CAPÍTULO
ONCE
LA MUERTE DE UNA NIÑERA
—¡Cuéntanos! —dije—. ¿Dónde ha sido, y a quién han matado, y a qué hora? ¿Ha sido otro crimen del Destripador? ¿Y ya está la policía sobre la pista?
—Un momento —dijo Sparks—, ¿de quién es el asesinato, tuyo o mío?
Era un muchacho de movimientos y habla pausados, algo rechoncho y con la cara pálida, que destacaba en latín, que seguía con la clase avanzada. Su padre era sacerdote. Sparks era un año mayor que yo. Me dejó con la palabra en la boca.
—Continúa, Sparks —dije con humildad.
—El asesinato —dijo— tuvo lugar en una callejuela llamada Ronda de San Jorge, casi opuesta a la comisaría. La victima es una chica de diecinueve años y absolutamente decente... o por lo menos eso se ha creído hasta ahora...
—¡Déjate de rodeos, Sparksey! —dijo uno de sus amigos. Sparks observó al muchacho que le había interrumpido con dignidad, y, girándose hacia mí de nuevo, continuó:
—Es una buena chica, y una de nuestra parroquia. Su nombre es Bessie Gillet. Se gana la vida de forma honesta aunque frugal como niñera en la mansión, residencia de Mr. E.N.K. Hopkinson, que solía trabajar para el Ministerio de Asuntos Exteriores; y tenía a su cargo las dos nietas pequeñas de Mr. Hopkinson, vástagos de la hija de éste. No era una posición de interna, pero la difunta solía acudir cada día a la mansión para llevar a las dos niñitas de paseo, o bien entretenerlas en su cuarto de juegos, si el clima no se mostraba favorable.
—¡Venga ya, Sparksey! —interrumpió de nuevo el mismo muchacho. —Y ve al grano. Queremos escucharlo todo sobre la sangre. —Sparks apeló al vagón.
—Caballeros, ¿desean, o tal vez no, enterarse de las circunstancias que han conducido a este crimen brutal?
—¡Pues claro! —dijimos el resto al unísono; y dos de los admiradores de Sparks metieron al pesado debajo de un asiento, con la delicadeza de colocarle un pañuelo en la boca para disminuir aún más sus poderes de obstrucción.
—Ocurre —continuó Sparks— que mi excelente padre, el cual, como todos aquellos que profesan la fe deberían estar al corriente, es vicario en la parroquia de San Jorge del Este, pasaba por casualidad por la entrada de la callejuela de camino a casa tras visitar a una enferma, una tal Annie Varley, encamada hará un año en Michaelmas, cuando escuchó el ruido de alguien corriendo. Se paró en seco, y un joven llamado Harry Eldon salió a toda prisa de la calleja tropezándose con él, estaba tan asustado y con tanta prisa que no reparó en la presencia de mi padre. En cuanto lo reconoció se puso a gritar: «¡Rápido, vicario! ¡Un médico! ¡Ha habido un terrible accidente!». Al parecer hablaba de forma atropellada. Por fortuna ambos se encontraban muy cerca de la consulta del Doctor Seattle, y ellos, junto con el doctor, no tardaron en llegar a la escena del crimen. Que la pobre muchacha estaba muerta por arma blanca se sabía nada más verla. Y ahora, caballeros, veo que alcanzamos nuestro destino. Continuaremos durante el viaje de regreso, si así lo desean.
Todo el camino desde la estación hasta el colegio le suplicamos que nos diera más detalles, pero no creo que supiera nada más. Su padre, como es lógico, no había descrito las heridas de la joven, pero debían haber sido terribles, puesto que admitió, en el curso de la conversación, que el vicario se había negado a desayunar, excepto por dos tazas de café muy cargado, y que estaba tan pálido como un fantasma. Al parecer Harry Eldon, un joven albañil que vivía en la Calle Albany, permanecía bajo custodia en la comisaría para ser interrogado.
No vi a Sparks durante el viaje de regreso a casa. Me apresuré por regresar y tomarme el té para reunirme con Mrs. Bradley en la biblioteca, así que corrí todo lo que pude a la estación y me subí al primer tren, el cual, por lo general, solo tenían tiempo de coger los chicos de segundo, que salían algo más pronto.
A las cinco y cuarto me había terminado el té, y llevaba ocho minutos en la sala de lectura cuando entró Mrs. Bradley.
