CAPÍTULO
TRES
EL CIRCO
June había perdido la discusión, puesto que no nos obligó ni a Keith ni a mí a acompañarla a su peregrinaje forzoso a la casa de su madre en Kent. En el último minuto ella misma decidió que no iría, y envió un telegrama.
Nos despertaron a las seis para que fuéramos a comprar los bollos de Pascua. Normalmente no nos gustaba levantarnos temprano, pero había tres días al año en los que siempre estábamos despiertos antes de que nos llamaran. Esos días eran la mañana en la que salíamos de viaje en las vacaciones de verano, la mañana de Navidad, y el viernes santo. Aquel viernes santo en concreto no eran los bollos lo único que anhelábamos, sino también la visita al circo, de manera que cuando June se asomó a nuestro cuarto y nos dijo que nos levantásemos para ir a la panadería no perdimos ni un minuto, y a las seis y veinte ya estábamos allí.
La panadería se encontraba al final de nuestra calle. Nos llevábamos bien con Mrs. Banks, la dueña, quien solía dedicarnos una sonrisa, sobre todo a Keith, pero aquella mañana todo era distinto. Nos entregó los bollos como si tuviera otra cosa en la mente, y nos dio veintidós bollos, que costaban medio chelín por ocho, en lugar de los veinticuatro de siempre.
—Disculpe, Mrs. Banks, pero faltan dos bollos —dije. Ella dio un respingo.
—¡Pues claro, cariño! —respondió, y añadió, regresando a la tierra—. ¿Qué es lo que habéis dicho?
—Creo que solo nos ha dado veintidós —confirmó Keith, que también los había contado.
—Dios mío, ¿eso he hecho? —Volvió a sacarlos de la bolsa y los contó—. Pues así es. Eso demuestra lo preocupada que estoy, ¿a que sí? Ahí tenéis, queridos. Ahora id con cuidado, y no os quedéis por la calle mucho tiempo.
—Seguro que no —dije—. No nos rezagaremos teniendo estos bollos de los que dar cuenta, Mrs. Banks.
Le pagué el chelín y medio y volvimos a casa lo más rápido que pudimos. A medio camino Keith dijo:
—Me pregunto de qué iba eso. ¿Crees que su gata ha vuelto a tener gatitos?
—Eso no suele darle miedo... Solo la enfada —respondí, porque se suponía que Winkie era una gata doméstica.
Engullimos con fruición los bollos, y salimos antes de que nos pidieran que fregásemos los platos. No nos acercamos al circo ni a los carromatos, porque no queríamos que se acordaran de nosotros cuando más tarde nos colásemos por debajo de la loneta. Caminamos en dirección contraria, por la plaza de arquería, cruzamos el mercado, y pasamos al lado de las Cortes de Justicia hasta que llegamos a la avenida.
Avanzamos por la avenida, nos metimos por la Travesía de la Iglesia, y salimos al Páramo. Allí nos encontramos con Fred y Arthur Bates.
—¿Os habéis enterado de lo del destripador? —preguntó Fred—. No va a haber circo esta tarde.
Puedo decir sin dudarlo que se trataba de las peores noticias que había escuchado nunca hasta entonces en toda mi vida, puesto que éramos demasiado pequeños para que nos hubieran hablado con detalle sobre la muerte de nuestros padres. Ésas habían sido noticias que habíamos ido conociendo de forma gradual, sumando dos y dos; pero esto era como un rayo surgido de la nada.
—¿Cómo que no habrá circo? —dijo Keith—. Te lo estás inventando.
—No, va en serio —dijo Arthur—. Se ha cometido un crimen horrendo en el mismo circo, la policía está allí ahora. Llevan allí desde la media noche, o eso me han dicho. Todo el mundo lo sabe, porque Mr. Simkins tenía que dejar la leche, y no le dejaron; tuvo que hacerlo la policía; y el payaso y el domador de leones y el jefe de todo, los han llevado a prisión, y la domadora de caballos todavía no ha dejado de gritar, porque han asesinado a su hermana y la han cortado en trocitos, tantos trocitos que ni se sabe si es una mujer.
—He visto la sangre —dijo Fred.
—Cree que la ha visto —dijo Arthur—, y mi madre dice que no hay quien le convenza de lo contrario.
—¡Pero tiene que haber circo! —dijo Keith—. ¿Cómo van a ganar dinero y a pagarle por el terreno a Mr. Taylor si no ponen el circo cuando vienen?
