15
—¡Jesús! —exclamó Gil, volviendo a arrellanarse en el banco para luego asir su jarra y tomar un buen trago de vino. Al igual que los demás, salvo Brian, casi se había puesto en pie al ver la figura apostada en el umbral—. No hacéis bien en sobresaltar de este modo a un viejo arquero, maese posadero…, en caso de que realmente seáis vos el que está debajo de esa armadura. ¡Podría haberos traspasado con una flecha antes de reconoceros!
—Esa ha sido también mi primera reacción —lo apoyó Dafydd.
—Perdonadme, sir James, dama y señores —tronó con sonido a hueco la voz de Dick bajo el yelmo—. Tal como acaba de decir sir Brian, tengo una gran despensa, y en una posada se van acumulando muchas cosas con el paso de huéspedes a lo largo de dos generaciones… habida cuenta de que mi padre ya regentaba el mismo establecimiento. Pero ¿no os parece que puedo hacerme pasar por un caballero? ¿Sobre todo montado a caballo y desde cierta distancia?
—Mmm —murmuró Gil, volviendo a levantarse para examinar más de cerca al posadero—. No os aconsejaría que usarais esta diversidad de piezas de metal en una batalla auténtica, maese posadero. Ahora que os veo mejor, lleváis puestos componentes de cuatro armaduras distintas, ninguna de las cuales va debidamente ajustada. ¿Podéis alzar el brazo derecho por encima de la cabeza?
Dick lo intentó. El brazo se elevó con un crujido y se detuvo a medio camino de la altura del hombro, provocando un ruido metálico.
—Tal como pensaba —confirmó Gil—. El codal de ese brazo es demasiado grande y la hombrera, excesivamente pequeña para un hombre de vuestra complexión. Aunque de lejos…, de lejos y a lomos de un caballo, podríais producir la impresión deseada.
—Bien —zanjó la cuestión Brian—. En ese caso, traednos algo de comer, Dick, y después cabalgaré hasta el castillo para desafiar a sir Hugo.
—Os acompañaré —se ofreció Jim—. Me gustaría que me indicarais en qué punto de su recinto queréis que me pose.
—Yo también iré —dijo Gil—, con seis de mis hombres, los que capitanearán un grupo de cinco o seis arqueros para la toma de las diferentes partes del castillo una vez que estemos dentro. A todos nos conviene observar el castillo para planificar el ataque.
—Ya de paso podríamos organizar una merienda —gruñó Brian—. ¿Alguien más quiere venir, eh? ¿Vos, señor lobo?
—¿Para qué? —replicó Aragh—. Yo entraré con vos y Gorbash y me quedaré con vos, matando a cuanto se me presente delante hasta que todo haya acabado y vuelva a salir. Para eso no hacen falta estudios ni planificaciones.
Les sirvieron la comida, tal como había solicitado Brian, y poco más de una hora más tarde quienes habían expresado su intención de acompañar al caballero se hallaban ocultos en un espeso bosquecillo de hayas, observando la amplia explanada que rodeaba el castillo de Malvern. Brian, enfundado en su armadura y con la lanza en alto, hizo avanzar su blanco caballo de guerra al paso hasta llegar a una distancia aproximada de cincuenta o setenta metros de las murallas. Entonces se detuvo y gritó a los hombres cuyas cabezas divisaban entre las almenas sus compañeros escondidos en el bosque.
—Está dando todo un espectáculo de valentía —apreció uno de los bandidos.
—Los caballeros tienen por costumbre hacerlo, Jack —observó secamente Gil.
—No andabais errado en vuestros cálculos, maese Gil —dijo Dafydd que, con la mano a modo de visera para protegerse los ojos de la luz, observaba las cabezas que despuntaban en las cresterías—. Hay realmente una distancia próxima a los ochocientos metros. Con todo, al amanecer seguramente amainará el viento, y, no teniendo que superar la resistencia de la brisa, no veo dificultad en disparar hasta a un máximo de seis hombres. Me fijaré en la almena más cercana a cada yelmo que vea y después dispararé primero a un vigía y esperaré a que los otros se asomen, cosa que harán sin duda todos al no percibir a nadie en la explanada. Clavaré otras cinco flechas en el suelo delante de mí y las arrojaré al aire tan seguido que los cinco soldados asomados morirán casi en el mismo instante… ¡Atención, el caballero está hablando!
