CAPÍTULO
CUATRO
LA MUERTE DE UNA EQUILIBRISTA
Christina llegó a las seis y se quedó con Tom, pero decidimos que no queríamos salir de inmediato. June estuvo fuera de casa más tiempo del que había dicho, pero no más de lo que esperábamos, puesto que, aunque fuera brusca y cortante con nosotros e incluso con Jack, adoraba el cotilleo con sus amigas, aunque no con Christina.
A las seis y media Christina acostó a Tom. Antes le ayudamos a bañarlo. A él le encantaba su baño, y a nosotros también. Después limpiamos la cocina mientras que Christina lo subía, y a las siete llegó Jack, y se sentó con Christina a charlar.
Primero hablaron sobre las cosas que habían hecho aquel día, pero pronto la charla se dirigió hacia el asesinato, como nosotros habíamos imaginado que ocurriría, y estábamos echados sobre nuestros estómagos, pretendiendo que leíamos nuestros libros, escuchando con tanta atención como nos era posible.
Creo que se habían olvidado de que estábamos allí.
—Pues sí, es un mal asunto —dijo Jack—. Es como si hubiera vuelto Jack el Destripador otra vez, o eso me han dicho. No hay duda de que se ha tratado de una venganza. Ya sabes cómo son esa gente del circo. Ya tienen al tipo que creen responsable, un portugués llamado Castries. Parece que le gustaba la chica, y otro tipo la estaba rondando, y se metió por medio, y al parecer iba a quitársela delante de sus narices, así que él la acuchilló y la marcó en la cara después de matarla. Es un asunto muy penoso. Una pena que haya tenido que ocurrir aquí. Era una muchacha bonita, dicen, pero desde luego es difícil de entender.
—¿Admite haberlo hecho?
—He estado hablando con Seabrook, que lo arrestó, y al parecer no lo ha admitido todavía. Es más, Seabrook dice que si no supiera lo mentirosos e hipócritas que suelen ser algunos de estos extranjeros, cualquiera podría pensar que el tipo está realmente abatido sobre el asesinato y dispuesto a encontrar al responsable él mismo.
—Lo lógico hubiera sido que asesinara a su rival, no a la pobre chica.
—Eso es lo qué él le ha dicho a Seabrook. El inspector admite que tiene algo de razón, pero estos extranjeros hacen cosas de lo más extrañas. Además, puede que hubiera tenido miedo del otro tipo.
—Pero ¿no habría sido lógico que tuviera miedo de él después de que matara a la chica?
—Puede que sí y puede que no; pero dudo que esa gente de sangre caliente piense las cosas con anticipación en lugar de dejarse llevar. En cualquier caso, me alegro de que lo hayan cogido. Es un mal tipo.
—¿Entonces es cierto que lo hizo?
—Eso no podemos saberlo, como es lógico, hasta que investiguen más. Pero cuando volvía de ver a Seabrook me encontré con Crayton. El periódico local va a volcarse con esto, como comprenderás. Así que lo sondeé un poco, pensando que estaría al tanto de todo, y me dijo que las pruebas eran circunstanciales y que por ahora no se creía ni uno solo de los testigos que se habían presentado a la policía. De todas formas la pesquisa judicial se cerrará después de que se identifique al sospechoso.
—Tendrán que demostrar que el cuchillo era suyo. Porque fue con un cuchillo ¿no?
—Pues sí. Del mismo tipo que se usa para trabajar el cuero. Yo mismo tengo uno. Te lo voy a enseñar, así sabrás que buscar cuando salgas a pasear por el campo, porque por ahora no ha aparecido. De acuerdo con Seabrook y Crayton, por ahora no se puede demostrar que Castries tuviera otra cosa que una pequeña navaja. Pero ya se sabe cómo son estos extranjeros. Es posible que tuviera muchos más. Supongo que lo tiró en algún punto del canal. Por aquí eso sería de lo más sencillo. Dudo que lo encuentren, pero eso no probará nada de nada.
