Capítulo II
Las teorías del profesor Tissot
Fue el viernes anterior cuando Maigret y su mujer se dirigieron tranquilamente, por la noche, como vecinos, hacia la calle Picpus. Y a lo largo de las calles de su barrio las gentes estaban sentadas ante los portales; y muchas de ellas habían llevado sus sillas a la acera. La tradición de las comidas mensuales en casa del doctor Pardon seguía en vigor, con una ligera variante, desde hacía un año aproximadamente.
Pardon había adquirido la costumbre, en efecto, de invitar, además del matrimonio Maigret, a alguno de sus compañeros, casi siempre un hombre interesante, ya fuese por su personalidad o por sus investigaciones; y el comisario se encontraba sentado con frecuencia frente a un gran maestro o un profesor ilustre.
No se dio cuenta, al principio, de que eran aquellas personas las que querían coincidir con él, para estudiarle y hacerle innumerables preguntas. Todos habían oído hablar de Maigret y sentían curiosidad por conocerle. No pasaba mucho tiempo sin que se sintieran con el comisario sobre un terreno común; y algunas conversaciones de sobremesa, ayudadas por un licor añejo, en el apacible salón de los Pardon, con las ventanas casi siempre abiertas sobre la populosa calle, habían durado hasta muy avanzada la noche.
Diez veces, después de una de aquellas charlas, el interlocutor de Maigret habíale preguntado de repente, mirándole con seriedad:
—¿No ha pensado usted nunca en hacerse médico?
Y él respondía, enrojeciendo casi, que aquélla había sido su primera vocación y que la muerte de su padre le obligó a abandonar sus estudios.
¿No era curioso que lo percibiesen después de tantos años? La manera que tenían ellos y él de interesarse por el hombre, de examinar sus aflicciones y sus fracasos, era casi la misma.
Y el policía no intentaba ocultar que le halagaba que unos profesores de nombre universalmente conocido acabasen por hablar con él del oficio como si fuesen colegas.
Aquella noche, ¿Pardon lo había hecho deliberadamente, a causa del asesino de Montmartre, que preocupaba a todo el mundo desde hacía unos meses? Era posible. El doctor, hombre muy sencillo, ciertamente, tenía al mismo tiempo delicadezas sumamente sutiles. Aquel año, tuvo que tomar muy pronto sus vacaciones de la temporada, en junio, porque no encontró substituto más que para aquel período.
Cuando Maigret y su mujer llegaron, había una pareja en el salón, ante la mesita, con los aperitivos; el hombre cuadrado, de contextura de campesino, con un pelo gris y tupido cortado estilo cepillo sobre un rostro sanguíneo, y la señora de una viveza excepcional.
—Mis amigos, Maigret… La señora Tissot… El profesor Tissot… —les presentó Pardon.
Era el famoso Tissot, director de Sainte-Anne, el Asilo de Alienados de la calle Cabanis. Aunque hubiera sido citado a menudo para informar como perito ante los tribunales, Maigret no había tenido nunca ocasión de coincidir con él; y descubría un tipo de psiquiatra sólido, humano, jovial, al que no conocía aún.
No tardaron en sentarse a la mesa. Hacía calor, pero hacia el final de la comida empezó a caer una lluvia fina y suave, cuyo rumor, al otro lado de las ventanas que seguían abiertas, acompañó su velada.
El profesor Tissot no tomaba vacaciones porque, aun teniendo un piso en París, volvía casi todas las noches a su finca de Ville d’Avray.
Como sus predecesores, comenzó, mientras hablaba de unas cosas y de otras, a observar al comisario, con ojeadas breves y rápidas, como si cada mirada añadiera un toque a la imagen que se iba forjando de él. Solamente en el salón, cuando las señoras se agruparon con toda naturalidad en un rincón, atacó él, a quemarropa:
—¿Y no le aterra un poco su responsabilidad?
Maigret comprendió en seguida.
—¿Supongo que se refiere usted a los asesinatos del distrito XVIII?
Su interlocutor se contentó con un parpadeo afirmativo. Y en verdad aquel asunto era, para Maigret, uno de los más angustiosos de su carrera. No se trataba de descubrir el autor de un crimen. La cuestión no estribaba para la sociedad, como casi siempre, en castigar a un asesino.
