PETRÓLEO — PETRÓLEO

Fue el viernes, a mediodía, cuando el doctor Kunibaldo Delirrabias vertió lentamente la solución de estricnina en el arroyo.

Un pez surgió a la superficie, muerto, panza arriba.

«Así estarás ahora tú mismo», se dijo Delirrabias, y se desperezó contento de haber arrojado junto con el veneno los pensamientos suicidas.

Por tercera vez en su vida miraba de este modo la muerte en la cara, y cada vez, gracias a un oscuro presentimiento de que aún estaba llamado para algo grande —para una venganza fiera y dilatada—, volvió a aferrarse a la vida.

La primera vez quiso ponerle fin a su existencia cuando le robaron su invención; después, años más tarde, cuando le despidieron de su empleo porque no cejaba en perseguir y poner en evidencia al ladrón de su invento, y ahora, porque…, porque…

Kunibaldo Delirrabias dio un gemido al revivir en la memoria los recuerdos de su pena.

Todo estaba perdido, todo a lo que tenía apego, todo lo que una vez le era querido y caro. Y todo gracias al odio ciego, estrecho e infundado. que una multitud animada de frases hechas siente centra todo cuanto sale de la rutina.

¡Qué de cosas no habrá emprendido, ideado y propuesto!

Pero, apenas se ponía en marcha, tenía que abandonar la tarea; delante de él la «muralla china»; la turba de los amados prójimos y la consigna «pero».

* * *

—…«Azote de Dios», sí, así se llama la salvación. ¡Oh Todopoderoso, Rey de los Cielos, déjame que sea un destructor, ¡un Atila! —hervía la ira en el corazón de Delirrabias.

Tamerlán, el Gengis Khan, que renqueando con sus huestes amarillas de mongoles, asuela los campos de Europa; los caudillos vándalos, que sólo encuentran sosiego en las ruinas del arte romano; todos ellos son de su raza, mozos crudos, fuertes, nacidos en un nido de águilas.

Un amor inmenso, desbordante, hacia esas criaturas del dios Siva, despertó en él. «Los espíritus de estos muertos estarán conmigo», sentía; y un ser nuevo penetró en su cuerpo, rápido como un rayo.

Si hubiera podido verse en el espejo en aquel momento, los milagros de la transfiguración dejarían de ser misterios para él.

Así es como los oscuros poderes de la naturaleza penetran en la sangre del hombre, rápida y profundamente.

* * *

El doctor Delirrabias poseía profundos conocimientos; era químico, y no le resultó difícil salir adelante.

En América tales hombres se abren bien el camino, de modo que no es de extrañar que también él llegase a hacer dinero, incluso una fortuna.

Se estableció en México, en Tampico, y mediante un floreciente comercio de mezcal, bebida embriagante que él sabía preparar químicamente, llegó a poseer millones.

Muchas millas cuadradas de terrenos alrededor de Tampico eran propiedad suya, y la enorme riqueza en yacimientos petrolíferos prometía ir aumentando su fortuna hasta lo incalculable.

Pero no era eso lo que su corazón anhelaba.

* * *

Llegó el Año Nuevo.

«Mañana será el 1.° de enero de 1951 y estos criollos perezosos tendrán otra vez un pretexto para emborracharse y bailar fandangos tres días seguidos —pensaba el doctor Delirrabias, mirando el mar tranquilo desde su balcón—. Y en Europa tampoco estarán mucho mejor. A estas horas aparecen ya en Austria los diarios de la mañana, dos veces más gruesos que de costumbre y cuatro veces más necios. El Año Nuevo representado por un niño desnudo, los almanaques recién impresos con cornucopias, mujeres flotantes y curiosidades estadísticas: que desde la fecha en que el inventor de la contabilidad por partida doble ha cerrado los ojos para el bien merecido descanso eterno, hasta el martes a las 11 horas 35 minutos 16 segundos, han transcurrido exactamente 9 mil millones de segundos, y así seguidamente.»

Largo tiempo todavía estuvo el doctor Delirrabias mirando la superficie inmóvil del mar. singularmente centelleante a la luz de las estrellas, hasta que dieron las doce.

¡Medianoche!

Sacó el reloj y le dio cuerda lentamente, hasta notar en las puntas de los dedos la resistencia del tornillo. Le dio vuelta un poco más, cada vez más…, ahora un leve chasquido, la cuerda estaba rota, el reloj parado.