—Ni idea... —dijo Arthur—. ¿Venís al canal a ver si nos enteramos de algo?
Teníamos nuestras propias razones para querer acercarnos al camino de remolque, el lugar de la escena de nuestra aventura nocturna, pero no queríamos que nadie nos acompañase.
—No. Yo quiero ver el cuerpo —dijo Keith.
—¡Puag! No se puede ver. Se lo han llevado en un saco para que lo vea el médico.
—¿Por qué? ¿No está muerto ya?
—Pues claro, está muerto. Te digo que lo han cortado en trocitos. Pero el médico puede decir con qué la despacharon, si tiene cuidado y hace su trabajo bien.
—¿Despacharon?
—Ya sabes... Si fue un hacha, o un cuchillo de servir carne, o una pala con el borde afilado, o el arma de un indio, o... o... ¿qué más podría ser?
—Una espada japonesa, una daga Persa, un estoque francés, un beri-beri...
—Eso es un tipo de fiebre —dijo Arthur—. Nos lo enseñaron en la escuela. En fin, de todas formas el médico puede hacerse una idea de muchas cosas con ver los despojos.
—Pero ¿dónde se los han llevado? —preguntó Keith—. ¿A la casa del médico?
—Supongo que sí. Bueno, pues hasta luego.
Nos dirigimos a la zona de unión entre el canal y el río, y los otros dos de vuelta a la avenida para cruzar el puente y llegar hasta el camino de remolque. Podríamos haber ido con ellos hasta la avenida. Habría sido el camino más rápido para volver hasta el descampado de Mr. Taylor, pero queríamos quedarnos solos cuanto antes. Arthur no era mal chico, pero Fred era pequeño y estaba muy mimado. No queríamos que se colgara de nosotros. A menudo pensaba que Arthur lo pasaba tan mal como una chica, teniendo que cuidar de Fred y sin poder arrearle.
Cruzamos una de las bocas de nuestro pequeño río, que discurría paralela al canal que había sido arrancado del mismo, y lo hicimos por unas esclusas estrechas que no se utilizaban para barcas, sino solo para regular el nivel del agua. Después teníamos que cruzar dos puentes más. Una vez lo hicimos recorrimos un sendero estrecho entre las dos cuencas donde se encontraban una ciudadela en desuso de dragas y barcazas, y pasamos por delante de la pequeña taberna llamada Brewery Tap, entrando a continuación en el Pasaje de Santa Catalina. Esta callejuela nos dejaba directamente en la avenida, y en poco tiempo nos dirigíamos, subiendo por Medio Acre, un campo comunal conocido por este nombre, hacia el descampado de Mr. Taylor.
En efecto, todos los enseres del espectáculo estaban siendo embalados. La gran loneta estaba medio quitada, todas las otras cosas empaquetadas, y unos ponis muy graciosos tiraban de un carromato enorme lleno de monos que, por lo general, servía de publicidad anticipada.
Había muchos policías por allí, guardando la verja y observando como se recogían las cosas, y también gente congregada por la cuneta de la carretera para ver lo que pudiera verse. Podía oírse al león rugiendo, creo que debido al olor de la sangre. Nos acercamos a algunos de los grupos para tratar de enterarnos de lo que estaban comentando, pero no creo que supieran mucho más que nosotros sobre el asesinato. Y con toda probabilidad, como pensaría luego, no sabían tanto como nosotros.
Keith tiró de mí para que saliéramos de allí y subimos la carretera en dirección a la finca, la mansión de Mr. Hopkinson, que se encontraba justo frente a otra bifurcación entre el canal y el río, esta vez formando una isla alargada y amplia en mitad de la corriente.
—¿No crees que deberíamos contarle a esos policías lo del tipo con el cuchillo? —aventuró.
—No lo creo —respondí—. Me gustaría tener la oportunidad de seguirle la pista antes, y enterarme de por dónde se escabulló anoche; además, me parece que deberíamos esperar a que llegara el detective.
—¿Qué detective?
—Siempre ponen a un hombre de Scotland Yard en un caso como este.
—¿Por qué no puede encargarse el Inspector Seabrook?
—Pues porque no creo que haya sido entrenado como detective; además, no han asesinado a nadie de nuestra ciudad.
—Pero la chica ha sido asesinada en nuestra ciudad.
