una vez con el famoso asesino; pero sabía que no tenía derecho a obrar así.

Justamente frente a la entrada del Metro, un agente de uniforme estaba de guardia; y Lapointe le interpeló, se dio a conocer.

—¿Quiere usted vigilar esa casa durante unos minutos que necesito para telefonear a la Dirección?

—¿Qué debo hacer?

—Nada. O mejor dicho, si un hombre de unos treinta años, delgado, más bien rubio, se dispusiera a salir, Arrégleselas para retenerle, pídale la documentación, haga cualquier cosa.

—¿Quién es?

—Se llama Marcel Moncin.

—¿Y qué ha hecho?

Lapointe creyó oportuno no precisar que se trataba, según todas las probabilidades, del criminal de Montmartre.

Instantes después se encontraba de nuevo en una cabina telefónica.

—¿Es la Dirección? Póngame en seguida con el comisario Maigret. Soy Lapointe.

Estaba tan febril que tartamudeaba.

—¿Es usted, jefe? Lapointe. Sí. Lo he encontrado… ¿Cómo?… Sí… Su nombre, su dirección… Estoy enfrente de su casa…

Se le ocurrió de pronto la idea de que había otros trajes hechos con la misma tela y que aquél no era quizá el que buscaban.

—¿No ha telefoneado Janvier? ¿Sí? ¿Qué ha dicho?

Habían encontrado tres de los trajes, pero las filiaciones no correspondían con la descripción facilitada por Marta Jusserand.

—Le telefoneo desde el bulevar Saint-Germain… He colocado un guardia en su puerta… Sí… Sí… Le espero… Un momento… Voy a ver el nombre de este local…

Salió de la cabina, leyó, al revés, el nombre escrito en letras de esmalte sobre el cristal.

—Café Solferino…

Maigret le había recomendado que permaneciese allí sin mostrarse. Menos de un cuarto de hora después, de pie ante el mostrador, ante otra copa, reconoció los coches pequeños de la policía, que se paraban en diferentes sitios.

De uno de ellos, fue Maigret en persona quien se apeó; y a Lapointe le pareció más macizo y más tardo que de costumbre.

—Ha sido de tal modo fácil, jefe, que no acabo de creerlo…

¿Estaba Maigret tan nervioso como él? Si era así, no se notaba. O más bien, para los que le conocían bien, aquello se traducía por un gesto gruñón u obstinado.

—¿Qué bebes?

—Blanco con Vichy.

Maigret torció el gesto.

—¿Tiene cerveza con presión?

—Naturalmente, señor Maigret.

—¿Me conoce usted?

—He visto bastantes veces su retrato en los periódicos. Y el año último, cuando se ocupó usted de lo que sucedía en el ministerio de enfrente, vino usted aquí varias veces a tomar una copa.

Bebió su cerveza.

—Vente.

Durante aquel rato se había realizado una maniobra que, aun siendo menos importante que la de la noche, no por eso era menos eficaz. Dos inspectores habían subido hasta el último piso de la casa. Había otros en la acera, otros más enfrente y en la esquina de la calle, sin contar un coche con radio, aparcado cerca.

Sería sin duda inútil. Esa clase de criminales se defienden rara vez, al menos con armas.

—¿Le acompaño?

Maigret hizo un gesto afirmativo y penetraron los dos en la portería. Era un cuarto burgués, con una salita separada de la cocina por una cortina de terciopelo rojo. La portera, de unos cincuenta años, se mostró tranquila y sonriente.

—¿Qué desean los señores?

—¿El señor Moncin, hace el favor?

—Segundo izquierda.

—¿No sabe usted si está en su casa?

—Es probable. No le he visto salir.

—¿Está también la señora?

—Ha vuelto de la compra hará una media hora.

Maigret no podía dejar de pensar en su conversación, en casa de Pardon, con el profesor Tissot. La casa era tranquila, cómoda y su aspecto vetusto, su estilo de mediados del siglo último, tenía algo que tranquilizaba. El ascensor, bien engrasado, con una manija de cobre brillante, les esperaba; pero prefirieron subir a pie pisando la gruesa alfombra carmesí.

