El día comenzó como cualquier otro para Mary Ann. Se levantó, se duchó y se vistió mientras pensaba en los exámenes de aquella semana. El más importante era el de química. Tendría que estudiar mucho, porque era una de las asignaturas más difíciles. El problema era que casi no podía dejar de pensar en Aden Stone.

Penny había admitido que le había dado a Aden el número de teléfono de Mary Ann. Entonces, ¿por qué no la había llamado? Había pasado una semana entera. En parte lo esperaba, y se sobresaltaba cada vez que sonaba el teléfono, Parecía que él estaba impaciente por hablar con ella. Por otra parte, sin embargo, tenía la esperanza de que él no se pusiera en contacto con ella. Era un chico guapísimo, pero después de la atracción inicial, Mary Ann sólo había sentido confusión y amistad hacia él, cuando no estaba experimentando una necesidad apremiante de echar a correr.

¿Quería ser amiga suya? Estar cerca de él era como recibir un puñetazo en el pecho. Su cuerpo sólo quería escapar. Su mente… lloraba su pérdida. Lo lloraba como si fuera alguien muy querido para ella.

Con un suspiro, bajó las escaleras. Su padre ya tenía el desayuno preparado: tortitas con sirope de arándanos. Mary Ann se tomó dos mientras él leía el periódico y tomaba café. Lo habitual.

—¿Quieres que te lleve al instituto? —le preguntó mientras plegaba el periódico y lo dejaba sobre la mesa. Él siempre sabía cuándo terminaba de desayunar sin que ella se lo dijera.

—No, gracias. Caminar incrementa la cantidad de oxígeno de mi cerebro, lo cual me ayuda mientras repaso mentalmente los apuntes sobre la síntesis del yoduro.

Su padre sonrió y agitó la cabeza.

—Siempre estudiando.

Cuando sonreía así, se le iluminaba toda la cara, y Mary Ann entendía por qué les gustaba a todas sus amigas. En el físico no se parecían. Él era rubio y tenía los ojos azules, y era musculoso, mientras que ella era muy delgada. Lo único que tenían en común era su juventud, como a él le gustaba repetir. Sólo tenía treinta y cinco años, lo cual era muy poco para un padre. Se había casado con su madre nada más terminar el instituto, y habían tenido a Mary Ann enseguida.

Tal vez por eso se habían casado, por ella. Pero no era por ella por lo que habían seguido juntos. Aunque tenían peleas, se querían mucho. Se miraban con una expresión dulce que era prueba de ello. Sin embargo, a causa de las cosas que se decían el uno al otro, Mary Ann sospechaba a veces que su padre había engañado a su madre, y que su madre nunca lo había superado.

—Desearías que yo fuera ella, ¿no? —le gritaba su madre.

Él siempre lo había negado.

Durante muchos años, Mary Ann había tenido resentimiento hacia su padre por aquella posibilidad. Su madre no trabajaba, se había quedado en casa para cuidar de Mary Ann y ocuparse de todas las tareas domésticas. Sin embargo, cuando ella había muerto, la tristeza de su padre había convencido a Mary Ann de que era inocente. Además, llevaba solo muchos años. No había tenido ni una cita, ni había mirado a otras mujeres.

—Me recuerdas todos los días a tu madre —le dijo su padre con una sonrisa—. No sólo en el físico. A ella también le encantaba la química.

—¿Lo dices en serio? Odiaba las matemáticas, y la química está llena de ecuaciones que la habrían vuelto loca. Además, ¿quién ha dicho que a mí me encante la química? La estudio porque es necesaria.

Sin embargo, Mary Ann entendía lo que estaba haciendo su padre. Mentía para que ella se sintiera más cerca de su madre, como si la muerte no las hubiera separado. Se inclinó hacia delante y lo besó en la frente.

—No te preocupes, papá. No la voy a olvidar nunca.

—Lo sé —respondió él con suavidad—. Me alegro. Era una mujer increíble que convirtió esta casa en un hogar.

