9
La mente tiene sus propias limitaciones antes de desencadenar una reacción. Con todo lo que le había sucedido desde que había aparecido en ese mundo, y en especial después de las penalidades pasadas como presa de los huscos, no debería haber quedado aturdido por el hecho de que ahora fuese un lobo quien hablaba como un hombre, pero lo cierto es que estaba anonadado.
Se sentó bruscamente sobre los cuartos traseros. De haber ocupado su cuerpo normal de humano, seguramente habría caído al suelo. El efecto era, con todo, el mismo. Se afanó por recobrar la capacidad de habla mientras el monstruoso lobo se aproximaba al fuego.
—¿Quién… quién sois? —logró articular por fin.
—¿Qué te pasa, Gorbash? —gruñó el lobo—. ¿Es que te han robado la memoria los huscos? ¡Total, sólo hace veinte años que te conozco! ¡Además, son muy pocos los seres vivos que confundirían a Aragh con cualquier otro lobo inglés!
—¿Que sois… Aragh? —inquirió con voz carrasposa Brian.
—En efecto —confirmó el lobo, clavando la mirada en él—. ¿Y quién sois vos, humano?
—Sir Brian Neville-Smythe.
—Nunca me habló nadie de vos —gruñó el lobo.
—Mi casa —explicó sir Brian, algo tenso— es la rama menor de los Neville. Nuestras tierras se extienden desde Wyvenstock hasta el río Lea al norte.
—Ninguno de los míos vive allá arriba —declaró con rudeza Aragh—. ¿Qué hacéis aquí en mi bosque?
—Estoy de paso de camino a Malvern, señor lobo.
—Haced el favor de llamarme Aragh cuando habléis conmigo, hombre.
—¡Entonces vos dirigios a mí con el tratamiento de sir Brian, señor lobo!
Aragh comenzó a enseñar los dientes.
—Un momento… —se apresuró a intervenir Jim.
Aragh se volvió hacia él, moderando ligeramente el ademán.
—¿Este sir Brian va contigo, Gorbash?
—Somos compañeros. Y en realidad yo no soy Gorbash. Veréis…
Jim trató de explicar brevemente, con su dolorida garganta, la situación que había derivado en la circunstancia de que Brian y él se hallaran en ese lugar.
—¡Ummf! —gruñó Aragh cuando Jim hubo concluido—. Una pura majadería de principio a fin. Siempre acabaste envuelto en complicaciones cada vez que emprendiste algo. No obstante, si el tal sir Brian se ha comprometido a luchar a tu lado, supongo que podré tolerar su presencia.
»Y a vos —añadió dirigiéndose a Brian— os hago responsable del cuidado de Gorbash. Un poco cabeza dura sí es, pero ha sido amigo mío durante años…
Entonces Jim alumbró un recuerdo en su cerebro. El tal Aragh tenía que ser el amigo lobo cuyo trato había desaprobado Smrgol, el mismo con que Gorbash había trabado relación cuando aún era muy joven.
—… Y no quiero que lo devoren los huscos ni ninguna otra criatura. ¿Entendido?
—Os aseguro que… —iba a protestar, ofendido, Brian.
—¡No aseguréis tanto y hacedlo! —espetó Aragh.
—A propósito de esos buscos —intervino de nuevo Jim tratando de desviar el cauce de la conversación entre Brian y Aragh—, por poco nos atrapan. ¿No os ha sobrecogido a vos ese sonido que emiten?
—¿Y por qué habría de sobrecogerme? —contestó Aragh—. Yo soy un lobo inglés. A mí no me atraparán pensando en dos cosas a la vez. Los huscos tienen su territorio a orillas del mar. La próxima vez que esto ocurra sabrán lo que es bueno si los pillo aquí en mis bosques. —Acabó con un quedo gruñido, destinado a sí mismo.
—¿Queréis decir —Brian se quitó el yelmo y miró con una especie de admiración al lobo— que oíais ese parloteo y no os habéis inmutado?
—¿Cuántas veces tengo que repetirlo? —gruñó Aragh—. Yo soy un lobo inglés. Supongo que, si me hubiera quedado sentado como hace mucha gente y me hubiera limitado a escuchar, habría reparado en el ruido que hacían; pero, en cuanto los he oído, me he dicho: «¡Esos desgraciados tienen que irse!». Y no he parado hasta que los he echado.