Era una cuestión de defensa. Cinco mujeres habían muerto y nada permitía suponer que estaba cerrada la lista.
Ahora bien, los medios habituales de defensa no servían en aquel caso. La prueba era que, no bien se perpetró el primer crimen, toda la máquina policíaca se puso en movimiento sin que ello evitase los atentados siguientes:
Maigret creyó comprender lo que Tissot quería decir al hablar de su responsabilidad. De él, o más exactamente de la manera con que enfocase el problema, dependía la suerte de cierto número de mujeres.
¿Lo había presentido también Pardon y organizado aquel encuentro por ello?
—Aunque sea en cierto modo mi especialidad —añadió Tissot— no me gustaría estar en su lugar, con la población que enloquece, los periódicos que no hacen nada por tranquilizarla, las gentes bien situadas que reclaman medidas contradictorias. ¿No es éste el cuadro?
—Ése es, realmente.
—¿Supongo que se habrá usted fijado en las características de los diferentes crímenes?
Entraba inmediatamente en la entraña del caso; y Maigret hubiera podido pensar que conversaba con uno de sus colegas de la P. J.
—Entre nosotros, ¿puedo preguntarle, comisario, qué es lo que más le ha impresionado?
Era casi una pega y Maigret, cosa que le ocurría rara vez, se sintió enrojecer.
—El tipo de las víctimas —respondió, no obstante, sin vacilar—. Me ha preguntado usted la característica principal, ¿no es eso? No le he hablado de las otras, que son bastante numerosas.
»Cuando sucede, como en este caso, que se cometen unos crímenes en serie, nuestro primer cuidado, en la Dirección, es buscar los puntos comunes entre aquéllos.
Con su copa de coñac en la mano, Tissot aprobaba con la cabeza; y la comida había coloreado grandemente su rostro.
—¿La hora, por ejemplo? —dijo.
Notábase su deseo de demostrar que conocía el asunto, que él también, a través de la prensa, lo había estudiado bajo todos sus ángulos, incluso bajo el ángulo policíaco.
Ahora fue Maigret el que sonrió, pues era bastante emocionante.
—La hora, en efecto. El primer asesinato fue cometido a las ocho de la noche y ocurrió en febrero. Era, pues, de noche. El crimen del tres de marzo fue perpetrado un cuarto de hora más tarde y así sucesivamente para terminar, en julio, unos minutos antes de las diez. Es evidente que el asesino espera a que haya obscuridad.
—¿Y las fechas?
—Las he estudiado veinte veces, hasta el punto de que acaban por embrollarse en mi cabeza. Podría usted ver por encima de mi mesa, un calendario cubierto de notas negras, azules y rojas. Como para descifrar un lenguaje secreto; he probado todos los sistemas, todas las claves. Se ha hablado, primero, de la luna llena.
—La gente da mucha importancia a la luna cuando se trata de actos que no puede explicarse.
—¿Y usted cree en eso?
—Como médico, no.
—¿Y como hombre?
—No sé.
—La cuestión es que la explicación no sirve, ya que tan sólo dos atentados de los cinco se han cometido en noches de luna llena. He buscado, pues, por otra parte. El día de la semana, por ejemplo. Hay gentes que se embriagan los sábados. Uno solo de los crímenes ha sido perpetrado un sábado. Hay profesiones en las cuales el día de descanso no es el domingo, sino otro día.
Tenía la impresión de que Tissot había examinado, como él, aquellas diferentes hipótesis.
—La primera constante, si puede decirse —prosiguió—, que hemos anotado, es el barrio. Es evidente que el asesino lo conoce a maravilla, en sus menores rincones. E incluso, a este conocimiento de las calles, de los lugares iluminados y de los que no lo están, de las distancias entre dos puntos determinados, debe el criminal no sólo el no haber sido capturado, sino el que no le hayan visto.
—La prensa ha hablado de testigos que afirmaban haberle visto.
