ASNOGLOBINA

Mote: Dulce et decorum est pro patria morí

I

El profesor Domiciano Lacarraca, bacteriólogo de fama mundial, había hecho un descubrimiento científico de proyecciones incalculables; tal era el rumor que corría de boca en boca, de periódico a periódico.

—Se espera una reforma del ejército, tal vez una subversión completa de todo lo existente en este orden; si no fuera esto, ¿por qué tendría el Ministro de la Guerra tanta prisa en citar al sabio en su despacho, eh? —se decía en todas partes.

Y más aún, cuando salió a relucir que en las Bolsas se habían formado ya sindicatos secretos para la explotación del invento, que le adelantaban al profesor Lacarraca una importante cantidad para facilitarle un indispensable viaje de estudio a… Borneo, entonces la marea de comentarios se desató como para nunca acabar.

—… Pero, vamos, ¿qué tiene que ver Borneo con el Ministro de la Guerra? —dijo gesticulando el señor Vesicálculo, honorable miembro de la Bolsa y pariente del sabio, cuando le hicieron una entrevista—. ¡¿¡Qué tiene que ver!?! Y, además, ¿dónde está la dichosa Borneo?

Al día siguiente todos los diarios publicaron las simpáticas palabras del financiero de amplias miras, añadiendo que un experto del gobierno norteamericano, Mr. G. R. S. Slyfox M. D. y F. R. S., acababa de ser recibido en audiencia por el profesor Lacarraca.

La curiosidad del público asumió entonces caracteres de fiebre.

Los sabuesos de la prensa sobornaban a los escribientes en el Ministerio de la Guerra, para enterarse de los nuevos inventos, recién depositados, y ofrecían después un material informativo que era el más brillante testimonio del incesante anhelo de perfeccionar más y más a las fuerzas armadas. Así, por ejemplo, constituía, en opinión de los círculos profesionales, una verdadera novedad cierto dispositivo muy ingenioso, relacionado con el funcionamiento del tren del ejército, en casos de guerra y en maniobras, y que permitía aumentar el índice de eficiencia del cero a cinco (¡!) puntos.

Pero la cumbre de todo, algo fuera de toda competencia, y sobre esto estaban todos de acuerdo, era el consejero automático en lances de honor, inventado por el capitán de> infantería Gustavo Burrillo, oficial que, gracias a su originalísima interpretación de la palabra honor, disfrutaba de amplia fama, incluso allende las fronteras de su país.

Figúrense: un mecanismo de relojería, fácil de manejar por cualquier teniente sin instrucción ni conocimientos previos, un aparato, en una palabra: un código de honor automático, con su desagüe y todo, que de un sólo movimiento puede darse vuelta en cualquier dirección, que suprime la pesada y laboriosa búsqueda y justificación del concepto de honor deseable para cada caso particular, y que en lugar de ello introduce un dispositivo puramente mecánico.

Muchas, muchas cosas parecidas iban saliendo a la luz del día, pero del descubrimiento o la invención del profesor Lacarraca, ¡ni una palabra!

De modo que era cuestión de armarse de paciencia, dejar madurar las cosas, como cuando se deja madurar una cosecha, y esperar los resultados de la expedición a Borneo.

Así pasaron meses…

Todos los rumores acerca del gran descubrimiento fueron olvidados hacía tiempo, cediendo lugar a nuevos problemas, cuando un periódico europeo trajo la noticia de que el profesor Lacarraca y, posiblemente, todos sus acompañantes habían perecido en circunstancias, lamentables. El cable decía brevemente:

«Mayo, 13. Silindong, Distrito de Pakpak, Borneo. (De nuestro corresponsal especial). El profesor Domiciano Lacarraca fue despedazado anoche en su casa por una manada de orangutanes. Varios criados y vigilantes compartieron su suerte. El ayudante, Dr. Slyfox, ha desaparecido. El escritorio del sabio está destrozado. Innumerables escritos y apuntes del investigador cubren el suelo, hechos pedazos.»