Se relamió con su larga lengua.
—A todos exceptuando cuatro —puntualizó—. No valen para comer, por supuesto, pero dan buenos gritos cuando se les parte el pescuezo. ¡Ese ruido sí que lo he oído!
Se sentó sobre los cuartos traseros y husmeó el fuego.
—El mundo está echándose a perder —murmuró—. Quedamos pocos con las ideas claras. Magos, Poderes de las Tinieblas, todo tonterías. ¡Partid unos cuantos espinazos, desgarrad unas cuantas gargantas tal como se ha hecho toda la vida, y veréis cuánto dura el importunio de los huscos y otros bichos de ese jaez! ¡Veríais lo poco que conseguirían molestar los Poderes de las Tinieblas después de unas cuantas dosis de ese tratamiento a sus criaturas!
—¿Cuánto tiempo hace exactamente que conocéis a sir James? —inquirió Brian.
—¿Sir James? ¿Sir James? Por lo que a mí respecta, él es Gorbash —gruñó Aragh—. Siempre ha sido Gorbash y siempre lo será, por más encantamientos e insensateces que mentéis. Yo no creo en que un individuo sea una persona un día y otra distinta al siguiente. Vos haced lo que queráis, pero, en lo que a mí concierne, es Gorbash. Veinte años, ésa es la respuesta. ¿Y no he dicho antes veinte años? ¿Por qué?
—Porque, mi buen camarada…
—Yo no soy vuestro buen camarada. No soy el buen camarada de nadie. Soy un lobo inglés, y más os vale no olvidarlo.
—Muy bien. Señor lobo…
—Eso está mejor.
—Puesto que la empresa en la que estamos embarcados sir James y yo no os inspira simpatía, y dado que ya despunta el alba, es el momento de daros las gracias por vuestra asistencia contra los huscos…
—¡Asistencia!
—Llamadlo como os plazca. Como os decía… —Brian volvió a ponerse el yelmo, recogió la silla y se dirigió a su caballo—, es llegado el momento de daros las gracias, dejaros con Dios y reanudar nuestro viaje hacia el castillo de Malvern. Vamos, sir James…
—¡Un momento! —gruñó Aragh—. Gorbash, sea como sea, ¿qué crees que puedes hacer tú en contra de esos Poderes de las Tinieblas?
—Bueno… todo cuanto sea necesario —repuso Jim.
—Por supuesto —ironizó el lobo—. ¿Y si vuelven a enviarte huscos?
—Bueno…
—Ya me parecía —dijo Aragh con amarga satisfacción—. Como siempre, las complicaciones para mí. Déjate de majaderías, Gorbash. Renuncia a esa descabellada creencia de que tienes una mente humana y vuelve a tu normal condición de franco dragón.
—No puedo —afirmó Jim—. Tengo que rescatar a Angie…
—¿A quién?
—A su dama —terció secamente Brian—. Ya os ha explicado cómo ese otro dragón, Bryagh, la secuestró y la llevó a la Torre Abominable.
—¿Su dama? ¿Su dama? ¿Adonde hemos ido a parar, un dragón suspirando por una hembra humana y llamándola su «dama»? ¡Gorbash, déjate de tonterías y vuelve a casa!
—Lo siento —rechazó Gorbash, apretando los dientes—. No.
—¡Condenado idiota! —gruñó Aragh, poniéndose en pie—. De acuerdo, te acompañaré para asegurarme de que no te cacen los huscos. Pero… ¡solamente me ocuparé de los huscos, que quede bien claro! ¡Por lo demás, no pienso participar en esta ridicula empresa vuestra!
—Que me aspen si recuerdo que alguien os haya invitado —le hizo notar Brian.
—Yo no necesito invitaciones. —Aragh hizo una mueca de desprecio al volver la cabeza hacia el caballero—. Yo voy a donde se me antoja, señor caballero, y reto a cualquiera que intente impedírmelo. Yo soy un lobo…
—¡Desde luego que sí! —lo interrumpió Jim—. Y nada nos complacería más que la compañía de un lobo inglés. ¿No es así, Brian?
—Hablad por lo que a vos concierne, sir James.
