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En el diseño inicial del parque de caravanas Bellevue no se había tenido en cuenta la cuestión de la buena imagen de conjunto y ninguno de los propietarios que se habían hecho cargo de él en el transcurso de los últimos veinte años había hecho nada para mejorar la impresión de dejadez que la simple vista producía. El actual propietario, un hombre de unos cincuenta años, era tan alto y corpulento como Jim Eckert, pero la piel le colgaba ya en el alargado rostro. Los pliegues y arrugas de su cara eran tan numerosos como los que surcaban la holgada camisa de color azul de Prusia que llevaba sin remeter. Los descoloridos pantalones marrones se estrechaban con profundos frunces en la cintura bajo la presión de un delgado cinturón negro. Le olía el aliento como si acabara de comer queso rancio, un detalle éste de su persona que era imposible pasar por alto en el recalentado interior de la caravana que estaba enseñando a Jim y Angie.

—Bueno —dijo, abarcando con el gesto las paredes de la vivienda móvil—, aquí la tienen. Los dejaré para que la miren tranquilamente. Pasen por la oficina cuando acaben.

Se llevó consigo la pestilencia de su aliento, dejando la puerta abierta tras de sí. Jim dirigió la mirada a Angie, pero ésta estaba rozando con los dedos el desconchado barniz de la puerta de uno de los armarios de encima del fregadero.

—Está en bastante mal estado ¿no? —observó Jim.

No cabía duda de que lo estaba, como también resultaba evidente que la caravana se encontraba en la última fase de su vida como tal. El suelo se inclinaba de forma patente bajo el peso de Jim y también se hundía en el otro extremo del recinto, donde ahora se hallaba Angie. El fregadero estaba manchado y desgastado, los polvorientos cristales no encajaban bien en los marcos y las paredes eran demasiado delgadas para proporcionar un aislamiento idóneo.

—En invierno sería igual que dormir en una tienda plantada encima de la nieve —pronosticó Jim.

Se imaginó el gélido mes de enero propio del invierno de Minnesota, viviendo los dos a treinta y siete kilómetros de Riveroak, con el Gorp circulando con los neumáticos raídos y un motor exhausto. Pensó en los cursos de verano de la universidad y en el sofocante calor de julio en Minnesota, los dos sentados allí adentro con interminables exámenes por corregir. Angie no realizó, sin embargo, ningún comentario.

Estaba abriendo y cerrando la puerta del recinto de la ducha y el lavabo. O, mejor dicho, intentando cerrarla, porque al parecer el picaporte no se acoplaba bien a la jamba. Bajo la chaqueta azul sus hombros se veían escuálidos y angulosos. Quiso sugerir la renuncia a esa opción, regresar y volver a buscar en las listas de la Oficina de Alojamiento de Estudiantes un apartamento cercano a la universidad. Pero Angie no admitiría tan fácilmente la derrota. La conocía. Además, ella sabía tan bien como él que era inútil tratar de encontrar algo para vivir juntos que fuera asequible a sus bolsillos.

La triste impresión que desprendía la destartalada caravana pareció filtrarse en su alma en las alas de un sombrío viento de desmoralización. Por un momento sintió una especie de desesperada añoranza por el tipo de vida que había existido en la Edad Media europea que había sido objeto de sus estudios de medievalista. Una época en que los problemas se materializaban en forma de adversarios de carne y hueso, en lugar de impalpables situaciones surgidas de oscuras luchas de intereses académicos. Un tiempo en el que, en caso de topar con un Shorles, uno podía enfrentarse a él con una espada y no con palabras. Era increíble que tuvieran que padecer esas dificultades simplemente a causa de una situación económica y de la negativa de Shorles a alterar el equilibrio político de su departamento.

—Vamos, Angie —dijo Jim—. Podemos encontrar algo mejor que esto.

Ella giró sobre sí y bajo su oscuro pelo él advirtió la inexorable determinación expresada en sus ojos castaños.

—Dijiste que me dejarías decidir a mí esta última semana.

