Capítulo III

Un barrio en estado de sitio

Le Baron quien, como periodista, frecuentaba la P. J. desde hacía casi tantos años como Maigret, el pequeño Rougin, muy joven pero ya más astuto que sus colegas, otros cuatro o cinco de menor talla, entre ellos Maguy, la más peligrosa, porque no vacilaba en empujar con cara inocente las puertas que no tenían la precaución de cerrar con llave o en recoger unos papeles tirados, uno o dos fotógrafos, o más en ciertos momentos, pasaron buena parte del día en el pasillo de la Dirección, de la que habían hecho su cuartel general.

A veces, el grueso del grupo desaparecía para ir a refrescar a la cervecería Dauphine o para telefonear; pero dejaban siempre alguien de guardia, de modo que la puerta del despacho de Maigret no quedara sin vigilancia.

A Rougin, por su parte, se le ocurrió la idea de colocar además otro hombre de su periódico detrás de Lognon que se vio seguido desde el momento en que, por la mañana, salió de su domicilio de la plaza Constantin-Pecqueur.

Aquellas gentes, según su expresión, conocían «el paño», tenían casi tanta experiencia de las cosas de la policía como un inspector veterano.

Ninguno sospechó, sin embargo, la maniobra que se desarrollaba ante sus ojos, aquella especie de tramoya gigantesca iniciada en las primeras horas del día, mucho antes de la visita de Maigret al juez Coméliau.

Así, por ejemplo, unos inspectores adscritos a distritos alejados como el XII, el XIV o el XV, salieron de sus domicilios con ropas diferentes a las que usaban a diario, algunos llevando una maleta. Y adoptaron la precaución, conforme a las instrucciones recibidas, de ir lo primero a una de las estaciones de la capital.

El calor era tan molesto como la víspera, la vida se desenvolvía al ralenti, excepto en los barrios visitados por los turistas. Por todas partes veíanse desfilar autocares atestados de extranjeros y se oía la voz de los guías.

En el XVIII, y más especialmente en el sector donde se habían cometido los cinco crímenes, unos taxis paraban ante los hoteles y pensiones, apeándose de ellos unas gentes cuyos equipajes revelaban que procedían de provincias y que pedían una habitación, insistiendo casi siempre en que diese a la calle.

Todo aquello se efectuaba siguiendo un plan preciso, y algunos de los inspectores habían recibido la orden de ir acompañados de sus esposas.

Era raro que hubiera que tomar tales precauciones. Pero, en aquella ocasión, ¿es que podía confiarse en nadie? No se sabía nada del asesino. Era éste otro aspecto de la cuestión que Maigret y el profesor Tissot habían discutido durante la velada en casa de Pardon.

—En suma, fuera de sus crímenes, se comporta necesariamente como un hombre normal porque si no sus extravagancias habrían llamado ya la atención de los que le rodean.

—Necesariamente, como usted dice —probó el psiquiatra—. Es incluso probable que, por su aspecto, por sus actitudes, por su profesión, sea el individuo del que menos se sospeche.

No se trataba de un obseso sexual cualquiera, porque a éstos se les conocía y, desde el 2 de febrero, habían sido vigilados sin resultado. No era tampoco uno de esos seres acabados o inquietantes que hacen volver la cabeza al verlos en la calle.

¿Qué había hecho hasta su primer crimen? ¿Qué hacía entre uno y otro de los que perpetró?

¿Era un solitario, que vivía en algún piso o en algún cuarto amueblado?

Maigret hubiera jurado lo contrario, que era un hombre casado, haciendo una vida regular y Tissot se inclinaba también a esta hipótesis.

—Todo es posible —suspiró el profesor—. Si me dijeran que es uno de mis colegas no protestaría. Puede ser cualquiera, un obrero, un empleado, un modesto comerciante o un hombre de negocios importante.

Podía ser también uno de los gerentes de hoteles que los inspectores invadían y, por eso no se podía, como la mayoría de las veces, llegar a sus hospedajes y decir:

—¡Policía! Deme una habitación a la calle y ni una palabra a nadie.