La mayor parte de los felpudos, ante las puertas de madera obscura, llevaban una o dos iniciales en rojo; y todos los botones de los timbres relucían, muy limpios. No se oía nada de lo que ocurría dentro de los pisos y ningún olor de cocina invadía la caja de la escalera.

En una de las puertas del primero había una placa de un especialista de pulmón.

En el piso segundo, a la izquierda, se leía, sobre una placa de cobre del mismo tamaño, pero en letras más estilizadas, más modernas:

MARCEL MONCIN

Arquitecto-decorador

Los dos hombres hicieron una parada, se miraron, y Lapointe tuvo la impresión de que Maigret estaba tan emocionado como él. Fue el comisario quien tendió la mano para apretar el botón. No se oyó el timbre, que debía sonar bastante lejos en el piso. Transcurrió un rato que pareció largo y, finalmente, se abrió la puerta y una doncella con delantal blanco, que no tenía veinte años, les miró con extrañeza y preguntó:

—¿Qué quieren?

—¿Está el señor Moncin?

Ella pareció cohibida, balbuceó:

—No lo sé.

Estaba allí, por consiguiente.

—Si quieren esperar un minuto, preguntaré a la señora…

No tuvo necesidad de alejarse. Una señora todavía joven que, al volver de su compra, debió haberse puesto una bata para sentir menos calor, apareció al fondo del pasillo.

—¿Qué es, Odile?

—Dos señores que quieren hablar con el señor, señora.

Ella se adelantó, cruzando los pliegues de su bata, mirando a Maigret fijamente a la cara como si le recordase a alguien.

—¿Qué desean ustedes? —preguntó intentando comprender.

—¿Está su marido?

—Pues verán…

—Eso quiere decir que está.

Ella enrojeció levemente.

—Sí. Pero duerme.

—Me veo obligado a rogarla que le despierte.

Ella vaciló, murmuró:

—¿A quién tengo el honor…?

—Policía Judicial.

—El comisario Maigret, ¿verdad? Me parecía haberle reconocido…

Maigret, que se había adelantado insensiblemente, se encontraba ahora en el recibidor.

—Tenga la bondad de despertar a su marido. ¿Supongo que habrá vuelto tarde, la noche pasada?

—¿Qué quiere usted decir?

—¿Acostumbra a dormir hasta pasadas las once de la mañana?

Ella sonrió.

—Eso le ocurre con frecuencia. Le gusta trabajar por la noche, a veces durante una parte de la madrugada. Es un cerebral, un artista.

—¿No ha salido la noche última?

—Que yo sepa, no. Si quieren esperar en el salón, voy a avisarle.

Abrió la puerta acristalada de un salón de un modernismo inesperado en el viejo inmueble, pero que no tenía nada de agresivo, y Maigret pensó que él hubiera podido vivir en un decorado así. Sólo los cuadros, colgados en las paredes, y que él no entendía, le desagradaron.

Lapointe, en pie, vigilaba la puerta de entrada. Lo cual era por lo demás superfluo, pues, en aquel momento, todas las salidas estaban bien guardadas.

La joven señora, que se alejó con un frufrú sedoso, no estuvo más que dos o tres minutos ausente, y luego volvió, no sin haberse pasado un peine por el pelo.

—Vendrá dentro de un momento. Marcel siente un extraño pudor que yo le critico a veces: detesta mostrarse vestido de casa.

—¿Tienen ustedes los dormitorios separados?

La pregunta le causó una ligera conmoción, y respondió con sencillez:

—Como muchos matrimonios, ¿no?

¿No era, en efecto, casi obligado en cierto ambiente social? Aquello no significaba nada. Lo que él se esforzaba en esclarecer era si representaba ella un papel, si sabía algo o si, por el contrario, se preguntaba realmente qué relación podía existir entre el comisario Maigret y su marido.

—¿Su marido trabaja aquí?

—Sí.

Fue ella a abrir una puerta lateral que daba acceso a un despacho bastante amplio cuyas dos ventanas estaban situadas frente al bulevar Saint-Germain. Se veían allí tableros de dibujo, rollos de papel, maquetas curiosas hechas de contrachapado o con alambre, que hacían pensar en decoraciones de teatro.

—¿Trabaja mucho?

—Demasiado para su salud. No ha sido nunca fuerte. Deberíamos ahora estar en la montaña, como en otros años, pero ha aceptado un encargo que nos impedirá tomar vacaciones.