—¿Es que no tienen otra cosa en su contra aparte del hecho de que la chica estuviera enamorada de otro?
—No lo creo. Tiene un motivo, uno muy poderoso al ser extranjero. Esos tipos hacen cualquier cosa movidos por los celos.
—¿Y a qué hora...?
—Sobre las once y media, o eso cree el médico. Por lo menos eso fue lo que me dijo Crayton.
—¿Y dónde dice el portugués que estaba cuando ocurrió?
—En la cama. Eso es todo lo que puede decir. Es lo que cualquiera diría a esa hora, supongo.
—Es verdad. Pero ¿no podría ser cierto?
—Podría ser, si no tuviera un motivo para el crimen; pero como ves sí que lo tiene.
—¿Entonces, eso es todo lo que tienen en su contra...?
—Debería bastar.
—Pues a mí no me parece gran cosa. Por lo que veo su rival podría tener un motivo incluso mejor. ¿No podría pensar que Castries acabaría por vencerle, al menos tanto como al revés?
—Sí, supongo, si hubiera sido extranjero también. Pero resulta que es inglés.
—Pues me parece que están basándolo todo en un montón de prejuicios.
—Por supuesto que sí. Pero yo también soy inglés.
Ambos rieron, pero Christina insistió en que las pruebas no eran muy buenas, y entonces Jack nos vio y nos dijo que subiéramos a acostarnos.
—Pero falta una hora para que sea hora de acostarnos —dijo Keith. Yo le di un codazo y ambos recogimos nuestros libros y le deseamos buenas noches a Christina.
—Podéis llevaros los libros y dejar la luz encendida un ratito —dijo Jack. En general nos trataba con afecto, aunque en ocasiones no pudiera negarse que fuera algo brusco. Además, creo que se preguntaba qué diría June si supiera que él y Christina habían estado hablando sobre el crimen delante de nosotros. Ella nos había criado para creer en las hadas y en las cigüeñas y en toda esa basura. Por suerte no nos había hecho mucho efecto todo aquello.
Subimos a acostarnos, pero no nos desvestimos. Nos echamos sobre las camas con nuestros libros y, después de un rato, Keith dijo:
—Me pregunto a qué se dedicaba en el circo.
—Vamos a preguntarle a Jack —sugerí.
—Seguro que nos dice que nos ocupemos de nuestros asuntos.
—Podemos intentarlo. No me importa ir. ¿Qué puedo decir que me he olvidado abajo?
—Nuestros huevos de Pascua. Están encima del piano, pero puedes hacer ver que te has olvidado del tuyo en la cocina. No puede quejarse mucho sobre eso, sabe que Christina nos los ha dado. Pero ten cuidado cuando entres. Es posible que estén hablando de algo que se suponga no debas oír, y eso no le gustará nada.
—¿Llamo a la puerta? —pregunté.
—¡Demonios! ¡Claro que no! —dijo Keith. Aunque tiene un año y diez meses menos que yo, siempre ha sido más espabilado que yo para algunas cosas—. Piensa un poco.
—Lo siento —respondí avergonzado. Al parecer había estado a punto de cometer una de esas meteduras de pata de las mías. «Nacido con dos pies», era la frase que Jack usaba, y June «otro ladrillo». Christina solía decirme: «nunca harás carrera diplomática, Sim, y eso me gusta». Todos se referían a lo mismo, y a mí no solía importarme mucho. No era peor que ser bizco, o eso creía. Conocíamos a un chico al que le habían curado de eso en el hospital, así que yo no me preocupaba sobre mi falta de tacto. Suponía que se curaría con el tiempo.
Bajé las escaleras, haciendo todo el ruido que pude en los cinco escalones que conducían a la cocina, y abrí la puerta.
—¿Qué demonios quieres? —gruñó Jack.
—Mi huevo de Pascua.
—En el piano, Sim —dijo Christina.
