8
Si hubo algo peor que la muerte de Jawaheer fue su funeral, en el cual sus esposas y esclavas fueron quemadas vivas junto con su cuerpo, de acuerdo con la costumbre. Como la mayoría de las bestialidades del mundo, el suttee se inspira en la religión, lo cual significa que no hay ningún sentido o razón que lo apoye. Todavía tengo que encontrar a un indio que me explique por qué se hacía esto; lo único que te dicen es que se trata de un antiquísimo ritual, como apostar a un centinela para recordar al caballo del duque de Wellington cincuenta años después de que el viejo hubiera estirado la pata. Al menos eso significa una simple incompetencia; si quieren mi opinión acerca de lo de quemar vivas a las viudas, la principal razón para hacerlo es que proporciona un espectáculo que le gusta a la gente, especialmente si las víctimas son jóvenes y atractivas, como en el caso de Jawaheer. Yo mismo no me lo habría perdido por nada del mundo, porque es horriblemente fascinante… Noté, en los años que pasé en la India, que los cristianos más beatos que lo denunciaban estaban siempre en primera fila a la hora de mirar.
No, mis objeciones son puramente prácticas, y no morales; es un lastimoso desperdicio de buenas mujeres, y mucho peor porque las muy estúpidas están de acuerdo. Las han educado para creer que es adecuado y conveniente ser asada junto con el cabeza de familia. Alick Gardner me dijo que en un funeral en Lahore, una pobre chiquilla de nueve años fue excusada de la hoguera por ser demasiado joven, y la muy estúpida se tiró desde lo alto de un edificio. Quemaron su cadáver, de todos modos. Eso es lo que se obtiene con la religión y con la ignorancia de las mujeres. La mujer india más educada (y devota) que conocí, la Rani Lakshmibai, despreciaba el suttee. Cuando le pregunté por qué ella, como viuda, no había saltado a la pira del viejo, me miró con incredulidad y me dijo: «¿Crees que soy idiota?».
No lo era, pero sus hermanas del Punjab no pensaban igual.
El cuerpo de Jawaheer fue conducido a la ciudad, el día después de su muerte, y la procesión al lugar de la cremación tuvo lugar bajo un rojizo cielo al atardecer, ante una enorme multitud, con el pequeño Dalip y Jeendan y la mayoría de los nobles postrándose ante las suttees: dos viudas, majestuosas y hermosas muchachas, y tres esclavas de Cachemira, las putitas más lindas que se pueda uno imaginar, todas con su mejor ropa, sus anillos adornando las orejas y la nariz y bordados de oro en sus pantalones de seda. Yo no soy un hombre blando, pero me rompía el corazón ver a esas cinco bellezas, que estaban hechas para la diversión, el amor y la risa, caminando hacia la pira como soldados, con las cabezas altas y ni un parpadeo de miedo, serenas, echando dinero a la muchedumbre, como dicta la costumbre… No se lo creerán, esos innombrables hijos de puta de soldados sijs que se suponía que tenían que protegerlas casi les quitaban el dinero de las manos, y les gritaban burlas e insultos si trataban de protestar. Incluso cuando llegaron a la pira, esos cerdos les iban quitando las joyas y adornos, y cuando se encendió el fuego, un villano pasó entre el humo y arrancó la cenefa de oro del pantalón de una de las esclavas… y eso que se suponía, de acuerdo con su religión, que aquéllas eran mujeres sagradas.
Hubo gruñidos entre la muchedumbre, pero nadie se atrevió a decir nada contra los todopoderosos militares… Y ocurrió una cosa asombrosa. Una de las mujeres se levantó entre las llamas y empezó a maldecirles. Todavía puedo verla: una joven encantadora, alta, toda vestida de blanco y oro, con sangre en la cara porque le habían arrancado el aro de la nariz, sujetándose el velo por debajo de la barbilla con una mano y la otra levantada mientras les lanzaba una maldición total, prediciendo que la raza de los sijs sería exterminada antes de un año, sus mujeres se quedarían viudas y su tierra sería conquistada y devastada…, pues las suttees, como saben, se supone que tienen el don de la profecía. Uno de los expoliadores saltó a la pira y la golpeó con la culata de su mosquete, y ella cayó en el fuego donde las otras cuatro estaban sentadas tranquilamente mientras las llamas subían y crepitaban en torno a ellas. Ninguna dejó escapar un solo gemido.[81]
Vi todo aquello desde el muro. El humo negro ascendía mezclándose con las nubes bajo el crepúsculo escarlata. Me fui con una rabia hirviendo en mi pecho que nunca había sentido por nadie salvo por mí mismo. «Sí, dejemos que haya una guerra (manteniéndome yo fuera de ella, claro está) para aplastar a estos locos asesinos de mujeres y acabar con sus abominaciones. Creo que soy como Alick Gardner: no soporto la crueldad con las mujeres hermosas, ni con las demás personas tampoco», pensé.