En cuanto su padre había abierto su propia consulta, habían tenido dinero suficiente para comprar aquella casa de dos pisos. Su madre estaba eufórica. Su hermana Anne, la tía de Mary Ann, que había muerto antes de que ella naciera, y su madre habían tenido una infancia pobre y aquella casa era la primera noción de riqueza que tenía la madre de Mary Ann. Ella había pintado las paredes de colores agradables, había colgado fotografías de ellos tres y había colocado muchas alfombras para calentar el suelo de baldosas.

Su padre carraspeó y los sacó a ambos de aquellos recuerdos.

—Hoy voy a llegar tarde del trabajo. ¿Estarás bien?

—Por supuesto. Tengo que terminar de leer ese artículo sobre el déficit de atención y el trastorno obsesivo compulsivo. Es bastante interesante, ¿sabías que el treinta y cuatro por ciento de los niños que tienen…?

—Dios santo, he creado un monstruo —dijo él. Se levantó y le revolvió el pelo—. No puedo creer que esté diciendo esto, cariño, pero tienes que salir más. Vivir un poco. Muchos de mis pacientes vienen a la consulta por eso, porque no se habían dado cuenta de que el estrés que se estaban causando a sí mismos había empezado a pasarles factura, y que el tiempo libre cura tanto como la risa. De veras, hija, incluso yo me voy de vacaciones. Tienes dieciséis años. Deberías estar leyendo libros sobre hechiceros y chismes.

Ella frunció el ceño. Había leído aquel artículo para impresionarlo, ¿y él no quería escucharla? ¿Ahora quería que se dedicara a leer novelas?

—Estoy expandiendo mi mente, papá.

—Y me siento muy orgulloso por ello, pero de todos modos creo que tienes que tomarte más tiempo libre. Tiempo dedicado a la diversión. ¿Y Tucker? Podríais salir a cenar juntos. Y, antes de que me digas nada, sé que amenacé con castrarlo la primera vez que salisteis, pero me he acostumbrado a la idea de que tengas novio. Aunque no pases mucho tiempo con él, en realidad.

—Hablamos por teléfono casi todas las noches —protestó ella—. Pero él tiene entrenamiento o partido de fútbol todos los días de la semana, y yo tengo que hacer los deberes. Y durante los fines de semana, como sabes, vivo prácticamente en La Regadera.

—Sí, es cierto. ¿Y Penny? Podría venir a casa a ver una película contigo.

Su padre estaba realmente preocupado por su vida social si sugería que quedara con Penny.

—Está bien. La buscaré en el instituto y le preguntaré si tiene planes —le dijo, porque sabía que era lo que él quería oír. Lo más probable era que ella se pasara la tarde con la nariz en el libro de química.

—Eso significa que no la vas a invitar.

Mary Ann se encogió de hombros.

Él suspiró y miró el reloj.

—Será mejor que te marches. Un solo retraso estropearía tu impecable historial.

Típico del doctor Gray. Cuando no se salía con la suya, se despedía de ella para poder idear una estrategia y retomar la conversación más tarde, con un plan de ataque nuevo.

Mary Ann se puso en pie.

—Te quiero, papá. Estoy deseando que llegue el segundo tiempo cuando vuelva a casa —dijo. Tomó su mochila y se dirigió hacia la puerta, despidiéndose con la mano.

Él se echó a reír.

—No te merezco, ¿sabes?

—Sí, ya lo sé —dijo ella, y oyó la risa de su padre mientras cerraba la puerta.

Cuando salió de la casa, inmediatamente vio a un enorme perro negro, ¿era un lobo?, que estaba tumbado a la sombra a pocos metros de ella. No había modo de pasarlo por alto; era como un coche que estuviera aparcado en su jardín. Al instante, se le heló la sangre.

En cuanto la vio, el animal se puso en pie y enseñó los dientes y unos colmillos largos y blancos. Rugió de una manera amenazante, aunque no muy alto.

—Pa-papá —intentó gritar ella, pero se le había formado un nudo en la garganta que amortiguó su voz.

Oh, Dios santo.

Dio dos pasos atrás, lentamente, temblando de terror. Aquellos ojos verdes eran fríos, duros y… ¿hambrientos? Se dio la vuelta para entrar en casa de nuevo, pero la bestia dio un salto por delante de ella y le bloqueó la puerta.