—Gracias —dije, e hice como si me fuera a dar la vuelta. Entonces me giré. —Hoy aposté algo con un chaval —dije como si nada—. Decía que la chica asesinada era una domadora de caballos... y que ella...
—A la cama —rugió Jack.
—No he podido enterarme —dije, regresando con Keith cargando el huevo que había cogido del piano; pero cuando Christina subió a acostarse se asomó y nos dijo en un susurro:
—Era la equilibrista, Sim. Tu hermano me lo ha contado. Y el portugués llevaba mucho dinero encima cuando lo cogieron, y a la muerta le habían robado, o eso es lo que creen.
Era lógico que le tuviéramos mucho cariño. Christina era la chica más estupenda que habíamos conocido.
—¡Christina, espera! —dije—. Entra un momento y charla con nosotros. No te hemos visto en todo el día.
—Eso no es culpa mía —dijo, riéndose y entrando y cerrando la puerta—. No veo nada en la oscuridad. ¿Dónde estáis?
—Aquí —dije, y la atraje hasta mi cama, y la rodeé con mis brazos. Olía muy bien, y tenía las manos pequeñas y suaves, no eran manazas siempre medio cubiertas de cortes y de cicatrices y de callos, como las mías. Siempre estaba limpia y olía de maravilla, y me recordaba a los ramilletes de campanillas frescas que solíamos coger en los bosques más allá de la Isla del Muerto y que traíamos a casa en la parte de atrás de nuestras bicicletas para que ella las colocara en jarrones. Intenté que se echara mi lado, pero no me lo permitió. Nunca nos había conocido de niños pequeños, y creo que eso hacía las cosas un poco distintas.
Keith se acercó y se sentó al borde de mi cama, abrazándola. Ella nos rodeó a cada uno con un brazo, dijo que para darnos calor, y nosotros la abrazamos también porque la queríamos mucho. Keith se lo dijo, y ella lo besó riéndose. Luego me besó a mí también, me desarregló el pelo y dijo:
—Y bien, ¿qué habéis estado haciendo los dos por ahí?
Antes de que pudiera pararlo, Keith se lo estaba contando todo.
—¿No te lo estarás inventando? —le preguntó cuando Keith terminó su relato.
—Ni una palabra, te lo juro —respondió él—. Ocurrió tal y como te lo he contado. Vimos al hombre, y vimos el cuchillo, y luego desapareció en el camino de remolque, y eso sería una inedia hora antes del asesinato. Escuchamos también a todos los animales rugiendo como locos.
—¿A qué distancia visteis el cuchillo? —preguntó. Lo calculamos.
—Debían de ser unas veinte o treinta yardas. Estaba echado sobre la albardilla del Puente del Muerto.
—¿Creéis que habríais reconocido una cosa tan pequeña como un cuchillo de curtir a esa distancia?
—La luz de la luna hizo relucir la cuchilla. No podría haber sido ninguna otra cosa.
—En fin, ya sé que tenéis vista de águila, pero...
—De todas formas lo perdimos del todo a lo largo del canal —apunté—. Y creemos que debió de haberse metido por los estanques y entrar así en el circo. ¿Qué estaría haciendo la mujer fuera de su carromato a esas horas? ¿Se sabe?
Los ojos de Keith se encontraron con los míos. Ambos estábamos pensando en los gritos de la borracha. Al parecer no tenían nada que ver con el asunto, porque Christina contestó:
—Pues sí. Su compañera de carromato dijo que salió un momento porque tenía ganas de vomitar.
—¿Y lo hizo?
—Pues no lo sé.
—Eso podría comprobarse. No creo que limpien vómito de un campo.
—Querido, no seas asqueroso.
—Pero no lo es —dijo Keith—. Los detectives investigan todas las pistas.
