18

Dicen que murieron diez mil soldados del khalsa en el Satley. No me importó entonces y sigue sin importarme ahora. Ellos habían empezado y al infierno con ellos, como el viejo Colin Campbell solía decir. Si me dicen que la muerte de cualquier hombre me afecta, yo replicaré que a él mismo le afecta muchísimo más, y si es un khalsa sij, que le aproveche.

Conociéndome, no se maravillarán de mi insensibilidad, pero pueden preguntarse por qué Paddy Gough, el vejete más simpático que nunca palmoteara la cabeza de un bebé, se ensañó tan cruelmente con ellos cuando ya estaban derrotados y huían. Tenía buenas razones, y una de ellas es que no se debe dejar a un adversario valeroso hasta que grita: «¡Me rindo!», lo cual los sijs no estaban inclinados a hacer. Yo no habría confiado demasiado en que lo hicieran. La verdad es que no se puede sentir demasiada compasión por un enemigo que jamás toma prisioneros y disfruta cortando a pedacitos a los heridos, como ocurrió en Sobraon y Firozabad. Aunque Gough hubiera querido detener la matanza, dudo que nadie le hubiera secundado.[137]

Pero la mejor razón para eliminar al khalsa era que si escapaban en número suficiente, todo aquel asqueroso asunto volvería a empezar de nuevo, con la consecuente pérdida de británicos y cipayos. Es algo que los moralistas pasan por alto (o mejor, les importa un pimiento) cuando gritan: «¡Piedad para el enemigo vencido!». Lo que están diciendo en realidad es: «Matemos a nuestros compañeros de mañana antes que a nuestros enemigos de hoy». Pero ellos no creen que tengan la culpa de esa situación; quieren que sus guerras se ganen limpia y cómodamente, con buena conciencia. (Sus conciencias son mucho más preciosas para ellos que la vida de sus propios soldados, ¿comprenden?) Bueno, eso está muy bien si uno se encuentra en el Club Liberal con el estómago lleno de oporto al final de la cena, pero si tocaran la campanilla y no viniese un camarero con una servilleta sino un akali con un tulwar, quizá cambiasen de opinión. La distancia siempre añade agudeza a la vista, es algo que tengo observado.

Yo mismo estaba incómodamente cerca, y mi única preocupación después de dormir durante la noche fue escabullirme y unirme al ejército. El problema fue que cuando salí de mi refugio y me puse de pie, me derrumbé de nuevo y casi me caigo en el borde mismo. Hice otro intento con el mismo resultado, y me di cuenta de que me dolía la cabeza, me encontraba muy enfermo y mareado y sudaba como un calderero de Adén, y que algún infernal bicho del Satley estaba bailando una polca en mis intestinos. De hecho padecía disentería, que no resulta fatal pero sí una condenada molestia, e incluso en el mejor de los casos te deja débil como un corderito, lo cual es un inconveniente cuando la ayuda más cercana se encuentra a treinta kilómetros de distancia. Porque aunque oía nuestras cornetas tocando Charlie, Charlie al otro lado del río, no podía gritar, y no digamos nadar.

Moviéndome sobre todo a cuatro patas, hice una cautelosa supervisión de los emplazamientos en la orilla detrás de mí; afortunadamente, estaban vacíos. Las reservas sijs habían levantado el campamento, llevándose sus cañones con ellas. Pero ése era un consuelo pequeño, y yo estaba acariciando ya la idea absurda de arrastrarme hasta la orilla repleta de cadáveres, encontrar un tronco y flotar hacia el ghat de Firozpur, cuando entre la niebla del amanecer apareció la visión más hermosa que yo había contemplado en todo aquel año: las casacas azules y los pugarees rojos de una tropa de la Caballería nativa, con un pequeño corneta a la cabeza. Saludé y grité débilmente, y cuando le hube convencido de que no era un gorrachar fugitivo y recibí la inevitable y alentadora respuesta: «No será Flashman… el Flashman de Afganistán, ¿verdad? ¡Oh, Dios mío!», nos hicimos muy amigos.

Eran del Octavo de Ligeros de la división de Grey, que había estado vigilando el río en Attaree, y les habían ordenado que atravesaran la noche anterior, en cuanto Gough supo que tenía ganada la batalla. Más tropas nuestras estaban pasando por el ghat de Firozpur y el Nuggur Ford, porque Paddy estaba preocupado por asegurar la orilla norte y acabar con los restos del khalsa antes de que ellos pudieran recuperarse y causar algún daño. Diez mil habían desaparecido de Sobraon, con todos sus cañones de reserva, y se rumoreaba que había otros veinte mil en el camino de Amritsar, así como las guarniciones de la colina, mucho más de lo que teníamos nosotros mismos.

—¡Pero ellos no valen un pepino ahora! —gritó el corneta—. Sus sirdars se han largado y están casi sin suministros o municiones. Y la paliza que recibieron ayer les habrá quitado las ganas de seguir, diría yo —añadió, lamentándose—. ¿Estuvo usted en la batalla? ¡Oh, señor, cómo me habría gustado tener su suerte! ¡Qué trabajo más pesado el mío, ir caminando patrullando el río, y no oler ni un sij en todo el tiempo! ¡Cuánto me hubiera gustado dar una buena zurra a esos villanos!

Entre su cháchara incesante y tener que meterme entre los arbustos cada kilómetro mientras el pelotón con mucho tacto miraba a otro lado, yo estaba bastante hecho polvo cuando alcanzamos el Nuggur Ford. Allí me tendieron en una camilla en un hospital de Campaña basha, y un enfermero nativo me llenó de jalapa. Le di a mi pequeño bravucón una nota para que la entregara a Lawrence, donde quiera que estuviera, en la que describía mi situación y estado, y al cabo de un par de días en aquella choza infecta, viendo cómo se deslizaban los lagartos por las vigas podridas y deseando estar muerto, recibí la siguiente contestación:

Departamento Político

Camp, Kussoor,

13 de febrero de 1846

Mi querido Flashman: me alegro mucho de que esté a salvo, y confío que, cuando esto llegue hasta usted, su indisposición haya remitido lo suficiente para permitirle reunirse conmigo sin demora. El asunto es urgente.

