10

La tarde tenía un brillo dorado, y en el bosque de Malvern cantaban los pájaros y una tenue brisa acariciaba a Jim y a Brian. El tiempo transcurría sin que por lo demás sucediera nada.

Un ciervo asomó entre dos árboles situados a unos veinte metros de distancia de ellos, se detuvo para mirar con interés a las dos figuras inmóviles y luego prosiguió su camino y se perdió de vista. Un tejón pasó saltando sin dedicarles la más mínima atención, con la rudeza y aplomo propios de su especie.

A Jim comenzaban a dormírsele los pies cuando oyó un zumbido. Un abejorro se acercó a ellos, dio un par de vueltas a su alrededor y después se introdujo por el orificio de la visera del caballero. Olvidándose de sus pies dormidos, Jim aguardó con curiosidad la explosiva reacción que con toda seguridad preveía; pero había subestimado el autodominio de sir Brian. El caballero no emitió el menor ruido ni realizó movimiento alguno, si bien, con su aguzado oído de dragón, Jim oía el zumbido desplazándose en la oquedad del yelmo con intermitentes pausas de silencio, las cuales indicaban que debía de estar posándose momentáneamente en el labio, la nariz o la oreja para reconocer el terreno.

Finalmente el abejorro salió volando.

—Sir Brian… —llamó Jim, preguntándose si realmente el caballero seguía consciente dentro de su armadura.

—¿Sí, sir James?

—Esto es muy raro. Quienquiera que nos disparó tiene que haberse ido justo después. O algo por el estilo. Llevamos veinte minutos plantados aquí. ¿Por qué no vamos a mirar?

—Puede que tengáis razón.

El caballero se bajó la visera y condujo el caballo detrás del árbol donde estaba clavada la flecha. Nadie volvió a disparar hacia ellos. Jim lo siguió y, manteniendo en todo momento unos tres árboles como escudo entre ellos y el punto del que presumiblemente había surgido la flecha, avanzaron en círculo para investigar.

El bosque presentaba la misma plácida y solitaria apariencia que había ofrecido durante todo el día, a lo largo de unos cien metros. Un trecho más allá, no obstante, se toparon con una esbelta persona vestida con jubón y calzones marrones y un puntiagudo sombrero que culminaba en una rojiza melena larga hasta los hombros. Arrodillada en el suelo con un arco largo y un carcaj de flechas al lado, masajeaba el peludo cuello de un gran animal negro.

El gran animal negro era Aragh. Estaba tendido boca abajo, con el largo hocico apoyado en las patas delanteras y los ojos entrecerrados, gruñendo quedamente al tiempo que las delgadas manos le acariciaban el cuello y le rascaban la parte posterior de las orejas.

—¿Qué diabólico hechizo es éste? —tronó Brian, deteniendo el caballo.

—¡Eh, caballero —contestó la figura arrodillada en la hierba, alzando la mirada hacia él—, refrenad vuestra lengua! ¿Acaso tengo aspecto diabólico?

No cabía duda de que la mujer —pues saltaba a la vista que la persona del jubón y las calzas marrones no era un muchacho— no tenía nada de diabólico en su apariencia, sino todo lo contrario. La palabra «angélico» habría sido más adecuada para definir su aspecto, de no ser por la dureza de sus ojos grises y el oscuro tono bronceado de la piel de la cara, manos y brazos, que llevaba sin cubrir. Aparte de aquellos dos detalles de orden normal, parecía casi demasiado bella para haber salido del común molde humano.

Aun estando de rodillas, resultaba evidente que era casi tan alta como Jim o Brian. Tenía las piernas largas, la cintura estrecha, los hombros delicados pero anchos, y las curvas de su cuerpo eran como las que habría imaginado un artista del mundo de Jim para la ilustración de un marco de ensueño destinada a un anuncio de publicidad. Su pelo, algo más oscuro que el de Brian a la luz del sol, tenía doradas mechas del color de la miel. Tenía una barbilla delicada, la boca perfecta, la nariz impecable y aquellos mismos ojos en cuya dureza había reparado Jim alcanzaban también la perfección de la belleza.