—Sí…

—Llevamos dos meses buscando casa en las proximidades de la universidad, tal como tú querías. Las reuniones del profesorado para el primer trimestre se inician mañana y no nos queda más tiempo.

—Podríamos seguir mirando por la noche.

—Ya no. Y no pienso volver a esa cooperativa. Vamos a tener un hogar propio.

—Pero… ¡mira a tu alrededor, Angie! —dijo—. Y está a treinta y siete kilómetros del campus. ¡Al Gorp podría caérsele una biela mañana mismo!

—En tal caso, lo haríamos reparar. Y vamos a arreglar también este lugar. ¡Sabes que podemos hacerlo si nos lo proponemos!

Habiendo cedido Jim, volvieron a la oficina del encargado del parque para cerrar el trato.

—Nos lo quedamos —anunció Angie.

—Ya pensaba que les iba a gustar —dijo el hombre al tiempo que sacaba unos papeles de un cajón del desordenado escritorio—. ¿Cómo se enteraron, por cierto? Ni siquiera había puesto todavía el anuncio.

—La inquilina anterior era cuñada de un amigo mío —explicó Jim—, un muchacho con el que juego a voleibol. Al tener que trasladarse a Missouri, nos informó que su caravana quedaba libre.

El encargado asintió con la cabeza.

—Pues han tenido suerte. —Les tendió los papeles—. Me han dicho que los dos son profesores en la universidad, ¿verdad?

—Así es —confirmó Angie.

—Entonces, si son tan amables de rellenar estos formularios y firmarlos… ¿Están casados?

—Pronto lo estaremos —aseguró Jim—. Para cuando nos instalemos aquí seremos marido y mujer.

—Bueno, si aún no están casados, tienen que firmar ambos o, si no, uno de los dos ha de constar como subarrendatario. Lo más fácil es que firmen los dos. Después tendrán que abonar dos meses de alquiler, el primero y el último, como depósito en previsión de desperfectos. En total son doscientos ochenta dólares.

Angie y Jim pararon en seco de rellenar los formularios.

—¿Doscientos ochenta? —preguntó Angie—. Sabemos que la hermana de Danny Cerdak pagaba ciento diez al mes, da la casualidad.

—Conforme, pero tuve que subir el alquiler.

—¿Treinta dólares más al mes? —dijo Jim—. ¿Por eso?

—Si no les gusta —contestó el encargado levantándose de la silla— no tienen por qué alquilarlo.

—Es comprensible —admitió Angie— que tuviera que incrementar un poco el alquiler, dada la manera como suben los precios en todas partes. Pero nosotros no podemos pagar ciento cuarenta al mes.

—Lo siento. Es una lástima, pero eso es lo que cuesta ahora. Yo no soy el propietario ¿sabe? Y no hago más que cumplir órdenes.

La cuestión había quedado definitivamente zanjada. De nuevo dentro del Gorp, bajaron las ventanillas y Jim hizo girar la llave de contacto. El coche reaccionó con un ronco sonido, y tomaron otra vez la autopista de vuelta a la universidad.

El camino de regreso fue parco en conversación.

—Da igual —le restó importancia Angie mientras Jim aparcaba frente a la cooperativa y salían para ir a comer—. Ya encontraremos algo. Esta ocasión surgió sin esperarla y lo mismo puede pasar en cualquier momento. Sólo tenemos que seguir buscando hasta que se produzca.

—Ja, ja—dijo Jim.

La comida les levantó un poco el ánimo.

—En cierto modo —explicó Angie—, ha sido por culpa nuestra. Habíamos puesto demasiadas esperanzas en esa caravana, sólo porque fuimos los primeros en enterarnos de que quedaba libre. A partir de ahora, no pienso dar nada por seguro hasta que no nos hayamos trasladado a vivir allí.

—Lo mismo digo.

Después de comer, apenas les quedaba tiempo para estar juntos. Jim acompañó en coche a Angie al Stoddard Hall.