Suyo afectísimo,

H. M. LAWRENCE

Esto me dio muy mala espina, puedo asegurárselo: «asuntos urgentes» era lo último que yo necesitaba precisamente en aquel momento. Pero también era tranquilizador, porque no había referencia alguna a mi fracaso con Dalip, e intuí que Goolab no había perdido tiempo en avisar ni a Lawrence ni a Hardinge de que tenía a su cargo al chico como una gallina clueca. Sin embargo, yo no me había cubierto precisamente de gloria, y conociendo el disgusto que experimentaba Hardinge por mí, me sorprendí al encontrarme con tal solicitud; yo había pensado que él se sentiría feliz de mantenerme alejado hasta que se concluyera el acuerdo de paz. Sabía demasiado de los enredos del Punjab para su tranquilidad, y ahora que ellos estaban a punto de arreglarlo todo para mutua satisfacción y provecho, con esa sublime hipocresía expresada en bellos términos, ninguno de los bandos querría que se le recordasen las intrigas y traiciones que se habían consumado en Moodkee, Firozabad y Sobraon. Las cosas les resultarían más fáciles si no tenían al primer agente implicado en todo aquel sucio negocio a su espalda, mirándoles maliciosamente, en la tienda del durbar donde firmaban la paz.

Y no fue sólo ése el motivo de que yo me encontrara ausente de la fiesta diplomática. Sospeché que la aversión que sentía Hardinge hacia mí se basaba en la sensación de que yo estropeaba la imagen que él tenía en su mente de toda la guerra sij. Yo no cuadraba con ella; era una mancha en el paisaje, más molesto si cabe precisamente porque pertenecía a él. Creo que él soñaba con algún noble tapiz para exhibirlo en la gran galería histórica de la aprobación pública: un cuadro bastante realista, de heroísmo británico y fe más allá de la muerte frente a las probabilidades en contra. Sí, y también de valentía ante ese obstinado enemigo que murió en el Satley. Bueno, saben ustedes lo que yo pienso del heroísmo y la valentía, pero los sé apreciar, como sólo un cobarde de nacimiento puede hacerlo. Estarían allí reflejados, seguro, en el noble tapiz, Hardinge severo y controlado, plantando una bota dominante en un sij muerto y levantando a un contrito, aterrorizado Dalip con la mano, mientras Gough (a un lado) se dirigía al cielo con la espada levantada ante un fondo de un humeante cañón, soldados británicos pasando a bayoneta a unos negros con los dientes apretados, y Marte y la Madre India flotando por encima con vestiduras adecuadas. Precioso todo.

Bueno, uno no puede estropear un espectáculo como ése con una caricatura a lo Punch de Flashy tirándose a oscuras damiselas, espiando y fraguando sucios tratos con Lal y Tej, ¿verdad que no?

Sin embargo, las órdenes de Lawrence debían ser obedecidas, así que yo luché por levantarme de mi lecho del dolor, me quité la barba, obtuve ropas limpias y civilizadas, corrí a Firozpur por el río en una barcaza y me dirigí hacia Kussoor con aspecto pálido y atractivo y un cojín en la silla.

Mientras yacía con aquellos dolorosos retortijones, Gough y Hardinge estuvieron persiguiendo la paz con vigor. Paddy tenía todo el ejército al norte del Satley, a tres días de Sobraon, y Lawrence había estado en contacto con Goolab, que ahora creyó seguro aceptar abiertamente el nombramiento de visir que el khalsa le había estado ofreciendo, y adelantarse a negociar en su propio interés. Todavía quedaban unos treinta mil en armas, como recordarán, y Hardinge estaba ansioso por llegar a un acuerdo antes de que aquellos brutos pudieran reconstruir de nuevo su ejército. Porque era una posición muy delicada, políticamente hablando: teníamos los hombres y medios necesarios, como había señalado Paddy, para conquistar el Punjab; lo que nos hacía falta era mí tratado que nos diera el control efectivo, disolviera los últimos restos del khalsa y mantuviera contentos a Goolab, Jeendan y los demás nobles carroñeros. Así que Hardinge, con una velocidad y un celo que habrían sido muy útiles unos meses atrás, tuvo sus condiciones preparadas y listas para restregárselas por la cara a Goolab apenas cinco días después de que acabase la guerra.

Kussoor se encuentra a apenas cincuenta kilómetros de Lahore, y Hardinge se había instalado con su séquito en unas tiendas cerca de la ciudad vieja, con el ejército acampado en la llanura. Mientras yo trotaba a través de las líneas podía sentir aquel aire de exaltación que viene del final de una campaña: los hombres están cansados, y les gustaría dormir durante un año seguido, pero no quieren perderse el cálido sentimiento de supervivencia y camaradería, así que se quedan allí tirados parpadeando al sol, o se animan a retozar y jugar a pídola. Recuerdo a los lanceros jugando al béisbol, y un joven artillero sentado en un cañón, chupando su lápiz y escribiendo al dictado de un sargento con el brazo en cabestrillo: «… y dile a Sammy que papá tiene una espada sij y que se la dará si se porta bien, y un chal de seda para su mamá… Espera, pon su querida mamá y mi queridísima…». Los cipayos estaban haciendo la instrucción, grupos de tipos en chaleco y pantalones ponían sus cazuelas al fuego para cocinar, las largas líneas de arruinadas tiendas dormitaban en el calor, las cornetas sonaban en la distancia, y el aroma de lo que cocinaban los nativos surgía de entre los acampados, que eran cincuenta mil. Más allá del parque de artillería, un sargento de color gritaba para oír el eco, y un rufián de cabello rojo con un ojo negro estaba atado a la rueda de un cañón como castigo, intercambiando joviales insultos con sus compañeros. Yo me detuve para cambiar unas palabras con Bob Napier el zapador,[138] que tenía el caballete puesto y estaba pintando pacientemente a un sowar bengalí con traje completo de casaca azul, banda roja y pantalones blancos, pero tuve mucho cuidado de evitar a Havelock el Sepulturero, que estaba sentado delante de su tienda (con el Libro de Job, probablemente en la mano). Todo estaba tranquilo y adormilado, después de seis días de fuego y furia durante los cuales aquellos tipos habían conseguido mantener cerradas las puertas de la India. El ejército del Satley estaba en paz.