—No —reconoció Brian—. Pero ¿qué le hacéis al lobo para que gruña de esta manera?

—No está gruñendo —precisó acariciándole afectuosamente el cuello—. Está ronroneando.

Aragh abrió el ojo izquierdo y enfocó con la pupila a Brian y a Jim.

—Ocupaos de vuestros asuntos, caballero —espetó—. Arriba debajo de las orejas otra vez, Danielle… ¡Ah!

Reanudó el gruñido.

—¡Pensaba que habíais ido a solventar la situación, señor lobo! —le reprochó Brian—. ¿Sabéis que hemos estado allí durante…?

—El caballero es un Neville-Smythe —informó Aragh a la joven, alzando un poco la cabeza—. El dragón es un viejo amigo mío llamado Gorbash… En la actualidad se cree que él es también un caballero, sir James de no sé cuanto. No me acuerdo del nombre de pila del Neville-Smythe.

—Sir Brian —se presentó éste, quitándose el yelmo—. Y el buen caballero que me acompaña, que por un encantamiento ha adoptado el cuerpo de un dragón, es sir James, barón de Riveroak, de un país de allende el mar.

Con el rostro animado por una muestra de interés, la joven se puso en pie.

—¿Os han hechizado? —preguntó, aproximándose a Jim y examinando de cerca su hocico—. ¿Estáis seguro? Yo no veo ojos humanos, tal como dicen que ha de ser. ¿Podéis decir lo que fuisteis, sir James? ¿Qué sentisteis al embrujaros? ¿Os dolió?

—No —respondió Jim—. Simplemente me convertí en un dragón, así de repente.

—¿Y antes erais un barón?

—Bueno… —Jim vaciló.

—¡Como pensaba! —exclamó, triunfante, la joven—. Una parte del maleficio os impide decir quién erais realmente. Me refiero a que, aunque no cabe duda de que fuerais barón de Riveroak, seguramente erais mucho más que eso. Una especie de héroe, probablemente.

—Bien, eso no —negó Jim.

—¿Y cómo ibais a saberlo? Esto es cautivante. Por cierto, me llamo Danielle. Soy la hija de Gil del Wold, con la salvedad de que ahora vivo por mi cuenta.

—¿Gil del Wold? —mostró su extrañeza Brian—. Es un forajido, ¿no es así?

—¡Ahora sí! —replicó acaloradamente la joven, volviéndose hacia él—. Antes era un caballero cuyo verdadero nombre no pienso revelar, empero, a nadie.

Aragh emitió un gruñido.

—No era con ánimo de ofenderos —se excusó Brian con sorprendente afabilidad—. Aunque tenía entendido que Gil del Wold estaba en el Bosque Real, pasado el brezal de Brantley.

—Así es —confirmó la mujer—. Y allí siguen él y sus hombres. Pero, como he dicho, yo vivo ahora por mi cuenta.

—Ah —dijo Brian.

—Ah ¿qué? —replicó ella—. ¿Por qué tengo que pasarme la vida con una pandilla de hombres lo bastante viejos para ser mi padre, con mujeres igual de viejas que ellos y con jóvenes patanes destripaterrones que se ruborizan y tartamudean al dirigirme la palabra? ¡La hija de mi padre se merece algo mejor!

—Bueno, bueno —dijo Brian.

—¡Dejaos de buenos! —Desplazó la mirada hacia Jim y suavizó el tono de voz—. No es que ansie vuestro perdón, sir James, pero es justo que os diga que no os hubiera disparado de haber sabido que vos y este caballero sois amigos de Aragh.

—No tiene importancia —aseguró Jim.

—En efecto —corroboró Brian—. No obstante, si habéis acabado de hacerle mimos al lobo, mi señora del Wold, nosotros tres deberíamos reanudar la marcha. Queremos llegar al castillo de Malvern antes de que cierren las puertas.