—Verás, Christina —dije—, esto es a lo que vamos: si el asesinato fue cometido por el tipo que tienen cogido, entonces no tendría que haber ido escondido a lo largo del canal para entrar en el descampado de Mr. Taylor por ahí. Todo lo que tenía que hacer, estando allí mismo, era esperar escondido a que apareciera la mujer y cargársela en cuanto la viera.
—Pues sí —dijo Christina—. Tenéis razón. Pero lo que no podéis probar es que el hombre del cuchillo fuera el asesino.
—Estamos convencidos de que la chica salió para encontrarse con alguien —dije—. Esa historia sobre tener ganas de vomitar no era más que una excusa—. Entonces conté lo que la borracha había estado gritando.
—Eso podría significar cualquier cosa —dijo Christina.
—Ya lo sé —dije—. Pero estarás de acuerdo en que parece sospechoso después de todo lo que ha ocurrido, ¿verdad?
—Desde luego visteis al hombre del cuchillo a una hora muy cercana al asesinato.
—Y se comportaba de forma sospechosa, o eso creo —dijo Keith.
—Entonces, ¿por qué no se lo contáis a la policía? Iré con vosotros, si queréis. Conozco bastante bien al inspector.
Estábamos al corriente. Era un soltero de unos treinta y dos años, el tipo de hombre que podría ser oficial en el ejército.
Convenimos en que los tres iríamos a la policía por la mañana, y tal vez fue lo mejor que nos hiciéramos a la idea de compartir lo que sabíamos, puesto que a la mañana siguiente las noticias eran terribles. Se había producido otro asesinato en nuestra ciudad, y esta vez se trataba de uno de los nuestros; y encima no podía haber sido perpetrado por el portugués del circo, puesto que se hallaba encerrado en el calabozo. Es más, era un asesinato exactamente igual al primero. Toda la ciudad se había hecho eco de la noticia, y cuando June regresó de su aprovisionamiento semanal del sábado por la mañana nos lo contó todo. Parecía asustada, y dijo que ojalá Jack estuviera de vuelta en casa. Yo por mi parte deseaba que Christina estuviera en casa, pero por una razón bien distinta. La persona que había sido asesinada era otra muchacha. La conocíamos de vista. Era la camarera de Las palomas, una taberna cercana al mercado. Tenía veintitrés años, y era una chica muy alegre. A Jack le caía bien. Le caían bien todos en aquel lugar, y los sábados solía tomarse su cerveza allí después del trabajo. Le quedaba de camino a casa, y le gustaba aquella taberna de aspecto tradicional. Había sido una parada de postas, y a la muchacha la habían asesinado justo al lado de la puerta trasera que conducía al patio empedrado y a las antiguas cocheras.
Un amplio arco llevaba desde el mercado al patio, así como a los garajes en los que la gente podía dejar sus coches los días de mercado si no querían aparcarlos allí. En tiempos de las diligencias los garajes habían sido establos, y aún había un par de ventanucos en el primer piso de la taberna desde las cuales, o eso se decía, los pasajeros en la parte superior de las diligencias podían recibir su tentempié sin apearse de ellas, ya que algunas solo se detenían durante un escaso cuarto de hora en su camino hacia Oxford.
En la parte trasera de la taberna había una torre redonda bastante curiosa, parecida al torreón de un castillo; tenía una ventana de guillotina bastante amplia, y por el lado de la misma, en una pared plana de ladrillo, una puerta. La camarera había salido por esta puerta, ya que acababa de casarse y ya no dormía en el establecimiento. Antes de que alcanzara el arco que conducía a la plaza del mercado la habían matado.
Sacamos muy poca información de June, pero, tan pronto como nos enteramos de la noticia, nos dirigimos cruzando la plaza de arquería hasta la plaza del mercado, donde encontramos la mayor multitud que pudiera imaginarse, como si fuera un día de feria, rodeando las inmediaciones de la entrada al patio. La policía también se encontraba allí, manteniendo apartados a los curiosos, y la propia taberna se hallaba repleta de hombres que querían conocer la historia de boca del tabernero. Había más de cuarenta tabernas en nuestra ciudad, pero Las palomas concentró a la mayoría de la clientela de las mismas aquel día, aunque sobre las nueve de la noche la gente, o eso decía Jack, se terminaría sus bebidas y se marcharía con la música a otra parte.