Brian, efectivamente, había comenzado a publicar su desafío. En el adarve había aparecido un yelmo más brillante que los otros y el individuo con él tocado había gritado algo. Brian respondía ahora. El hecho de que estuviera de espaldas respecto al linde del bosque hizo que los que allí se encontraban se perdieran buena parte de lo que dijo. Incluso con su aguzado oído de dragón, Jim sólo captó algunas palabras, en su mayoría obscenidades, cuyo amplio y variado repertorio resultó toda una sorpresa para él.
—Ahora contesta sir Hugo —anunció Gil, advirtiendo que Brian había callado y que la misma persona que había gritado antes volvía a hacer oír su voz, aunque nada de lo que dijo resultó comprensible para los emboscados—. Será sir Hugo, no cabe duda, por la cimera y la visera del yelmo que reflejan de ese modo la luz. Se trata de una celada para montar a caballo.
—Maese Gil —inquirió el gales, mirando de soslayo al bandolero—, ¿acaso llevasteis vos alguna vez un yelmo y armadura como ésos?
Gil le sostuvo la mirada un segundo.
—Si un día llegáis a integraros en mi familia —replicó—, podréis volver a plantearme este mismo interrogante. De lo contrario, no escucho preguntas de ese cariz.
—Ahora entran en acción las ballestas —comentó el bandido al que Gil había llamado Jack—. Más vale que dé la vuelta y regrese al galope. ¡Sí, ya retrocede!
Brian había vuelto grupas y se alejaba al galope del castillo.
—¿Pueden traspasarle la armadura las ballestas a esta distancia? —preguntó, fascinado, Jim.
—No —repuso Gil—. Pero sí pueden dejarle incapacitado el caballo… y esa bestia vale lo que valen veinte alquerías juntas, si no más. Ah, han errado.
En torno a Brian y su corcel descendía un hervidero de objetos que, recortados en el fondo azul del cielo, semejaban cerillas negras. Jim se preguntaba con estupefacción cómo podía estar tan seguro Gil de que ninguno de los proyectiles alcanzaría su objetivo cuando gran parte de ellos aún estaban en el aire. Lo cierto fue que, para cuando hubo puesto fin a tal reflexión, éstos habían caído detrás o a ambos lados de la montura.
—¡Ya está! —se felicitó Jack, escupiendo al suelo—. El caballero estará a cubierto con nosotros antes de que lleguen a armar esos artefactos y vuelvan a tirar. Dos de los nuestros, de los mejores, habrían abatido al caballo sin permitirle diez zancadas de margen… y, con suerte, hasta habrían matado al caballero.
Dafydd, que estaba inclinado sobre su gran arco, fijó la mirada en Jack y por espacio de un segundo dio la impresión de que iba a decir algo, pero después volvió a centrar la atención en sir Brian.
—Una reacción atinada, maese gales —alabó en voz baja Gil, que había estado observando al joven—. Lento a la hora de hablar y rápido de entendederas.
Dafydd no realizó ningún comentario.
Al cabo de un instante, Brian se adentró en las sombras del bosque y detuvo en seco su resollante corcel. Después lo hizo girar y se subió la visera.
—Casi me ha parecido que iban a salir tras de mí —dijo—. Pero veo que no.
Bajó del caballo con agilidad sorprendente, teniendo en cuenta el peso del metal que sostenía.
—Habéis tentado esas ballestas desde más cerca de lo que hubiera hecho yo —señaló Gil.
—Blanchard de Tours —respondió Brian, dando una afectuosa palmada en el sudoroso cuello del animal— es más rápido de lo que muchos creen. ¿Qué os ha parecido la escena? —preguntó, mirando en derredor.
—A juzgar por las cabezas entrevistas en lo alto de la muralla —contestó Gil—, ese sir Hugo tiene como mínimo cincuenta hombres consigo. No dispone, sin embargo, de arqueros, pues en ese caso los habría utilizado contra vos; y sus ballesteros no han estado extraordinarios. Dibujadme un plano del castillo, ahora que lo tenemos delante, y así podré formarme una idea de adonde deben dirigirse mis hombres una vez que hayan entrado.
Brian desenvainó la daga que llevaba en el cinto y, doblándose rígidamente por la cintura, se puso a trazar líneas en el suelo.