—¿Saldrás a las tres? —le preguntó—. ¿No permitirás que te tenga trabajando hasta más tarde?

—No —aseguró ella, hablándole desde la acera por la ventanilla abierta—. Hoy no —insistió con tono más suave—. Estaré esperándote cuando llegues.

—Perfecto —convino Jim.

Se quedó mirándola mientras subía la escalera, antes de desaparecer por una de las dos inmensas puertas.

Luego dirigió el coche al otro extremo del campus y lo aparcó en su plaza habitual detrás de la Facultad de Historia. Aunque no le había dicho nada a Angie, en el transcurso de la comida había tomado una firme resolución: iba a plantearle claramente a Shorles la exigencia de la pronta adjudicación de su plaza… entre el final del segundo trimestre y el inicio de los primeros cursos de verano, a más tardar. Subió corriendo los tres tramos de la escalera posterior y enfiló por el largo pasillo de suelo de mármol donde tenían su despacho la mayor parte de los miembros del departamento.

Shorles gozaba de una posición superior al resto del personal, al tener una secretaria propia en la antesala de su oficina, que a la vez hacía funciones de secretaria de todo el departamento. Jim entró por la puerta y la halló pasando a máquina algo que tenía el sospechoso aspecto de ser el último artículo de Shorles acerca de las raíces etruscas de la civilización moderna.

—Hola, Marge—saludó Jim—. ¿Está ahí?

Mientras hablaba, Jim dirigió la vista a la puerta que daba al despacho independiente de Shorles y, al verlo cerrado, previo cuál sería la respuesta de Marge.

—Ahora mismo está ocupado —contestó Marge, una mujer de pelo rubio rojizo de unos treinta y cinco años de edad—. Está con Ted Jellamine, aunque no creo que tarden mucho rato. ¿Quieres esperar?

—Sí.

Tomó asiento en una de las duras sillas para visitas que había en la antesala, y Marge volvió a reanudar su trabajo.

Los minutos discurrían lentos. Transcurrió media hora y luego un cuarto y, de repente, se abrió la puerta, dando paso a Shorles precedido de su voluminosa barriga y seguido por Ted Jellamine vestido con botas camperas y chaqueta a cuadros. Mientras se encaminaban sin detenerse a la puerta exterior, Shorles se dirigió a su secretaria.

—Marge, no voy a volver esta tarde. Vamos al club de la facultad. Si llama mi mujer, dígale que puede localizarme allí.

Jim se había puesto maquinalmente en pie al abrirse la puerta y había hecho ademán de querer ir tras los dos hombres que atravesaban la sala. Shorles, que por entonces había advertido su presencia, le dedicó un animado saludo con la mano.

—¡Noticias excelentes, Jim! —le dijo—. ¡Ted va a quedarse un año más!

La puerta se cerró tras ellos. Jim la miró, aturdido, un instante y luego se volvió hacia Marge, que le devolvió una mirada comprensiva.

—Lo ha dicho sin pensar. Si no, no te habría comunicado la noticia a bocajarro —lo disculpó.

—¡Ja! —contestó con escepticismo Jim—. ¡Estaba radiante, recreándose sin ninguna consideración!

—No. —Marge acompañó la negativa sacudiendo la cabeza—. De veras que te equivocas. Él y Ted son amigos íntimos desde hace años, y Ted ha estado presionado para aceptar la jubilación anticipada. Pero, como somos un centro privado sin incremento automático de las pensiones, por el coste de vida, y con la inflación de hoy en día, Ted quiere continuar trabajando si aún tiene la posibilidad de hacerlo. Créeme que su alegría era por Ted, por ver que podía seguir aquí, y que no ha pensado lo que eso significaba para ti.

—¡Ummm! —se limitó a comentar Jim antes de salir con paso airado.