Rara vez había visto Maigret una mujer tan tranquila, tan dueña de sí misma. ¿No debería ella mostrarse trastornada, cuando los diarios estaban llenos de las historias del asesino y que sabía que Maigret dirigía la investigación, viendo a éste presentarse así en su domicilio? Ella se contentaba con observarle, como si sintiera curiosidad de ver de cerca a un hombre tan célebre.

—Voy a ver si está ya casi arreglado.

Maigret, sentado en un sillón, cargó lentamente su pipa, la encendió y cambió una nueva mirada con Lapointe, que no se podía estar quieto.

Cuando la puerta por la cual había salido la señora Moncin volvió a abrirse, no fue ella la que apareció sino un hombre que parecía tan joven que podía creerse que existía una equivocación.

Se había puesto un traje de un beige delicado, que hacía resaltar el rubio de su pelo, la finura de su cutis, el azul claro de sus ojos.

—Perdonen, señores, que les haya hecho esperar…

Una sonrisa que tenía un matiz delicado e infantil se dibujó en sus labios.

—Mi mujer acaba de despertarme diciéndome…

¿No sentía ella curiosidad por saber el objeto de aquella visita? No volvía. ¿O quizá estaba escuchando detrás de la puerta que su marido había cerrado?

—He trabajado mucho esta última temporada en el decorado de una enorme «villa», que un amigo mío hace construir en la costa normanda…

Sacando de su bolsillo un pañuelo de batista, se secó la frente sudorosa y los labios.

—Hace más calor aún que ayer, ¿no les parece?

Miró hacia afuera, vio el cielo color espliego.

—No sirve de nada abrir las ventanas. Espero que tengamos tormenta.

—Perdone usted —comenzó Maigret— si tengo que hacerle algunas preguntas indiscretas. Quisiera ante todo ver el traje que llevaba usted ayer.

Esto pareció sorprenderle, aunque sin atemorizarle. Sus ojos se abrieron un poco y sus labios se despegaron. Pareció decir:

—¡Qué extraña ocurrencia!

Y, luego, dirigiéndose hacia la puerta:

—¿Me permiten un momento?

Sólo estuvo fuera medio minuto a lo sumo, y volvió con un traje gris sostenido bajo el brazo. Maigret lo examinó y encontró, en el interior del bolsillo una etiqueta con el nombre del sastrecillo de la calle Vanneau.

—¿Lo llevaba usted ayer?

—Ciertamente.

—¿Ayer por la noche?

—Hasta después de cenar. Me cambié entonces para ponerme este traje de casa antes de empezar a trabajar. Trabajo, sobre todo de noche.

—¿No salió usted después de las ocho?

—Permanecí en mi despacho hasta las dos o las dos y media de la madrugada, lo cual les explicará el que estuviera durmiendo todavía cuando han llegado ustedes. Necesito dormir mucho, como todos los excesivamente nerviosos.

Parecía buscar su aprobación, haciendo siempre pensar más en un estudiante que en un hombre que ha pasado de los treinta.

De cerca, sin embargo, se notaba en su cara un desgaste que contrastaba con su juventud aparente. Había, en su carne, algo enfermizo o marchito, que no dejaba de prestarle cierto encanto, como les sucede a las mujeres maduras.

—¿Puedo pedirle que nos enseñe todo su vestuario?

Ahora se atiesó un poco y quizá estuvo a punto de protestar, de negarse.

—Como quieran. Vengan por aquí…

Si su mujer acechaba detrás de la puerta, tuvo tiempo de retirarse pues la vieron, al fondo del pasillo, hablando con la sirvienta en una cocina clara y moderna.

Moncin empujó otra puerta, la de un dormitorio, pintado en color tabaco claro, en medio del cual había una cama-diván, deshecha. Fue a abrir las cortinas, pues la habitación estaba sumida en la penumbra, hizo resbalar las puertas corredizas de un armario empotrado que ocupaba todo un lienzo de pared.

Había allí dentro seis trajes, colgados, en la parte derecha, todos perfectamente planchados, como si no hubieran sido usados o como si saliesen del tinte; y había también tres gabanes, uno de entretiempo, así como un smoking y un frac.

Ninguno de los trajes era de la misma tela que la nuestra que Lapointe tenía en el bolsillo.