—Lo sé, pero creo que son cosas distintas. De todas formas, pongámonos en marcha. No deberíamos desperdiciar más tiempo.
—¿Sabes? —comenzó Keith mientras trotábamos colina arriba más allá del campo de Mr. Perry y la granja de Mr. Viccary, en dirección hacia la estación—. Me parece a mí que esto es hasta mejor que el circo. Después de todo, el circo solo dura una tarde, y es complicadísimo entrar a no ser que paguemos. Este asesinato podría durarnos todas las vacaciones.
Keith solía tomarse las cosas con demasiada filosofía, pero en esta ocasión en concreto supuse que tenía razón. Además, me causaba cierta satisfacción encontrarme en el lado correcto de la ley por una vez.
Nuestra caminata cubrió el mismo terreno que habíamos recorrido la noche anterior, pero nada podría haber sido más distinto. No teníamos ni un minuto que perder, porque sabíamos que teníamos que estar de regreso en casa sobre las once para ayudar a Jack a plantar las patatas, pero, incluso sin la necesidad de apresurarnos, no creo que nos hubiéramos entretenido con ninguna otra cosa.
A plena luz del día decidimos no traspasar la verja de los huertos comunales. Más allá de ellos, una entrada de doble cancela desembocaba en un camino de carros. La granja a la que se dirigía no solía ser objeto de nuestras visitas, ya que se encontraba en la parte más lejana del río, y no tenía árboles frutales ni tubérculos. En cuanto cruzábamos la cancela hacia el camino de carros estábamos traspasando, pero habíamos estado por allí muchas veces, normalmente para bañarnos en el río, y en ocasiones habíamos atrapado y montado alguno de los caballos que pastaban en el prado.
Esta vez nada nos hizo detenernos, y en cuanto hubimos escalado la segunda cancela nos desviamos cruzando los mullidos arbustos que crecían rodeando algunos olmos, corrimos ensenada abajo cubierta de arbustos de espino, y salimos a un camino empinado que discurría paralelo al río.
No tardamos en cruzar el puente en el que el río se unía al canal, y donde habíamos visto al hombre, y entonces caminamos más despacio.
—No veo por donde podría haberse salido del camino de remolque —dijo Keith—, a no ser que se metiera dentro del estanque.
A lo largo y bordeando el camino de remolque, en el lugar en el que habíamos perdido de vista al hombre del cuchillo, había un trecho acuoso y alargado cubierto por lentejas de agua, muy sucio y fangoso, el hogar de todo tipo de criaturas acuáticas pequeñas. No era tanto un estanque como una acequia alargada, amplia y poco profunda, puesto que cubría una distancia de más de sesenta yardas a lo largo de la orilla del canal, de unos veinte pies de ancho. Un seto poco poblado de espinos lo separaba del camino de remolque, con profusión de huecos por todas partes, y, si no hubiera sido por el gua, habría sido sencillo para el hombre haber abandonado el camino y cruzar los prados hasta el terreno de Mr. Taylor, dividido de los campos de labranza más próximos al canal por una valla de madera que podía haber saltado un niño de seis años.
Nos convencimos de que el hombre debía haber cruzado el estanque.
—Lo lógico entonces sería que lo hubiéramos escuchado salpicar agua —dijo Keith; pero a mí se me ocurrió algo peor.
—Imagina que no cruzó el agua, sino que nos escuchó siguiéndolo, y se echó en el suelo detrás del seto de espino. ¿Crees que lo habríamos visto entonces?
Keith no lo creía, incluso considerando la luz la luna, sobre todo porque no esperábamos verlo.
—Eso no me gusta nada —dijo—. Significa que pasamos a su lado, y que, en cuanto nos perdió de vista, se dirigió al circo y cometió el asesinato.
—Podría habernos asesinado igual de fácil a nosotros —dije; pero Keith no estaba tan seguro.
—Nadie asesina niños —dijo. Consideré esta idea muy reconfortante. Mientras observaba el estanque en busca de nuevos tritones removiéndose, me asaltó la duda de si los niños serían demasiado valiosos o por el contrario insignificantes para ser asesinados, y no logré llegar a ninguna conclusión, porque Keith dijo de pronto: —Vamos, Sim. Esas malditas patatas.