Fue el dueño el convocado para reconocer el cuerpo de la víctima. Dijo que se sentía agradecido de que hubiera sido él y no su esposa. Ella tenía un ataque de histeria en la habitación principal del segundo piso. La ventana estaba abierta, y se la podía escuchar haciendo un ruido que recordaba a la tosferina. Llevaba horas así, dijo el dueño con orgullo. Siempre solía tomárselo todo muy apecho.
Nos quedamos por allí para escuchar lo que la gente comentaba. Casi toda la ciudad estaba presente. Vimos a casi todos nuestros conocidos, y todo el mundo tenía su opinión sobre el crimen.
Lo mejor que escuchamos vino de nuestra amiga, Mrs. Cockerton, en la pequeña tienda de antigüedades. Vivía bastante lejos de Las palomas, y precisamente por esa razón era dienta del local. Pensaba que era más respetable caminar cierta distancia a por tu vaso de oporto o jerez, en lugar de frecuentar las tabernas que le quedaban más cerca. Ni entonces ni ahora pude entender su manera de pensar, pero dijo que, en épocas mejores, siempre había tenido oporto y jerez en su casa, y nunca se habría imaginado que, en la madurez de su vida, se vería reducida a ir a Las palomas, o a cualquier otro lugar parecido, a por su dedal de ocho peniques.
—E, incluso así, Mr. Innes, es una imposición, puesto que solía costar tres peniques cuando era más joven. No quiero decir que lo comprara, claro que no, pero siempre se veían los anuncios por ahí. ¡Ah, esos sí eran buenos tiempos! Esos autobuses malolientes no existían entonces, solo las berlinas románticas que te llevaban de Londres a Oxford, resonando su cuerno al pasar por la ciudad y con el látigo a punto, y los caballos marchando al galope, bestias nobles, y para todo el mundo solo lo mejor en las tabernas.
—Pero usted no vivía aquí entonces, Mrs. Cockerton —apunté.
—Aquí no, Mr. Innes. Vivía en la carretera sobre la Colina de los Cazadores; pero las diligencias pasaban por allí, después de cruzar esta vieja ciudad.
—¿Vio alguna vez a un asaltador de caminos, Mrs. Cockerton? —preguntó Keith. Fue esa pregunta la que nos llevó a los asesinatos.
—No, no, Mr. Keith. Yo viví mucho después de la época de los bandidos. Pero sí que hubo un asesino que solía rondar por el parque.
—Nosotros también tenemos uno rondando por aquí, o eso parece —dije. Ella me miró con interés.
—¿Rondando? ¿Qué le hace decir una cosa así?
—Usted ha usado esa palabra, en realidad. Pero seguro que es lo que quiero decir. Tiene que rondar por ahí, para luego echarse sobre esas pobres chicas.
—Es posible que no sea el mismo hombre, Mr. Simon Innes.
—Vamos, Mrs. Cockerton —dijo Keith, con el tono adulto que siempre la hacía reír—. Dicen que los dos asesinatos han sido exactamente iguales.
—En realidad, creo que anoche vi algo —dijo Mrs. Cockerton—. Pero ni una palabra a nadie. No quiero que la policía venga por aquí. No es respetable.
—Nosotros vamos a ir esta tarde a la policía, cuando Christina regrese del trabajo —dije yo dándome importancia.
—¿En serio? —Mrs. Cockerton abrió mucho los ojos. Eran de un azul desvaído, y aún así parecían oscuros, como los acianos cerrándose al final de su floración—. Una historia por otra, Mr. Innes.