Se lo habían ganado. Había mil cuatrocientos menos, y cinco mil heridos en las barracas de Firozpur. Para compensar, habían matado a dieciséis mil punjabíes y destruido el mejor ejército al este de Suez. Hubo un gran escándalo en casa, por cierto, a propósito de nuestras pérdidas; habiendo visto la crudeza de dos de las cuatro batallas, y sabiendo la calidad del enemigo, yo diría que fuimos muy afortunados de que la factura de la carnicería fuese tan pequeña. Con Paddy al mando, era poco menos que un milagro.

Si las tropas tenían un aire relajado, el cuartel general parecía la Guardia Montada durante una alarma de incendios. Hardinge acababa de emitir una proclama diciendo que la guerra había terminado, y que había sido culpa de los sijs, que nosotros no deseábamos expansión territorial y que estábamos repletos de pacífico autocontrol, pero si los gobernantes locales no cooperaban para rescatar al estado de la anarquía, tendrían que tomar «otras medidas», ya saben. En consecuencia, mensajeros alborotados corriendo de acá para allá, escribientes sudando, ejércitos de porteadores por todas partes buscando refrescos y muebles, y ramilletes de jóvenes edecanes apostados por ahí con aire aburrido. Sin duda yo soy un poco despiadado, pero había notado que apenas deja de sonar el eco del último tiro, pelotones de estos exquisitos llegan como por arte de magia, empleados en cosas vagas, quejándose mucho, atacando la ginebra para hacer cócteles y oliendo a brillantina. Había un grupo delante de la tienda de Lawrence, todo risas y matamoscas.

—Te digo, muchacho —me dijo uno—, que no puedes entrar. El mayor no recibe a civiles hoy.

—Oh, por favor, señor —supliqué yo, quitándome el sombrero—, es terriblemente importante, ¿sabe?

—Si vendes licores —continuó—, ve a ver al… cómo se llama, ¿Tommy? Ah, sí, el khansamah… el mayordomo para ti, guapo.

—¿Quién digo que me envía? —pregunté, humildemente—. ¿Los porteros del mayor Lawrence?

—¡Cuidado con sus modales, caballero! —exclamó él—. ¿Quién demonios eres, de todos modos?

—Flashman —contesté, y disfruté al verlos abrir la boca—. No, no, no se levanten, pueden seguir sobre sus traseros. Y hablando de mayordomos, ¿por qué no se van a ayudar a Baxu a limpiar las cucharas?

Me sentí mejor después de aquello, y mejor todavía cuando Lawrence, nada más verme, despidió a sus wallahs y me estrechó la mano con entusiasmo. Estaba más encorvado y preocupado que nunca, en mangas de camisa y con una mesa repleta de papeles y mapas, pero escuchó atentamente la historia de mis aventuras (en las cuales no hice mención alguna a Jassa), y no le dio importancia a mi fracaso con Dalip.

—No fue culpa suya —dijo, con su estilo brusco—. Goolab nos ha dicho que el chico está bien, eso es lo que importa. De todos modos, eso pertenece al pasado. Mi preocupación es el futuro y lo que tengo que decirle ahora es confidencial. ¿Está claro? —Me miró con ojos penetrantes, sacó su mandíbula inferior y continuó, vigorosamente—: A sir Henry Hardinge no le gusta usted, Flashman. Piensa que es un mequetrefe, demasiado independiente y reacio a la autoridad. Su conducta en la guerra, con la cual estoy muy satisfecho, déjeme que se lo diga, no le gusta. «Un bufón de Broadfoot», ya sabe. Le diré que cuando él supo que Goolab tenía al chico, habló de someterle a usted a un consejo de guerra. Incluso se preguntó si usted habría obrado de acuerdo con Gardner. Ésa es la maldición de la política india, que hace que sospeches de todo el mundo. De todos modos, pronto le disuadí (por un instante juro que la severa cara de caballo apareció triunfante, luego se mostró preocupado de nuevo). En resumen, él no piensa en usted, ni le ve como alguien de confianza.

Mis propios sentimientos acerca de Hardinge exactamente, pero no dije nada.

—Ahora bien, Goolab Singh vendrá mañana para saber cuáles son los términos del tratado y yo vaya enviarle a usted para que se encuentre con él y le acompañe al campamento. Por eso le he mandado llamar. Usted tiene la confianza de ese viejo zorro, y quiero que eso se vea y se sepa. Especialmente sir Henry. A él quizás no le guste, pero yo quiero que él entienda que usted es necesario. ¿Está claro?

Dije que sí, pero, ¿por qué?

—Porque cuando este tratado esté firmado (no puedo decirle cuáles son los términos, son secretos hasta que los escuche Goolab) es probable que se requiera una presencia inglesa en Lahore, con un residente, para mantener el durbar bajo nuestras riendas. Yo seré ese residente y quiero que usted sea mi ayudante.