—Bien, no hay nadie cuya compañía me complacería más, aparte de sir Brian aquí presente —rectificó Jim—. Sir Brian, tenéis que reconocer que esos huscos eran superiores a nuestras fuerzas.
—¡Ummf! —Brian daba la impresión de que le estaban pidiendo que accediera a que le quitaran una muela sin siquiera un trago a modo de anestesia—. Supongo que sí.
De repente se tambaleó, la silla le cayó de las manos y golpeó el suelo. Se encaminó pesadamente al árbol más próximo y, sentándose con estrépito de metal, apoyó la espalda en el tronco.
—Sir James —murmuró con voz ronca—, debo descansar.
Recostó la cabeza en el tronco del árbol, cerró los ojos y al cabo de un momento respiraba con profundas inhalaciones de aire, casi a punto de roncar.
—Sí —aprobó Jim, mirándolo—. Los dos hemos pasado la noche en vela. Tal vez yo mismo debería dormir un poco.
—Por mí no te preocupes —dijo Aragh—. Aunque yo no soy del tipo de animales que tienen que sestear a cada rato, ahora que lo pienso, no estaría de más seguir el rastro de los huscos y cerciorarme de que se han ido del todo.
Observó el sol naciente.
—Volveré sobre el mediodía.
Se volvió y desapareció rápidamente. Jim lo atisbo deslizándose entre dos troncos de árbol y de improviso no percibió sonido ni señal que dieran prueba de que el lobo había estado efectivamente allí. Jim se tumbó en la hierba, escondió la cabeza bajo el ala y cerró los ojos…
Pero, a diferencia de Brian, no concilio el sueño.
Persistió en mantener los ojos cerrados y la cabeza bajo el ala por espacio de unos veinte minutos y al cabo desistió y se incorporó para mirar en derredor. Advirtió sorprendido que se sentía plenamente en forma.
Entonces recordó que la ronquera se había disipado de su voz mientras participaba en la conversación a tres bandas con Aragh y Brian. Sin duda su fatiga se había desvanecido al mismo tiempo. Era ciertamente un fenómeno notable, pero al parecer los dragones tenían una mayor capacidad de recuperación que los humanos. Miró a Brian, que ahora emitía los inconfundibles ronquidos producidos por la extenuación y se había ido deslizando por el árbol hasta quedar casi tendido en la hierba, y calculó que al caballero le convenía mantenerse ajeno a todo hasta el mediodía, lo cual lo dejaba a él en situación de tener que matar de algún modo el tiempo. Pensó nuevamente en conseguir algo de comida.
Se puso en pie, decidido a aprovechar la ocasión para ver si encontraba algo, y ya estaba a punto de ponerse en marcha cuando lo asaltó una duda. ¿Y si se perdía en el bosque y no podía encontrar el camino de regreso? Tal vez debería dejar marcas en los árboles a su paso…
Interrumpió aquellos pensamientos, motejándose de idiota para sus adentros. Naturalmente que podía perderse si iba a pie, pero ¿quién había dicho que tenía que ir andando? Extendió las alas a modo de prueba y comprobó que ya no tenía agujetas. Con un revuelo de aire, tomó impulso hacia el cielo. Tras él, Brian acabó de deslizarse sobre la hierba y se puso a roncar aún más fuerte.
A los pocos segundos, no obstante, se había olvidado del caballero, absorto en el puro placer de volver a volar. Batió vigorosamente las alas unas cuantas veces y se elevó por encima de los árboles. Se ladeó para girar en torno al claro y fijar su imagen desde el aire en la memoria, y luego subió más para asociarla con los alrededores. Desde allá arriba vio con alborozo que tanto el claro como el arroyo que lo atravesaba se destacaban claramente a distancia.
Dejando a Brian a su suerte, volvió a girar y comenzó a sobrevolar el bosque, examinándolo.
Desde lo alto presentaba un aspecto más parecido al de un parque que desde tierra. Los grandes árboles estaban regularmente espaciados, de modo que podía disfrutar de una perfecta visión del suelo que mediaba entre ellos. Por desgracia para su estómago, no se divisaba nada que tuviera visos de ser comestible. Buscó a Aragh, pero tampoco encontró rastro del lobo.