Era preferible no fiarse de las porteras, tampoco. Ni de los espías a sueldo de que disponían en el barrio.

Cuando Maigret volvió a su despacho, después de ver a Coméliau, se vio asediado como la víspera por los periodistas.

—¿Ha celebrado usted una conferencia con el juez de instrucción?

—Le he visitado, como hago todas las mañanas.

—¿Le ha puesto al corriente del interrogatorio de ayer?

—Hemos charlado.

—¿Sigue usted sin querer decir nada?

—No tengo nada que decir.

Pasó a ver al jefe. El informe estaba terminado desde hacía largo rato. También el alto funcionario estaba preocupado.

—¿Coméliau no le ha exigido que renuncie a su plan?

—No. Claro es que, en caso de percance, me dejará en la estacada.

—¿Sigue usted teniendo confianza?

—Es preciso.

Maigret no intentaba aquella experiencia complacido y se daba cuenta de las responsabilidades a que se exponía.

—¿Cree usted que los periodistas «picarán» hasta el final?

—Hago todo lo posible para ello.

Por regla general, él trabajaba en colaboración cordial con la prensa, que no dejaba de prestar valiosos servicios. Pero aquella vez no tenía derecho a correr el riesgo de una indiscreción involuntaria. Hasta los inspectores que invadían el barrio de las Grandes-Carrières no sabían todavía con exactitud lo que se tramaba. Habían recibido la orden de actuar de tal manera, de apostarse en tal sitio y de esperar instrucciones. Sospechaban, eso sí, que se trataba del asesino, pero no sabían nada de la operación en su conjunto.

—¿Le cree usted inteligente? —había preguntado la noche antes Maigret al profesor Tissot.

Él tenía su idea sobre ello, pero le agradaba oír su confirmación.

—Con esa clase de inteligencia que posee la mayoría de esas gentes. Por ejemplo, debe ser capaz de representar, por instinto, una comedia de una manera superior. Suponiendo que sea casado, está obligado, por ejemplo, a recobrar su aspecto normal, sin hablar de su sangre fría, cuando vuelve a su casa después de uno de sus crímenes. Si es soltero, no por eso deja de ver a otras gentes, aunque no sean más que su patrona o su portera, su asistenta, ¿qué sé yo? A la mañana siguiente va a su oficina, a su taller, y hay forzosamente personas que le hablan del asesino de Montmartre. Pues bien, en seis meses nadie ha sospechado de él.

»En seis meses no se ha equivocado tampoco ni una sola vez sobre el elemento tiempo y el elemento lugar. Ningún testigo puede afirmar que le ha visto en acción, ni tampoco huyendo del lugar de uno de sus crímenes.»

Esto había provocado una pregunta que desconcertaba al comisario.

—Me gustaría saber su opinión sobre un punto concreto. Acaba usted de decir que se comporta la mayoría del tiempo como un hombre normal y, sin duda, ¿piensa entonces más o menos como un hombre normal?

—Comprendo. Es probable.

—Durante cinco meses, ha sufrido lo que yo llamaría una crisis, durante cinco veces ha salido de su normalidad para matar. ¿En qué momento puede situarse el impulso? ¿Entiende usted lo que quiero decir? ¿En qué momento deja de comportarse como usted y yo y pasa a ser un asesino? ¿Le sucede esto en cualquier momento, durante el día, y espera a que caiga la noche, preparando su plan de acción? O por el contrario, ¿siente ese impulso tan sólo en el instante en que la ocasión se presenta, en el instante en que, al pasar por una calle desierta, ve una posible víctima?

Para él, la respuesta era de una importancia capital, ya que podía reducir o ampliar el campo de las investigaciones.

Si la impulsión surgía en el momento de matar, aquel hombre vivía forzosamente en el barrio de los Grandes-Carrières o en los alrededores, o acudía allí, en todo caso de noche, ya fuera por su profesión o por otras razones triviales.