Viniendo del gran Henry, creo que fue un cumplido tan grande como darle la mano a Wellington o uno de los extáticos gemidos de Elspeth. Pero era tan inesperado y ridículo que casi me eché a reír.

—Por eso se lo estoy adelantando ahora. Goolab será la éminence grise, y si él le respeta y confía en usted, eso ayudará a convencer al gobernador general sobre lo de su nombramiento —hizo una amarga mueca—. No nos llaman políticos por nada. Tengo que persuadir a Currie y al resto de los wallahs de Calcuta. Pero me las arreglaré.

Cuando pienso en el número de hombres eminentes (y mujeres) que me han tomado por lo que no soy y se han formado una alta opinión de mi carácter y habilidades, tiemblo por el futuro de mi país. Quiero decir que si ellos no pudieron detectar que yo no era un tipo fiable, ¿a quién podrán desenmascarar? Aun así, es agradable que piensen bien de uno, y esto ha hecho mi fortuna, a expensas de algunos espantosos peligros… y dificultades menores como confesar con mucho tacto a Henry Lawrence que yo no habría tocado esa desagradable propuesta ni con guantes. Mi primera razón era que estaba hasta las narices de la India y del servicio, de los sijs, de las salvajes carnicerías y los peligros mortales, y me sentía aterrorizado, acosado, atormentado y utilizado, cuando todo lo que quería eran las comodidades del hogar y meterme con Elspeth y otras mujeres civilizadas en la cama, y no volver a salir nunca más de Inglaterra. No me atreví a decirle todo aquello, pero afortunadamente había un medio de escapar.

—Es muy amable por su parte, señor —dije—. Me siento muy honrado, en realidad. Pero me temo que tengo que declinar su oferta.

—¿Qué está diciendo? —saltó al momento, listo para luchar con su propia sombra si le contradecía, así era él.

—No puedo quedarme en el Punjab, señor. Y ahora que la guerra ha terminado, quiero volver a casa.

—¿Ah, sí? ¿Y puedo preguntarle por qué? —estaba casi a punto de estallar.

—No es fácil de explicar, señor. Tomaría como un gran favor… que usted me permitiese simplemente declinar la oferta… lamentándolo mucho, se lo aseguro…

—¡No haré tal cosa! ¡No puede quedarse en el Punjab, vaya! —se calmó abruptamente, mirándome—. ¿Es a causa de Hardinge?

—No, señor, en absoluto. Simplemente, estoy decidido a que me manden a casa.

Se echó atrás en la silla, dando golpecitos con un dedo.

—Usted nunca huye del deber, así que tiene que haber una buena razón para esto… ¡Es absurdo! Venga, hombre… ¿qué pasa? ¡Dígamelo!

—Muy bien, señor… ya que insiste —creí que había llegado ya el momento de soltar mi bomba—. El hecho es que usted no es el único que quiere que yo me quede en Lahore. Hay una dama allí… que tiene intenciones… honorables, por supuesto, hacia mi persona… y… bueno, no puede ser, como puede imaginarse. Ella…

—¡Dios mío! —probablemente soy el único hombre que he conseguido que Henry Lawrence se tomase el nombre de Dios en vano—. ¿La maharaní?

—Sí, señor. Me lo ha dicho de forma absolutamente clara, me temo. Y yo ya estoy casado, como usted sabe —por alguna razón, Dios sabe cuál, añadí—: A la señora Flashman no le gustaría ni pizca.

No dijo nada al menos durante tres minutos. Estoy seguro de que el muy canalla estaba preguntándose qué ventaja podía haber en tener a la reina madre del Punjab suspirando por su ayudante. Son todos iguales estos condenados políticos. Finalmente, sacudió la cabeza y dijo que había comprendido mi objeción, pero que mientras no estuviera en Lahore, no había razón alguna para no ser empleado en alguna otra parte…

—No, señor —repetí firmemente—. Me voy a casa. Si es necesario, renunciaré. —Quizá fuera que no me había curado del todo de mi enfermedad, el caso es que me sentía asqueado, cansado y dispuesto a pegarme con él si quería. Creo que se dio cuenta, porque se puso bastante razonable y dijo que ya vería. No era un mal tipo, tal como se mostró al final de la conversación.

—Creo que me ha proporcionado usted material para otra novela romántica —dijo, con aire voluble—. Dígame, esa dama, ¿es tan atractiva como dicen?

No era el único que me hacía aquella pregunta. Había sido mi destino conocer a algunas misteriosas bellezas que excitaban el interés lujurioso de mis superiores. Recuerdo a Elgin poniéndose rojo de curiosidad con la emperatriz de China, y el brillo en los ojos de Colin Campbell y Hugh Rose cuando me interrogaron acerca de la Rani de Jhansi. Lincoln y Palmerston también. Le dije a Lawrence que era una mujer muy bella, pero dada a los excesos alcohólicos, y que no se podía confiar en ella. Información política, como ven, pero sin detalles lascivos. Él dijo que estaba muy interesado en conocerla, y yo le indiqué que Gardner era el hombre adecuado para eso.[139]

—Al menos hablará con Goolab Singh —dijo él, lo cual no me importaba, porque seguro que aquello ponía furioso a Hardinge, así que ala tarde siguiente fui trotando por la carretera de Lahore, de nuevo con uniforme, para encontrarme con el convoy de elefantes que llevaba a los emisarios del khalsa desde Loolianee. Lawrence me había dicho que ellos no iban a mostrar ninguna ceremonia, y yo debía esperar a un kilómetro y dejarles que se acercaran a mí, para mantener las formas. Pero se detuvieron a dos kilómetros de la ciudad, y vi a los conductores azuzando a las bestias y las tiendas levantadas por los sirdars, mientras un pequeño cuerpo de gorracharra montaba guardia junto a ellos. Yo continué sentado en mi poni, esperando, y finalmente vi a un jinete solitario trotando hacia mí. Era el propio Goolab. Me saludó y lanzó un grito de «Salaam, soldado!», mientras tiraba de las riendas, sonriendo con su cara roja de bribón y cogiéndome la mano. Para mi sorpresa, no llevaba armadura ni joyas, sino una simple túnica y turbante.