Tal fue la breve oración fúnebre que acompañó a una grandiosa idea a su tumba.

MOTE:

Con el trasero lleno de botones

orgulloso camina el «patatero»,

satisfecho de no tener qué hacer

nada con que trabaje su cerebro.

UNA CARTA

que un tal Dr. Ipse escribió a su amigo desde

Borneo, tres años más tarde:

"Silindong (Borneo), 1.° de abril de 1906.

"Mi viejo y querido amigo:

»¿Te acuerdas cómo, hace muchos años, en la taberna de Maader, nos comprometimos a comunicarnos inmediatamente uno al otro cualquier cosa con que tropezáramos, y que tuviera algo de extraordinario, de misterioso, que se saliese de lo cotidiano, que estuviese reñido con lo trivial?

»Y ya ves, hoy tengo, por fin, la suerte de poder comunicarte algo por el estilo, de apartarte un poco de los libracos alquimistas, o los que sean, en los que siempre estás metido.

»¿Qué cara vas a poner, allá en Europa, al saber que en la lejana Borneo hay quien se atreve a hundir el hacha del conocimiento en las raíces mismas de tu admiración ilimitada por todo lo que llamáis “casta de guerreros”?

»Si pudiera espiarte un rato, después de que hayas leído esta carta, quizás vería cómo se separan en tu alma el concepto del honor del uniforme de aquel del amor a la patria, igual que se desprende el letrero de tragacanto de un jinete de alajú expuesto a la lluvia.

»Dime, ¿no has pensado nunca que las personas cultas de la misma condición se llaman entre sí “colegas” (es decir, hombres que estudian o leen algo en común), mientras que los “patateros”… —te acuerdas todavía de este estupendo apodo para los oficiales—, mientras que los “patateros”‘se tratan de “camaradas” (de camera = cámara, dormir en la misma cámara)?

»Siempre vuelvo a acordarme del logradísimo título que el sabio medieval Van Helmont puso a uno de sus capítulos: “Del profundo y misterioso sentido que encierran las palabras y los dichos”.

»¡Y ahora vamos de cabeza al torbellino de los sucesos!

»Adivina a quién conocí aquí. Nada menos que a Mr. G. R. S. Slyfox M. D. y F. R. S., el ex ayudante del desdichado profesor Lacarraca. ¡Imagínate!

»¡Aquí, en Silindong, en lo más profundo de la selva virgen de Borneo! Y es que Mr. Slyfox es el único sobreviviente de la expedición de entonces, e inmediatamente después de la muerte del prof. D. L., cuyos experimentos dirigía él solo desde el primer momento —en realidad el prof. D. L. sólo sirvió de testaferro—, salió de Borneo y fue a Europa para ofrecer su invento a varias potencias principalmente a aquella que desde el comienzo mostró tanto interés y a la que tanto amamos y estimamos todos, en una forma perfeccionada.

»Del resultado de su gestión hablaremos más tarde. Por ahora basta que te diga que en estos momentos está Mr. Slyfox otra vez aquí, más pobre que una rata, y que continúa sus estudios.

»¿En qué consistía el invento del profesor D., o mejor dicho, de Mr. Slyfox? Ya estás impaciente por saberlo.

»¿Verdad? Escucha, pues:

»Durante decenios enteros se ocupó Mr. Slyfox de la estadística de la vacunación y llegó a comprobar que en las comarcas donde el material de vacuna no procedía de personas sino de temeros, se hacía notar un sorprendente aumento del “impulso hacia la defensa nacional”, incluso allí donde no existía para ello el menor motivo.

»Desde esta observación hasta sus monumentales experimentos posteriores, sólo había un paso para el cerebro inventivo de Mr. Slyfox.

»Con el acierto de un norteamericano que no vacila ante nada, relacionó el mencionado síntoma directamente con la reducida capacidad mental del ternero, y estableció una cadena de experimentos.

