EL CEREBRO

Tanto que se alegraba el párroco con la vuelta del Sur de su hermano Martín, y cuando éste entró por fin en el anticuado cuarto, una hora más temprano de lo que se esperaba, toda su alegría se ha desvanecido. No podía comprender la causa, y sólo lo sentía como se siente un día lluvioso de invierno, cuando el mundo amenaza convertirse en cenizas. Tampoco Ursula, la vieja, supo decir una palabra al principio.

Martín estaba moreno como un egipcio y sonreía amistosamente al sacudirle la mano al párroco.

Claro que se quedaría a cenar en casa y no estaba cansado en lo más mínimo, según dijo. Es cierto que tendría que ir por dos días a la capital, pero después pensaba pasar todo el verano en el hogar.

Hablaron de su juventud, cuando el padre vivía aún, y el párroco notó que el extraño rasgo melancólico de Martín se había acentuado aún más.

—¿No te parece a ti también que ciertos acontecimientos sorprendentes, incisivos, se producen únicamente porque uno no puede reprimir el temor íntimo que le inspiran? —fueron sus últimas palabras antes de irse a dormir—. Tú recordarás qué espantoso terror me sobrevino ya cuando niño, al ver una vez en la cocina unos sesos de ternera sanguinolentos

El párroco no pudo dormir: algo como una niebla asfixiante, fantasmal, llenaba la alcoba tan familiar poco antes.

«Es lo nuevo, lo desacostumbrado», pensó el párroco.

Pero no fue lo nuevo, lo desacostumbrado, fue algo diferente lo que introdujo su hermano.

Los muebles no parecían los de antes, los viejos cuadros colgaban como oprimidos contra la pared por fuerzas invisibles. Se tenía el ansioso presentimiento de que el solo pensar cualquier idea extraña y enigmática tendría que traer a empellones un cambio inaudito. «Sólo no pensar nada nuevo, quédate con lo antiguo, lo cotidiano», reza la advertencia interior. ¡Los pensamientos son peligrosos como los rayos!

El párroco no podía olvidar la aventura de Martín después de la batalla de Omdurmán: cómo había caído en manos de los negros de Obeíd, que le ataron a un árbol. El brujo Obi sale de su choza, se arrodilla delante de él y pone sobre el tambor sostenido por una esclava un cerebro humano todavía sangriento.

Ahora pincha con una larga aguja las diversas partes de ese cerebro, y cada vez Martín lanza un grito salvaje, porque siente cada pinchazo en su propia cabeza.

¿Qué significará esto?

¡El Señor se apiade de él!

Con todos los miembros paralizados, Martín fue llevado entonces por soldados ingleses al hospital de campaña.

*

Un día encontró el párroco a su hermano desvanecido en casa.

—Precisamente acababa de entrar el carnicero con una fuente de carne —informó la vieja Ursula, cuando don Martín se desmayó de pronto sin motivo.

—Esto no puede continuar así: tienes que ir al sanatorio para nerviosos del profesor Diocleciano Bueyuno; es un hombre de fama mundial —le dijo el párroco a su hermano, cuando éste volvió en sí. Martín consintió.

*

—¿Es usted el señor Schleiden? Su hermano, el párroco, ya me habló de usted. Tome asiento y cuénteme en pocas palabras qué le sucede —dijo el profesor Bueyuno, cuando Martín entró en la sala de consulta.

Martín se sentó y comenzó:

—A los tres meses del suceso de Omdurmán, usted sabe, las últimas manifestaciones de la parálisis habían…

—Muéstreme la lengua…, ejem, ninguna desviación, trémor moderado —le interrumpió el profesor—. ¿Por qué no continúa contando?

— …las últimas manifestaciones de la parálisis habían… —siguió diciendo Martín.

—Monte una pierna encima de la otra. Así. Un poco más, así —ordenó el sabio, y golpeó seguidamente con un martillo de acero el lugar debajo de la rótula del enfermo. La pierna saltó al instante.

—Reflejos subidos —dijo el profesor—. ¿Siempre ha tenido usted reflejos subidos?

—No lo sé; nunca me he golpeado en la rodilla —se disculpó Martín.

—Cierre un ojo. Ahora el otro. Abra el ojo izquierdo, así. Ahora el derecho: bien, los reflejos de luz en regla. ¿Su reflejo de luz ha estado siempre normal, sobre todo últimamente, señor Schleiden?

Martín calló resignado.

—Debería haber prestado más atención a tales síntomas —observó el profesor, con ligero reproche, e hizo desnudarse al paciente.

Tuvo lugar un largo y prolijo examen, durante el cual el médico manifestó todas las señales del pensamiento más profundo, murmurando, además, palabras latinas.

—Dijo usted antes que tuvo manifestaciones de parálisis, pero no encuentro ninguna —expresó de pronto.

—No, lo que le dije era que a los tres meses habían desaparecido —respondió Martín Schleiden.

—¿De modo que hace ya tanto tiempo que está enfermo?

Martín puso cara de asombro.