Así que nos dirigimos a casa a buen paso. Jack nos tuvo trabajando a destajo hasta la una y media, cuando paramos para comer un almuerzo abundante de jamón frío y vegetales hervidos, y mi postre favorito, pastel de melaza, y Christina nos animó incluso más entregándonos huevos de Pascua que tendríamos que guardar hasta el domingo; y después nos dejaron libres todo el resto del día, ya que ni siquiera June podría esperar que fregásemos los platos cuando habíamos tenido que plantar las patatas.
Nos dirigimos directamente hacia el descampado de Mr. Taylor para ver si el circo se había esfumado, y llegamos justo a tiempo de ver los carromatos principales de la procesión iniciando su marcha. Los carruseles y barquitas, atracciones que el circo siempre traía consigo, no habían sido desempaquetadas. La gran loneta no estaba, ni tampoco algunos de los carromatos, pero todos los animales excepto los monos seguían allí, y pudimos echarles un buen vistazo escalando las rejas y apoyándonos, haciendo equilibrio con nuestros pies en las puntas espigadas de hierro. A Keith se le engancharon los pies porque llevaba puestas sus sandalias, que eran más anchas que los zapatos normales, y un hombre tuvo que cogerlo en volandas para liberarlo.
—Y ahora a casita —dijo en cuanto le dimos las gracias—, o el asesino os cortará las alas.
—Por favor, señor —comenzó Keith, aunque el hombre no era más que un marinero, o eso pensamos—, ¿han encontrado al asesino ya?
—Es poco probable. No tienen por donde tirar —dijo el hombre.
—¿Ninguna pista, quiere usted decir?
—Ninguna, a no ser que alguien lo hubiera visto hacerlo. Y esa gente del circo son bastante raritos. No han dicho ni una palabra. Lo más probable es que sea algún tipo de ajuste de cuentas, y, si es así, nadie se irá de la lengua, o se harán un enemigo más.
No entendíamos mucho de todo aquello, y decidimos preguntarle a Christina cuando tuviéramos la ocasión de hablar con ella a solas; no es que pudiéramos hacerlo muy a menudo, o al menos no tan a menudo como nos habría gustado.
—¿Sabe la policía hacia dónde fue el asesino después del crimen? —le pregunté. El hombre se levantó la gorra, se rascó la cabeza, me miró y dijo:
—¿Y por qué diablos preguntas eso?
—Me preguntaba si habían encontrado el arma que usó.
—Pues no. Pero el médico dice que debe tratarse de un cuchillo parecido al que se utiliza para curtir piel. ¿Sabéis el tipo que digo?
—Oh, sí —dijimos; puesto que Jack tenía uno, y solía comprar trozos de cuero de Mr. Grinstead, el zapatero, y arreglar las suelas de nuestros zapatos.
—Supongo que habrá una recompensa, en caso de que alguien lo encuentre —dijo Keith. El hombre se rió y comenzó a alejarse.
—Podéis probar vosotros —dijo sobre su hombro.
—Volveremos a ver a ese tipo —dijo Keith, mientras nos girábamos para correr detrás de la procesión del circo y alcanzarla antes de que entrara en la avenida—. Es o el asesino o el detective, y por ahora no sé cual de los dos.
—¿Qué me dices de buscar el cuchillo?
—Podríamos, cuando la policía se haya encargado de peinar bien el campo.
—¿Por donde crees tú que se fue el asesino?
—Ni idea, pero te apuesto lo que quieras a que el cuchillo está en el canal.
—Si es así, nunca lo encontraremos.
Nos dimos más prisa y alcanzamos la procesión. Observamos los rostros de los hombres que conducían los carromatos y los inmensos tractores que tiraban del pesado tren de caravanas rojo y amarillo, que contenía las partes de los carruseles y de las barquitas, y a los rostros de las mujeres sentadas al lado de las mismas, y de los muchachos y hombres cuyas piernas colgaban sobre los salpicaderos y los ejes de las ruedas, pero no podíamos discernir nada de sus cautelosos ojos gitanos. Uno nos escupió cuando nos acercamos demasiado. Tenían un aspecto avinagrado y cara de pocos amigos, pero eso no quería decir nada, porque como es natural estaban enfadados por no poder poner el circo y la feria. Alguna gente decía que habían perdido más de veinte libras, y otros decían que doscientas. Todo aquello sonaba terrible para nosotros. Apenas éramos capaces de discernir entre ambas cifras. Fuera la que fuese, era suficiente para lograr que cualquiera se enojara.