Hizo girar el caballo en la dirección que habían estado siguiendo en un principio y se puso en camino. Tras un momento de vacilación, Jim partió tras él. Un segundo después no sólo se sumó a ellos Aragh, sino también Danielle, con el arco y el carcaj colgados del hombro.

—¿Vais al castillo de Malvern? —preguntó la joven—. ¿Para qué?

—Debo solicitar el permiso de mi señora Geronda de Chaney para acompañar a sir James a rescatar a su dama.

—¿Su dama? —Se volvió hacia Jim—. ¿Tenéis una dama? ¿Quién es?

—Angela… eh… de Farrel, de Caravana Larga.

—Vaya nombres raros que tenéis allende el mar —comentó Brian.

—¿Cómo es físicamente? —quiso saber Danielle.

Jim titubeó.

—Es hermosa —respondió por él Brian—, según me dijo sir James.

—Yo soy hermosa —declaró Danielle—. ¿Es ella tan hermosa como yo?

—Pues… —balbució Jim— …sí y no. Me refiero a que sois tipos diferentes…

—¿Tipos diferentes? ¿Qué significa eso?

—Es un poco difícil de explicar —argüyó Jim—. Dejadme que piense en ello. Me parece que hallaré un modo mejor de explicarlo si tengo ocasión de reflexionar pausadamente al respecto.

—De acuerdo. Reflexionad —acordó Danielle—. Pero quiero saberlo. Mientras tanto, creo que os acompañaré al castillo de Malvern.

Brian abrió la boca, al parecer dispuesto a decir algo, pero la cerró sin haber pronunciado palabra alguna.

Avanzaron juntos. Danielle había rechazado el ofrecimiento de Brian para montar en la grupa de su caballo, asegurando que era capaz de ganarle una carrera al blanco corcel con tal de proponérselo, aparte de superar, por supuesto, a pie al caballero.

Jim estaba un tanto desconcertado por la presencia de Danielle. Se había hecho a la idea de tomar como compañero a cualquiera que pudiera serle útil. Cuando había aparecido Brian, le había costado aceptar el hecho de que el caballero se declarara sin más preámbulos colaborador en favor de su causa; pero, una vez resuelta la perplejidad que ello le había provocado, la incorporación de Aragh le había parecido casi natural. Esa muchacha, en cambio… ¿cómo iba a ser uno de los compañeros que lo ayudarían a enfrentarse a la Torre Abominable y a los Poderes de las Tinieblas y a liberar a Angie? No veía que pudiera ser útil en nada. Debía reconocer, ciertamente, que era una buena tiradora de arco…

Se sumió en un arduo forcejeo mental, tratando de conciliar todos los elementos increíbles de aquel lugar adonde habían ido a parar él y Angie. Los dragones, los magos, los buscos (de haberlos visto en el cine en una película reciente, se habría mofado de ellos), Aragh y ahora aquella diosa de pelo rojizo con un arco y un carcaj al hombro que hablaba como… no sabía cómo hablaba. De lo que no le cabía duda, en cambio, era de que cada vez recelaba más enzarzarse en una conversación con ella. Tenía una forma tan directa de tratar las cosas que lo dejaba literalmente anonadado. ¿Qué le hacía pensar que podía preguntar cuanto quisiera?

Él no tenía por qué responderle, desde luego, aunque eso daría impresión de un comportamiento evasivo. La raíz del problema era que a Jim lo habían educado de manera muy estricta a fin de que no formulara preguntas embarazosas; y, por lo visto, Danielle no tenía inhibiciones en ese sentido.

«La próxima vez que me pregunte algo que no quiera contestar», se prometió, «me limitaré a responderle que no es asunto de su incumbencia…».

—¡Ridículo! —oyó que decía Brian a Aragh—. Os digo que siguiendo esta dirección salimos a la parte trasera del castillo, junto al arroyo del Pequeño Lyn, donde la muralla está adosada a la roca y no hay forma de entrar, ni aunque me reconozca alguien en los adarves.

—¡Salimos a la fachada de la puerta, os repito! —gruñó Aragh.