La maldición de esa valiente niña llenó de supersticioso terror a la multitud, pero tuvo un efecto más importante todavía: inculcó el temor de Dios en el khalsa, y aquello moldeó su destino en un momento crítico. Porque después de la muerte de Jawaheer se quedaron indecisos y divididos. Los agitadores clamaban por una guerra inmediata contra nosotros, y los elementos más leales, que se habían sentido desanimados por la arenga de Jeendan en Maian Mir, insistían en que no se podía hacer nada hasta que hubieran hecho las paces con ella, la regente de su rey legítimo. El problema era que firmar la paz representaba rendirse a aquellos que habían tramado el asesinato de Jawaheer, y eran una camarilla poderosa. Así que el debate arreció entre ellos, y mientras Jeendan obtenía la admiración general rehusando aceptar la existencia del khalsa y llorando cada día ante la tumba de Jawaheer, cubierta con un tupido velo y encorvada por el dolor, despertando compasión por su piedad. Se extendió el rumor incluso de que había dejado la bebida y la fornicación: un portento que reducía al khalsa al estado de estupefacta maravilla.
Al final ellos reaccionaron, y en respuesta a sus llamadas de audiencia, ella les convocó no al durbar, sino al patio bajo el Summum Boorj, recibiéndolos en frío silencio allí sentada, velada y envuelta en sus ropas de duelo. Dinanath anunció sus condiciones, que sonaban extraordinariamente severas: total sumisión a su voluntad y entrega inmediata de los asesinos. De hecho, sin embargo, formaban parte de una elaborada farsa manejada por Mangla. Ella y Lal Singh y otros cortesanos fueron hechos prisioneros por el khalsa en el momento del asesinato, pero liberados poco después, y desde entonces habían estado conspirando frenéticamente con Dinanath y los panches, arreglando un compromiso.
Éste consistía en lo siguiente: el khalsa se sometía a Jeendan, le entregaba a unos pocos prisioneros como prenda y prometía entregar a Pirthee Suingh y los otros cabecillas de la conspiración (que ya habían partido a las colinas, por previo acuerdo), tan pronto como los cogieran. Mientras tanto, ¿podría ella perdonar por caridad a su leal khalsa, que mostraba tan buena voluntad, y se decidiría a hacer la guerra a los malditos británicos en un futuro próximo? Por su parte, ellos le juraban indeclinable lealtad como Reina Regente y Madre de Todos los Sijs. A esto ella replicó a través de Dinanath que aunque todo aquello no era enteramente satisfactorio, aceptaba graciosamente su sumisión y liberaba a los prisioneros en prenda como gesto de magnanimidad. (Sensación y leales vítores.) Ahora tenían que darle un poco de tiempo para completar su duelo y recuperarse del espantoso golpe de la muerte de su hermano; más tarde, ella podría recibirles en el durbar para discutir cuestiones como la guerra y el nombramiento de un nuevo visir.
Era el tipo de arreglo para salvar la cara que cada día se hace en Westminster y en los consejos parroquiales, y nadie queda decepcionado excepto el público, y no todos.