El vuelo por encima del bosque no parecía tener ningún sentido, salvo el mero placer de realizarlo y el hecho de tener que pasar el rato. Lo invadió un leve sentimiento de culpa. Apenas había pensado en Angie desde que había encontrado al caballero. ¿Estaría realmente bien? ¿No debería tal vez hacer un esfuerzo e ir a cerciorarse por sí mismo?
Absorto en tales cavilaciones, se dejó llevar por las corrientes, experimentando una inquietud similar al recuerdo del parloteo de los huscos, cuya sola memoria era capaz de erizarle la espalda. La única manera de apaciguar esa inquietud, se dijo, era ir a comprobar que Angie se encontraba bien. La recomendación de Carolinus de que se mantuviera alejado de la Torre Abominable hasta haber reunido los compañeros que lo ayudarían a derrotar a los Poderes de las Tinieblas no acababa de ser lógica. Era él mismo a quien correspondía decidir lo que debía hacer…
De repente cayó en la cuenta de que estaba a más de mil metros de altitud y se disponía a aprovechar el impulso de un viento que soplaba directamente hacia los pantanos y la orilla del mar… para deshacer el camino recorrido en compañía de Brian. De hecho ya había emprendido a lomos de aquella corriente de aire una elevada trayectoria que terminaría en el punto donde la Gran Calzada desembocaba en el océano. Al advertirlo, en su cerebro resonó el eco del recuerdo de los chillidos de los huscos y, por encima de él, percibió un tenue susurro que lo llamaba para que fuera a la Torre Abominable.
—Ahora… —lo incitaba el susurro—. Ve ahora mismo… No te demores… Ve solo ahora…
Se detuvo embargado por el terror y, dando un brusco viraje, retomó la ruta de regreso al bosque donde había dejado durmiendo a Brian. Casi simultáneamente a su giro, el susurro y el eco del recuerdo cesaron e, igual que había sucedido con Aragh un rato antes, fue como si nunca hubieran existido. ¿Los había oído de verdad o sólo los había imaginado?
Descartó con un esfuerzo de voluntad tal interrogante. No cabía la menor duda de que se había remontado inconscientemente hasta una altura y una corriente que lo habrían transportado en línea recta a la Torre Abominable. Lo desasosegó comprobar cuan vulnerable era a una llamada que lo reclamaba allá. El día anterior no había estado tan expuesto, ni siquiera cuando se dirigía a la torre a pie. De algún modo, el parloteo de los huscos había abierto una brecha a través de la cual podían llamarlo los Poderes de las Tinieblas. De ser cierta esa sospecha, aun cuando aquellas repulsivas criaturas hubieran huido, los Poderes de las Tinieblas habían ganado algo con el ataque.
O tal vez no fuera tan simple. La providencial aparición de Aragh había sido verdaderamente oportuna. ¿No era una coincidencia demasiado increíble? ¿Y si el propósito de los Poderes Oscuros no era que los huscos los destruyeran? ¿Y si, para cumplir sus planes, lo que querían no era la muerte de Jim Eckert, sino tenerlo en su torre?
Aquella hipótesis no era menos escalofriante.
Jim acabó lamentando no tener a Carolinus al lado para poder preguntarle. Con todo, algo le decía que en caso de que variara el rumbo y se dirigiera a Agua Tintinera —aun en el suspuesto de que consiguiera llegar hasta allí, encontrar a Carolinus en casa y regresar junto a Brian al mediodía—, el mago no se alegraría de verlo. Carolinus había dejado bien claro que, antes que nada, Jim tenía que seguir el camino que lo llevaría a reunir compañeros.
Bueno, pensó Jim, descendiendo de nuevo sobre los bosques de Lynham en dirección al claro donde dormía Brian; por el momento se había procurado dos compañeros cuando menos: Brian y Aragh. Ahora, después de haber dado resueltamente la espalda a la ruta de la Torre Abominable, las sospechas que había concebido respecto de Aragh se habían esfumado. ¿No había sido Aragh amigo íntimo de Gorbash desde hacía veinte años? El lobo no era precisamente unas castañuelas, pero su aspereza de carácter no tenía nada de misterioso o turbio. Su comportamiento y manera de ser eran diáfanos, plenos de franqueza.
Jim se detuvo al pasar por encima de un pequeño objeto oscuro que había en el suelo. Giró y descendió pesadamente junto a él.
Era un husco muerto, sin duda uno de los cuatro que había matado Aragh la noche anterior.