—Hemos oído a todo el mundo. A la inquilina del piso primero, de la avenida Rachel, por ejemplo, la que se muestra más categórica, pretendiendo que es alto, delgado, que lleva un impermeable amarillento y un sombrero flexible con el ala bajada sobre los ojos. Lo primero, se trata de una descripción-tipo, que reaparece con harta frecuencia en estos asuntos y de la que desconfiamos siempre en la Dirección. Después se ha probado que desde la ventana donde esa mujer afirma que se hallaba, es imposible ver el sitio designado.
»El testimonio del niño es más serio, pero tan vago que resulta inaprovechable. Se trata del asunto de la calle Durantin. ¿Lo recuerda usted?
Tissot asintió.
—En resumen, el individuo conoce a maravilla el barrio y por eso todos se figuran que vive en él, lo cual crea allí una atmósfera especialmente angustiosa. Cada cual observa a su vecino con recelo. Hemos recibido centenares de cartas señalándonos la conducta extraña de gentes perfectamente normales.
»Hemos estudiado la hipótesis de un hombre que no vive en el barrio, pero que trabaja en él.»
—Es una labor considerable.
—Representa miles de horas. Y no hablo de la búsqueda en nuestros ficheros, de las listas de todos los criminales, de todos los maniáticos que hemos consultado y comprobado. Usted, como los demás directores de hospitales, habrá recibido un cuestionario en relación con sus internados puestos en libertad después de algunos años.
—Mis colaboradores lo han contestado.
—Ese mismo cuestionario lo hemos dirigido a los hospitales de provincia y del extranjero, así como a los médicos de cabecera.
—Ha hablado usted de otra constante.
—Habrá usted visto la fotografía de las víctimas en los periódicos. Cada una de ellas ha sido publicada en una fecha distinta. No sé si ha tenido usted la curiosidad de colocarlas juntas.
Una vez más, Tissot hizo un gesto afirmativo.
—Esas mujeres son de diversos orígenes, primero geográficamente. Una nació en Mulhouse, otra en el Mediodía, otra en Bretaña, dos en París o en las afueras.
»Desde el punto de vista profesional, en fin, nada las une; hay una mujer pública, una comadrona, una modista, una empleada de Correos y una madre de familia.
»No vivían todas en el barrio.
»Hemos comprobado que no se conocían, es más, probablemente no se habían visto nunca.»
—No imaginaba yo que efectuaban ustedes sus indagaciones desde tantos ángulos diferentes.
—Hemos ido más lejos aún. Nos hemos cerciorado de que no frecuentaban la misma iglesia, por ejemplo, o la misma carnicería, que no tenían el mismo médico o el mismo dentista, que no iban, en días más o menos fijos, al mismo cine o a la misma sala de baile. Ya le he dicho que han sido miles de horas…
—¿Y no han obtenido ningún resultado?
—No. Por lo demás, yo no esperaba obtenerlo, pero estaba obligado a comprobarlo. No tenemos derecho a dejar sin examen la menor posibilidad.
—¿Han pensado en el veraneo?
—Le comprendo. Hubiesen podido ir en su veraneo al mismo lugar, en el campo o en el mar, pero no era así.
—¿De modo que el asesino las elige al azar, según las oportunidades?
Maigret estaba convencido de que el profesor Tissot no lo creía, de que había hecho la misma observación que él.
—No. No, por completo. Esas mujeres, como le he dicho, después de examinar a fondo sus fotografías, tienen algo en común: la corpulencia. Si no se fija usted en las caras, si se contenta con examinar la silueta, notará que las cinco son bastante bajas y más bien rechonchas, casi gruesas, con un talle ancho y unas grandes caderas, incluso Mónica Juteaux, la más joven del conjunto.
Pardon y el profesor cambiaron una mirada; y el primero pareció decir:
—¡Lo hubiese apostado! ¡Él también lo ha notado!
Tissot sonrió.
—Le felicito, querido comisario. Compruebo que no tengo nada que enseñarle.
Y añadió, después de un breve titubeo:
—Hablé de ello a Pardon, preguntándome si la policía lo habría observado. Ha sido un poco por esto, y también porque hace tiempo que deseaba yo conocerle, por lo que me ha invitado esta noche con mi mujer.