»Ya los primeros ensayos realizados con algunos ejemplares de pollinos escogidos, asnos, como decimos los profanos, dieron brillantes resultados.

»Al pasar la vacuna conseguida de tales asnos, la llamada Asnoglobina simplex A, todavía por el sistema circulatorio de uno o dos pericos ligeros, su eficiencia llegaba a ser tal que, inyectada en la sangre de personas jóvenes y cándidas, provocaba a corto plazo una especie de delirio patriótico primario.

»En los individuos con taras hereditarias, este estado aumentó en dos casos hasta la patriomanía progresiva irrefrenable.

»Los profundos cambios causados asimismo en la vida artística de los individuos tratados, encuentran su expresión más elocuente en el caso de uno de los vacunados, uno de nuestros más apreciados poetas a caballo, que comenzó su último tomo de poemas con las siguientes líneas:

La espada a la derecha —¡tratatatam!

El enemigo nos acecha —¡tratatatam!

etc.

»Esto te lo cuento de pasada.

»Al principio, como sabes, el gobierno se interesó muchísimo por el descubrimiento que debería ser lanzado bajo el nombre del profesor Lacarraca, y un sindicato costeó la expedición.

»En Silindong, en lo más espeso de las selvas vírgenes de Borneo, patria del orangután, fueron cazados unos doscientos ejemplares de estos monos y vacunados sin demora con la Asnoglobina simplex A.

»Y es que Mr. Slyfox observó que los productos potenciales del linfa, tal como se obtenían de los pericos ligeros, resultarían, en vista de la escasez de estos animales, demasiado caros para una aplicación general en las fuerzas armadas.

»El sabio pensó, pues, que todas las ventajas que, para reforzar la vacuna, ofrecía el perezoso en vista de su exceso específico de estupidez, podrían compensarse seguramente con lo predominantemente simiesco en el orangután.

»Las funestas consecuencias que iba a traer consigo el común encierro de tantos animales fuertes no las pudo prever, naturalmente, nadie.

»La noche de horror en que los monos rompieron sus jaulas, destrozaron todas las cosas y mataron al profesor D. L., junto con los vigilantes malayos, por poco le cuesta la vida a Mr. Slyfox, que escapó a la muerte por milagro.

»Una vez terminada la devastación, los orangutanes celebraron durante días un consejo cuya finalidad parecía al principio del todo enigmática, pero que más tarde arrojó luz esclarecedora sobre el efecto de la asnoglobina y de todo lo relacionado con ella.

»Desde su seguro escondite pudo el norteamericano observar en todos sus detalles cómo los monos, después de interminables chillidos, elegían a un cabecilla —a saber, aquel ejemplar que ya durante su cautiverio se destacó como totalmente idiotizado—, cómo encontraron en un cajón un pedazo de papel dorado y cómo se lo pegaron al traste al elegido.

»El suceso, que se desarrolló ante los propios ojos del sabio, era como para producir el máximo asombro.

»Los orangutanes se juntaron después en grupos, agarraron ramas y varas, en fin, todo lo que pudieron recoger a toda prisa, se las pusieron al hombro y marcharon en formación a través de los senderos de la selva, mientras el cabecilla, dándose importancia, iba un trecho adelante.

»De vez en cuando el empapelado espetaba un resonante güeh, güehgg, güeh, güehgg, y entonces se apoderaba de todos una especie de éxtasis tenebroso.

»Su expresión se tornaba singularmente bestial, volvían la cara de un tirón hacia la izquierda y marcaban el paso como locos, pateando el suelo con los talones.