Oh, Dios. ¿Qué podía hacer? Una vez más, comenzó a retroceder. En aquella ocasión, el animal la siguió, manteniendo la misma distancia entre ellos.

Ella dio otro paso hacia atrás, pero tropezó con algo y cayó. Su trasero impactó dolorosamente con el suelo. ¿Qué había…? Su mochila. En aquel momento estaba colocada bajo sus rodillas. ¿Cuándo la había dejado caer? ¿Y qué importaba? Iba a morir.

Sabía que no podía correr más que aquel lobo. Y era un lobo, seguramente un lobo salvaje. Era demasiado grande como para ser un perro. Su única esperanza era que alguien los viera y llamara a la policía.

El lobo estuvo sobre ella un segundo después, empujándole los hombros contra el suelo con las patas anteriores. Mary Ann seguía sin poder gritar. No tenía voz.

«No te quedes quieta como una estúpida. ¡Haz algo!». Se incorporó y le agarró el morro con una mano, mientras intentaba quitárselo de encima con la otra. El animal se limitó a zafarse el morro y apartó el otro brazo con la pata. Ella nunca se había sentido tan impotente. Por lo menos, el bicho no babeaba.

Lentamente, se inclinó hacia delante. Ella se estremeció y presionó la cabeza contra el suelo todo lo que pudo, y finalmente, pudo emitir un sonido en forma de gemido. En vez de comerse su cara, como ella había pensado, el lobo le olisqueó el cuello. Tenía la nariz fría y seca, y su aliento era cálido. Olía a jabón y a pino.

¿Qué demonios…?

Otro olisqueo, aquél bastante largo, y después, el lobo se alejó de ella. Cuando Mary Ann estuvo libre de su peso, se levantó poco a poco sin hacer movimientos bruscos. Sus ojos se encontraron, los del lobo verdes y fríos, los de ella, castaños y llenos de miedo.

—Buen perrito —susurró Mary Ann.

El lobo gruñó.

Ella cerró la boca. Era mejor no hablar.

El animal hizo un gesto hacia la derecha con el morro. ¿Le estaba diciendo que se largara? Ella se quedó inmóvil, y el lobo repitió el gesto. Mary Ann tragó saliva y se puso en pie. Arrastrando la mochila, con las piernas temblorosas, comenzó a caminar hacia atrás. Mientras lo hacía, abrió la mochila y sacó el teléfono móvil.

El lobo hizo un gesto negativo con la cabeza.

Ella se quedó quieta. «Vamos, puedes hacerlo. Sólo tienes que marcar el nueve uno uno». Mary Ann movió el dedo, y el lobo gruñó cuando ella presionó el primer botón. De nuevo, ella se quedó petrificada. Él se calló. Mary Ann tenía tanto frío, que ni siquiera los rayos del sol podían calentarla.

Presionó otro botón.

Sonó otro gruñido.

En aquella ocasión, el lobo dio un paso hacia ella y flexionó las patas delanteras, tomando la posición perfecta para saltar.

No podía saber lo que estaba haciendo ella. No podía saber lo que ocurriría si ella apretaba el último botón. Por mucha inteligencia que hubiera en aquellos ojos verdes.

Cuando apretó el último número, en un pestañeo, el lobo se lanzó hacia ella y le arrebató el teléfono con los dientes. Mary Ann soltó un jadeo, y se quedó paralizada. Aquellos dientes… Habría podido desgarrarle la mano, pero ni siquiera la habían rozado.

Se obligó a ponerse en movimiento y se dio la vuelta rápidamente. Sabía que no debía darle la espalda a aquel bicho. El lobo estaba bajo el ciruelo favorito de su padre, con el móvil entre los dientes, sentado con calma, como si estuvieran de pícnic. De nuevo, se movió hacia un lado.

Mary Ann, que estaba perdiendo el miedo poco a poco, se tambaleó en aquella dirección. Aunque el lobo no le hubiera hecho daño y, aparentemente, no quisiera hacérselo, ella mantuvo toda la distancia que pudo con él. Caminó hacia atrás, teniendo cuidado de no tropezar de nuevo.