Habían permanecido en pie todo aquel rato. El doctor de la calle Picpus les propuso ir a sentarse en un rincón, cerca de la ventana, desde donde oían rumores de radio. La lluvia seguía cayendo, tan ligera, que las gotitas parecían posarse delicadamente unas sobre otras para formar sobre el pavimento una especie de laca obscura.
Fue Maigret quien volvió a hablar.
—¿Sabe usted, profesor, la pregunta que me desconcierta más, la que, a mi juicio, de estar contestada, permitiría echar el guante al asesino?
—Le escucho.
—Ese hombre ya no es un niño. Ha vivido, pues, cierto número de años, veinte, treinta o más, sin cometer crímenes. Ahora bien, en el espacio de seis meses, ha matado en cinco ocasiones. La pregunta que me formulo es la del comienzo. ¿Por qué, el 2 de febrero, ha dejado repentinamente de ser un ciudadano inofensivo para convertirse en un loco peligroso? Usted, como sabio, ¿encuentra alguna explicación a eso?
Lo cual hizo sonreír a Tissot, que miró de nuevo hacia su colega.
—A nosotros, los sabios, como usted dice, nos adjudican con gran facilidad conocimientos y poderes que no tenemos. Sin embargo, voy a intentar responder a usted no sólo en lo que concierne al choque inicial, sino en lo que se refiere al caso en sí mismo.
»No emplearé, por lo demás, ningún término científico o técnico porque no sirven más que para enmascarar nuestra ignorancia. ¿No es cierto, Pardon?»
Debía aludir a alguno de sus colegas contra quien sentía animosidad, pues los dos parecieron comprenderse.
—Ante una serie de crímenes como la que nos ocupa, la reacción de cada cual es afirmar que se trata de un maniático o de un loco. Grosso modo, esto es exacto. Matar a cinco mujeres en las condiciones en que los cinco asesinatos han sido cometidos, sin razón aparente, y rasgar después sus ropas, no tiene nada de común con el comportamiento del hombre normal tal como lo imaginamos.
»En cuanto a determinar por qué y cómo ha comenzado eso, es una pregunta muy compleja a la cual resulta difícil responder.
»Casi todas las semanas me citan para que informe en calidad de perito en la Audiencia. En el curso de mi carrera, he visto el sentido de la responsabilidad en materia criminal evolucionar con tal rapidez que, a mi juicio, son todos nuestros conceptos de la justicia los que han cambiado, e incluso, se han venido abajo.
»Antes nos preguntaban: —En el momento del crimen, ¿era el acusado responsable de sus actos?
»Y la palabra responsabilidad tenía un sentido bastante preciso.
»Hoy, es la responsabilidad del Hombre, con mayúscula, la que nos piden que evaluemos, hasta el punto de que con frecuencia tengo la impresión de que no son ya los magistrados y los jurados quienes deciden la suerte del criminal, sino nosotros, los psiquiatras.
»Ahora bien, en la mayoría de los casos, no sabemos de ello más que el profano.
»La psiquiatría es una ciencia mientras hay traumatismo, tumor, transformación anormal de tal glándula o de tal función.
»En estos casos, en efecto, podemos declarar con plena conciencia que tal hombre está sano o enfermo, es responsable de sus actos o es irresponsable.
»Pero éstos son los casos más raros y la mayoría de esos individuos se hallan en los manicomios.
»¿Por qué los otros, quizá como este del que hablamos obran de distinto modo que sus semejantes?
»Creo, comisario, que sobre eso sabe usted tanto o más que nosotros.»
La señora Pardon se había acercado a ellos con la botella de coñac en la mano.
—Sigan ustedes. Nosotras estamos dedicadas, por nuestro lado, a intercambiar recetas de cocina. ¿Un poco de coñac, profesor?
—Media copa.
Charlaron así, bajo una luz tan suave como la lluvia que caía afuera, hasta pasada la una de la madrugada. Maigret no había retenido todo de aquella larga conversación que bifurcó a menudo hacia temas paralelos.