En caso contrario, era posible que viniese de cualquier parte, o que hubiera escogido las calles que van de la plaza Clichy a la calle Lamarck y a la calle de las Abbesses, por razones de oportunidad o por otras que él sólo conocía.

Tissot reflexionó un buen rato antes de hablar.

—No puedo, evidentemente, establecer un diagnóstico como si tuviese al paciente ante mí…

Dijo «paciente» como si se tratase de uno de sus enfermos y la palabra, que no se le escapó al comisario, le satisfizo. Aquello le servía para confirmar que ambos veían el drama bajo la misma luz.

—Sin embargo, a mi juicio, para emplear una comparación, hay un momento en que ese hombre sale de caza, como una fiera, como un felino, o sencillamente como un gato. ¿Ha observado usted ya a un gato?

—Con frecuencia, cuando era joven.

—Sus movimientos no son ya los mismos. Se ha recogido sobre sí y todos sus sentidos están alerta. Llega a ser capaz de percibir el menor sonido, el menor crujido, el más ligero olor a distancias considerables. Desde ese instante, presiente los peligros y los elude.

—Ya veo.

—Es algo así como si, cuando se encuentra en tal estado, nuestro hombre estuviera dotado de doble vista.

—¿Supongo que no hay nada que le permita a usted emitir una hipótesis sobre lo que pone en acción el mecanismo?

—Nada. Puede ser un recuerdo, la visión de una viandante entre la multitud, una bocanada de tal perfume, una frase oída al vuelo. Puede ser cualquier cosa, incluso el ver un cuchillo o un vestido de un determinado color. ¿Se han fijado en el color de los vestidos de las víctimas? La prensa no ha hablado de ello.

—Los colores eran distintos, casi todos lo bastante apagados para no resaltar en la noche.

Cuando volvió a su despacho, se quitó la chaqueta y la corbata como la víspera, desabrochó el cuello de su camisa y, como el sol daba de lleno sobre su sillón, bajó la cortina transparente. Después de lo cual abrió la puerta del despacho de los inspectores.

—¿Estás ahí, Janvier?

—Sí, jefe.

—¿Nada nuevo? ¿Ningún anónimo?

—Solamente cartas de gentes que denuncian a sus vecinos.

—Que lo comprueben. Y que me traigan a Mazet.

Éste no había dormido en el calabozo sino que había vuelto a su casa al salir del Palacio de Justicia por una puertecita. Desde las ocho de la mañana, debía hallarse de nuevo en su sitio, en la prisión.

—¿Bajo yo mismo?

—Es preferible.

—¿Nada de esposas?

—No.

No quería él engañar hasta aquel punto a los periodistas. Que sacaran de lo que veían las conclusiones que quisiesen. Maigret no llegaba hasta falsear las cartas.

—¡Oiga! Póngame con la comisaria de las Grandes-Carrières, por favor… ¿El inspector Lognon?… ¡Oiga! ¿Es Lognon?… ¿Nada nuevo ahí?

—Alguien me esperaba esta mañana delante de mi portal y me ha seguido. Está ahora enfrente de la comisaría.

—¿No se esconde?

—No. Yo creo que es un periodista.

—Haz que le pidan la documentación. ¿Se desarrolla todo como estaba previsto?

—He encontrado tres habitaciones en casa de unos amigos. ¿Quiere usted las señas?

—No. Ven aquí dentro de tres cuartos de hora aproximadamente.

Hubo la misma escena que el día anterior en el pasillo cuando Pierre Mazet hizo su aparición entre dos inspectores, siempre con el sombrero sobre su cara. Actuaron los fotógrafos. Los periodistas hicieron varias preguntas que quedaron sin respuesta. Maguy logró tirar el sombrero que ella misma recogió del suelo mientras que el ex colonial se tapaba con sus dos manos.

Volvió a cerrarse la puerta, y el despacho de Maigret no tardó en adquirir todo el aspecto de un puesto de mando.

Seguía montada la tramoya, en silencio, allá lejos, en las calles apacibles de Montmartre donde muchas tiendas estaban cerradas, por un plazo de días o de meses, con motivo de las vacaciones.