—Es un fenómeno curioso que casi todos los pacientes alemanes se expresan tan confusamente —dijo el profesor con una sonrisa benévola—; debería usted haber presenciado un examen en una clínica francesa. Con qué precisión se explica allí hasta el hombre más sencillo. Por lo demás, su enfermedad no es gran cosa. Neurastenia, nada más. Seguramente le interesará saber también que nosotros, los médicos, hemos logrado, precisamente en estos últimos tiempos, llegar a la raíz misma de estas cosas de los nervios. Sí, es la bendición del método de investigación moderna, el saber hoy día exactamente que, en el fondo, no podemos aplicar ninguna clase de remedios, de medicamentos. ¡Tener siempre a la vista el cuadro de la enfermedad! ¡Consciente de su propósito! ¡Día a día! Se asombrará usted cuando sepa lo que podemos lograr con ello. Usted me entiende. Y después lo principal: evite usted toda excitación, es veneno para usted, y vuelva a verme cada dos días. De modo que una vez más: ¡nada de excitaciones!

El profesor le sacudió la mano al enfermo y pareció visiblemente agotado del esfuerzo mental.

* * *

El sanatorio, una maciza construcción de piedra, formaba esquina en una calle aseada que cruzaba el barrio más despoblado de la ciudad.

Enfrente se extendía el viejo palacio de la condesa de Zahradka, y sus ventanas siempre veladas con cortinas aumentaban el aspecto enfermizamente tranquilo de la inanimada calle.

Rara vez pasaba alguien por allí, pues la entrada al concurridísimo sanatorio se hallaba en el otro lado, junto a los jardines, cerca de los dos viejos castaños.

* * *

Martín Schleiden amaba la soledad, y el jardín con sus flores de alfombra, sus sillones de ruedas y los caprichosos enfermos, con el aburrido surtidor de agua y las estúpidas bolas de vidrio, le resultaba inaguantable.

Le atraían la calle silenciosa y el viejo palacio con las oscuras ventanas enrejadas. ¿Cómo estaría por dentro?

Antiguos gobelinos descoloridos, muebles apolillados, arañas enfundadas. Una anciana con cejas blancas y pobladas, de rasgos ásperos y duros, olvidada por la muerte y por la vida.

Día tras día paseaba Martín Schleiden por la acera, a lo largo del palacio.

En tales calles desiertas hay que caminar junto a las casas.

Martín Schleiden tenía un paso tranquilo, propio de las personas que habían vivido largo tiempo en los trópicos. No estorbaba la impresión de la calle; hacían juego una con otra, estas dos formas de ser divorciadas de la realidad.

Llegaron tres días calurosos y cada vez, en su solitario camino, encontraba a un viejo que siempre llevaba un busto de yeso.

Un busto de yeso con una cara aburguesada, que nadie podría recordar.

Esta vez tropezaron uno con el otro, el viejo era tan torpe.

El busto se inclinó y cayó lentamente al suelo. Todas las cosas caen lentamente, sólo que no lo sabe la gente que no tiene tiempo para observar.

La cabeza de yeso se rompió, y de entre los cascos blancos surgió un sangriento cerebro humano.

Martín Schleiden miró fijamente delante de sí, se estiró y se puso pálido. Después extendió los brazos y se llevó las manos a la cara.

Se desplomó con un suspiro.

* * *

El profesor y los dos médicos ayudantes miraban casualmente por la ventana y vieron el suceso.

El enfermo yacía ahora en la sala de consulta. Estaba totalmente paralizado e inconsciente.

Una media hora más tarde se produjo la muerte.

Se mandó un telegrama al párroco, que ahora estaba de pie, llorando, ante el hombre de ciencia.

—¿Cómo fue todo tan de prisa, profesor?

—Era de prever, querido padre —dijo el sabio—. Nos hemos atenido estrictamente a las experiencias con el tratamiento, registradas durante años, pero cuando el propio paciente no observa lo que se le ordena, ahí fracasa toda ciencia médica.

—Pero, ¿quién ha sido el hombre del busto de yeso? —le interrumpió el párroco.

—Me pregunta acerca de circunstancias secundarias, para cuya observación no tengo tiempo ni ganas; déjeme terminar: aquí, en este cuarto, le ordené a su hermano repetidas veces de la manera más terminante que debería abstenerse de cualquier clase de excitación. ¡Orden del médico! Quien no la cumplió fue su hermano. Yo mismo estoy profundamente apenado, mi querido amigo, pero no dejará usted de darme la razón: la estricta observancia de las prescripciones del médico es y seguirá siendo lo esencial. Yo mismo fui testigo ocular de la desgracia: el hombre se lleva, visiblemente agitadísimo, las manos a la cara, vacila, se tambalea y se desploma al suelo. Para prestarle ayuda, era, naturalmente, demasiado tarde. Ahora mismo puedo predecirle el resultado de la autopsia: anemia cerebral aguda a consecuencia de una esclerosis difusa de la corteza gris. Y ahora, querido amigo, cálmese, ármese de valor y saque una lección de ello; el que la hace la paga. Esto suena duro, pero usted sabe que la verdad no es para los pusilánimes.

Para asegurarme la prioridad de esta profecía, hago constar que el cuento que sigue fue escrito en el año 1903.

Gustav Meyrlnk