Tras examinarlo, Jim se dijo que por fin había encontrado algo de comer, pero al pensarlo notó cómo el estómago de Gorbash se encogía ante tal perspectiva. Aunque ignoraba el motivo, la reacción había sido innegable. La tentativa de abrir las mandíbulas sobre el cadáver provocó una definitiva oleada de náusea por parte del estómago de dragón. Por lo visto, Aragh hablaba con conocimiento de causa al afirmar que los huscos no servían para comer.
Jim dejó el cadáver a disposición de los escarabajos y moscas que comenzaban a rodearlo, se elevó de nuevo y comenzó a buscar el claro. Si bien no tardó mucho en localizarlo, el intervalo de tiempo transcurrido le bastó para elaborar algunas conclusiones relativas a la alimentación de aquel cuerpo desmesurado.
El principio de náuseas le había quitado totalmente el apetito, de lo cual se desprendía claramente que lo que había estado experimentando antes era tan sólo apetito y no hambre. Él y Secoh habían compartido la vaca —retrospectivamente, Jim reconocía que él se había llevado la tajada más grande— e incluso aquella cuantiosa comida no había saciado por completo el estómago de Gorbash. Por supuesto, estaba más que dispuesto a comer en cuanto tuviera oportunidad de hacerlo, pero no sentía para nada la desazón y la vacuidad propias del hambre. Al parecer los dragones podían resistir bastante tiempo entre comida y comida y eran capaces de almacenar alimento cuando lo tenían a mano. Los dragones debían de tener como norma engullir una opípara comida aproximadamente una vez por semana. En caso de ser así, era probable que pudiera continuar unos días más sin necesidad de comer; aunque, cuando lo hiciera, más le valía aplicarse concienzudamente en deglutir…
Para entonces ya había encontrado el claro y aterrizaba en él. Brian seguía roncando.
Miró el sol y calculó que aún faltaban por lo menos tres horas hasta el mediodía. Fue al arroyo, bebió largamente y se tumbó en la hierba. El paseo lo había relajado. Se sentía tranquilo y en paz. Volvió a poner la cabeza bajo el ala casi sin pensarlo y de inmediato cayó dormido.
Lo despertó la voz de Brian, que otra vez proclamaba su musical promesa de lo que podían esperar los dragones de pantano de un Neville-Smythe.
Al incorporarse, Jim vio al caballero desnudo que, sentado en el arroyo, se salpicaba alegremente con un agua sin duda bastante fría sin parar de cantar. Tenía la armadura en el suelo y la ropa tendida sobre estacas clavadas en la tierra, de tal modo que el sol diera en las diferentes prendas en toda su extensión. Jim se puso en pie y se acercó a examinarlas. Había dado por supuesto que Brian las había lavado y las había extendido para que se secaran, pero vio que estaban secas.
—Pulgas, sir James —comentó Brian con animación—. ¡Pulgas! Por todos los santos que no parece que haya ninguna prenda de caballero que más les plazca para criar que un gambax cubierto con la armadura. Nada como el sol de pleno o un buen fuego para hacerlas salir de las costuras ¿eh?
—¿Cómo…? Oh, sí. Es cierto —convino Jim—. Como bien decís, no hay nada mejor.
A Jim no se le había ocurrido que las sabandijas corporales pudieran ser un problema tan extendido en ese mundo medieval como lo habían sido en el medievo de su propio mundo. Dedicó un segundo a agradecer la evidente dureza y grosor de su pellejo de dragón que lo hacían inmune al fastidioso acoso de aquellas criaturas, y luego miró el sol y vio que había alcanzado su cénit.
—¿Aún no ha vuelto Aragh? —preguntó.
—Aquí no está —repuso Brian.
—¿Que no está? —gruñó la voz de Aragh, justo antes de que saliera de detrás de un árbol que parecía demasiado pequeño para haberlo ocultado—. Hace rato que he vuelto. ¿Quién dice que no estoy aquí?
—Nadie, señor lobo —aseguró alegremente Brian, saliendo del arroyo. Tras escurrirse el agua del cuerpo con las manos, fue hasta donde tenía la ropa y comenzó a ponérsela sin molestarse en secarse más—. ¡Estaremos listos para partir en un santiamén!