Más de cuatrocientas personas tenían un papel que desempeñar, no sólo las que vigilaban en los hoteles y en los pocos pisos de los que se había podido disponer sin el riesgo de una indiscreción, sino las que iban a ocupar determinados puestos en las estaciones del Metro, en las paradas de los autobuses, en los menores restaurantes y tabernas abiertos de noche.

Con objeto de que aquello no pareciese una invasión se procedía por etapas.

Las mujeres auxiliares recibían, ellas también, por teléfono, instrucciones detalladas y, como en un cuartel general, se desplegaban planos sobre los cuales eran anotadas las posiciones de cada cual.

Veinte inspectores, entre los que no aparecían habitualmente en público, habían alquilado, no sólo en París, sino en las afueras y hasta en Versalles, autos con placas inocentes que aparecían en el momento deseado en sitios estratégicos, donde no se destacarían de los otros coches.

—Di que suban cerveza, Lucas.

—¿Y bocadillos?

—Es preferible.

No sólo a causa de los periodistas, para hacerles creer en un nuevo interrogatorio, sino porque todos estaban ocupados y nadie tendría tiempo de ir a almorzar.

Lognon llegó a su vez, siempre con su corbata roja y su sombrero de paja. A primera vista, uno se preguntaba qué cambio había en él y se tenía la sorpresa de comprobar hasta qué punto el color de una corbata puede transformar a un hombre. Tenía un aspecto casi vivaracho.

—¿Tu hombre te ha seguido?

—Sí. Está en el pasillo. Es realmente un periodista.

—¿Se quedó en los alrededores de la comisaría?

—Hay uno que se ha instalado en la misma.

Un primer diario habló de aquello alrededor del mediodía. Repetía las informaciones de los de la mañana, añadiendo que la fiebre de los grandes días seguía reinando en la Dirección de Policía, pero que el más absoluto secreto rodeaba aún al hombre detenido.

Si la policía hubiera podido —decía entre otras cosas— habría puesto, sin duda, a su preso una máscara de hierro.

Lo cual divirtió a Mazet. Ayudaba a los otros, telefoneaba él también, trazaba sobre el plano cruces con lápiz azul o rojo, contento de respirar de nuevo la atmósfera de la casa, en la que se sentía ya como en la suya.

Cambió la atmósfera cuando el camarero de la cervecería Dauphine llamó en la puerta, ya que, hasta para él, era necesario representar aquella comedia, después de lo cual todos se precipitaron sobre las cañas y los bocadillos.

Los diarios de la tarde no publicaban ningún mensaje del asesino, que no parecía tener la intención de dirigirse a la prensa.

—Voy a descansar un momento, muchachos. Esta noche necesitaré estar fresco y despierto.

Maigret atravesó la habitación de los inspectores y entró en un despachito desierto en donde se arrellanó en un sillón, y unos minutos después, estaba dormido.

A eso de las tres envió a Mazet a la prisión y ordenó a Janvier y a Lucas que descansasen a su vez. En cuanto a Lapointe, vestido con un mono azul, se paseaba por las calles del barrio de las Grandes-Carrières, conduciendo un Isocarro. Con la gorra ladeada sobre la oreja y una colilla pegada al labio inferior, parecía tener dieciocho años y de vez en cuando, desde alguna taberna en la que paraba para tomarse una copa de blanco, telefoneaba al cuartel general.

A medida que pasaba el tiempo, todo el mundo empezaba a excitarse y el propio Maigret perdía un poco de su seguridad.

Nada indicaba que aquella noche fuera a ocurrir algo. Incluso, si aquel hombre decidía matar de nuevo para afirmar su personalidad, aquello podía suceder a la noche siguiente, o a la otra, dentro de ocho o diez días y era imposible mantener mucho tiempo unos efectivos tan importantes en estado de alerta.

Era imposible, asimismo, guardar durante una semana un secreto compartido por tanta gente.

—¿Y si el hombre decidía actuar en seguida?

Maigret seguía conservando en la memoria su conversación con el profesor Tissot y, a cada instante, recordaba retazos de ella.