Recordaba que Tissot había dicho, por ejemplo, con la ironía de un hombre que tiene una antigua cuenta que saldar:
—Si yo siguiera ciegamente las teorías de Freud, de Adler o incluso de los psicoanalistas de hoy, no vacilaría en afirmar que nuestro hombre es un obseso sexual, aunque ninguna de sus víctimas haya sido atacada sexualmente.
»Podría hablar también de complejos, remontarme a ciertas impresiones de la primera infancia…»
—¿Rechaza usted esa explicación?
—No rechazo ninguna, pero desconfío de las que son demasiado fáciles.
—¿No tiene usted ninguna teoría personal?
—Una teoría, no. Una idea, quizá, pero siento un poco de miedo, lo confieso, de hablarle de ella, pues no olvido que es usted el que lleva sobre sus espaldas la responsabilidad de la indagación. Verdad es que sus espaldas son tan anchas como las mías. Hijo de aldeano, ¿verdad?
—Del Allier.
—Yo soy del Cantal. Mi padre tiene ochenta y ocho años y vive aún en su granja.
Aquello le enorgullecía más, hubiérase dicho, que sus títulos científicos.
—Han pasado por mis manos muchos alienados o semialienados, para emplear un término poco técnico, que habían cometido actos criminosos; y en materia de constante, según su término de hace poco, hay una que he encontrado casi siempre en ellos: una necesidad consciente o inconsciente de afirmarse. ¿Comprende usted lo que entiendo por eso?
Maigret asintió.
—Casi todos, con razón o sin ella, han pasado largo tiempo, entre los que les rodeaban, por seres inconscientes, mediocres o retrasados, y esto les ha humillado.
»¿Por qué mecanismo esa humillación, resistida largo tiempo, estalla de pronto en forma de crimen, de atentado, de un gesto de reto o de bravata? Ni mis colegas, que yo sepa, ni yo, lo hemos podido explicar.
»Lo que estoy diciendo aquí no es quizá ortodoxo, sobre todo resumido en unas cuantas palabras, pero estoy convencido de que la mayoría de los crímenes que se creen inmotivados, y sobre todo de los crímenes repetidos, son una manifestación de orgullo.»
Maigret habíase quedado pensativo.
—Eso concuerda con una de mis observaciones —murmuró.
—¿Cuál?
—Que si los criminales, tarde o temprano, no sintieran la necesidad de jactarse de sus actos, habrían muchos menos en las cárceles. ¿Sabe usted dónde, después de lo que llaman un crimen crapuloso, vamos ante todo a buscar al autor? En otro tiempo, a las mancebías; hoy que ya no existen, al lecho de las mujeres más o menos públicas. ¡Y ellos hablan! Están convencidos de que con ellas eso carece de importancia, que no corren ningún riesgo, lo cual es cierto en la mayoría de los casos. Lo cuentan todo. Y, con frecuencia, añaden nuevas cosas.
—¿Ha probado usted a hacerlo esta vez?
—No hay una ramera de París, sobre todo en el sector de Clichy y de Montmartre, que no haya sido interrogada estos últimos meses.
—¿Y no ha dado resultado?
—No.
—Peor entonces.
—¿Quiere usted decir que, al no haber tenido esa expansión, el culpable va a recomenzar fatalmente?
—Casi.
Maigret en aquella última temporada había estudiado todos los casos históricos que presentaran una analogía con el asunto del distrito XVIII, desde Jack el Destripador, hasta el Vampiro de Dusseldorf, pasando por el farolero de Viena y por el polaco de las granjas del Aisne.
—¿Cree usted que ellos no se detienen nunca por su propia voluntad? —preguntó—. Hay, sin embargo, el precedente de Jack el Destripador que, de un día para otro, dejó de hacer que hablasen de él.
—¿Quién le prueba a usted que no fue víctima de un accidente, o que falleció de enfermedad? Iré aún más lejos, comisario; y ahora ya no es el médico-director de Sainte-Anne quien habla, pues me aparto con mucho de las teorías oficiales.
»Los individuos del género de este de usted se sienten impulsados, sin saberlo, por la necesidad de hacerse capturar, y ésta es otra forma del orgullo. No soportan la idea de que las gentes, a su alrededor, sigan tomándoles por seres corrientes. Es preciso que puedan gritar a la faz del mundo lo que han hecho, de lo que son capaces.