—Estupendo —dijo—. Pensé que llegaría la primera. Bajemos por la Carretera de la Finca, y mientras caminamos puedes responder mis preguntas y dirigir mi atención a aquellos aspectos del crimen que te parezcan más pertinentes para nuestras pesquisas.
Así que nos dirigimos desde las inmediaciones de la biblioteca hacia la Carretera de la Finca, y nos pusimos en marcha hacia la estación.
—Veamos —dijo—. Todavía no hemos hablado, o eso me parece, sobre esa interesante afirmación que hiciste respecto al hombre que aupó a tu hermano pequeño cuando se le quedó el pie enganchado en la verja. ¿Lo recuerdas?
—Sí —respondí—. Pensamos que debía ser un detective disfrazado, o incluso el asesino—. Y, a petición suya, volví a referir con detalle la conversación que había tenido con el hombre.
—Dices que llegaste a la conclusión de que el hombre era, o bien un detective disfrazado, o bien el asesino. Sin embargo, la primera vez que lo viste pensaste que tenía que ser un obrero como otro cualquiera —observó.
—Así es. Pero fue cuando me pareció que sabía algo sobre el cuchillo cuando me di cuenta de que tenía que ser otra cosa.
—No entiendo lo que quieres decir, hijo.
—A lo mejor nos precipitamos en nuestras conclusiones —admití—. Pero, verá, teníamos un interés especial en el cuchillo cuando supimos el tipo de cuchillo que era.
—Entonces, ¿creíste las palabras del hombre?
—Pues sí. Y después, verá... —hice una pausa, contemplé el abismo que se abría a mis pies, y no dije nada.
—Ah, claro —dijo—. Tu hermano mayor posee un cuchillo igual. Ahora resulta que han aparecido dos de esos cuchillos, ambos con las iniciales grabadas de tu hermano. Bastante extraño, ¿no te parece? Parece algo más que una coincidencia.
Me sentía fatal. Supongo que mi cara lo demostraba, puesto que ella añadió con delicadeza:
—A menudo suele ganarse bastante con la honestidad. No quiero presionarte, por su puesto. Tú entiendes tus propios asuntos mejor que nadie, pero... ¿no podríamos al menos deshacernos de un misterio en este asunto tan complicado?
Me decidí ahí mismo.
—Sí, señora, podríamos —admití. Y le conté la historia completa de los cuchillos, al menos tanto como yo conocía sobre la misma.
—¿No te pregunté si podrías atestiguar sobre todos los artículos que se encontraban en posesión de Mrs. Cockerton? —me preguntó al final de mi exposición.
—Pues sí, Mrs. Bradley.
—¿Y el cuchillo en cuestión no se hallaba entre aquellos artículos la tarde del jueves anterior?
—No, estoy seguro de ello.
—Entonces asumiremos, como ha hecho el Inspector Seabrook, que el cuchillo encontrado (y sustraído) por vosotros dos, era en efecto el arma con la cual se cometieron estos crímenes terribles. Había sangre en el lugar en el que la hoja se une al mango. Resultó ser sangre humana, pero no del grupo de la muchacha de la granja. El cuchillo encontrado en esta misma carretera que transitamos, no mostraba resto alguno de sangre.
—¡Así que Jack no cometió los asesinatos! —exclamé—. Quiero decir... puede probarse que no los cometió.
—Podría haber sido probado... antes de que te dedicaras a invalidar las pruebas, mi pobre muchacho.
Me sentí desfallecer. Las siguientes palabras que pronuncié casi me ahogan.
—¿Quiere decir que Jack puede acabar ahorcado porque robamos ese cuchillo?
—No, no. ¡Nos ocuparemos de que eso no ocurra! Pero lo mejor es no intentar adelantarse a la justicia. El objetivo ha sido honorable, las formas, deplorables, y el resultado bastante problemático. No importa. —Volvió a reírse de esa forma suya tan sonora, ahuyentando los patos en el lago de Mr. Hopkinson, cerca del cual pasábamos entonces. —No debes preocuparte por nada —añadió—. Todo saldrá bien. Menos mal que la verdad ha salido a relucir. El Detective Inspector Cosgrove entrevistará a tu hermano más tarde.