Tuvo que hacer todo el camino de vuelta al aparcamiento antes de recobrar lo bastante la calma como para mirar el reloj. Eran casi las dos y media. Dentro de media hora tenía que recoger a Angie. En ese corto espacio de tiempo no merecía la pena ponerse a trabajar en su ensayo, ni tampoco en las tareas que eran su responsabilidad como ayudante de Shorles… aunque lo cierto era que en aquel momento preciso tampoco se moría de ganas por hacer algo productivo destinado a Shorles. Subió al Gorp, cerró violentamente la puerta y puso en marcha el coche sin importarle la dirección que tomaría con tal de alejarse del campus.

Giró a la izquierda con High Street, luego de nuevo a la izquierda por Wallace Drive, y unos minutos más tarde se encontró bordeando el río Ealing por la Antigua Carretera del Río, una vía asfaltada de dos carriles que había sido la ruta para ir a la ciudad vecina de Bixley, antes de que construyeran la autopista 5 en las onduladas tierras de cultivo de los alrededores como ruta alternativa.

En la vieja carretera el tráfico era normalmente muy fluido, y aquel día no era una excepción. En los flancos había además pocas casas y campos de labranza, dado que el terreno era bajo y con tendencia a encharcarse. A medida que circulaba por ella sin ningún objetivo en concreto, Jim se dejó imbuir paulatinamente por la paz que reinaba en la ribera del río y fue recuperando la capacidad para el frío raciocinio.

Al cabo de poco se halló en condiciones de reconocer que posiblemente Marge tenía razón y que sin duda Ted Jellamine había estado tan preocupado por su futuro y sus ingresos como lo estaba él mismo. La adopción de este punto de vista supuso un alivio para Jim, dado que Ted Jellamine era el único miembro del Departamento de Historia que le agradaba como persona. Era un individualista como él, y su rivalidad únicamente era atribuible a las circunstancias de sus respectivas situaciones.

Aparte de esta migaja de consuelo, Jim no tuvo grandes dosis de dicha al considerar las cosas desde esta nueva perspectiva. Tal vez el responsable no fuera Ted, sino las restricciones económicas que ejercían su presión sobre todos ellos. Con todo, Jim no pudo evitar lamentarse una vez más porque la vida y los problemas que ésta generaba no fueran más concretos y susceptibles de ser afrontados de una forma más directa.

Miró el reloj y vio que eran las tres menos cuarto, hora de volver a recoger a Angie. Dio la vuelta en un cruce y se dirigió de regreso a la universidad. Por fortuna, había estado conduciendo despacio en la carretera del río y no se encontraba lejos de la ciudad. No estaría bien hacerla esperar plantada después de tanto insistir en que no permitiera que Grottwold la retuviera más de la cuenta y lo hiciera aguardarla afuera.

Tras detener el coche delante del Stoddard Hall con un par de minutos de antelación, paró el motor y se dispuso a esperar. Allí sentado, se puso a reflexionar en la mejor manera de comunicarle a Angie la noticia del último revés. No era precisamente muy oportuno anunciarle algo así el mismo día en que se habían ido al traste sus esperanzas de alquilar la caravana. Por espacio de unos instantes consideró la posibilidad de no mencionarle todavía nada de lo ocurrido. Pero, claro, eso no daría buen resultado. Después ella querría saber, y con razón, por qué no se lo había dicho de inmediato. No irían a ninguna parte adoptando la costumbre de ocultarse las malas noticias movidos por una noción errónea de consideración hacia el otro.

Al lanzar una ojeada al reloj, Jim advirtió con asombro que habían pasado casi diez minutos mientras permanecía sumido en sus pensamientos. Después de todo, Angie estaba demorándose más de la cuenta.

En su interior se disparó algún resorte, y de repente Jim sintió una furia ciega. Grottwold estaba recurriendo con demasiada frecuencia a sus tácticas dilatorias. Jim salió del Gorp, cerró la puerta y se dirigió a la escalinata del edificio. Al otro lado de las grandes puertas estaba la escalera principal, cuyos huecos escalones cubiertos de granito habían desgastado a lo largo de los años, hasta hacer agujeros, los pies de un sinfín de estudiantes. Jim los subió de dos en dos.