»No significa esto que se dejen coger deliberadamente, pero, casi siempre, se rodean, a medida que sus crímenes se multiplican, de menos precauciones, parecen desafiar a la policía y al destino.
»Algunos me han confesado que había sido un verdadero alivio para ellos que al fin los detuviesen.»
—A mí también me lo han confesado.
—¿Ve usted?
¿A quién se le ocurrió la idea? La velada había sido tan larga, habían dado tantas vueltas y revueltas al tema que, después de todo ello, era difícil determinar lo que provenía del uno y lo que pertenecía al otro.
Quizá la sugerencia la hiciera el profesor Tissot, pero tan discretamente que el propio Pardon no lo había notado.
Pasaba ya de medianoche cuando Maigret murmuró, como si hablase consigo mismo:
—Como no sea que otro cualquiera sea detenido y ocupe en cierto modo el lugar de nuestro asesino, usurpe lo que éste considera su gloria…
Habían llegado a aquello.
—Creo, en efecto —respondió Tissot que ese hombre de usted sería víctima de una sensación de frustración.
—Falta saber cómo reaccionaría. Y también cuándo reaccionaría.
Maigret iba ya más lejos que ellos, desechando la teoría para buscar las soluciones prácticas.
No se sabía nada del asesino. No se conocía su filiación. Hasta entonces, había operado en un solo barrio, dentro de un sector determinado; pero nada probaba que no haría estragos mañana en otro punto de París o en otra parte.
Lo que hacía tan angustiosa la amenaza, es que seguía siendo vaga, imprecisa.
¿Pasaría un mes antes de su próximo crimen? ¿O pasarían tan sólo tres días?
No se podía mantener eternamente cada calle de París en estado de sitio. Las propias mujeres que se encerraban en sus casas después de cada crimen, reanudaban muy pronto una vida más normal, se arriesgaban a salir a la calle por la noche diciéndose que había pasado el peligro.
—He conocido dos casos —prosiguió Maigret después de un silencio— en que unos criminales escribieron a los diarios para protestar contra la detención de unos inocentes.
—Esos individuos escriben a menudo a los periódicos, impulsados por lo que yo llamo su exhibicionismo.
—Eso nos ayudaría.
Hasta una carta, compuesta con palabras recortadas de los diarios, podía convertirse en punto de partida en una indagación en la que no existía nada donde apoyarse.
—Evidentemente, él tiene otra solución…
—Acabo de pensar en ello.
Una solución muy sencilla: inmediatamente después de la detención de un supuesto culpable ¡cometer otro crimen parecido a los anteriores! O cometer dos, tres…
Se separaron en la acera, ante el coche del profesor, que regresaba con su mujer a Ville-d’Avray.
—¿Les dejo en su casa?
—Vivimos en el barrio y tenemos la costumbre de andar.
—Se me figura que este asunto me llevará una vez más como perito a la Audiencia.
—A condición de que le eche yo la zarpa al culpable.
—Confío en usted.
Se estrecharon la mano y Maigret tuvo la impresión de que había nacido una amistad aquella noche.
—No has tenido ocasión de hablar con ella —dijo la señora Maigret poco después, cuando caminaban los dos a lo largo de las casas—. Es lástima, porque se trata de la mujer más inteligente que he conocido. ¿Cómo es el marido?
—Estupendo.
Fingió ella no ver lo que Maigret estaba haciendo furtivamente, como cuando era un chiquillo. Aquella lluvia era tan fresca y tan sabrosa que de vez en cuando él sacaba la lengua para recoger unas gotas, que tenían un sabor especial.
—Parecíais discutir muy en serio.
—Sí…
Fue todo lo que hablaron sobre aquel tema. Volvían a encontrar su casa, su piso, en el que las ventanas habían quedado abiertas y donde la señora Maigret tuvo que recoger un poco de agua sobre el entarimado.
Y fue quizá al dormirse o acaso por la mañana al despertar cuando Maigret tomó su decisión. El azar quiso que aquella mañana, Pierre Mazet, su antiguo inspector, a quien no veía desde hacía ocho años, se presentara en su despacho.