—¡Usted lo averiguó!, ¿verdad? —dije, sintiéndome de pronto seguro de ello—. ¡Usted salvó a Jack de ser arrestado! ¡A lo mejor de que lo juzgaran a muerte! —me sentía henchido de gratitud hacia la anciana, y continué, casi histérico—: ¡Firmaré una declaración para la policía! ¡Haré cualquier cosa! Supongo que pueden enviarme a prisión —añadí. Había tenido tiempo de preguntarme si Christina se molestaría en visitarme.
—No creo que una declaración sea necesaria —observó Mrs. Bradley—. Es posible que tengas que someterte a escuchar unas cuantas palabritas del inspector. No creo que sea necesario enviarte a prisión, puesto que es tu primer delito.
Me mostré agradecido por aquellas afirmaciones tan consoladoras.
—Y ahora —dijo la anciana, después de permitirme unos minutos para recuperarme—, el campo donde se cometió el primer asesinato ya me lo han mostrado. También he visto la parte trasera de Las palomas. Esto, supongo, es la granja, y el cuerpo fue hallado...
—Justo ahí —dije, señalando el lugar. Apoyamos los brazos sobre el muro bajo que contenía la basura de la casa, y contemplamos el patio.
—Establos y vaquerizas —dijo mi acompañante—. ¿Qué labran aquí? ¿Se dedican a las vacas lecheras? Si es así, ¿para que quieren tantos caballos?
—Mr. Viccary arrienda caballos a tenderos que tienen sus propios carros, si no quieren comprarse animales o no tienen donde guardarlos —expliqué.
—Excelente —dijo—. En ese caso, el número de personas con derecho a entrar en la granja no debe ser pequeño. Y un forastero no sería algo extraño.
—Lo siento, señora, de eso no sé nada.
—Pongámoslo a prueba —dijo ella; y antes de darme cuenta de lo que estaba haciendo, había abierto la verja y subía por el sendero que dividía en dos el patio de fango trampeado. Salí disparado tras ella.
—¿La acompaño, señora? —pregunté.
—¿Por qué no? —dijo Mrs. Bradley—. Dos pares de orejas y dos personas inteligentes siempre son mejores que una. Lo que tú obtengas se me puede escapar a mí, y viceversa.
La granja era un edificio muy largo y bajo, separado del campo de cultivo por un pequeño jardín rodeado por una verja pintada de blanco. Desde allí, un sendero muy corto construido con ladrillos rojos conducía a una puerta principal. Sobre la puerta había un reloj, y sobre el reloj, en un pequeño resquicio, una pintura de cerámica que parecía un plato de comer blanco y azul.
Mrs. Bradley llamó a la puerta, y la hija de Mrs. Viccary, Anna, la abrió. Yo conocía a Anna de vista aunque nunca había hablado con ella. Los Viccary iban a nuestra iglesia, y Anna cantaba en el coro.
Algunos meses atrás había circulado un rumor al efecto de que entre Anna Viccary y Danny Taylor existía alguna especie de entendimiento, pero nada había salido de aquello. Se dijo que a los Viccary no les gustaba Danny, y que los Taylor no creían que la hija del encargado de los establos de Mr. Hopkinson fuera lo suficientemente buena para su hijo.
Resultaba sencillo imaginarse a Anna cediendo ante sus padres, pero no tanto a Danny haciendo lo propio.
Lo siguiente que supimos era que Danny se veía a escondidas con la lechera, Marion Bridges, que era bastante mayor que él, y, en la opinión de la mayoría de la gente, no muy bonita que digamos. Danny era un muchacho apuesto, y sus gestas osadas y su comportamiento rebelde le había granjeado multitud de amigos y simpatizantes, tanto como enemigos. Jack era, tal vez, su mejor amigo. June lo odiaba y lo temía, por su lengua irlandesa y porque hacía lo que quería con Jack. June siempre pensaba que metía a Jack en líos, una opinión que se mostraba dispuesta a propagar siempre que se enfadaba con Jack, y que enfadaba a este un poquito más cada vez que la oía.
Anna no parecía sorprendida de vernos. Nos sonrió con educación y preguntó qué podía hacer por nosotros.
—Puedes decirme si tu lechera dejó algún testamento —dijo Mrs. Bradley.
Ante esto Anna sí reaccionó con sorpresa y cierta alarma. Era una muchacha de pelo pajizo, entrada en carnes y de modales sencillos, con un rostro que traslucía cada uno de sus pensamientos.
—¿Le importa entrar, por favor? —preguntó. Yo habría preferido quedarme rezagado. A la edad de trece años, entrar en las casas de gente que no conocía bien me horrorizaba tanto que constituía casi un terror mórbido para mí. Pero Mrs. Bradley me agarró del brazo y me empujó para que la siguiera.