Tres pisos más arriba y diez metros más adelante por el pasillo de la derecha se encontraba la puerta de vidrio opaco de la sección de laboratorio en la que Grottwold tenía su cubículo de nueve metros cuadrados. Jim se dirigió hacia ella y, al ver la puerta cerrada, entró sin llamar.

De pie frente a una especie de panel de control que quedaba a la derecha de Jim, Grottwold se volvió con sobresalto ante la irrupción de Jim. Angie estaba sentada al lado de la pared opuesta en algo similar al sillón de un dentista, de cara a Jim, pero con la cabeza y la parte superior del rostro totalmente tapados por algo parecido al casco de un secador de pelo de una peluquería.

—¡Angie! —espetó Jim.

La muchacha desapareció.

Jim permaneció pasmado durante un interminable momento, mirando fijamente el sillón y el casco vacíos. No podía haberse ido. ¡No podía haberse esfumado sin más! Lo que acababa de ver era imposible. Continuó inmóvil, esperando a que sus ojos desmintieran lo que acababa de percibir y le devolvieran la imagen de Angie, sentada delante de él.

—¡Se ha transportado!

Bruscamente extraído de su estado de aturdimiento por el grito estrangulado de Grottwold, Jim se encaró al alto psicólogo que, anonadado a su vez y con el rostro extremadamente pálido, contemplaba el sillón y el casco vacíos, pero de inmediato recuperó el habla y la determinación.

—¿Qué ha sido eso? ¿Qué ha pasado? —gritó a Grottwold—. ¿Dónde está Angie?

—¡Se ha transportado! —balbució, sin apartar la vista del lugar que antes ocupaba Angie—. ¡Se ha transportado de verdad! Y yo que sólo pretendía una proyección astral…

—¿Qué? —gruñó Jim—. ¿Qué es lo que pretendías?

—¡Una proyección astral! ¡Sólo una proyección astral, nada más! —gritó Grottwold—. Solamente la proyección de su ente astral fuera del cuerpo. Ni siquiera trataba de que experimentara una proyección real. Lo único que intentaba era conseguir el suficiente movimiento astral para registrarlo en los microamperímetros conectados a los focos de impulso que utilizo como indicador de respuesta. Pero en lugar de ello se ha transportado. Ha…

—¿Dónde está ahora? —tronó Jim.

—¡No lo sé! ¡Te juro que no lo sé! —La voz del joven sonaba cada vez más aguda—. No hay forma de saberlo…

—¡Más te vale averiguarlo!

—¡Que no lo sé! Conozco la posición del instrumental, pero…

Jim dio tres pasos y agarró por las solapas de la bata de laboratorio al otro joven y, pese a ser éste más alto que él, lo golpeó con fuerza contra la pared situada a la izquierda del panel de instrumental.

—¡Hazla volver!

—¡Te digo que no puedo! —chilló Grottwold—. ¡Como no entraba dentro de mis cálculos que pasara esto, no estaba preparado para las consecuencias! Para recuperarla, primero tendría que pasar varios días o incluso semanas indagando lo ocurrido. Después tendría que encontrar alguna manera de invertir el proceso. Y, aun en el supuesto de que lo consiguiera, es posible que para entonces ya fuera demasiado tarde ¡porque ella se habría desplazado en el espacio físico al que se ha transportado!

Los pensamientos giraban vertiginosamente en la cabeza de Jim. Era increíble que él estuviera allí escuchando las tonterías de Grottwold mientras lo mantenía acorralado contra la pared… aunque, bien mirado, aquello resultaba mucho más verosímil que el hecho de que Angie hubiera desaparecido realmente. Aun ahora no podía acabar de creer lo que había sucedido.

Pero él había visto cómo desaparecía.

Incrementó la presión en las solapas de Grottwold.

—¡Vamos, fanfarrón! —lo instó—. O la devuelves ahora mismo aquí, o empiezo a hacer pedazos contigo.