—¡A la de detrás!

—Que no…

—Mirad —se apresuró a intervenir Jim, volviendo a adoptar su papel de pacificador entre ambos—. Iré a preguntar a alguien de aquí, ¿de acuerdo?

Por sobre todas las cosas había que preservar la paz.

Se desvió de la ruta que seguían por el bosque que nunca parecía acabar y buscó por los alrededores alguien que pudiera informarle. Si bien era cierto que las perspectivas de encontrar a una persona no eran grandes, en ese mundo todo parecía dotado de capacidad de habla: dragones, escarabajos vigías, lobos… Posiblemente la flora fuera una excepción, porque hasta el momento no había visto señal alguna de que los árboles, flores o arbustos hablaran. Pero si pudiera encontrar tan sólo un animal o un insecto…

No obstante, su mala suerte quiso que en ese momento no hubiera ninguna criatura a la vista. Continuó vagando en busca de lo que fuera: un ratón, un pájaro… De improviso estuvo a punto de tropezar con un tejón, que tenía la semejanza de un gemelo con el que había pasado brincando mientras él y Brian se mantenían inmóviles obedeciendo las órdenes de Danielle.

—¡Eh, espera! —gritó.

Como el animal no parecía dispuesto a esperar, Jim se elevó por el aire con las alas y tomó tierra frente a él.

Acorralado contra un arbusto, el tejón enseñó los dientes con el mal genio propio de su especie. Jim recordó que, en una fiesta de la facultad en la que había corrido en abundancia el alcohol, un zoólogo había asegurado que los tejones eran tan pendencieros que peleaban con todo aquel que se les pusiera delante. Aquél no tenía trazas de querer contradecir la fama de sus congéneres, ni siquiera delante de un cuerpo como el de Jim-Gorbash, que lo superaba en peso en una proporción de veinte a uno.

—No te inquietes —intentó apaciguarlo Jim—. Sólo quiero información. Nos dirigimos al castillo de Malvern y querríamos saber si este camino lleva a la parte delantera o posterior.

El tejón encogió las paletillas y le dedicó un bufido.

—En serio —insistió Jim—. Sólo estoy preguntando.

El tejón se abalanzó con un gruñido hacia el pie izquierdo de Jim.

Al retirar éste el pie, el tejón se giró con una velocidad asombrosa en una criatura de aparente torpeza como aquélla, rodeó el matorral y desapareció. Jim se quedó mirando con perplejidad el lugar vacío que antes había ocupado.

Cuando se volvió, se encontró con Brian, Danielle y Aragh, observándolo fijamente en fila.

—Sólo quería que me orientara alguien que conoce el… —Calló de repente al reparar en sus miradas. Lo estaban mirando como si hubiera perdido el juicio.

—Gorbash —dijo al cabo Aragh—, ¿tratabas de hablar con ese tejón?

—Hombre, sí —contestó Jim—. Sólo quería preguntar a alguien de la zona si saldríamos a la parte de detrás del castillo o a la fachada principal.

—Pero ¡si estabais hablándole a un tejón! —exclamó Danielle.

—Sir James —inquirió Brian después de un carraspeo—, ¿os ha parecido reconocer en este tejón en concreto a alguien conocido que también ha sido embrujado? ¿O es que en vuestro país los tejones hablan?

—Bueno, no… quiero decir, no he reconocido a ese tejón, y no, en mi país no hablan los tejones —respondió Jim—. Pero yo pensaba…

Se quedó sin voz al caer en la cuenta de que había estado a punto de citar como prueba su experiencia de que los dragones, escarabajos vigías y lobos tenían capacidad de habla y, enfrentado a las miradas de aquellos compañeros, tuvo la repentina pero inconfundible sensación de que acababa de hacer el más espantoso ridículo.

—Pues yo —adujo débilmente— soy un dragón y hablo.

—¿Acaso no hablan los dragones en vuestra región de origen, sir James? —preguntó Danielle.

—No tenemos dragones allí.