Anna nos llevó a una habitación muy agradable que se asomaba sobre el patio y la zona de las vaquerizas.
—Ah —dijo Mrs. Bradley, aproximándose a la ventana—, una vista excelente del lugar en cuestión.
Vi la mano de Anna dirigirse hacia su boca de la forma en la que hacen las mujeres cuando están a punto de ponerse a gritar. Sin embargo no emitió ningún ruido más allá de un leve sonido de ahogamiento, y salió a toda prisa de la habitación. Pude oírla llamando a su padre. En un momento entró Mr. Viccary.
No se parecía demasiado a su hija. Ella se parecía a su madre. Mr. Viccary era un hombre bajito y delgado, con las piernas torcidas, como creo que suelen ser los mozos de cuadra. Su granja pertenecía a Mr. Hopkinson, que se la arrendaba a muy bajo coste debido a sus años de servicio. Tenía casi sesenta años, puesto que no se había casado hasta los cuarenta, y Anna era una muchacha de unos dieciocho años. Supongo que le era posible tener tantos caballos y alquilarlos porque había sido mozo de cuadra durante muchos años.
Entró golpeando sus manos contra las costuras de sus pantalones de montar, como el hombre enérgico que era. Si no tenía nada que hacer se inventaba movimientos y gestos para gastar la energía que le sobraba.
—Muy buenos días, señora —dijo sonriendo—, ¿y qué podemos hacer por usted esta mañana?
—Puede leer mis credenciales —dijo Mrs. Bradley—. Estoy aquí en representación del Ministerio de Interior. Quiero saber todo lo que pueda usted contarme sobre su difunta lechera, Marion Bridges, que fue asesinada el sábado cuatro de abril—. Mrs. Bradley entregó a Mr. Viccary una carta. No sé de qué se trataría, pero pareció convencer a Mr. Viccary de que se encontraba frente a una persona de confianza.
—¿Con que Scotland Yard? —dijo—. He oído que iba a haber un detective por aquí para ayudar al joven Seabrook, pero no me imaginaba que se trataría de una dama.
—Y no lo es —respondió Mrs. Bradley—. Un Detective Inspector de Scotland Yard supervisa el caso. Sin embargo, como todas las víctimas fueron, desafortunadamente, mujeres jóvenes, se creyó conveniente...
—Oh, ya veo, por supuesto —dijo Mr. Viccary—. Pues bien, señora, ¿qué deseaba usted saber?... No es que yo tenga mucha idea de nada, y por supuesto ya me ha interrogado el joven Seabrook. Hace tiempo ya que se le había avisado de que tenía que acostarse a una hora prudente, que por estas partes hay muchos vagabundos y gente por el estilo, con la cercanía de Londres... La trajeron a mi casa después de muerta, ¿sabe?
—No necesito conocer más detalles sobre el asesinato en sí —dijo Mrs. Bradley—. Tengo un par de preguntas que le quedaría muy agradecida si pudiera contestarme. Primero, ¿qué clase de joven era el amante de su sirvienta? Segundo, ¿sabe si la joven había confeccionado un testamento, o expresado algún deseo al respecto del reparto de sus posesiones?
—Ambas son preguntas extrañas —dijo Mr. Viccary—. Yo diría, señora, que alguien se ha ido de la lengua por ahí.
—Tenemos nuestras fuentes de información, por supuesto —dijo Mrs. Bradley—, pero en este caso no se trata más que de lo que la policía llama una comprobación, o eso creo. ¿Podemos en primer lugar conocer los detalles pertinentes al joven?
—Todo el mundo conoce a Danny Taylor —dijo Mr. Viccary—. Pero que conste que no estoy diciendo nada en contra el muchacho. Ni mucho menos. Pero cuando un muchacho de una familia rica... su padre podría comprarme una veintena de veces y ni enterarse... viene detrás de una chica como la pobre Marion Bridges, en fin, que no estoy diciendo nada nuevo si le digo que las cosas no están bien así. Y en la condición de la pobre muchacha...
Me dirigió una mirada rápida y levantó las cejas. Mrs. Bradley asintió.
—Entiendo —se limitó a decir—. ¿Cuánto tiempo llevaba cortejando a Marion Bridges?