El animal soltó una exhalación. ¿Era un suspiro? Y después, dio un salto y se colocó delante de ella, y comenzó a caminar con un ritmo constante. De vez en cuando miraba hacia atrás para asegurarse de que ella lo seguía.

Y como no sabía qué hacer, Mary Ann lo siguió.

El lobo conocía el camino hacia el instituto. Aunque había tres posibles itinerarios, él eligió el preferido de Mary Ann. ¿Acaso la había seguido otras veces, o podía oler el rastro?

El animal, que claramente era muy inteligente, se mantuvo entre las sombras alejado de la vista de los conductores. De repente, Mary Ann lamentó no saber más cosas sobre los animales.

Por fin, el Crossroads High apareció ante ellos, y Mary Ann suspiró de alivio. Era un edificio nuevo, grande, de color rojo. Había muchos coches en el aparcamiento, y muchos chicos disfrutando del cálido sol, que pronto sería reemplazado por la neblina del invierno. Entonces, su alivio desapareció. ¿Los atacaría el lobo?

La furgoneta de Tucker pasó junto a ella, y él frenó con un chirrido. ¡Gracias a Dios! El lobo dejó caer el teléfono y retrocedió. Cuando se hubo alejado lo suficiente como para que ella estuviera tranquila, Mary Ann echó a correr y tomó el móvil del suelo. Sin dejar de mirar al animal, retrocedió hasta el coche de Tucker, abrió la puerta y entró. El lobo desapareció por entre los árboles y los matorrales que rodeaban el instituto.

Aquella última mirada que le había lanzado el animal estaba llena de decepción. Incluso de ira. Ella tragó saliva. Por lo menos no había saltado sobre el coche.

—Esto es una novedad —comentó Tucker con su voz profunda.

Tenía el pelo rubio y los ojos grises, de un color que habría sido feo en cualquier otra persona. En Tucker, con su cara de niño, los hoyuelos y el cuerpo atlético, era un color increíble.

Mary Ann nunca había entendido por qué quería salir con ella, y mucho menos por qué seguían haciéndolo, porque apenas estaban juntos fuera del instituto. Todas las animadoras lo adoraban, sobre todo su jefa, Christy Hayes, la belleza adorada del instituto. Sin embargo, Tucker no quería saber nada de ella, y siempre la daba de lado para estar con Mary Ann. Lo cual, aunque ella odiara admitirlo, era tan bueno para su autoestima como los cumplidos de Tucker. «Eres tan guapa, —le decía—. Tengo mucha suerte de estar contigo». Ella sonreía durante horas, después de oírlo.

Tucker se echó a reír.

—A esto sí estoy acostumbrado.

—¿Qué?

—Me estás ignorando, porque estás absorta en tus pensamientos.

—Oh. Lo siento.

¿Acaso lo hacía mucho? No se había dado cuenta. Tendría que hacer un esfuerzo y concentrarse. ¿Y de qué estaban hablando, de todos modos? Oh, sí.

—¿Qué es la novedad? —le preguntó.

La furgoneta avanzó.

—Estás muy pálida, y quieres que te lleve en coche.

¿Debía hablarle del lobo, sí o no? No. No hacía falta ser un genio para saber que iba a reírse de ella. ¿Que un lobo la había acompañado hasta el instituto? Por favor. ¿Quién iba a creérselo? Ni siquiera ella se lo creía totalmente.

—Es sólo que estoy nerviosa por el examen de química de mañana.

Él se estremeció.

—La química es un rollo. No entiendo cómo has podido apuntarte a la clase de estudios avanzados del señor Klein. Es un aburrido —dijo, y antes de que ella pudiera responder, añadió—: Por cierto, hoy estás preciosa.

Claro, ¿qué otro iba a decirle algo así? Ella sonrió.

—Gracias.

—De nada, pero no lo diría si no fuera cierto —respondió él, y aparcó.

«Y por eso estoy con él», pensó Mary Ann, con una sonrisa más grande.

Cuando salieron del coche, ella miró hacia los árboles, pero no vio al lobo.

—Vamos —le dijo Tucker.