—¿Qué te hizo pensar entonces que no hablaban? —replicó Aragh—. Has estado forzando tus capacidades mentales, Gorbash, eso es lo que pasa. Intenta no pensar durante un rato.

—En mi país hay lobos —insistió Jim—, y no hablan.

—¿Que no hablan los lobos? No digas tonterías, Gorbash. ¿Cuántos lobos conoces?

—Lo que se dice conocer, ninguno. Pero los he visto en…, quiero decir en…

Jim cayó inmediatamente en la cuenta de que las palabras «zoo» y «películas» tendrían tanta carga de significado para los tres personajes que tenía delante como el «número de Seguridad Social» con que le había tomado anteriormente el pelo al caballero. Fuera cual fuese la lengua que utilizaba ahora, no serían más que ruidos carentes de sentido.

—¿Y los escarabajos vigías? —preguntó a la desesperada—. Cuando hablé con Carolinus, derramó un poco de agua en la tierra y de allí salió un escarabajo que hablaba.

—Vamos, sir James —dijo Brian—. Sería magia, no cabe duda. Así debe ser porque, al igual que los tejones, los escarabajos tampoco hablan.

—Ah, bien —concedió Jim—. Da igual. Es posible que haya estado pensando demasiado, tal como opina Aragh. Olvidemos lo ocurrido y pongámonos de nuevo en camino.

Poco después de reanudar la marcha, los sorprendió la lluvia. Al notar que era un aguacero en toda regla, Jim miró en derredor buscando un lugar donde cobijarse… y entonces advirtió que a sus tres acompañantes parecía tenerles sin cuidado el mal tiempo. Entonces se impuso a su conciencia la realidad de que su escamoso pellejo apenas acusaba la humedad y resolvió hacer como ellos. Al cabo de un rato, la lluvia cesó y asomó el sol.

La posición de éste en el cielo de poniente lo llevó a calcular que serían aproximadamente las cinco de la tarde, una hora a la que seguramente se referirían Brian y Danielle como entre la nona y completas, siguiendo la extendida tradición medieval del uso del horario canónico de la Iglesia católica. Jim se abstrajo un momento repasándolo mentalmente. La hora más temprana era los «maitines», a medianoche. Después venían los «laudes», que concluían al rayar el alba y que correspondían aproximadamente, según la época del año, a las 5 de la mañana. A éstos los sucedía la hora «prima», correlativa a la aurora, las 6 de la mañana, más o menos. Luego estaba la «tercia», a media mañana, a las nueve aproximadamente. Después la «sexta», a mediodía. La «nona» a media tarde, sobre las 3. «Vísperas» al ponerse el sol, a las 5 de la tarde o más tarde. Y finalmente, «completas», antes de acostarse, para lo cual no debían de esperar probablemente mucho más de una hora tras la puesta del sol, en especial tratándose de un monje que tendría que levantarse a medianoche.

Había llegado a ese punto en el rescate de los recuerdos cuando Aragh husmeó repentinamente el aire.

—Huele a humo —anunció.

Jim olisqueó la brisa, que no venía de frente sino a su favor, y, aun cuando su capacidad olfativa de dragón no fuera tan aguda como la del lobo, al centrar la atención también él percibió el olor a humo. El hecho de que lo captaran cuando el viento lo transportaba lejos de ellos permitía inferir que lo que se quemaba se encontraba a corta distancia.

Aragh inició un trote y Brian espoleó el caballo para mantener su marcha. Jim avivó el paso y Danielle se puso a correr sin esfuerzo a su lado. Tras recorrer un corto trecho, salieron de la arboleda a un claro ocupado por una doble hilera de cabanas construidas con zarzo y barro y paja en los tejados, algunas de las cuales aún humeaban. La tierra oscurecida de entre las chozas, convertida en fango en algunos puntos, indicaba que allí también había caído el chubasco. Los árboles y los tejados todavía goteaban, y en el aire húmedo flotaba un intenso olor a humo, estancado a causa de la calma que había sucedido a la brisa.