—Pues unos siete u ocho meses. Al principio nos dimos cuenta el último festival de la cosecha. Compartieron la estampilla de los himnos en la iglesia, y él se sentó con ella, no en el banco de su padre.
—Interesante —dijo Mrs. Bradley; aunque cómo sabía que lo era, a no ser que fuera por el tono de voz de Mr. Viccary, no tenía ni idea. Sin embargo, era bastante cierto que, en nuestra iglesia, las parejas jóvenes que iban en serio solían darle a sus mayores y amigos algo de lo que hablar compartiendo el libro de himnos en la zona común de la iglesia los domingos por la tarde. Aquello se reconocía como un compromiso. Nuestra iglesia estaba tan cerrada en lo relativo a los matrimonios como una aldea. Los protestantes solían casarse entre sí, y la forma más sencilla para que una pareja indicase que estaban decididos a hacerlo era la costumbre de sentarse juntos en uno de los bancos de la galería. Todo el mundo se había sorprendido de ver a Dan Taylor con Marion Bridges porque todo el mundo que estaba al corriente de los rumores había creído que sería Anna Viccary, si por fin se decidía a fugarse con Danny o a enfrentarse con su padre y su madre.
—Pero ¿qué clase de muchacho es? —preguntó Mrs. Bradley—. Verá, Mr. Viccary, debo serle sincera. En estos casos de asesinato, como no dudo que habrá usted leído, la sospecha suele recaer sobre la última persona en ser vista con el difunto cuando aún se hallaba con vida. En este caso, la última persona parece ser el joven Mr. Taylor.
—¿Cómo? —dijo Mr. Viccary—. ¿El joven Danny Taylor? ¡Está de broma! Aunque, no se crea, no me gusta mucho el tipo ese. Vino por aquí bailándole la mona a mi hija hasta que le mandé a paseo. Pero, con todas sus faltas, no es el tipo de persona que mataría a nadie. No piense de él así, señora, no de esa manera. ¡Vaya, pues sí que tiene gracia! —e hizo lo propio riéndose él mismo de la forma más sincera posible—. Pero en fin —añadió, volviendo en sí, puesto que era por regla general un hombre solemne—, no debería reírme. Le ruego que me disculpe, señora, y que lo haga también la difunta. Le alegrará saber que tuvo el mejor funeral que el dinero puede pagar, de acuerdo con su propios deseos expresados a mi hija Anna cuando estaban arreglando los cuartos. Dejó dinero para pagarlo, también.
—Ah —dijo Mrs. Bradley—. Ahora que lo menciona, ¿a quién se dejó el dinero?
—Pues a mi esposa —dijo Mr. Viccary—. Yo mismo me sorprendí. No podía pensar en ninguna otra persona a quien se lo pudiera haber dejado, puesto que se trataba de ahorros para su funeral. Le dejó a mamá dice libras con diez, no algo más... ¡ah, ahora me acuerdo! Fue el pasado día de año nuevo. Mamá se rió mucho, claro está, porque lo último que uno podía pensar era en aquella muchacha fornida muriéndose. Pero algo debió hacerle predecirlo. Debe haber sido algo así, o si no, ¿por qué habría llevado a cabo dichos preparativos? Y el dinero que le quedaba para ella... eran unas ocho libras más o menos... porque aquí no le faltaba de nada, eso se lo aseguro, y nunca se gastaba ni la mitad de su paga... ni un cuarto, diría yo, desde que se juntó con Danny Taylor, porque no hubo una salida que no pagara él mismo... así que eso se lo dejó también al cuidado de mi señora. «Para mi ajuar», dijo, riéndose un poco. Y mi esposa dijo «Seguro que con el tiempo él hace lo correcto».
—¿Así que ella estaba convencida —preguntó Mrs. Bradley— de que se casaría con Danny Taylor?
—¿Ella? Nosotros lo estábamos, señora. Él no tenía que hacer más que reunir las fuerzas necesarias para comunicárselo a su familia, y la cosa estaba hecha.
—¡Oh! ¿Entonces a los Taylor no les habría gustado el matrimonio?
—Si le digo, señora, que mi hija Anna no era lo suficientemente buena para los Taylor, entonces se imaginará lo que iban a decir de una lechera. Creo que el problema no era tanto el dinero como que el hijo mayor se casara con una mujer con título, o casi con título, como si dijéramos.
—¿De veras?