El doctor Delirrabias sonrió burlonamente. «Así os voy a reventar la cuerda también a vosotros, mis queridos, buenos…»

* * *

Una tremenda detonación sacudió a la ciudad. Retumbaba desde lejos, del Sur, y los marinos dijeron que el origen debería buscarse en la vecindad de la gran lengua de tierra, aproximadamente entre Tampico y Veracruz.

Nadie vio resplandor alguno, y los faros tampoco daban señales.

¿Un trueno? ¿Ahora? ¡Con el cielo despejado! Imposible. Así que un terremoto, probablemente.

Todo el mundo se estaba santiguando, y sólo los patrones maldecían como locos, pues todos los parroquianos salieron corriendo de las tabernas y se fueron a las alturas de la ciudad, donde pasaron el tiempo contándose cuentos de miedo.

El doctor Delirrabias no prestaba atención a todo aquello; volvió a entrar en su cuarto tarareando algo como: «¡Adiós, Tirol, patria mía!»

Estaba de un humor excelente; sacó del cajón un mapa, lo estuvo pinchando con el compás; hizo comparaciones en su libreta de apuntes y se alegró de que todo concordaba: hasta Omaha, quizás aún más allá, hacia el Norte, se extendía la región petrolífera; de ello no cabía duda alguna; y este petróleo tenía forzosamente que formar lagos subterráneos enteros, tan grandes como la Bahía de Hudson; esto lo sabía seguro.

Lo sabía, lo había calculado… durante doce largos años.

En su opinión todo México yacía sobre cavidades rocosas formadas en el seno de la tierra, que, en su mayor parte, llenas de petróleo, se comunicaban entre sí.

Volar una a una las paredes medianeras existentes se convirtió en la tarea de su vida. Durante años empleó para ello ejércitos enteros de trabajadores, ¡y qué dineral costaba todo esto!

Los muchos millones que ganara en el comercio del mezcal se gastaron en la empresa.

Y si hubiera dado una sola vez con un yacimiento petrolífero, todo estaría perdido. El gobierno metería inmediatamente baza en las voladuras, que ya desde siempre había mirado con malos ojos.

Esta noche deberían caer las últimas paredes, las de frente al mar, en la lengua de tierra, y aquellas más al Norte, cerca de San Luis de Potosí.

La explosión estaba a cargo de instalaciones automáticas.

El doctor Kunibaldo Delirrabias se metió en el bolsillo algunos billetes de a mil dólares que aún le quedaban y se fue a la estación. A las cuatro de la madrugada salía el expreso para Nueva York.

¿Qué iba a hacer en México todavía?

* * *

Ahí estaba, todos los periódicos lo publicaban, el cable original procedente de todos los puntos costeros del Golfo de México, abreviado según el código telegráfico internacional:

«Efraín yeyuno riñones», lo cual, traducido, significa más o menos: «Superficie mar cubierta totalmente petróleo causa desconocida todo apesta alrededor. El gobernador del Estado».

Los yanquis estaban sobremanera interesados, ya que el acontecimiento tendría, sin duda, una gran repercusión en la Bolsa, alterando las cotizaciones del petróleo, ¡y bien sabido es que el desplazamiento de la propiedad significa la mitad de la vida!

Los banqueros de Wall Street, interrogados por el gobierno sobre si el suceso iba a provocar un alza o una baja de los valores, se encogían de hombros, negándose a opinar antes de que fuera conocida la causa del fenómeno; entonces, por supuesto, si uno hacía en la Bolsa todo lo contrario de lo que le ordenaba el buen sentido, entonces podía ganarse mucho dinero.

En el ánimo de Europa la noticia no produjo mayor impresión; porque, primero, se estaba a salvo gracias a los aranceles proteccionistas, y, segundo, se estaban gestando precisamente nuevas leyes que, con la llamada Obligación Numeral Trienal Voluntaria, combinada con la supresión de los nombres propios de los individuos de sexo masculino, iba a estimular el amor a la patria y hacer las almas más aptas para el servicio militar.

* * *

El petróleo fluía mientras tanto sin cesar, desde 1« cuenca subterránea de México hacia el océano, exactamente como lo había previsto el doctor Delirrabias, y formato en la superficie del mar una capa opalescente, que se extendía más y más y que, llevada por las corrientes, parecí; iba a cubrir en poco tiempo las aguas del Golfo entero.