El tiempo que tardó Brian en vestirse, enfundarse la armadura y ensillar el caballo fue cuestión de más de un santiamén, pero no mucho más.
—¿En marcha? —inquirió, montando.
—Conforme —asintió Jim.
Aragh desapareció confundido entre la espesura, y Jim y Brian lo siguieron juntos.
Lo encontraron echado, esperándolos dos claros más adelante.
—Ya veo —gruñó— que éste va a ser uno de esos lentos viajes de nunca acabar, ¿no es así? Pues bien, yo también puedo malgastar el tiempo yendo al paso como los demás.
Se sumó a ellos y los tres prosiguieron al mismo ritmo.
—Pues yo no pienso hacer trotar mi caballo con el calor del mediodía sólo para complaceros a vos —declaró Brian.
—¿Y por qué no? El trote es la única marcha conveniente para avanzar —murmuró Aragh—. Bueno, por mí haced lo que queráis. Oh, no, por allí no, señor caballero. Por aquí.
—Conozco perfectamente el camino del castillo de Malvern —afirmó, con cierta altanería, Brian.
—Vos conocéis sólo «un» camino —lo corrigió Aragh—. Yo conozco el más corto. Siguiendo en esa dirección, tardaréis un día y medio, mientras que yendo por la ruta que yo os propongo llegaremos antes del anochecer. Seguidme si os parece bien. A mí me da lo mismo.
Se desvió por la derecha, agitando la cola, y Jim y Brian se detuvieron, mirándose.
—Pero ese camino lleva al tramo más profundo del río Lyn —protestó Brian—. Y el vado más próximo se encuentra veinticinco kilómetros más arriba.
—De todas formas, éste es su bosque —argumentó Jim—. Tal vez deberíamos fiarnos de él.
—Sir James… —se disponía a aducir Brian—. ¡De acuerdo, vamos!
Volvió grupas hacia el camino que había tomado Aragh y juntos fueron en pos del lobo, al cual dieron alcance un trecho más allá.
Prosiguieron el avance con las cálidas horas de la tarde. Los árboles eran cada vez menos densos, pero su conjunto no perdía aún la condición de bosque. Al principio marcharon casi en silencio, pues todos los intentos de Jim por hacer trabar conversación a Brian y Aragh acababan con gruñidos de «señor lobo» y «señor caballero» respectivamente dirigidos al otro. El ambiente fue, sin embargo, distendiéndose a raíz del agradable descubrimiento de que ambos tenían al menos algo en común: los dos detestaban a alguien llamado sir Hugo de Bois de Malencontri.
—¡… Mandó a sus batidores a mis bosques! —se indignó Aragh—. ¡A mis bosques, como si fueran su reserva particular de caza! Ya le di yo buena caza. Le desjarreté la mitad de los caballos y…
—¡No está bien atacar a los caballos!
—¿Por qué no? —replicó Aragh—. Los humanos con armadura os ponéis a salvo caminando con las cuatro patas de otro. ¡A ver si sabéis de un lobo inglés que se deje montar por alguien!
—Un caballero ha menester de un buen corcel. Aunque para la caza no es necesario. Yo mismo siempre desmonto para embestir un jabalí con la lanza.
—¿Sí? ¡Seguro que vais veinte o treinta a la vez!
—De ningún modo. ¡Yo me he adentrado solo y por mi propio pie en la espesura varias veces!
—Vaya, eso tiene mérito —reconoció a regañadientes Aragh—. Los jabalíes no son fáciles de matar. No tienen cerebro, pero tampoco se dejan matar así como así. Arremeten contra cualquier cosa. La única manera es apartarse y saltarle encima. Y romperle un par de patas, a ser posible.
—Prefiero la alabarda, gracias. Yo espero a que embista y entonces el travesano le impide llegar hasta uno. Después sólo es cuestión de resistir hasta poder soltarla un momento para clavarle un alfanje en la garganta.
—Cada cual a su gusto —gruñó Aragh—. Sea como fuere, a los elegantes caballeros de De Bois no les gustaba ir a pie. Antes de que llegara el grueso de la partida con los ballesteros maté dos y dejé lisiados a ocho.
—¡Buen trabajo!