—Oh, sí, puede estar segura. La Honorable Miss Caroline Algo... No me acuerdo del nombre... La hija de un conde, eso me dijeron. Claro que los Taylor tienen mucha lana, señora, mucha lana, ya le digo, y todo el mundo estaba de acuerdo en que aquello era un buen arreglo para ellos. Él no ha vuelto a casa desde entonces, pero ¿eso qué quiere decir? Así los Taylor podrían pasar las vacaciones de verano en un castillo de verdad en el sur de Inglaterra siempre que les plazca.
—Ya veo —dijo Mrs. Bradley—. Aún así, suena como si su Marion fuera una chica astuta, para haber ahorrado más de veinte libras.
—Un poco rácana, o eso me parecía a mí —dijo Mr. Viccary—. Le sacó muchas cosas a Danny también, relojes y joyas y cosas así.
—¿Y qué edad tenía esta muchacha tan razonable?
—Pues bien —dijo Mr. Viccary—, yo creo, señora, que ha dado usted en el clavo. Es solo mi opinión, por supuesto, y no tengo nada que la avale. Más bien lo contrario, en realidad, porque ella solía decir que tenía veinticuatro años. Pero por lo que creo, y por lo que sé sobre caballos, y ya no le digo sobre yeguas, habría que echarle otros diez años encima para acercarse. Pero bueno, no debemos hablar mal de los difuntos, y si la pobre muchacha creía que podía sacarse unos añitos, no es asunto nuestro.
—Sin embargo, sí que lo es —me dijo Mrs. Bradley cuando estuvimos de vuelta en la carretera—. ¿Acaso el joven caballero prefería en serio los encantos de la lista Marion que los de la joven que nos abrió la puerta de esa casa?
—No podría decirlo, señora —dije—. Solo sé que Christina...
—Ah, sí, Christina —dijo—. He oído hablar mucho sobre Christina. ¿Qué posibilidades tiene en tu opinión nuestro joven inspector? ¿Es la chica tan despiadada como hace creer?
—No sabría decirle, señora —dije, indescriptiblemente agitado por esta descripción de mi amor secreto—. Yo no la llamaría despiadada en absoluto. En realidad, todo lo contrario, habría dicho. Pero yo solo la conozco en casa.
Ella se echó a reír y dejó el tema, para mi gran alivio. Era mi anhelo más secreto... escondido hasta el instante que se me reveló... que, como ninguno de los dos seríamos lo suficientemente mayores para casarnos con Christina, June debería morirse en algún momento convenientemente temprano, para dejar a Jack el camino libre. Así, al menos, la retendríamos en la familia.
No verbalicé estos pensamientos. Habíamos cerrado la cancela de la granja con cuidado detrás de nosotros y nos dirigíamos por la carretera hacia la estación. La dejamos atrás, continuamos caminando hasta que alcanzamos el camino de carros que conducía al pequeño río, y desde el cual se llegaba a una confluencia con el canal en el Puente del Muerto.
—Por favor, Mrs. Bradley —dije—, este es el último giro desde el que podemos llegar al río hasta que lleguemos a Brelton-by-the-Splash.
—¿Y eso a cuanto queda? —me preguntó.
—A unas dos millas y media, señora.
—Demasiado lejos. Démonos la vuelta aquí.
—Estaríamos traspasando, señora, en cuanto crucemos la verja.
—Tengo un permiso de policía. No sé si nos da permiso para traspasar, pero si alguien nos pregunta qué hacemos aquí, lo descubriremos.
Se aupó a la verja con tanta facilidad como lo haría yo mismo. No parecía en absoluto incómoda por su falda, y no necesitó de mi ayuda. Incluso Christina no lo habría hecho mejor. Me sorprendió, pero traté de no demostrarlo.
El camino de carros era lo suficientemente amplio para que pudiéramos marchar el uno al lado del otro.
—¿Qué línea de investigación está siguiendo, Mrs. Bradley? —pregunté, cuando pasábamos por delante de un roble enorme a cuya altura el camino se bifurcaba hacia la derecha, con un sendero levemente marcado descendiendo hacia el río.
—¿Te refieres a lo que pienso, muchacho? Pues bien, ahora que he oído un poco de lo que ha ocurrido, soy... te lo cuento, queda entendido, en la más estricta confidencialidad... Estoy inclinada a comenzar investigando no los asesinatos per se, con sus necesarias pero, entre nosotros, aburridas líneas de investigación, informes médicos, pesquisas rutinarias de la policía, y todo eso, sino los puntos más extraños que la policía, por ahora, no ha sido capaz de dilucidar.