—¿En qué momento sentiría el impulso? A aquella hora, mientras estaban ocupados en tender el lazo, él no era para todos los que se le acercaban, más que un hombre como los otros. Había gentes que le hablaban, que le servían sin duda a la mesa, que le estrechaban la mano. Y él también hablaba, sonreía y hasta reía quizá.

¿Se había disparado el resorte? ¿Se habría soltado aquella mañana, al leer él los diarios?

¿No se diría más bien que, dado que la policía creía haber capturado al culpable, cesaría en sus pesquisas, quedando él así en seguridad?

¿Qué probaba que Tissot y el comisario no se habían engañado, que habían juzgado mal la reacción de aquel a quien el profesor llamaba «paciente»?

Hasta entonces sólo había matado al obscurecer, esperando que cayese la noche. Pero a aquella hora misma, a causa de las vacaciones y el calor, había en París infinidad de calles en las que transcurrían varios minutos sin que se viese un transeúnte.

Maigret se acordaba de las calles del Sur, en verano, a la hora de la siesta, con las maderas de las casas cerradas, del embotamiento cotidiano de todo un pueblo o de toda una ciudad, bajo un sol de justicia.

Aquel mismo día había, en Montmartre, calles casi semejantes.

Ahora bien, la policía había efectuado cierto número de reconstituciones.

En cada uno de los lugares donde se había cometido un crimen, la topografía era tal que el asesino pudo desaparecer en un tiempo mínimo. Tiempo más corto de noche que de día, ciertamente. Pero, hasta en pleno día, en circunstancias favorables, aquel hombre podía matar, rasgar las ropas de su víctima y alejarse en menos de dos minutos.

Además, ¿por qué tenía que ocurrir aquello necesariamente en la calle? ¿Qué era lo que le impedía llamar a la puerta de un piso, donde sabía que estaba una mujer sola y actuar entonces como hacía en la vía pública? Nada, sino que los maniáticos —como la mayoría de los criminales e incluso de los ladrones— emplean casi siempre una misma técnica y se repiten en los menores detalles.

Habría luz hasta cerca de las nueve, la noche no sería verdaderamente obscura hasta alrededor de las nueve y media. La luna, en menguante, no sería demasiado brillante y existían posibilidades de que estuviese velada, como la víspera, por nubes de calor.

Todos aquellos detalles tenían su importancia.

—¿Siguen en el pasillo?

—Solamente Le Baron.

A veces se arreglaban entre ellos para que uno montase la guardia y avisara a sus compañeros en caso de haber acontecimientos.

—A las seis, que cada cual se marche, como de costumbre, excepto Lucas, que se quedará de servicio permanente y a quien relevará Torrence a eso de las ocho.

Maigret fue a tomar el aperitivo con Janvier, Lognon y Mauvoisin a la Cervecería Dauphine.

A las siete, volvió a su casa y cenó, con la ventana abierta sobre el bulevar Richard-Lenoir, que estaba más tranquilo que en ningún otro período del año.

—¿Has pasado calor? —observó la señora Maigret, viendo su camisa—. Si sales, harías bien en mudarte.

—Voy a salir.

—¿No ha confesado?

Prefirió no contestar, porque no le gustaba mentir.

—¿Volverás tarde?

—Es muy posible.

—¿Sigues pensando que, una vez terminado este asunto, podremos tomar unas vacaciones?

Habían proyectado, durante el invierno, una estancia en Bretaña, en Beuzek-Conq, cerca de Concarneau; pero, como solía ocurrir casi todos los años, las vacaciones quedaban aplazadas un mes tras otro.

—¡Quizá! —suspiró Maigret.

Pues si no, aquello significaría que habría fallado el golpe, que el asesino había traspasado las mallas de la red, o que no había reaccionado como Tissot y él pensaban. Aquello significaría también nuevas víctimas, la impaciencia del público y de la prensa, la ironía o la cólera del juez Coméliau y hasta como sucede con harta frecuencia, unas interpelaciones en la Cámara y unas explicaciones que dar en las altas esferas.