—¿Quieres dármela? —pidió el comisario.

Se la tendió a su entrevistado.

—El pasado otoño, su sastre le entregó un traje de esta tela. ¿Lo recuerda usted?

Moncin la examinó.

—Lo recuerdo.

—¿Qué ha sido de ese traje?

Pareció reflexionar.

—Ya sé —dijo al fin—. Alguien en la plataforma del autobús, me lo quemó con un cigarrillo.

—¿Y lo dio usted a zurcir?

—No. Tengo horror a los objetos, sean lo que sean, estropeados. Es una manía, pero la he tenido siempre. Ya de niño, tiraba un juguete si tenía una rozadura.

—¿Y ha tirado usted ese traje? ¿Quiere decir que lo echó a la basura?

—No. Lo di.

—¿Usted mismo?

—Sí. Lo llevé al brazo, una noche que iba a pasear por los malecones, como hago a menudo y se lo di a un mendigo de los que duermen bajo los puentes.

—¿Hace mucho de eso?

—Dos o tres días.

—Precise usted.

—Anteayer.

En la parte derecha del armario había una docena, cuando menos, de zapatos, alineados en unas tablas, y en medio, unos cajones conteniendo camisas, calzoncillos, pijamas, todo ello con un orden perfecto.

—¿Dónde están los zapatos que llevaba usted anoche?

Él no se cortó ni se azaró.

—No llevaba zapatos, sino las zapatillas que tengo puestas, ya que me encontraba en mi despacho.

—¿Quiere usted llamar a la criada? Podemos volver al salón.

—¡Odile! —gritó en dirección a la cocina—. Venga un momento.

Ésta no debía haber llegado hacía mucho del campo, pues conservaba la lozanía que da el aire libre.

—El comisario Maigret desea hacerle unas preguntas. Haga el favor de contestarle.

—Bien, señor.

Ella tampoco se turbaba; sentíase tan sólo emocionada de verse ante un personaje oficial del que hablaban los periódicos.

—¿Duerme usted en este piso?

—No, señor. Tengo mi cuarto en el sexto, con las otras sirvientas de la casa.

—¿Subió usted tarde anoche?

—A eso de las nueve, como casi todos los días, en cuanto hube fregado.

—¿Dónde estaba el señor Moncin en ese momento?

—En su despacho.

—¿Vestido cómo?

—Como está ahora.

—¿Está usted segura?

—Segurísima.

—¿Desde cuándo no ha visto el traje gris con rayitas azules de su señor?

La muchacha reflexionó.

—Debo decirle que yo no me ocupo de los trajes del señor. Es muy… muy especial en eso.

Estuvo a punto de decir «maniático».

—¿Quiere usted decir que suele planchárselos él mismo?

—Sí.

—¿Y no tiene usted autorización para abrir sus armarios?

—Sólo para meter la ropa blanca cuando la trae la lavandera.

—¿Ignora usted cuándo ha llevado su traje gris de rayitas azules por última vez?

—Creo que ha sido hace dos o tres días.

—¿No han hablado, en la mesa por ejemplo, mientras estaba usted sirviendo, de una quemadura hecha en la solapa?

Miró ella a su amo como pidiéndole consejo, y balbució:

—No lo sé… No… No escucho lo que dicen en la mesa. Hablan casi siempre de cosas que no entiendo.

—Puede usted marcharse.

Marcel Moncin esperaba, tranquilo, sonriente, con sólo unas cuantas gotitas de sudor posadas sobre el labio superior.

—Le ruego que se sirva usted vestirse y venir conmigo a la Dirección. Mi inspector le acompañará a su cuarto.

—¿Y al cuarto de baño también?

—También, y discúlpeme. Mientras tanto yo charlaré con su esposa, señor Moncin, pero me es imposible hacer otra cosa.

El arquitecto-decorador tuvo un gesto vago, que parecía significar:

—Como usted quiera.

Sólo ya en la puerta se volvió, con estudiada lentitud, para preguntar:

—¿Puedo saber a qué debo el honor…?

—Ahora, no es posible. Dentro de un rato, en mi despacho.

Y Maigret, desde la puerta del pasillo, dijo a la señora Moncin, que seguía en la cocina:

—¿Quiere usted venir, señora?