»Debió de haber sido un espectáculo inolvidable. “Por momentos —son las propias palabras de Mr. Slyfox— tuve la sensación de no estar ya en la selva virgen, sino en otro lugar muy distinto. En cualquier cuartel europeo. Y cuando después pude ver incluso cómo la manada detenía a un ejemplar rebelde y ejecutaba en una sombrerera de cuero un tremebundo redoble delante de él, hasta que a ese contumaz también le sobrevino el “éxtasis patriótico primario”, entonces me sentí literalmente poseído de una ola de ideas nuevas. Estos monos jamás tuvieron un ejemplo, me dije, y, sin embargo, se les ocurrió adornarle el trasero con oro. Con ello tratan de producir la impresión de lo guerrero. Han formado una institución que, observada a la luz del verdadero conocimiento, tiene su origen en el efecto causado por una materia asnoglobínica, adormecedora del cerebro; lo mismo da inyectada que producida espontáneamente en el cuerpo, como auto-toxina favorecida en su desarrollo gracias a la idiotez hereditaria.”

»Deliberadamente me abstengo, mi viejo y querido amigo, a seguir explicándote el curso de las ideas de Mr. Slyfox.

»Aunque sólo sea por el goce de que puedas seguirlas tú mismo hasta el fin, sin trabas preconcebidas.

»Si se me ocurriera afirmar que la fatuidad de los “patateros” nada tiene que ver con el verdadero amor a la patria y que, en la mayor parte de los casos, nace del obscuro deseo de impresionar a los jóvenes de ambos sexos, una especie de ridícula imitación del urogallo, ¿no tendrías que darme la razón ahora? ¡Contesta!

»¿O sería posible que dos amigos tan antiguos, tan íntimamente unidos, pudiesen estar en desacuerdo respecto de una verdad tan fundamental?

»¿Y no bastaría, en otro caso, el tener presentí el nivel cultural de los “patateros” (me refiero naturalmente, también ahora, a una determinada potencia)?

»Pero dejemos de lado estas consideraciones.

»Sólo quisiera comunicarte todavía cuál fue la actitud de las potencias a Jas que Mr. Slyfox ofreció su asnoglobina.

»Una de ellas la rechazó sin más, queriendo ver primero su efecto en otros países.

»La otra respondió, de un modo extraoficial, como siempre, y por mediación de una tercera persona, en el sentido de que la abrumadora mayoría de su población se hallaba ya en el punto deseado, todo gracias al amor hereditario por los príncipes, el recuerdo profundamente arraigado de las citas aprendidas en la infancia, las canciones patrióticas, así como también en virtud de un ingenioso juguete multicolor para niños.

»Un proceso de vacunación como el propuesto, y que, además, con la dolorosa muerte del profesor Lacarraca, carecía de garantías, se consideraba, por lo tanto, prematuro; ello aparte de que, según el parecer de los técnicos, no quedaba demostrado que la asnoglobina, al igual que otras vacunas, no provocaba después de algún tiempo la formación en la sangre de antitoxinas, con lo cual el efecto tendría que ser diametralmente opuesto.

»Por lo demás, las autoridades siguen los experimentos de Mr. Slyfox, con el mismo interés de siempre y les será grato, etc. …De modo que aquí tienes a Mr. Slyfox en seco, con toda su empresa. Ahora, quiérase o no, tiene que continuar sus ensayos con toda clase de animales.

»Yo le estoy ayudando.

»Si, contra todas las esperanzas, no tenemos éxitos realmente grandes, entonces estamos firmemente decididos a cazar un rinoceronte e inyectarle la vacuna.

»Con ello, garantiza Mr. Slyfox, quedará convencido cualquier escéptico.

»Y para que tú, mi viejo amigo, no te inquietes por mí, quiero decirte todavía que por parte de los monos ya no hay peligro.

»Nosotros también nos adornamos los traseros con oropel, y cuando se acercan los animales, basta con que reprimamos severamente toda expresión de inteligencia: los monos nos toman entonces por oficiales, nos respetan altamente y estamos seguros. Tú dirás tal vez que esto es una falta de carácter en mí, pero piensa lo que tiene uno que hacer cuando le toca vivir entre orangutanes.

»Pero ahora tengo que terminar a toda prisa, pues oigo afuera, ya muy cerca, un resonante güeh, güehgg; güeh, güehgg, de los monos patrióticos.

»Por lo cual te saluda a escape

tu viejo EGON IPSE».