—Como veis —comentó—, Malvern posee más superficie plana que altura. La torre del homenaje, que apenas se ve desde aquí, está en el ángulo izquierdo de la muralla posterior y su altura es superior a la de las otras tres torres. Ésas sólo sirven de torres de vigilancia y graneros. Los aposentos del señor de Malvern están debajo de la planta que originariamente coronaba la torre del homenaje, cuando ésta tenía el mismo nivel que las de vigilancia. El abuelo de mi señora agregó dos pisos más y una nueva terraza almenada, a fin de proporcionar a sir Orrin y a su esposa un dormitorio separado, con una soleada galería arriba por añadidura y la azotea con nueva crestería, provista de pesadas piedras y calderos para calentar aceite que arrojar a quien pudiera intentar escalar los muros exteriores.
»Delante de la torre del homenaje —explicó, grabando nuevos trazos con la daga—, se construyó en tiempos de sir Orrin una gran sala, en su mayor parte de madera a diferencia de las murallas y torres que, como sabéis, son de piedra. Está adosada a la torre hasta la altura del primer piso y se ha utilizado tanto de salón de banquetes como de cuartel para los hombres que de tanto en tanto reunía bajo su mando sir Orrin para ir a la guerra. En la cara interior de las murallas también se añadieron establos y dependencias de madera, de modo que hay mucho material que podría arder. Por ello es conveniente vigilar que los soldados de sir Hugo no vayan a prender fuego cuando vean que llevan las de perder. Vuestros hombres deberían distribuirse en varios grupos, tres para apoderarse de cada una de las torres, otro para controlar el patio y uno más, bien nutrido, para invadir la torre del homenaje a través del gran salón. Cuando entréis por la puerta, yo me encontraré ya en las plantas superiores de la torre del homenaje y seguramente también sir James… si es que estamos vivos aún. A continuación podéis expresarme vuestras preguntas…
Gil, Dafydd e incluso algunos de los otros bandidos que Gil había traído consigo así lo hicieron, planteando sobre todo cuestiones relacionadas con distancias y ángulos del recinto del castillo.
Jim distrajo la atención. Lo que él quería, pensó, era ver por sus propios ojos lo que había dentro de esos muros, y no había razón que le impidiera hacerlo. Si volaba lo bastante alto y en línea recta, con una trayectoria que lo llevara cerca del castillo pero no directamente encima, su visión telescópica le proporcionaría una buena visión panorámica de cuanto había en el interior. Manteniéndose a una prudente distancia, cabía la posibilidad de que los hombres de sir Hugo no repararan siquiera en él, y, si lo veían, seguramente lo tomarían por un ave de gran tamaño.
Aunque lo identificaran como lo que era, un dragón que estuviera volando de paso y que no diera muestras de prestarles especial interés, no tenía por qué despertar su suspicacia. Por otra parte, no estaría de más sobrevolar la zona antes del anochecer, cuando, cansados por toda la jornada y pendientes de la cena, los vigilantes de las almenas estarían menos proclives a alarmarse por algo que pasara volando en lo alto.
Por consiguiente, aguardó a que los otros hubieran concluido el turno de preguntas y Brian les hubiera respondido como mejor pudo y, de nuevo en la posada, se llevó al caballero aparte y le expuso su propósito.
—De lo que quiero cerciorarme en especial —explicó Jim— es del lugar donde debo posarme al llegar.
—La habitación de mi señora tiene un balcón, pero es pequeño —observó Brian—. La galería de arriba no tiene balcón pero sí unos ventanales muy grandes y probablemente podréis entrar volando.
—No lo sé —confesó, dubitativo, Jim—. Todavía soy inexperto en materia de vuelo.
—Entonces —propuso Brian—, la solución sería la terraza de la torre. Es más, creo que es el sitio idóneo, puesto que habrá como mínimo un soldado de guardia allí, y posiblemente otro en la galería. De ese modo podréis dar cuenta de ellos al bajar a los aposentos de Geronda y así quedará libre de enemigos la parte superior de la fortaleza, de forma que, si se torcieran las cosas, podríais llevárosla por los aires y dejarla a buen recaudo.
En su fuero interno Jim tenía serias dudas respecto a su capacidad de volar transportando a un tiempo a una persona adulta. Si bien era cierto que sus alas estaban preparadas para lograr un tremendo empuje durante un corto espacio de tiempo, estaba poco menos que convencido de que no podría planear cargando con el peso de una mujer; y, si no podía planear, ¿hasta dónde podría volar sólo a fuerza de batir las alas? Para garantizar su seguridad, tendría que llegar como mínimo al linde del bosque que, según había indicado Gil, se encontraba a ochocientos metros de distancia. De todas formas, no era aquél un buen momento para transferir el peso de sus dudas a Brian, que ya tenía suficientes preocupaciones, aun cuando Jim hubiera de admitir que el caballero no aparentaba ni remotamente estar abrumado por ellas.