—¡El enviado de un enemigo vencido no debe acudir con orgullo! —dijo él—. No soy sino un pobre suplicante, buscando misericordia del Malki lat, y así me he vestido. Y el que viene a encontrarse conmigo es un simple soldado… aunque distinguido. Ah, bueno, estos son tiempos difíciles.

Yo le pregunté dónde estaba Dalip.

—En buenas manos. Un niño muy tozudo, que no me muestra ningún respeto; ha pasado demasiado tiempo entre mujeres, así que sin duda ellas serán su perdición algún día. Finalmente le traeré… de la mano, ¿recuerda? —Rió y adoptó un aire artero—. Pero sólo cuando el tratado esté firmado sin duda alguna; hasta entonces mantendré al pájaro en la jaula.

Dimos un paseo hacia las líneas de Kussoor, porque él parecía no tener prisa; en realidad, para ser un hombre destinado a una embajada delicada, se mostraba insólitamente despreocupado, bromeando y hablando de tonterías, con un aire de gran satisfacción. Sólo cuando mencioné que me iba a casa al cabo de un día o dos él tiró de las riendas con asombro.

—¿Pero por qué? Si la fortuna le espera aquí… No… ¡no con esa buscona real en el fuerte de Lahore! Gurdana me lo ha contado; ¡no será usted tan loco! Mejor unirse a una víbora. ¡Pero sí en Cachemira, conmigo! —Sonreía y fruncía el ceño a la vez—. ¿Duda de mí acaso, del futuro dorado que le prometí? Regimientos para mandar, rango de general, señoríos y rentas… ¡Gurdanaya ha aceptado! ¡Sí, él abandona Lahore para venirse conmigo! ¿Y por qué no usted? ¿Acaso la Lanza Ensangrentada de Afganistán es menos soldado que Gurdana, o que ese sucio perro de Harlan, que gobernó bajo Runjeet, o Avitabile y los demás? —Me dio una palmada en el hombro—. Y nosotros hemos luchado juntos, usted y yo … ¡y quien lucha con Goolab es amigo suyo!

Si era así como recordaba él nuestra escaramuza en las callejuelas de Lahore, me parecía muy bien, pero ¿por qué se empeñaban todos en reclutar a Flashy? Reputación y crédito no era un tema que les afectara. Lawrence, Goolab e incluso una reina me ofrecía su corona. Sí, pero no estaban en casa. Se lo agradecí, explicándole educadamente que yo no era un soldado de fortuna, y él sacudió la cabeza, encogió sus grandes hombros y dejó el tema. Le pregunté si estaba seguro de obtener Cachemira, y dijo que figuraba en el tratado. Entonces me tocó a mí sorprenderme.

—¡Pero los términos son secretos, se supone que se desconoce todavía!

—¿Ah, no? Oh, no por parte de Lawrence sahib ni de su gente —se agitó entre grandes risotadas—. ¿No es éste el Punjab, y no sé yo todo lo que pasa aquí? Un tratado con dieciséis artículos, por el cual el durbar dará a los británicos las orillas del Satley y el Jullundur Doab, y mantendrá sólo un kutch[140] (khalsa de unas veinte mil bayonetas y doce mil caballos), y pagará una potente indemnización de un millón y medio de libras esterlinas. —Estalló en risas ante mi asombro—. No tiene que decirle a Lawrence sahib y al Malki lat que yo sé todo eso… ¡Dejémosles que duerman por las noches! Pero si tiene que hacerlo, no importa, ellos mantendrán el trato, porque contiene todo lo que necesitan: la rica provincia del Punjab, para castigarnos y mostrarle al mundo la locura de desafiar al Sirkar; un khalsa pequeño y débil, eso sí, comandado por ese león entre los guerreros, Tej Singh, con Lal como visir, y un durbar sumiso para hacer su voluntad, con Dalip y su madre como marionetas obedientes… bonitamente subvencionados, seguro. Así el Punjab sigue siendo libre… pero su dueña es la Reina Blanca.

Yo no dudaba de su información. En una tierra de espías, no hay secretos. Y aquél era el mejor trato para nosotros: control sin conquista. Una cosa, sin embargo, no la comprendía yo.

—¿Cómo demonios va a pagar el durbarde Lahore una suma de un millón y medio? ¿No están en bancarrota?

—Claro que sí. Así que, como no tienen dinero, pagarán en especies, cediendo Cachemira y el país montañoso a los británicos.

—¿Y ellos le darán Cachemira a usted por los servicios prestados?

Él suspiró.

—No, ustedes me venderán Cachemira por medio millón. Su gente no desperdicia las oportunidades de sacar provecho. ¡Y dicen que los judíos son avaros! El precio no se menciona en el tratado ni tampoco otra prenda que se entregará como señal de buena fe y lealtad punjabí.

—¿El qué?

—Ya habrá oído hablar de la Montaña de Luz… Koh-i-noor, el gran diamante de Golconda. Bueno, pues también les daremos eso, como trofeo para su reina.

—No me diga. La parte de Su Majestad del botín, ¿eh? ¡Bien, bien!

—Que se lo quede —dijo Goolab, magnánimo—. Al fuerte, el premio. Al paciente esclavo, comprado con oro…, Cachemira.