Aquello significaría, sobre todo, más mujeres muertas, mujeres bajitas y regordetas, con aspecto de honradas amas de casa que salen para efectuar una compra o para devolver una visita por la noche, en su barrio.

—Pareces cansado.

No le urgía marcharse. Alargaba el momento, una vez terminada la comida, en su piso, fumando su pipa, vacilando en servirse una copita de licor, plantándose a veces ante la ventana, a la que acabó por asomarse.

La señora Maigret no le importunó más. Sólo cuando buscó él su chaqueta, le trajo una camisa limpia, que le ayudó a ponerse. Procuró hacerlo lo más discretamente posible pero, sin embargo, le vio abrir un cajón, coger su pistola automática y guardarla en el bolsillo.

No solía llevarla. No sentía el menor deseo de matar, ni siquiera a un ser tan peligroso como aquél. Aunque no por ello había dejado de dar orden a todos sus colaboradores de ir armados y de proteger a las mujeres a todo precio.

No volvió a la Dirección. Eran las nueve cuando llegó a la esquina del bulevar Voltaire, en donde un coche que no pertenecía a la policía le esperaba con un hombre al volante. Éste, agregado a la comisaría del distrito XVIII, llevaba uniforme de chófer.

—¿En marcha, jefe?

Maigret se acomodó en el asiento del fondo, sumido ya en la penumbra; y el coche tenía así el aspecto de uno de esos autos que alquilan los turistas por todo el día, junto a la Madeleine o la Ópera.

—¿A la plaza Clichy?

—Sí.

Durante el trayecto no dijo una palabra, contentándose con rezongar, en la plaza Clichy:

—Sube por la calle Caulaincourt, no muy de prisa, como si intentases leer los números de las casas.

En los alrededores de los bulevares, las calles estaban bastante animadas y, por todas partes, en las ventanas y balcones, la gente tomaba el fresco. También había público, más o menos desaliñado, en las terrazas de todos los cafés y la mayoría de los restaurantes servían a sus clientes en la acera.

Parecía imposible que pudiera cometerse un crimen en aquellas condiciones y, sin embargo, las condiciones eran casi las mismas que cuando Georgette Lecoin, la última de las víctimas, fue asesinada en la calle Tholozé, a menos de cincuenta metros de un baile popular cuyo rótulo de neón rojo iluminaba la acera.

Para el que conociese el barrio a fondo, había muy cerca de las arterias animadas, cien callejas desiertas, cien rincones en los que podía cometerse un atentado casi sin peligro.

Dos minutos. Se había calculado que no necesitaba el asesino más que dos minutos y, si era diligente, quizá necesitara menos aún.

¿Qué le impulsaba, una vez perpetrado su crimen, a rasgar las ropas de la víctima?

A ésta no la tocaba. En él no se trataba, como en ciertos casos conocidos, de dejar al descubierto las partes sexuales. Él rasgaba el tejido a grandes cuchilladas, presa de una especie de rabia, lo mismo que se encarniza un niño con un muñeco o que pisotea un juguete.

Tissot habló también de aquello, pero con reticencia. Se le notaba inclinado a aceptar ciertas teorías de Freud y de sus discípulos, pero hubiérase dicho que aquello le parecía demasiado fácil.

—Habría que conocer su pasado, incluida su infancia, redescubrir el choque inicial, que acaso haya olvidado él mismo…

Cada vez que pensaba así en el asesino, Maigret sentía una impaciencia febril. Le urgía poder imaginar un rostro, unos rasgos precisos, una silueta humana en lugar de aquella especie de entidad vaga a la que unos llamaban el matador, o el demente, o también el monstruo, y a la que Tissot, en fin, involuntariamente, como quien comete un lapsus, había denominado un paciente.

Le enajenaba su propia impaciencia. Era casi un reto personal el que le lanzaban.

Hubiese querido estar cara a cara con aquel hombre, en cualquier sitio donde pudiera, mirándole bien de frente, clavados sus ojos en los de él, y ordenarle:

—Y ahora, habla…

Érale preciso saber. La espera le angustiaba, le impedía concentrar toda su atención en detalles materiales.