—Os comunicaré lo que vea —prometió Jim.
En realidad no lo hizo. Media hora más tarde, surcó tangencialmente el cielo sobre el castillo y ni con su visión telescópica percibió que algún guardia alzara la cabeza o mirara hacia él. Asimismo, tampoco descubrió nada que difiriera de las descripciones de Brian. En la azotea almenada de la torre del homenaje sólo vio a un centinela, tal como suponía Brian. Las cosas se desarrollaban de acuerdo con lo previsto, demasiado incluso para suscitar interés.
Trazó un círculo a lo lejos y aterrizó en la posada justo cuando se hacía de noche. Entonces comprobó con sorpresa que la mayoría de los bandoleros, con la excepción de Gil y unos pocos ayudantes, se habían acostado ya, ayudados seguramente por la cerveza para conciliar el sueño. Brian, que no había consumido una cantidad de vino fuera de lo normal, dormía asimismo. Y también Danielle. Aragh se había ido a pernoctar al bosque y seguramente no volvería hasta la mañana. Incluso Dick el Posadero y casi toda su familia y empleados dormían… salvo una anciana que servía vino a Gil y cerveza a sus lugartenientes.
Contrariado, Jim se instaló en la sala común de la posada, escondió la cabeza bajo el ala y se dispuso a pasar una noche en vela…
Cuando volvió a erguir la cabeza con la sensación de que apenas había pegado ojo, reinaba, sin embargo, una gran actividad a su alrededor.
Dick, su familia y los criados iban y venían apresurados. Danielle vendaba el cuello a Aragh, que al parecer se había herido en el transcurso de la noche. Gil estaba sentado a la mesa, dibujando planos quintuplicados del castillo en delgados retazos de cuero para sus ayudantes; y Dafydd trabajaba con una concentración que no aconsejaba interrupción alguna, pesando una por una con una pequeña balanza media docena de flechas que luego recortaba meticulosamente por el asta y las flechas. Brian, sentado a otra mesa a unos metros de distancia, daba cuenta de un abundante desayuno compuesto de tocino, pan y buey frío, acompañado por varías botellas de vino.
Afuera aún era de noche y quedaba lejos el alba. Jim calculó que serían alrededor de las cuatro de la madrugada.
Miró con envidia a Brian. Cualquiera que fuera capaz de tener un hambre semejante antes de la salida del sol, en un día en que podía hallar la muerte…
—Eh, hola, sir James —lo saludó Brian, agitando la jarra—. ¿Un poco de vino?
Pese a la deuda que tenía con el posadero, Jim decidió que se merecía un trago.
—Sí —contestó.
Brian descorchó una botella y se la tendió. Jim la tomó con una de sus zarpas y apuró de una vez su contenido.
—Gracias —dijo.
—¡Dick! —gritó Brian—. ¡Vino para sir James!
—Caballero, por favor —rogó el posadero—, otra cuarta parte de una cuba de Burdeos no…
—¡No digáis tonterías! —lo interrumpió Brian—. ¡Claro que no! Sólo unas cuantas docenas de botellas, o su equivalente. Lo justo para refrescar la garganta de nuestro amable caballero.
—Ah, en tal caso… desde luego, desde luego…
Dick abandonó a toda prisa la sala y Jim lo oyó gritar a uno de los criados.
Lo que le trajeron al cabo de unos minutos no fueron unas cuantas docenas de los mejores caldos del posadero, sino un pequeño barril de unos treinta litros que contenía un vino aceptable, si bien no de primera categoría. Dedicando un recuerdo de añoranza a los vinos que había catado en la bodega, Jim se aplicó a beber conformado por reflexiones de talante filosófico. Bien mirado, ni siquiera los dragones podían regalarse continuamente con los mejores productos.