«Verás, no resulta extraordinario en absoluto, en el sentido más amplio, que haya tenido lugar un asesinato en un circo o en una feria. Es triste pero no interesante; sobre todo no es interesante desde el punto de vista de la psicología pura, y de la detección pura. Incluso que una mujer sea asesinada a las puertas de una taberna no es un asunto para el criminal amateur. ¿Me sigues?
—Oh, sí, señora —dije mostrando interés—. Por supuesto que sí. Acaba usted de decir que todo esto es confidencial entre nosotros. ¿Puedo contarle a Keith lo que ha dicho?
—Sí, por supuesto. Todos los buenos detectives tienen un Watson.
—En lo que a Keith se refiere —dije... puesto que, aunque me sentía halagado, era demasiado honesto a esa edad para aceptar una alabanza que no me correspondía... —es mucho más probable que yo sea el Watson a que lo sea él.
—¿En serio? —dijo—. Muy bien, pues a ver qué te dice él de todo esto. Necesitaremos cada brizna de concentración que poseemos entre todos para prevenir cualquiera de estas horrendas excursiones al país del crimen.
—¿Cree que esta noche ocurrirá otro asesinato, señora?
Como respuesta señaló al cielo, que se oscurecía antes de la previsible la lluvia.
—No si estas cubren la luna, hijo mío.
—Entonces ¿cree usted que el asesino es un lunático?
—De alguna manera todos los asesinos lo son. Matar no es una reacción sana a las circunstancias de la vida.
Descendimos hacia la pequeña ensenada de espinos que era el camino más corto hacia la orilla del río, y señalé, a lo lejos, el Puente del Muerto. Ella no pareció particularmente interesada, así que, mientras avanzábamos, me arriesgué a retomar la conversación anterior, preguntándole por qué había decidido que el caso más interesante había sido el de Marion Bridges.
—Creo que el caso de Marion Bridges presenta ciertos rasgos de un valor inusual —contestó—, en parte debido a que, para empezar, tan pronto como llegamos a ese tercer asesinato, nos encontramos tratando con la clase de personas que podrían aproximarse al crimen desde el ángulo de la motivación personal. Verás, todos los casos de asesinato son... en realidad, en cualquier crimen... digamos que existen tres ángulos posibles desde los cuales investigar: el motivo, la forma, y la oportunidad. De los tres, me parece que el motivo es sin duda alguna el más importante. Una vez que se sabe el por qué, uno puede indicar el quién. ¿Me sigues?
—Oh, sí, Mrs. Bradley, la sigo. Pero usted no cree que Danny Taylor quisiera matar a Marion porque iba a tener un bebé.
—¡Los niños siempre acaban por enterarse de todo! —respondió—. Tendré que conocer mejor al joven Mr. Taylor antes de poder responder esa pregunta. En principio, parece de lo más posible.
—Solo circunstancialmente, Mrs. Bradley —concedí. Ella me clavó el dedo en las costillas mientras caminábamos.
—Eres demasiado listo para ser un Watson —fue su comentario.
—Uno debe tomar la evidencia del carácter en consideración —dije, defendiendo mi argumento—. Todo el mundo sabe que Danny Taylor es un rebelde, pero no encontrará a nadie en esta ciudad que hable mal de él, excepto tal vez mi cuñada, June Innes.
—Vaya, vaya, ya veremos —respondió—. Tu hermano es su amigo. ¿Crees que sabe algo sobre el tema?
—Sabe un montón de cosas sobre Danny —respondí—, y, por supuesto...
—Y, por supuesto, realizó un viaje de lo más misterioso en respuesta a una llamada incluso más misteriosa, la noche en la que se cometió este asesinato.
No dije nada. No se me ocurría nada que decir para defender a Jack. Intenté cambiar de tema.
—Sobre el asesinato de la Ronda de San Jorge...
—Dime.
—Pues, ¿no le parece algo extraño que el vicario estuviera en la calle tan tarde?
Emitió una de sus peculiares carcajadas, y me pidió que la llevara de vuelta hasta la Carretera de la Finca, pasando por el descampado de Mr. Taylor. Señalé las dificultades de cruzar la cuneta para llegar hasta allí, pero no parecían importarle, y al cabo regresamos, manchados de fango pero muy animados, a la comisaría, donde me despedí de ella.