Maquinalmente, en verdad, divisaba a sus hombres en los diversos sitios donde los había apostado. No a todos los conocía. Muchas no dependían de su jurisdicción. No por ello dejaba de saber que tal silueta detrás de la cortina de una ventana correspondía a tal hombre, que tal mujer que pasaba, jadeante, dirigiéndose Dios sabe adónde, con paso saltarín a causa de sus tacones demasiado altos, era una de las auxiliares.

Desde febrero, desde su primer crimen, aquel hombre había ido retrasando la hora de sus atentados, pasando de las ocho de la noche a las nueve cuarenta y cinco. Pero ¿y ahora que los días iban acortándose en vez de alargarse, que caía antes la noche?

De un momento a otro podía oírse el grito de un transeúnte tropezando en la obscuridad con un cuerpo tendido sobre la acera. Así habían sido descubiertas la mayoría de las víctimas, casi siempre después de unos minutos; una sola vez, según el médico forense, después de un cuarto de hora aproximadamente.

El auto había rebasado la calle Lamarck y entrado en un sector donde, hasta entonces, no había ocurrido nada.

—¿Qué hago, jefe?

—Continúa y vuelve por la calle de las Abbesses.

Hubiese podido permanecer en contacto con algunos de sus colaboradores utilizando un coche con radio, pero éste habría resultado demasiado visible.

¿Quién sabe si, antes de cada atentado, aquel hombre no estaba espiando las idas y venidas del barrio durante horas enteras?

Casi siempre se sabe a qué categoría pertenece un asesino; hasta cuando no se posee su filiación se tiene una idea de su aspecto general, del medio social en que evoluciona.

¡Haced que no haya una víctima esta noche!

Era una plegaria como las que formulaba, de niño, antes de dormirse. Ni siquiera se daba cuenta de ello.

—¿Ha visto usted?

—¿El qué?

—Ese borracho, junto al farol de gas.

—¿Quién es?

—Uno de mis camaradas, Dutilleux. Le entusiasma disfrazarse, sobre todo de borracho.

A las diez menos cuarto, no había ocurrido nada.

—Para delante de la Cervecería Pigalle.

Maigret pidió un tercio al pasar, se encerró en la cabina, y llamó a la P. J. Fue Lucas quien contestó.

—¿Nada?

—Todavía nada. Solamente una furcia que se queja de haber sido maltratada por un marinero extranjero.

—¿Está contigo Torrence?

—Sí.

—¿Y Le Baron?

—Debe haberse ido a acostar.

Había pasado la hora en la cual fue cometido el último crimen. ¿Significaba aquello que el hombre se preocupaba menos de la obscuridad que de la obra? ¿O que la falsa detención no le había hecho ningún efecto?

Maigret tuvo una sonrisa irónica al volver al coche; y era él mismo a quien iba dirigida la ironía. ¿Quién sabe? El individuo a quien perseguía de aquel modo por las calles de Montmartre estaba quizá, en aquel momento, de veraneo en una playa de Calvados, o en el campo, en una pensión de familia.

El desaliento se apoderaba de él, de pronto, por decirlo así, de un segundo a otro. Sus esfuerzos, los de sus colaboradores, le parecían inútiles, casi ridículos.

¿En qué se basaba toda aquella mise en scène, que había tardado tanto tiempo en montar? En nada. En menos que nada. En una especie de intuición que tuvo, después de una buena comida, charlando, en un apacible salón de la calle Picpus, con el profesor Tissot.

Pero ¿no le hubiese asustado al propio Tissot saber el caso que el comisario había hecho de una vaga conversación?

¿Y si a aquel hombre no le impulsaba en modo alguno el orgullo, la necesidad de afirmar su personalidad?

Incluso todas aquellas palabras que él había pronunciado como si hiciera un descubrimiento, no dejaban ahora de disgustarle.

Había pensado en aquello en demasía. Había estudiado demasiado el problema. Ya no creía en él, acababa casi por dudar de la realidad del asesino.