Continuó sentado con Brian y poco a poco fue hallando sentido al trajín que se desarrollaba a su alrededor. Todo el mundo estaba muy ocupado y afanoso. Oyó abundantes ruidos correspondientes al afilado de armas, reparaciones de arneses de última hora, repasos de mapas, indicaciones y órdenes. Asimismo, reparó en una casi total ausencia de las bromas e insultos que habían sido especialmente representativos del trato de toma y daca que se dedicaban los bandidos, en particular el día anterior. Ahora todos estaban serios. Las antorchas ardían y humeaban por doquier. La gente circulaba apresuradamente, todos absortos en tareas que no toleraban interrupción. Gil estaba rodeado hasta el cuello de ayudantes y era imposible acercarse a él. Aragh, ya vendado, no tardó en marcharse; y no veía por ninguna parte a Danielle. Finalmente, hasta Brian renunció a las botellas de vino y sugirió en tono amistoso que Jim se fuera de allí, diera un paseo o algo así, porque tenía que ir a atender sin tardanza a Blanchard y comprobar sus armas…
Siguiendo su consejo, Jim dejó la posada y se adentró en la profunda y gélida oscuridad de afuera, predecesora del alba. Experimentaba una acusada sensación de soledad e incomodidad, como la de un extraño en medio de una reunión familiar, a la cual venía a sumarse una especie de mansa melancolía propiciada por el vino que acababa de ingerir. No era un sentimiento de añoranza por su propio mundo pues había descubierto que, curiosamente, a pesar de sus duras realidades medievales, le gustaba aquel donde se hallaba ahora, sino más bien de alguien a quien poder aferrarse. Angie habría sido la persona ideal, pero, a falta de ella, le habría servido cualquiera que pudiera transmitirle la impresión de estar integrado, para paliar esa especie de complejo de alma errante que vagaba a la deriva entre dos mundos.
Miró en torno a sí por si veía a Aragh y entonces recordó que el lobo había abandonado la posada inmediatamente después de que Danielle hubiera acabado de vendarlo. Ni su olfato ni su oído de dragón le dieron ninguna pista de si el animal se encontraba por los alrededores, y Aragh había dado suficientes pruebas de que, a menos que se hallara claramente a la vista, sus posibilidades de localizarlo eran poco menos que inexistentes.
Jim renunció a buscarlo y se sentó a solas en la oscuridad. A su espalda quedaban el ruido, los olores y la luz de la posada. Frente a él se extendía la impenetrable oscuridad de los árboles y arriba, un cielo fuertemente encapotado, a través del cual se filtraba de cuando en cuando el débil resplandor de una luna apagada, ya baja en el horizonte de poniente. Pronto el astro se escondería y no restaría ninguna luz.
Era posible que estuviera muerto al final de ese día que no tardaría en despuntar, pensó sin especial temor, ahondando, sin embargo, la melancolía que lo embargaba. Si podía recibir rasguños, tal como había sucedido en la refriega de la aldea, también podía resultar gravemente herido o hallar la muerte, en cuyo caso fallecería allí, en una remota dimensión que nada tenía que ver con todo aquello con lo que siempre se había identificado. Nadie tendría siquiera noticia de su muerte. Ni la propia Angie, en el supuesto de que saliera con vida de las garras de la Torre Abominable y los Poderes de las Tinieblas de que había hablado Carolinus, llegaría probablemente a saber qué había sido de él. Tal vez no lo lloraría nadie…
Continuaba sumiéndose irremediablemente en el voluptuoso pozo de la autocompasión, cuando de repente cayó en la cuenta de que ya no estaba sentado en el suelo, sino echado, a punto de tumbarse de espaldas, extender las alas y refregarse en el tosco y arenoso suelo. Entonces evocó, justo a tiempo para contenerse, el eco de las palabras de Danielle: «¡No os revolquéis en el suelo, sir James!».
Aquella advertencia, que tanto le había extrañado en su momento, resultaba perfectamente comprensible ahora. Al pensar en los cortes, había recordado inconscientemente su existencia. El día después de haberlos recibido, le habían escocido como insignificantes heridas debidas a un mal afeitado, pero le había costado poco hacer caso omiso de ellas. Ahora, no obstante, tuvo la certeza de que estaban curándose y, precisamente por ello, habían provocado una nueva sensación en él: picor.
Una buena restregada en el duro suelo sería una manera satisfactoria de rascarse, aunque, como era de prever, no sólo volverían a abrirse las heridas, sino que le entraría tierra y materiales infecciosos en ellas.
Volvió a incorporarse. Reconocía que Danielle tenía razón, pero lo peor de todo era que, una vez identificado como tal, el picor se intensificó, como si tuviera la diabólica y premeditada intención de sacarlo de sus casillas. Con un esfuerzo de voluntad se apoyó en las cuatro patas, diciéndose que, si Brian podía permanecer inmóvil con un abejorro paseándose en el interior de su yelmo, él tenía que ser capuz de vencer un leve picor.
De nuevo en pie, percibió con el olfato la proximidad del día. No era un olor que pudiera precisar claramente, sino una variación en la temperatura y humedad de la brisa nocturna que soplaba hacia él. Su oído captó un tenue sonido de pasos y, de improviso, tuvo a Aragh frente a él.