Le pasó un brazo por la cintura y comenzó a caminar. No pareció que se diera cuenta de que ella estaba temblando.

Allí, junto al aparcamiento de bicicletas, estaban los amigos de Tucker. Mary Ann los conocía, por supuesto, pero casi nunca estaba con ellos. Ella no les caía bien, y eso era algo que le dejaban bien claro cada vez que se acercaba, ignorándola por completo. Todos jugaban al fútbol americano, aunque ella era incapaz de conocer sus puestos.

Los chicos se saludaron y sí, fingieron que ella no estaba allí. Tucker nunca daba a entender que se percatara de aquella falta de respeto, y ella nunca decía nada. No estaba segura de cómo iba a reaccionar él, de si se pondría de su parte o de la de sus amigos, y tampoco merecía la pena perder el tiempo en comprobarlo, ni preocuparse por ello.

—¿Te has enterado? —preguntó Shane Weston, el bromista profesional del instituto.

Nate Dowling se frotó las manos.

—Es nuestro día de suerte.

—Deja que se lo diga yo, Dow —gruñó Shane.

Nate alzó las manos, aunque arqueó las cejas de impaciencia.

Shane volvió a sonreír.

—Carne fresca —dijo—. Dos testigos, Michelle y Shonna, han visto al director saludándolos.

¿Eh? Mary Ann miró a Tucker. Él también estaba sonriendo.

—Chicos nuevos —dijo Nate—. Dos.

Mientras se reían y hablaban de cómo iban a iniciar a los recién llegados adecuadamente, Mary Ann se marchó a su primera clase. El señor Klein les explicó todo lo que iban a encontrar en el primer examen, pero por primera vez aquel año, a Mary Ann le costó concentrarse. Había oído de pasada varias conversaciones por los pasillos.

Los nuevos eran dos chicos de su curso. Uno era alto con el pelo oscuro y los ojos negros, pero nadie había hablado con él. Se había metido en la oficina de orientación. ¿Podría ser… Aden? Aquellos ojos…

El otro era negro, guapísimo, con los ojos verdes, ¿como su lobo?, y tenía una expresión dura, pero tranquila.

Un momento. ¿Acababa de comparar los ojos de un lobo con los de una persona? Aquello la hizo reír.

—¿Señorita Gray? —El profesor la reprendió.

Todos se volvieron a mirarla. Ella enrojeció.

—Disculpe, señor Klein. Puede continuar.

Aquello provocó varias risitas, y una mirada fulminante del profesor.

Durante el resto del día, Mary Ann anduvo buscando caras nuevas, pero no las encontró hasta después de la comida. Shannon Ross estaba en su clase de historia. Lo vio desde la puerta. Era tan guapo como decía todo el mundo. Era alto, y tenía los ojos verdes, sí, como los del lobo. Y era igual de callado que él.

Mary Ann llevaba bastante tiempo viviendo en Crossroads, pero sabía lo que era ser nuevo y no conocer a nadie. El chico se había sentado al fondo de la clase, y ella se sentó con él. No estaría mal que le advirtiera sobre Tucker y sus amigos.

—Hola —le dijo.

Los chicos llevaban chismorreando sobre él todo el día. En aquel momento, la historia preferida contaba que era uno de los alborotadores que vivían en el Rancho D. y M., propiedad de Dan Reeves, y que había matado a sus padres. Al día siguiente, a aquella hora, ya habría matado también a una hermana y a un hermano, seguro.

Mary Ann había visto a Dan en la ciudad, y había oído hablar sobre él. Supuestamente, sus padres habían muerto jóvenes, y él se había criado con sus abuelos. Fue un chico salvaje y tuvo problemas con la ley, pero también fue mágico en el campo de fútbol americano y llegó a ser jugador profesional, aunque tan sólo durante unos años, porque sufrió una lesión en la espalda y tuvo que dejarlo. En ese momento decidió abrir su casa a chicos con tantos problemas como los que él tuvo una vez. La mayoría de la gente de Crossroads todavía lo adoraba, aunque desaprobaran a la gente a la que permitía vivir en su casa.

Shannon la miró nerviosamente.

—Hola.