Hardinge, evidentemente, no había sido advertido de que yo estaba infestando con mi presencia los cuarteles generales de nuevo, porque dio un respingo cuando escolté a Goolab hasta la gran tienda del durbar; y lanzó una indignada mirada a Lawrence. Había una estupenda reunión, incluyendo a Mackeson, que casi había conseguido el puesto de agente frente a Lawrence después de la muerte de Broadfoot; Currie, el secretario del gobierno, y un gran número de «Calcutawallahs», como les había llamado Lawrence. Cuando presenté a «Su Alteza, el rajá Goolab Singh» casi pude leer la mente de Hardinge: conspiración, estaba pensando, ese pequeño bellaco ha estado conspirando para conseguir un contrato de noventa y nueve años en el Khyber Pass. Fue todo hielo y dignidad hacia Goolab, que se mostraba servil y bonachón, apoyándose en un bastón y haciendo grandes aspavientos para que se fijaran en su pie gotoso, con la esperanza de que le dijeran que se sentase, lo cual no hicieron; Hardinge devolvió su saludo con un discurso formal comunicando (pero sin decirlo, porque era un experto y un diplomático) que los términos que oiríamos en breve se habían pensado para dividir en varias partes el Punjab, y que podían considerarse afortunados de salir tan bien parados. Entonces cedió la palabra a Currie y Lawrence, que explicarían el tratado, y éstos se adelantaron. Hardinge me dirigió otra fría mirada, y por un momento pensé que iba a hablarme, pero cambió de opinión; por la forma, de soslayo, en que me miraban los pelotas de Calcuta yo podía ver que había corrido la voz de que Flashy era un tipo de cuidado, así que encendí un cigarro, esperando que me regañaran. No dijeron nada, así que salí para tomar el aire.

Lawrence me había dicho aquella mañana que iría a Umballa al día siguiente (¡ya casa, gracias a Dios!), así que cuando dejé el durbar hice unas cuantas gestiones para recoger las cartas y cualquier chuchería que mis camaradas quisieran enviar a casa… más rápido y más seguro que el correo del ejército. Hubo una general lamentación ante mi partida (porque como Thomas Hughes ya les habrá contado, yo tenía el don de la popularidad) y el querido y viejo Paddy Gough me llamó a su tienda e insistió en que tomase una copa con él.

—¡Los mejores hombres siempre mueren, o se casan o se retiran! —dijo, brindando conmigo—. Usted ha hecho las dos últimas cosas, Flashman, hijo mío, ¡deseamos que nunca haga la primera! Lo cual me recuerda que…, ¿me devolvió usted aquel pañuelo después de Firozabad? ¡No, no fue así, joven demonio de dedos largos! ¿Creerá usted, Smith…, un oficial que roba los efectos de su propio general en presencia del enemigo? ¡Sí, sí, lo hizo! ¡Nunca se vio nada parecido en la guerra de España, se lo juro!

Aquello iba dirigido a Harry Smith, que se parecía a Wellington más de lo habitual.

—Nunca confíe en un político —comentó—. Salud, Flashman.

Y mientras bebíamos, me sentí un poco conmovido, porque Paddy había estado presidiendo una conferencia, y su tienda estaba llena de hombres importantes: Joe Thackwell, Gilbert con su brazo en cabestrillo desde Sobraon, y el Sepulturero, y chicos más jóvenes como Edwardes y Johnny Nicholson, y Rake Hodson, y Hope Grant. Bueno, no es algo que suceda todos los días, que beban a la salud de uno tipos como esos.[141]

Hablaban de Sobraon, por supuesto: el Sepulturero había perdido su quinto caballo de campaña en la refriega, y Thackwell dijo que habría que empezar a cobrarle por los relevos; Harry Smith dijo que aquella situación era la cuarta más peligrosa en la que se había visto, siendo las tres primeras Waterloo, Badajoz y New Orleans, en este orden, lo cual hizo que empezaran a discutir. El viejo M’Gregor, el matasanos, me fascinó con una encantadora disertación sobre los diferentes efectos de una bala de mosquete y de la metralla, con una exquisita descripción de rodillas abiertas,[142] y yo les hice reír con mi relato del escondite de Tej Singh y una versión ligeramente corregida de mi escapada por el Satley.

—¡Y yo que creía que estábamos disparando sólo a los sijs! —gritó Hodson—. ¡Oh, Flashy, si lo hubiéramos sabido!

Y en medio de todo aquel jaleo y risas, ¿quién viene afectadamente sino el canijo ayudante con el que yo había cruzado unas palabras ante la tienda de Lawrence el día anterior? Al ver aquella compañía, lo lógico era que se hubiera escabullido silenciosamente y hubiera salido de allí, pero sin duda acababa de salir de Eton o Addiscombe o uno de esos sitios, porque fue derecho a la mesa de Paddy, se quitó el sombrero y con una voz atildada pidió permiso para entregar un mensaje del gobernador general. Sin ceremonia ni nada parecido. Pero Paddy, muy tranquilo con su vaso en la mano y suponiendo que era para él, le dijo que disparara. El canijo se volvió hacia mí con un brillo malicioso en los ojos.

—¡Señor Flashman! —gritó, y al hablar él la charla se apagó por completo—. Sir Henry Hardinge entiende que usted va a dejar el ejército del Satley mañana. Me ha rogado que le diga que ya no se requieren sus servicios entre sus oficiales y que debe usted considerarse relevado de todo deber político y militar de ahora en adelante. También debo recordarle que está estrictamente prohibido fumar en el durbar.

No se oyó ni una mosca durante un momento excepto la áspera respiración de M’Gregor. Entonces alguien dijo:

—¡Dios mío!

Y yo, anonadado por ese insulto deliberado, pronunciado en presencia de la flor y nata del ejército, de alguna manera encontré el sentido común suficiente para replicar con tranquilidad.

—Mis cumplidos al gobernador general —dije—, y gracias por su cortesía. Eso es todo. Puede retirarse.