—¿Sí, eh? Todo en el mismo día. Sin embargo, no pude acabar con De Bois. Arrojó a otro de la silla, se llevó su caballo y partió al galope sin darme posibilidad de alcanzarlo. Da igual —gruñó quedamente Aragh para sí—. Un día de estos lo atraparé.
—Eso si no lo hago yo antes —dijo Brian—. ¡Por san Gil que tuvo la osadía de hacerle la corte a la damisela Geronda! ¡Ja!
—¿La de Chaney…?
—¡La misma! Mi dama. En la fiesta de Navidad que dio mi señor el duque hace ahora nueve meses, lo encaré en un aparte y le dije: «Quiero advertiros en privado que mantengáis bien lejos vuestro aliento de bastardo del rostro de mi dama o de lo contrario me veré obligado a colgaros con vuestras propias tripas».
—¿Y él qué contestó? —inquirió Aragh.
—Bah, no sé qué tontería de que sus forestales me desollarían vivo si me encontraban cerca de sus tierras. Yo me eché a reír.
—¿Y después? —preguntó, fascinado, Jim.
—Oh, él también rió. Como era la fiesta de Navidad de mi señor el duque, con todo eso de paz en la Tierra y buena voluntad, ninguno de los dos quiso hacer una escena en público. Y así quedaron las cosas entre nosotros. Desde entonces he estado demasiado ocupado con dragones de pantano y ahora con esta empresa vuestra, sir James, para ir a cumplir la promesa que le hice. Pero uno de estos días tendré que hacerlo.
Y así siguieron charlando… sobre cuestiones del mismo estilo.
En torno a mediodía, tras atravesar una tupida barrera de árboles y arbustos, salieron de repente a orillas del río Lyn. Sin pausa previa, Aragh entró en el cauce y comenzó a atravesarlo, hundido casi hasta el espinazo en el agua. Jim y Brian se detuvieron.
—Pero ¡si no hay ningún vado aquí, maldita sea! —exclamó Brian.
—Con el tiempo que ha hecho todo este mes y la época del año en que estamos —explicó sin volverse Aragh—, es perfectamente vadeable… durante esta semana y la próxima. Pero haced lo que os plazca.
De hecho, el lobo estaba casi en mitad del lecho y su cuello y cabeza quedaban claramente por encima de la superficie del agua. Con un gruñido, Brian hizo bajar el caballo por la orilla y se dispuso a cruzar.
—Me parece que yo lo atravesaré volando —anunció Jim, observando con aprensión el río.
Teniendo en la memoria las sesiones de natación efectuadas en los pantanos, se elevó en el aire y con unos cuantos aleteos pasó por encima de las cabezas de sus dos compañeros y los aguardó en la otra ribera. Cuando Aragh subió chorreando, esperaron a que saliera Brian.
—Debo reconocer que hablabais con fundamento —admitió de mala gana el caballero a Aragh una vez que se halló en la orilla—. Si la arboleda de esta orilla es el bosque de Malvern, como así debería ser…
—Lo es —lo atajó Aragh al tiempo que se adentraban en la espesura.
—… En ese caso deberíamos, en efecto, divisar las murallas del castillo antes de que oscurezca —concluyó Brian—. Debo decir que el hallarme en las tierras de mi señora es casi como un regreso al hogar para mí. Observad, sir James, cuan agradable y plácido es todo aquí…
Sonó un repentino silbido, y a pocos pasos de ellos se clavó en el suelo una flecha de casi un metro de largo.
—¡Alto! —gritó una voz aguda, como de una mujer o un chiquillo.
—¿Qué diantre? —gritó Brian, refrenando el caballo y girando en la dirección de la que, a juzgar por el ángulo que formaba en la tierra, había surgido la saeta—. Creo que voy a arrancar la oreja de cierto arquero…
Sonó un nuevo proyectil, que fue a clavarse en el tronco de un árbol unos centímetros detrás de Brian, a escasos milímetros a la derecha de su yelmo.
—Yo me ocuparé de esto —gruñó con voz grave Aragh antes de desaparecer.
—¡Quedaos donde estáis, caballero! —gritó la misma voz—. ¡A menos que queráis que os ensarte por la abertura de la visera… o a vos por un ojo, dragón! No mováis ni un músculo hasta que yo llegue.
Jim quedó paralizado y, como observó, Brian también había optado prudentemente por no moverse.
Esperaron.