—Me llamo Mary Ann Gray. Si necesitas algo, yo…

—Yo-yo-yo no n-necesito nada —dijo él rápidamente.

—Oh. Muy bien —dijo Mary Ann. Vaya, aquello dolía—. Sólo quería decirte que… te mantengas alejado de los jugadores de fútbol. Les gusta torturar a los chicos nuevos. Supongo que es su forma de darles la bienvenida.

Tenía las mejillas ardiendo cuando fue a sentarse a su asiento de siempre. El resto de la clase entró justo cuando sonaba el timbre.

Antes de ponerse a hablar sobre la era del imperialismo, el señor Thompson le pidió a Shannon que se levantara y le hablara a toda la clase un poco sobre sí mismo, algo que hizo tartamudeando todo el tiempo. Los demás chicos se rieron de él. Mary Ann se olvidó de su propia humillación. No era de extrañar que la hubiera echado de su lado. No le gustaba hablar con la gente. Se avergonzaba.

Ella le sonrió cuando él volvía a su asiento, pero Shannon no lo vio. Iba mirando al suelo.

También estaban juntos en la siguiente clase, la de Informática. Se sentaron juntos, pero ella no intentó hablar con él. Seguramente, iba a rechazarla otra vez. Tucker estaba en aquella clase. Había estado sentándose con Mary Ann hasta la semana anterior, cuando la señora Goodwin lo cambió por hablar.

—Eh, Tuck —le dijo Shane desde el otro lado de la clase.

Tucker lo miró, y Mary Ann, y algunos otros. Shannon no. Como en la clase anterior, mantuvo la cabeza agachada.

Shane señaló a Shannon con un gesto de la barbilla. «Haz algo», le dijo a Tucker moviendo los labios.

Mary Ann se aferró al borde de su pupitre.

—No —dijo—. Por favor.

—Señorita Gray —le dijo la profesora—. Ya está bien.

—Disculpe —dijo Mary Ann. Había pasado todo el mes sin meterse en problemas, y en un solo día la habían reprendido dos veces.

—No te preocupes —le dijo Tucker en voz baja, y levantó la mano.

La señora Goodwin suspiró.

—Sí, señor Harbor.

—¿Puedo ir al servicio?

—Sí. Pero no se entretenga o mañana estará castigado.

—Sí, señora —dijo Tucker, y se puso en pie. Salió de la clase y cerró la puerta, y Mary Ann suspiró de alivio.

Sin embargo, Tucker no se apartó de la puerta. Miró a Shane por la pequeña ventanilla de la puerta. Shane alzó las manos y Tucker asintió.

Shane se puso en pie, y de repente, tenía una serpiente en las manos. Era delgada, con escamas amarillas y verdes y una cabeza roja y brillante. A Mary Ann se le formó un nudo en la garganta. Dios santo, ¿de dónde la habían sacado?

Shane miró a la señora Goodwin para asegurarse de que no estaba prestando atención. Estaba demasiado ocupada enseñándoles a las gemelas, Brittany y Brianna Buchannan, a crear una contraseña para sus páginas. Con una sonrisa, Shane le lanzó la serpiente a Shannon. Aterrizó en su hombro, y después cayó sobre sus muslos con un silbido furioso.

Shannon miró hacia abajo y se puso en pie de un salto, con un grito, mientras se sacudía el cuerpo con gestos frenéticos. La serpiente cayó al suelo y se deslizó hacia la pared, y desapareció más allá del estuco.

Todos lo miraron y se echaron a reír.

—¿Cómo se atreve a alterar a toda la clase, jovencito?

—P-p-pero la serp-p-piente…

La señora Goodwin se puso las manos en las caderas.

—¿De qué está hablando? No hay ninguna serpiente. Tal vez sea nuevo, pero debe saber una cosa: no tolero las mentiras.

Shannon, jadeando, miró al suelo. Mary Ann siguió su mirada. No había ningún agujero por donde hubiera podido escapar la serpiente, pero se había ido. Mary Ann volvió a mirar a Tucker, que seguía junto a la puerta. Shane y él estaban sonriéndose, satisfechos por un trabajo bien hecho.