—¡Te digo que no puedo! Para… —gritó Grottwold al ver que Jim lo despegaba de la pared con intención de volver a golpearlo contra ella… o de abrir con su cuerpo un boquete, en caso de ser posible—. ¡Espera! Tengo una idea.

—¿De qué se trata? —preguntó Jim, vacilando pero sin soltarlo.

—Existe una posibilidad. Una posibilidad un tanto remota —jadeó Grottwold—. Tú tendrías que colaborar, pero podría dar resultado. Sí, podría funcionar.

—¡De acuerdo! —espetó Jim—. Desembucha rápido. ¿Cuál es?

—Podría enviarte tras ella… —Grottwold calló al oír algo parecido a un grito de terror—. ¡Espera! Hablo en serio. Te digo que podría funcionar.

—Lo que pretendes es deshacerte también de mí —lo acusó Jim, apretando los dientes—. ¡Quieres librarte del único testigo que podría declarar contra ti!

—¡No, no! —protestó Grottwold—. Esto va a salir bien. Sé que va a salir bien. Cuanto más lo pienso, más me convenzo de que funcionará. Y, si funciona, me haré famoso.

Grottwold dio la impresión de haber superado un tanto el estado de pánico anterior. Irguió el cuerpo y realizó una tentativa —vana— para zafarse de Jim.

—¡Suéltame! —pidió—. Si no puedo usar mi instrumental, poca cosa podré hacer por Angie ni por nadie. ¿Por quién me has tomado, eh?

—¡Por un asesino! —contestó ferozmente Jim.

—¡Bueno, piensa lo que te venga en gana! Me da igual lo que pienses. Pero sabes muy bien el afecto que yo sentía por Angie. Yo tampoco quiero que le ocurra nada. ¡Deseo volver a verla sana y salva tanto como tú!

Jim soltó al investigador, pero mantuvo las manos cerca de él, listas para volver a agarrarlo.

—Adelante, pues —dijo—. Pero ve deprisa.

—Voy lo más rápido que puedo. —Grottwold se volvió hacia el panel de control, murmurando para sí—: Sí, está dispuesto tal como pensaba. Sí…, sí, no hay otra posibilidad…

—¿De qué hablas? —inquirió Jim.

Hansen le dirigió una mirada por encima de un huesudo hombro.

—No podemos hacer nada destinado a recuperarla hasta que sepamos adonde ha ido —explicó—. Ahora bien, lo único que yo sé es que le he pedido que se concentrara en algo agradable y ella ha dicho que se concentraría en dragones.

—¿Qué dragones? ¿Dónde?

—¡Ya te he dicho que no sé dónde! ¡Podrían ser los dragones de un museo o de cualquier otro sitio! Por eso tenemos que localizarla; y por eso mismo tú tienes que colaborar, porque si no va a ser imposible.

—Bien, en ese caso dime qué tengo que hacer —aceptó Jim.

—Simplemente sentarte en ese sillón… —Grottwold se interrumpió al tiempo que Jim daba un paso hacia él con amenazador ademán—. ¡Bueno, pues no te sientes! ¡Renuncia a la última posibilidad que nos queda de recuperarla!

Tras un instante de titubeo, Jim se volvió despacio, con actitud reacia, hacia el desocupado sillón de dentista que había indicado Grottwold.

—Más vale que no te equivoques esta vez —advirtió.

Se fue al sillón y tomó asiento con cierta aprensión.

—Y dime, ¿qué es lo que piensas hacer? —preguntó.

—¡No tienes por qué preocuparte! —lo tranquilizó Grottwold—. Voy a dejar los dispositivos de control tal como estaban cuando ella se ha transportado, pero voy a bajar el voltaje. Seguramente eso ha sido la causa de que se transportara: que había demasiada potencia de fondo. La reduciré, y de este modo vas a proyectarte en lugar de transportarte.

—¿Y eso qué significa?

—Significa que no te trasladarás a ningún sitio. Te quedarás aquí en el sillón y sólo tu mente se desplazará y proyectará en la misma dirección que ha tomado Angie.