—¿Qué haces tú en París?
—Nada, jefe. Me repongo. Los mosquitos africanos me han dejado maltrecho y los médicos insisten en que descanse todavía unos meses. Después de lo cual, me pregunto si quedará una placita para mí en la Dirección.
—¡Caray!
¿Por qué no Mazet? Era inteligente, no corría el riesgo de que le reconociesen.
—¿Quieres hacerme un favor?
—¿Y usted me lo pregunta?
—Ven a buscarme al mediodía y almorzaremos juntos.
No en la cervecería Dauphine, donde les sería imposible pasar inadvertidos.
—Será mejor que no pongas los pies aquí, prescinde de dar una vuelta por los despachos y espérame delante del Metro Chatelet.
Almorzaron juntos en un restaurante de la calle Saint-Antoine y el comisario explicó a Mazet lo que esperaba de él.
Era preferible, para mayor verosimilitud, que no le condujese a la P. J. nadie de la Dirección, sino inspectores del distrito XVIII; y el comisario pensó en seguida en Lognon. ¿Quién sabe? Aquello quizá proporcionaría una oportunidad a este último. En vez de deambular por las calles de Montmartre, se vería mezclado más íntimamente en las pesquisas.
—Elija usted uno de sus colegas que no hable.
Lognon escogió a Alfonsi.
Y la comedia se desenvolvió con pleno éxito en cuanto a la prensa, puesto que todos los diarios hablaban ya de una detención sensacional.
Maigret repitió al juez Coméliau:
—Han presenciado ciertas idas y venidas, sacando ellos mismos las conclusiones. Ni mis colaboradores ni yo les hemos dicho nada. Al contrario, hemos negado.
Era raro ver una sonrisa, aunque fuese irónica, en la cara del juez Coméliau.
—¿Y si esta noche o mañana, al no adoptar ya la gente sus precauciones a causa de esa detención, o de esa falsa detención, se cometiera un nuevo crimen?
—Ya he pensado en eso. Primeramente, las noches próximas, todos los hombres disponibles en nuestros servicios y en la comisaría del XVIII vigilarán estrechamente el barrio.
—Eso ya se ha hecho sin resultado, ¿no es así?
Era cierto. Pero entonces, ¿no iba ya a intentarse nada?
—He tomado otra precaución. He ido a ver al prefecto de policía.
—¿Sin decírmelo?
—Como ya le he advertido, quiero asumir yo solo la responsabilidad de lo que pueda ocurrir. Usted es un magistrado.
La palabra complació a Coméliau que, de repente, se mostró más cuidadoso de su actitud.
—¿Qué le ha pedido usted al prefecto?
—La autorización para utilizar, como voluntarias, a cierto número de mujeres pertenecientes a la policía municipal.
Aquel cuerpo auxiliar se ocupaba, de manera general, tan sólo de la infancia y de la prostitución.
—¿Ha hecho que reúnan cierto número de ellas que respondan a unas condiciones determinadas?
—¿Por ejemplo?
—La estatura y la corpulencia. He escogido entre esas voluntarias las que más se acercan al tipo físico de las cinco víctimas. Irán, como ellas, vestidas de cualquier manera. Parecerán moverse como mujeres del barrio, de un sitio a otro; y algunas llevarán un paquete o un capacho.
—En suma, va usted a tender un lazo.
—Todas las que he elegido han seguido unos cursos de cultura física y han sido entrenadas para el judo.
Coméliau estaba, a pesar de todo, un poco nervioso.
—¿Se lo digo al Fiscal General?
—Convendría más no hacerlo.
—¿Sabe usted, comisario, que esto no me gusta nada?
Entonces, Maigret respondió con una ingenuidad desarmante:
—¡Y a mí tampoco, señor juez!
Y era cierto.
¿Es que no había que intentar, por todos los medios, impedir que continuase la hecatombe?
—Oficialmente, yo no sé nada, ¿eh? —dijo el magistrado acompañando a su visitante hasta la puerta.
—No sabe usted absolutamente nada.
Y Maigret hubiera preferido que esto fuese verdad.