—¿Adónde, jefe?

—Adonde quieras.

El asombro que leyó en los ojos del hombre vuelto hacia él le hizo percatarse de su propio desaliento y esto le avergonzó. No tenía derecho, delante de sus colaboradores, a perder la fe.

—Sube por la calle Lepic hasta el final.

Pasó por delante del Moulin de la Galette y se fijó en el sitio exacto de la acera donde habían encontrado el cadáver de la comadrona Josefina Simmer.

Allí estaba, pues, la realidad. Cinco crímenes habían sido cometidos. Y el asesino seguía en libertad, tal vez dispuesto a matar de nuevo.

¿No era aquella mujer de unos cuarenta años, sin sombrero, que bajaba por la calle a pasitos, llevando un caniche sujeto de una cadena, una de sus auxiliares?

Había otras, en las calles de alrededor, que arriesgaban sus vidas en aquel preciso momento. Eran unas voluntarias. No por ello había él dejado de señalarles su tarea. A él le incumbía protegerlas.

¿Se habían adoptado todas las disposiciones pertinentes?

Por la tarde, sobre el papel, el plan habíale parecido perfecto. Cada sector considerado peligroso estaba vigilado. Las auxiliares actuaban alertas. Espías invisibles se hallaban preparados para intervenir.

Pero ¿no se había olvidado ningún rincón? ¿No descuidaría alguno su vigilancia aunque sólo fuese un minuto?

Después del desaliento, era un miedo nervioso el que le invadía y quizá, de haber sido todavía posible, hubiese ordenado que se interrumpiera todo.

¿No había durado ya bastante la experiencia? Eran las diez. Nada había sucedido. No sucedería ya nada y era preferible que fuese así.

En la plaza del Tertre, con aspecto de fiesta verbenera, había una multitud sentada alrededor de los veladores, en donde servían vino tinto; estallaban músicas en todas las esquinas, un hombre engullía fuego, y otro, entre el alboroto, se obstinaba en tocar con su violín una música de 1900. Ahora bien, a menos de cien metros las callejas estaban desiertas y el asesino podía actuar sin peligro.

—Baja otra vez la calle.

—¿Por el mismo camino?

Hubiese hecho mejor en atenerse a los métodos habituales, aunque fuesen lentos, aunque no hubieran dado ningún resultado durante seis meses.

—Ve hacia la plaza Constantin-Pecqueur.

—¿Por la avenida Junot?

—Como quieras.

Algunas parejas caminaban despacio por las aceras, cogidas del brazo; y Maigret vio una, boca contra boca, con los ojos cerrados, en una rinconada, justamente bajo un farol.

Estaban abiertos todavía dos cafés, en la plaza Constantin-Pecqueur, y no había luz en las ventanas de Lognon. Éste, que conocía mejor que nadie el barrio, recorría las calles a pie, como un perro de caza registra las matas; y el comisario le imaginó por un instante con la lengua colgante y el hálito ardiente de un pachón.

—¿Qué hora es?

—Las diez. O, más exactamente, las diez y nueve.

—Chito…

Aguzaron el oído, tuvieron la impresión de oír unos pasos de gentes que corrían, más arriba, hacia la avenida Junot, por la que acababan de bajar.

Antes de los pasos, hubo otra cosa, un pitido, quizá dos.

—¿Dónde es?

—No lo sé.

Era difícil darse cuenta de la dirección exacta de donde venían los sonidos.

Como seguían parados, un coche pequeño y negro, uno de los de la P. J., les rozó, lanzándose a toda velocidad hacia la avenida Junot.

—Síguele.

Otros coches aparcados, que parecían desocupados unos minutos antes, se pusieron en marcha, saliendo todos en la misma dirección; y otros dos pitidos desgarraron el aire, más cercanos aquella vez, pues el auto de Maigret había recorrido ya quinientos metros.

Oíanse voces de hombres y de mujeres. Alguien corría por una acera y otra silueta rodaba por las escaleras de piedra.

Al fin había ocurrido algo.