Los litorales se volvieron desiertos y la población se retiró hacia el interior.

¡Lástima de las ciudades florecientes!

Así y todo, el aspecto del mar fue de una terrible belleza, una superficie infinita, tornasolada y refulgente en todos los colores: rojo, verde y morado; y de nuevo un negro profundo, profundo, como una fantasía de un mundo de astros fabulosos. El petróleo era más grueso de lo que suele ser corrientemente y en su contacto con el agua salada no mostraba ningún cambio, excepto que perdía paulatinamente el olor.

Los sabios pensaban que una investigación precisa de las causas de aquel fenómeno sería de un gran valor científico, y como quiera que la fama del doctor Delirrabias, al menos en su calidad de experto conocedor de los yacimientos mexicanos, estaba bien justificada en el país, se le solicitó también su opinión.

Ésta fue breve y concisa, si bien no trataba el tema en el sentido que se esperaba:

—Si el petróleo sigue fluyendo en la misma proporción que la actual, entonces, según mi cálculo, dentro de unas 28 a 29 semanas, todos los océanos del mundo quedarán cubiertos y las lluvias desaparecerán en el futuro para siempre, porque no habrá evaporación de agua; en el mejor de los casos no lloverá sino petróleo.

Esta frívola profecía despertó una ola de desaprobación, pero su probabilidad iba ganando terreno día tras día, y como la afluencia del petróleo no mostraba señales de agotamiento, pareciendo, al contrario, aumentar más y más, un pánico espantoso se apoderó de la humanidad entera.

Cada hora llegaban nuevos boletines de los observatorios astronómicos de América y Europa, e incluso el observatorio de Praga, que hasta entonces sólo se había dedicado a fotografiar la Luna, comenzó paulatinamente a mostrar interés por los extraños fenómenos.

En el Viejo Mundo nadie hablaba ya de la nueva forma de servicio militar, y el padre del proyecto de ley, el mayor Eunecio Hidalgo de la Trifulca de Tontoverde, del estado mayor de una potencia europea, cayó en el olvido.

Como ocurre siempre en épocas de confusión, cuando las señales del desastre aparecen amenazantes en el cielo, se hicieron oír las voces de los espíritus perturbadores que, nunca satisfechos con lo establecido, tienen la osadía de atentar contra las antiguas y venerables instituciones:

—¡Fuera con el ejército que devora, devora y devora nuestra riqueza! Más vale que construyamos máquinas, que inventemos medios para salvar del petróleo a la humanidad, presa de desesperación.

—Pero si no puede ser —reconvenían los más circunspectos—. ¡No se puede dejar de pronto sin pan a tantos millones de hombres!

—¿Cómo dejar sin pan? La tropa sólo necesita ser disuelta, cada uno habrá aprendido alguna cosa, aunque sea el oficio más sencillo —era la respuesta.

—Bueno, la tropa sí. Pero, ¿qué vamos a hacer con tantos oficiales?

Era, desde luego, un argumento de peso.

* * *

Las opiniones oscilaban largo tiempo de un lado para otro, sin que ningún partido pudiera imponerse al contrario, hasta que llegó el cable cifrado de Nueva York:

«Puercoespín higuera peritonitis América», lo cual, traducido, significaba:

«Petróleo aumenta, situación extremadamente peligrosa. Cablegrafíen inmediatamente si allá apesta lo mismo. Saludos, América».

¡Esto hizo reventar el fondo del barril!

Un orador popular, un fanático salvaje, se levantó poderoso como una roca, en medio de las rompientes, fascinador, y la fuerza de su discurso espoleó al pueblo a los actos más irreflexivos.

—Licenciemos a los soldados, que se termine esta farsa, que los oficiales se hagan también una vez útiles. Démosles uniformes nuevos si tanta falta les hacen para ser felices: por mí pueden ser de color verde-rana con pintas coloradas. Que vayan todos a las costas, que recojan allí el petróleo con papel secante, mientras la humanidad se pone a pensar en los medios para conjurar la catástrofe.

La multitud aplaudía.

Las objeciones de que tales métodos no tendrían la menor eficacia, ya que los agentes químicos serían más adecuados, no hallaban eco.

—Ya lo sabemos, lo sabemos todo —se oía decir—: pero, ¿qué vamos a hacer con tantos oficiales sobrantes, eh?