Sin embargo, no pudo hacerlo. Mientras todos después de una asombrada pausa, se ponían a hablar con sus vecinos en voz alta como si nada hubiese pasado, el Sepulturero se abalanzó sobre aquel miserable como un ángel vengador.

—Joven! —tronó, y juro que el muchacho se echó a temblar—. ¿Ha perdido todo el sentido de la decencia? ¿No sabe que una comunicación personal debe entregarse en privado? ¡Fuera, señor, en este mismo instante! ¡Y cuando haya purgado usted su insolencia, puede volver para presentar sus disculpas a este oficial, y al comandante en jefe! Y ahora… ¡fuera!

—Me dijeron… —replicó el imbécil con apenas un hilo de voz.

—¿Me desafía usted? —rugió Havelock—. ¡Fuera!

Y se fue. Me ardían las mejillas y la rabia bullía en mi interior. ¡Que te ponga en evidencia en aquella compañía un imberbe salido del jardín de infancia, y no poder hacer nada…! Pero aquello no podía haber pasado ante hombres mejores. Al momento todos estaban riendo y charlando, y Gough me dirigió una sonrisa y movió la cabeza. Harry Smith se levantó y al salir me cogió el brazo y susurró:

—Hardinge no quería hacerlo en realidad, ya sabe.

Y Johnny Nicholson y Hodson se reanimaron y M’Gregor hizo una broma acerca de amputaciones.

Mirando hacia atrás, no culpo a Hardinge en absoluto. Con todas sus faltas, sabía lo que hacía, y yo no dudo de que, en su irritación al verme junto a Goolab, hubiera murmurado algo así como: «¡Ese maldito cachorro está en todas partes! Así que se va mañana, ¿eh? ¡Ya era hora! ¡Díganle que está suspendido de todo cargo, antes de que haga alguna otra barrabasada! ¡Y fumar aquí, como si estuviera en una taberna!». Y Charlie, o alguien, pasó la orden, y el mequetrefe recibió el mensaje, y pensó marcarse un tanto. Era un idiota. Sí, pero Hardinge tenía que haber dispuesto que la cosa se hiciera de una forma decente. ¡Maldita sea!, podía haberme hecho llamar él mismo, y unir su rechazo a una palabra de agradecimiento por mis servicios, sincera o no. Pero no lo hizo, y su acólito me había hecho quedar como un idiota. Bueno, quizá pudiera jugar yo también a aquel juego.

Mientras tanto, el viejo Goolab Singh estaba encerrado charlando con Currie y Lawrence, y sin duda alzando sus garras con fingido horror ante cada cláusula del tratado que le iban exponiendo.[143] Estoy seguro de que nunca dejó entrever que lo conocía todo de antemano, y se lo pasó muy bien sacudiendo la grisácea barba y protestando que el durbar nunca aceptaría tan duros términos. Las negociaciones duraron toda la tarde y la noche…, al menos por parte de Goolab, porque Currie abandonó después de unas horas, y les dejó a él y a Lawrence echados en su charpoy fingiendo dormir. Todo era pura comedia, porque Goolab estaba obligado a aceptar al final, pero mantuvo las apariencias, y no cedió hasta la madrugada. Yo estaba allí cerca, satisfaciendo mi insaciable curiosidad, cuando Lawrence le vio salir, pero no le dijo nada. Cojeó al salir de la tienda, se subió a su caballo y trotó, abandonando el campamento sirdar, y ésa fue la última vez que le vi, un viejo robusto a lomos de un caballo, como Alí Babá saliendo a coger leña a la luz de la luna.[144]

—Todo está atado y bien atado, y listo para ser firmado cuando lleguemos a Lahore —dijo Lawrence—. ¡Viejo bribón! Encantado, sin embargo, si le he juzgado bien. Tiene que estarlo… no le echan a uno un reino en el regazo todos los días. Entregará al pequeño maharajá a Hardinge dentro de un par de días —bostezó y se desperezó, mirando hacia el cielo nocturno—. Pero por entonces tú estarás corriendo hacia casa, hombre afortunado. Quédate un momento y nos tomaremos un ron para celebrarlo.

Aquello fue una concesión, porque él no era sociable como norma. Di una vuelta a lo largo de las líneas de tiendas mientras esperaba, admirando las sombras de la luna que vagaban por el solitario doab, y mirando la cinta recta y gris del camino de Lahore que, Dios mediante, no volvería a pisar nunca más. No muy lejos había temblado ante las pisadas de cien mil hombres, y el estrépito de grandes cañones. «Khalsa-ji! ¡A Delhi, a Londres!» Y la marcha había acabado con las ruinas humeantes de Firozabad y las aguas bajo el Sobraon. Un torbellino había arrasado el país de los Cinco Ríos, y ahora se había desvanecido sin un susurro. Y como dijo Lawrence, yo corría hacia casa.

Hardinge tenía su paz, y las riendas del Punjab en su mano. Goolab tenía su Cachemira, Gran Bretaña su frontera más allá del Satley donde empiezan las colinas, y la puerta norte de la India cerrada contra la ola musulmana. El pequeño Dalip tendría su trono, y su hermosa madre las trampas del poder y todo el alcohol y amantes que desease (con una agradable excepción). Tej Singh y Lal Singh podían disfrutar los frutos de su traición, y el viejo Paddy todavía seguiría «sin ser batido nunca». Alick Gardner tendría sus posesiones en las colinas más allá de Jumoo, soñando sin duda con el lejano Wisconsin, y Broadfoot, Sale y Nicolson sus líneas en la Gazette. Maka Khan e Imam Shah tendrían una tumba junto al ghat de Sobraon (aunque yo no sabía aquello entonces). Mangla seguiría siendo la esclava más rica de Lahore, probablemente más rica todavía. Sentía aún una punzada al pensar en ella y la sigo sintiendo, cuando veo una gasa negra. Y Jassa tenía vía libre para salir de la ciudad, que normalmente es lo mejor que pueden obtener los de su calaña.