Acompañamos al circo hasta al puente que cruzaba el río Wyden, y regresamos a casa bajando por la Calle del Dragón Verde y la parte más cercana del Gredal. Era casi la hora del té, así que decidimos hacer un alto en casa y pedir algo de comer.
—Espero que esté Christina —dijo Keith.
Yo también lo esperaba, pero ambos nos llevamos una decepción. No había nadie en casa, con la excepción de June y el pequeño Tom. June nos cortó unas rebanadas de pan con mantequilla, colocó el tarro de compota sobre la mesa, y nos dijo que si queríamos nos hiciéramos chocolate con leche nosotros mismos. Ella iba a salir.
—Tendréis que cuidar de Tom —nos dijo—. Estaré fuera una hora y media. Voy a acercarme a casa de Mrs. Galloner a ver cómo está después de salir del hospital.
—¿Qué demonios nos llevó a venir a casa? —dijo Keith con disgusto, después de que la puerta se cerrara tras ella—. Deberíamos haber supuesto que encontraría alguna cosa horrible que pudiéramos hacer.
—Tom no es horrible, y va a llover de todas formas —dije—. Juguemos un rato con él. Le gusta mucho.
Así que cogimos sillas de toda la casa, y Tom se entretuvo mucho. Hicimos un buen montón de ruido, y Tom se cayó una vez y se golpeó la cabeza, y lloró un poquito, pero esperamos que el chichón no se notara. No tenía sentido pedirle que no se chivara, porque la última vez que lo hicimos y nos lo había prometido lo contó todo a la primera oportunidad, tan pronto como June volvió a casa.
—Tom es muy bueno. Prometió no contar nada, y no lo hará.
En fin, que ella, como es lógico, insistió en saber lo que había prometido no contar, y nos tiró de las orejas y nos llamó mentirosos cuando lo supo. No nos gustaba mucho como nos trataba, pero Jack me había dicho en una ocasión que era duro para ella tener que llevar la casa para tantos, y creo que yo y Keith le teníamos algo de pena. Jack salía a menudo sin su compañía, o eso pensábamos, y nunca ayudaba con Tom. A su manera era buena con nosotros, no cariñosa, pero en general bastante justa. Creo que era mayor que Jack. Alguien dijo que lo había cazado. Yo no lo creía. Jack siempre pudo hacer lo quería con las mujeres y las chicas. Desde la llegada de Christina creíamos que en ocasiones se lamentaba de su matrimonio.
—Hay otra cosa —dijo Keith—, aunque no sé si significa algo.
—¿Qué? —pregunté, dándole a Tom un pedazo de chicle para que se estuviera callado. En realidad no le estaba permitido tomarlo, así que, como era lógico, le encantaba. Le habíamos enseñado con mucho cuidado a que no se lo tragara, así que estaba seguro de que no podía hacerle daño. También le habíamos enseñado a hacer peniques con él cuando le había extraído todo el sabor, y pensaba que era una parte esencial de comer chicle, y le encantaba apretar las monedas contra la masa que se sacaba de la boca y mirar como surgía el relieve. Cuando se cansaba de jugar con el chicle, Keith se lo llevaba, y pretendíamos ayudarle a buscarlo. No tardaba en olvidarse de qué andábamos buscando, sobre todo cuando se le daba un pedacito de queso para comer. El queso era otra cosa que no se le permitía, pero nunca parecía hacerle daño. Le habíamos enseñado a llamarlo «vaca», que era una palabra que podía decir con facilidad, y que además no revelaba nada a June. Era una mujer bastante tonta, que no entendía a Tom, nunca lo haría.
—¿Cómo? —repetí, cuando Keith no me respondió.
—Pues bien —dijo él con modestia—, corrígeme si me equivoco, pero ¿no has recordado lo que comentaba esa mujer todo el rato cuando estábamos en la puerta del circo anoche?
—«No seas tan tonto. Qué va. No te creas todo lo que oigas, especialmente en una taberna», repetí despacio.
—Eso es. ¿No crees que alguien había tenido una cita con ella o algo? ¿O bien le había hecho algún tipo de promesa, para después engañarla?
—Eso no podemos saberlo. Es posible. De todas formas, los otros del circo se lo habrán dicho a la policía si fuera importante —respondí.
Más adelante no estaríamos tan seguros.