En el pueblo —suponiendo que eso fuera un pueblo— reinaba el silencio y no circulaba nadie. Salvo el incendio producido en algunas cabanas, el cual había apagado al parecer la lluvia, no ocurría nada allí. Las únicas personas visibles eran cuatro o cinco individuos que a todas luces se habían quedado dormidos en la calle o en el umbral de alguna que otra choza. Al adelantarse a Brian y Aragh para ver mejor, Jim advirtió a unos cinco metros de él a una muchachita vestida con un tosco sayo marrón, tendida de costado de espaldas a ellos con el negro pelo desparramado en el barro.

Jim miraba todo con estupefacción. ¿Habrían celebrado una especie de fiesta tan sonada como para emborracharse hasta el punto de no reaccionar ni para apagar el fuego que alguien habría prendido por accidente en sus pobres viviendas? Dio un paso más en dirección a la muchacha con intención de despertarla y preguntarle… y en ese momento de entre las cabanas del otro extremo del pueblo surgieron con las espadas desenvainadas unos doce o quince jinetes tocados con yelmo metálico y protegido el torso con armadura, y cabalgaron hacia Jim y sus compañeros.

La escena contemplada pareció modificarse con excesiva brusquedad, como en una película mal montada, de un telón de fondo a otro. De repente, su percepción del pueblo se vio radicalmente alterada por un detalle: las personas allí tendidas no dormían, sino que estaban muertas, y sus asesinos se encontraban en la otra punta de la calle. Dio otro paso al frente y al mirar desde allí a la muchacha vio sus brazos extendidos ante ella, sin manos. Se las habían cortado.

El olor a humo pareció apoderarse de su cerebro.

Remontó el vuelo y se abalanzó hacia los jinetes. Al precipitarse contra ellos, vio sus espadas en alto, reflejando la débil luz del sol, pero no sintió estocada alguna. Tres de los caballos quedaron abatidos por el choque de su cuerpo, y las garras de sus patas delanteras se encargaron de derribar a dos de los jinetes. Al tercero, que era el que tenía más cerca, casi lo partió en dos de una dentellada. Ya en el suelo, Jim se irguió y atacó a la vez con garras, dientes y alas.

La acción se desarrollaba confusa a su alrededor. De improviso vio el asta de una flecha hundida hasta la mitad en el peto de uno de los hombres, y a su derecha pasó silbando una reluciente pieza de metal. La punta de la lanza de Brian desarzonó a un jinete y acabó clavándose en otro, que también cayó de la silla. Después, desechando la lanza, el caballero se puso a descargar golpes a diestro y siniestro con la espada, en tanto que su torpe corcel blanco, súbitamente transformado, se encabritaba, relinchaba y acometía con las patas delanteras y los dientes para derribar a los caballos más livianos que tenía en derredor.

A la izquierda de Jim un jinete desapareció repentinamente de la silla, y por espacio de un fantasmagórico momento fue Aragh quien cabalgó su montura, enseñando los dientes antes de saltar de la silla contra otro de los jinetes…

Todo concluyó a la vez. Dos o tres de los hombres de armas y otros tantos caballos sin jinete huían. Aragh, otra vez en tierra, desgarraba la garganta de cuantos seguían vivos. Jim se detuvo y miró con respiración afanosa a su alrededor.

Ni Aragh ni Brian presentaban indicios de heridas. Jim vio con agrado que Danielle se encontraba aún varias casas más allá y se encaminaba despacio hacia ellos, con el arco todavía en la mano con una flecha aprestada pero sin tensar la cuerda. Por lo visto se había mantenido a una distancia prudente, utilizando su arma tal como se debía, desde lejos.

Jim centró entonces la mirada en su propio cuerpo. Estaba cubierto de sangre, parte de la cual era probablemente suya, pero no sentía nada. En su interior, tenía conciencia de un conflicto de emociones que rivalizaban entre sí. El dragón que llevaba consigo padecía una furiosa decepción por el hecho de que ya no hubiera más enemigos que matar; el hombre tenía la sensación de que iba a marearse de un momento a otro.