En resumen, no había estado mal la pequeña guerra, ¿verdad? Todo el mundo había obtenido lo que quería, más o menos… Quizás, a su propia y absurda manera, incluso el khalsa. Veinte mil muertos, sijs, indios y británicos… muchos hombres excelentes, según había dicho Gardner. Pero… paz para el resto, y mucho para pocos. Lo cual me recuerda que nunca descubrí qué demonios ocurrió con el legado de Soochet.

Nadie podía prever entonces que todo volvería a empezar de nuevo, que al cabo de tres breves años los sijs estarían en armas otra vez, que la guerrera blanca de Paddy saldría del armario con olor a alcanfor, y que las bayonetas y los tulwars se cruzarían una vez más en Chillianwala y Gujarat. Y después, la Union Flag ondearía sobre el Punjab al fin, Broadfoot podría descansar tranquilo y el dos veces derrotado pero nunca destruido khalsa podría renacer en los regimientos que se sublevaron en el motín y disputaron la frontera norte del Raj más tarde. Por la Reina Blanca y por nuestro sustento. El niño que se había vuelto loco por mi pistola y cabalgó riendo hacia las montañas de Jupindar viviría una vida de disipación en el exilio, y Mai Jeendan, la reina bailarina y Madre de Todos los Sijs, con su apetito y su belleza intactos, moriría al fin en Inglaterra.[145]

Pero todo eso ocurrió más adelante, cuando yo estaba por el Misisipí con los alguaciles detrás de mí. Mi historia del Punjab acaba aquí, y no puedo quejarme, porque como todos los demás, yo también obtuve el deseo de mi corazón: la piel intacta y vía libre hacia casa. No me hubiera importado compartir un poco de gloria, pero tampoco me preocupó demasiado. La mayoría de mis campañas habían terminado con inmerecidas rosas de camino hacia Buckingham Palace, así que incluso me parecía divertido que aquella vez, en la que realicé un buen servicio (con miedo, quejas y reticencias, lo admito) y casi estuve a punto de morir por ello, recibiera sólo indiferencia y aprobación a regañadientes…, más o menos.

Lawrence y yo entramos en la gran tienda que servía como comedor de oficiales; al parecer, todo el mundo estaba allí, porque Hardinge había ido a esperar las noticias del tratado con Goolab, y él Y el grupo de Calcuta estaban disfrutando de una complacida charla antes de volver a entrar. Lawrence me dirigió una rápida mirada mientras entrábamos, como para decir que si no preferiría que fuéramos a su tienda, pero yo me adelanté. Gough, Smith y lo mejor del ejército estaban allí también, y bromeaban con Hodson y Edwardes mientras Lawrence pedía la bebida. Yo cogí un vaso para servirme, y me dirigí hacia donde estaba sentado Hardinge con Currie y los otros diplomáticos.

—Buenas tardes, señor —le dije, con tono servil—, o buenos días, mejor. Me voy hoy, como ya sabrá.

—Ah, sí —dijo él, displicente—. Es cierto. Bueno, adiós, Flashman, y que tenga un buen viaje. —No me ofreció la mano, sino que se volvió para hablar con Currie.

—Bueno, gracias, Excelencia —insistí yo—. Es muy amable por su parte. ¿Puedo ofrecerle mis felicitaciones por el afortunado final de nuestros recientes… problemas?

Me dirigió una mirada, con la frente ensombrecida, sospechando alguna insolencia, pero sin estar seguro de ello.

—Gracias —dijo, y volvió a darme la espalda.

—Creo que el tratado ha sido acordado ya —comenté alegremente, pero lo bastante alto para que las cabezas se volvieran. Paddy había dejado de hablar con Gilberty Mackeson, Havelock estaba frunciendo el ceño con sus pobladas cejas, y Nicholson y Hope Grant y una docena más me miraban con curiosidad. El propio Hardinge se volvió impaciente, ofendido por mi familiaridad, y Lawrence se colocó junto a mí y me tiró de la manga para que nos fuéramos.

—Buen bandobast en conjunto —dije yo—, pero una de las cláusulas necesitará un pequeño retoque, me atrevería a decir. Bueno, no es una cláusula, exactamente… más bien es un acuerdo, ya sabe…

—¿Está usted borracho, señor? ¡Le ordeno que se retire a sus cuarteles inmediatamente!

—Estoy completamente sobrio, Excelencia, se lo aseguro. El reglamento me lo exige. La constitución británica. No, insisto, una de las cláusulas del tratado, o más bien el acuerdo que ya he mencionado, no puede llevarse a efecto sin mi ayuda. Así que antes de irme…

—Mayor Lawrence, le ruego que conduzca a este oficial…

—¡No, no, escúcheme! Es el gran diamante, ¿sabe? El Koh-i-noor, ése que van a entregar los sijs. Bueno, no lo podrán entregar si no lo tienen, ¿verdad? Así que quizá sea mejor que primero se lo devuelva usted… para que ellos puedan ofrecérselo a usted de forma oficial, con una ceremonia adecuada… ¡Ahí lo tiene, cójalo!

(El noveno paquete de Los Diarios de Flashman acaba aquí, de forma abrupta, como de costumbre. Unas pocas semanas más tarde, el Koh-i-noor estaba de nuevo en posesión del durbar de Lahore, y fue mostrado en la ceremonia del tratado, pero no fue entregado finalmente hasta la anexión del Punjab en 1849, después de la segunda guerra sij. El diamante fue presentado a la reina Victoria por el sucesor de Hardinge, lord Dalhousie. Sin duda siguiendo el consejo de Flashman, ella no lo lució en su corona en el jubileo de1887. Véase apéndice III.)