—¿Están despiertos ahí adentro? —gruñó quedamente el lobo—. ¡Ya es hora de que se pongan en marcha!
—Iré a decírselo.
Jim se volvió hacia la puerta y, justo en ese momento, ésa se abrió y Gil asomó la cabeza por ella.
—¡Sir James! —lo llamó en voz baja—. ¿Habéis visto al lobo?
—Pues sí —contestó por él Aragh—. Aquí estoy. ¿A qué vienen esos susurros, señor bandido?
Gil retiró la cabeza y cerró la puerta sin responder. Lo cierto era que no había susurrado, sino meramente hablado bajo, al igual que lo había hecho Aragh un segundo antes. Casi de inmediato, la puerta se abrió de nuevo, dando paso a Gil y sus ayudantes, seguidos de Danielle.
—Dick el Posadero ha ido a ponerse la armadura y aparejar los caballos —comunicó ésta a su padre—. Sus criados ya han cargado el carro. Sir Brian todavía está con él en el establo.
—De acuerdo. Jack, ve a decirle al caballero que estamos listos para partir —encargó Gil—. Los demás reunid a vuestros hombres.
Jack se encaminó a las caballerizas y los otros lugartenientes se adentraron en la oscuridad en dirección al campamento donde dormía el grueso de los bandoleros.
Un cuarto de hora después se habían puesto ya en camino. Brian a lomos de Blanchard, Gil en uno de los caballos de la posada cuyo cuero blanco grisáceo destacaba extrañamente en las tinieblas reinantes, y Jim a pie, encabezaban la comitiva. A continuación iban Dafydd y Danielle, después el carro conducido por Dick y tras él la cuadrilla de bandidos. Aragh había desaparecido en el bosque en cuanto habían iniciado la marcha, anunciando que se encontrarían en el límite del bosque frente al castillo.
La promesa de la luz del día fue definiéndose a medida que avanzaba. Al abandonar la posada faltaba todavía una hora para la aurora, pero, en el transcurso del sinuoso camino que trazaban entre los árboles, los troncos más altos comenzaron a definir distintamente su forma bajo el brillo que despuntaba en el cielo. Al mismo tiempo, el suave viento cesó, tal como había previsto Dafydd, y la niebla asentada en el interior del bosque fue cobrando corporeidad; se movían por un mar de formas blancas, negras y grises, en un ambiente idóneo para los espíritus y duendes. En la penumbra previa al rayar del día, la tierra era una oscura plataforma y la niebla un fantasmagórico manto que se elevaba a más de un metro sobre sus cabezas, ocultando cuanto tenían en torno. Incluso el cielo, que poco a poco se alumbraba, estaba preñado de tupidos nubarrones.
Avanzaban en silencio, influidos por la niebla, las nubes y la oscuridad, que sofocaban todo entusiasmo. El carro, las armas y armaduras producían un constante tintineo. Los cascos de los caballos repiqueteaban en la tierra. Su aliento —y el de Jim— brotaba de su cuerpo con la misma blancura de la niebla en contacto con el fresco y húmedo aire. De forma paulatina el resplandor se reveló enteramente como luz diurna y la neblina comenzó a disolverse; y, casi sin que Jim se diera cuenta, llegaron al extremo del bosque que rayaba con la explanada donde se erguía el castillo de Malvern. Los restos de niebla aún se arrastraban deshilachados encima del descampado y los remates de las murallas y torres surgían entre ellos a la manera de un castillo medio hundido en el mar. De súbito, en el momento preciso en que se detenían a mirar, los primeros rayos del sol penetraron por las copas de los árboles y con sus haces inclinados atravesaron la niebla, mermando aún más su consistencia.
Lentamente el llano se tornó visible, y todo, hasta las propias piedras engastadas en la base de las almenas, adquirió un contorno preciso.
Jim elevó de nuevo la mirada al cielo. Si bien nada enturbiaba todavía el aire a ras del suelo, arriba los vientos comenzaban a abrir brechas en la espesa capa de nubes. Viendo que aún restaban, con todo, muchas nubes bajas, consideró por primera vez que tal vez no le fuera posible volar alto al acercarse al castillo. Si debía posarse en la azotea de la torre del homenaje en el curso de los treinta minutos siguientes, apenas podría superar un centenar de metros de altura, con lo cual no habría forma de impedir que los vigías de los adarves repararan en la proximidad de un dragón, ni de que previeran adonde se dirigía.