—Usted primero —dijo Keith; y se sentó sobre un alto arcón de madera al fondo de la tienda para escucharla. Aquel día tenía dos espadas nuevas. Le habían entrado durante el Jueves Santo, después de que nos hubiéramos marchado a casa. Una era en realidad una bayoneta, pesada y reluciente, con una marca parisina en la parte superior de la cuchilla, cerca del mango, y una vaina desgastada con un anillo cuadrado para engancharla al cinto. La otra era un ligero sable curvado. No pude reconocer su procedencia. Tenía menos de veintitrés pulgadas, bien equilibrada, un arma para un muchacho o un hombre, tan afilada como una cuchilla de afeitar y con un balanceo una vez asida que igual valdría para un hombre a caballo o a pie, o, posiblemente, para un cazador de asesinos con mucha imaginación.
—Tenga cuidado con eso, Mr. Innes. No me gusta nada —apuntó Mrs. Cockerton cuando me vio extraerla de su funda y hacerla oscilar, silbando a través del aire—. Diría que es una cimitarra, jovencito. Ningún cristiano podría forjar ese acero. Es impío, y viene de los adeptos a Mohamed, Mr. Innes.
—Daría mi alma por tenerlo —dije.
Entonces me sorprendió diciendo:
—Pues lléveselo, con mi bendición, Mr. Innes. Me temo que posee alguna cualidad agorera, aunque no creo que su corazón inocente se vea afectado. Me alegrará desprenderme de ella, aunque me costara seis chelines en Camberwell.
—Entonces, ¿lo había comprado usted ya antes de vernos el jueves?
—Por supuesto, y muchas otras cosas. —Observó a Keith acariciando un trabuco, uno de una pareja—. Esas dos no van juntas, Mr. Keith. No tiene que decírmelo. Hice una mala compra. Mejor quédese con una de las dos, y así podrá acompañar a su hermano y su espada.
Yo cortaba el aire con la cimitarra.
—¡Mirad la curva que hace la cuchilla, y el mango de cuero! Esto lo han usado a caballo, o llamadme holandés —exclamé.
—Podría ser usted algo peor, Mr. Simon. Son una raza valiente, obstinada, de gran corazón y astucia. Nada de eso podría decirse del miserable que vi anoche.
—¿A quién vio, y por dónde rondaba? —preguntó Keith—. Y ¿le va a dar el sable a Sim?
—¿Y a usted el trabuco? Sí, Mr. Keith, se los voy a dar. Y en lo que respecta a la historia, se la voy a narrar tal y como la viví.
—Usted fue a Las palomas —dijo Keith, alentándola—, a tomarse su vaso de oporto o de jerez.
—Oporto en esta ocasión, Mr. Keith. El jerez que tenían abierto era de una clase inferior de Amontillado. Prefiero oloroso, y de cualquier forma, me gusta el vino de más calidad. Un beneficio del cincuenta por ciento, Mr. Keith, con cada botella que venden. No puedo pensar por qué mi buen amigo, el inspector Seabrook, permite que algo así ocurra.
—Así que tomó oporto —dijo Keith—. ¿Un dedal?
—Así es, un dedal, Mr. Keith. No exactamente la medida de una dama, pero ¿qué le vamos a hacer? Un vino excelente del Duoro, un vino joven; inesperado, pero aceptable. Oh, sí, aceptable. —Pareció estar saboreando el oporto en su memoria, y no la interrumpimos. —Pues bien —continuó con animación—, el reloj dio las diez de forma altisonante. Hora de retirarme. Estaba saliendo la luna. Todo se hallaba bañado por una hermosa luz. Salía la plaza del mercado y la luna hizo relucir el reloj sobre el balcón. Las diez menos diez. El reloj de Las palomas, como de costumbre, estaba un pelín adelantado. Eso ocurre con frecuencia, y no me sorprendió lo más mínimo, pero era hora de marcharme a casa.
—¿Pero qué fue lo que vio? —preguntó Keith. Nos sentamos sobre unos cajones viejos al fondo de la tienda, y la observamos con la más animada anticipación.