—¿Estás seguro de eso?

—Por supuesto que sí. Tu cuerpo permanecerá aquí mismo, en el sillón. Solamente tu entidad astral saldrá al encuentro de Angie. Con ella tendría que haber pasado igual. Quizá se había concentrado demasiado…

—¡No intentes echarle la culpa a ella!

—No, no es eso. Sólo estaba… Sea como fuere, no olvides concentrarte tú también. Angie tenía experiencia en este tipo de ensayos y tú no, así que tendrás que realizar un esfuerzo. Piensa en Angie. Concéntrate en ella. Concéntrate en ella en un lugar donde haya dragones.

—Conforme —gruñó Jim—. Pero y después ¿qué hago?

—Si lo haces bien, acabarás hallándote en el sitio adonde ella se ha transportado. En realidad no estarás allí, por supuesto —aclaró Grottwold—. Todo será subjetivo. Pero sentirás como si estuvieras allí, y, puesto que Angie ha partido conectada a la misma base instrumental, debería percibir la presencia de tu ser astral allí, aun cuando no la noten los demás.

—¡De acuerdo, de acuerdo! —convino Jim—. Pero ¿cómo la devolveré aquí?

—Tendrás que conseguir que se concentre en regresar —respondió Grottwold—. ¿Recuerdas cómo te enseñé a hipnotizarla?

—¡Me acuerdo, sí!

—Pues trata de hipnotizarla otra vez. Tiene que perder totalmente la noción de cuanto la rodea en su localización actual para poder transportarse hasta aquí. Sólo tienes que someterla al influjo de tu voluntad y repetirle que se concentre en este laboratorio. Ten por seguro que cuando desaparezca habrá vuelto aquí.

—¿Y yo qué? —inquirió Jim.

—Muy sencillo —repuso Grottwold—. Te bastará con cerrar los ojos para volver. Dado que tu cuerpo ha permanecido aquí, retornarás automáticamente en cuanto cese tu deseo de hallarte en otro lugar.

—¿Estás seguro?

—Naturalmente que lo estoy. Ahora cierra los ojos… No, no, tienes que ponerte el casco en la cabeza…

Grottwold se acercó y bajó él mismo el casco. Entonces Jim se vio rodeado de repente por una penumbra suavemente impregnada con el perfume de la laca de pelo de Angie.

—Ahora recuerda que debes concentrarte —le llegó, distante, la voz de Grottwold por la abertura inferior del casco—. Angie, dragones. Dragones, Angie. Cierra los ojos y piensa sólo en esas dos cosas.

Jim cerró los ojos y siguió las instrucciones.

No notó ningún cambio. Ya no oía nada bajo el casco y la oscuridad se había intensificado. El aroma de la laca de Angie era irresistible. «Concéntrate en Angie», se decía. «Concéntrate en Angie… y en dragones…».

Lo único que ocurrió digno de mención fue la sensación de mareo producida por el olor de la laca. Le daba vueltas la cabeza. Se sentía enorme y torpe, sentado bajo el secador de pelo con los ojos cerrados. Percibió un martilleo en las orejas que era el sonido de los latidos de su corazón, bombeando la sangre en las venas y arterias de su cuerpo. Era un pulso lento y pesado. Entonces perdió realmente la noción del espacio y sintió como si se deslizara en el vacío y al mismo tiempo creciera hasta alcanzar la talla de un gigante.

En su interior nació un impulso salvaje. Tenía imprecisos deseos de levantarse y despedazar algo o a alguien. A Grottwold a ser posible. Sería un placer absoluto agarrar a ese engreído y arrancarle los brazos, las piernas… Una estentórea voz lo llamaba, pero, absorto en sus pensamientos, él no le hacía caso. Sólo le interesaba hincarle las garras a ese Jorge…

¿Garras? ¿Jorge?

¿Qué era lo que estaba pensando? Ese descabellado experimento no estaba funcionando en lo más mínimo.

Abrió los ojos.