Ustedes se preguntarán dónde demonios estaba Flashy durante todos estos estremecedores acontecimientos. La respuesta es que habiendo reprimido el impulso de robar un caballo y salir cabalgando como un loco hacia el Satley, yo estaba entre bastidores, haciendo lo que supuestamente había ido a hacer a Lahore, es decir, negociar la herencia de Soochet. Esto significaba sentarme en una agradable y aireada habitación durante varias horas al día, escuchando interminables informes de venerables funcionarios del gobierno que citaban precedentes de la ley británica y punjabí, la Biblia, el Corán, el Times y la Bombay Gazette. Eran los tipos más aburridos que se puedan encontrar en el mundo, les encantaba divagar, sin excepción, y no me pedían nada sino una simple inclinación de cabeza de vez en cuando y una orden a mi babu de que tomase nota de este o aquel punto. Aquello les hacía felices y bastaba para dar pie a otra perorata de una hora. Ninguna de ellas, sin embargo, avanzó la causa ni una coma, pero como los contribuyentes del Punjab les pagaban sus salarios y a mí me parecía muy bien estar allí sentado bajo el punkah bebiendo brandy con soda, todo transcurría de la mejor manera posible en el mejor servicio civil posible. Podría durar aquello hasta hoy… ¡Dios mío, es posible que ellos sigan allí todavía!
En mi tiempo libre estaba muy ocupado, sin embargo, sobre todo escribiendo mensajes cifrados a Broadfoot y poniéndolos en la segunda epístola a los Tesalonicenses, de donde desaparecían a misteriosa velocidad. No sabía todavía quién podía ser el mensajero (o la mensajera), pero la verdad es que era un servicio de lo más eficiente a Simla, de ida y vuelta. Al cabo de una semana de escribir sobre Jassa recibí una nota en mi Biblia que decía, entre otras cosas, lo siguiente: «Número 2, A2», lo que significaba que, a pesar de su pintoresco pasado, mi ordenanza era de confianza hasta el segundo grado, lo que significaba sólo un escalón por debajo de Broadfoot y sus ayudantes, incluyéndome a mí mismo. No le conté esto a Jassa, pero cambié unas rápidas palabras con Gardner para darle la buena noticia. Él gruñó: «Broadfoot debe de estar más loco de lo que yo pensaba», y se fue. ¡Qué bruto más despechado!
En cuanto al resto, las comunicaciones de Broadfoot se limitaban a un «Adelante, Flash». Las noticias oficiales de la India Británica, a través del vakil, eran que Calcuta deploraba la prematura muerte del visir Jawaheery confiaba en que su sucesor tuviera más suerte. Éste venía a ser en resumen el contenido, junto con la piadosa esperanza de que el Punjab viviera ahora un período de tranquilidad bajo el maharajá Dalip, único gobernante a quien el poder británico reconocía. El mensaje estaba claro: mataos los unos a los otros tanto como os dé la gana, pero intentad deponer a Dalip y caeremos sobre vosotros, con caballería, infantería y artillería.
Así estaban las cosas, y el tema del momento era: ¿daría vía libre Jeendan, por su propia seguridad y la de Dalip, a los deseos de guerra del khalsa y les dejaría avanzar a través del Satley? Yo no podía imaginar por nada del mundo por qué iba a hacer tal cosa, a pesar de que casi se lo había prometido; ella parecía muy capaz de tratar con ellos, a diferencia de su hermano, que no lo había conseguido, dividiéndolos y manteniéndolos en vilo. Si podía sujetar sus riendas y al mismo tiempo llevar con mano firme el gobierno del país, no podía imaginar para qué le iba a interesar a ella una guerra.
El tiempo lo diría. Un asunto más urgente empezó a molestarme cuando a la primera semana le siguió la segunda. Lal Singh me había asegurado que Jeendan estaba ansiosa de conocerme mejor, política y personalmente, pero no había recibido ni una maldita señal en casi quince días, y estaba impaciente. Cuando los horrores de aquellos dos primeros días pasaron, el recuerdo de los placeres se hizo más vívido, y me sentía invadido por tiernos recuerdos de aquella pequeña zorra pintarrajeada frotándose contra mí en la habitación del durbar, mostrándose provocativamente ante sus tropas en Maian Mir. Aquellos recuerdos eran bastante cautivadores, y alimentaban una pasión que yo sabía por experiencia que podría ser satisfecha sólo por la dama en cuestión, y no por otra. Soy un alma fiel a mi manera, y cuando un nuevo enredo me atrae más que de costumbre, como me había pasado con algunos en años anteriores, me consagraba bastante a ellos. Yo le había hecho los honores a Mangla (y repetí el tratamiento cuando vino de incógnito tres noches después) pero aquél era un trabajo cotidiano, que no hizo nada por satisfacer mi apetito romántico de poner a Jeendan de nuevo en marcha, y cuanto antes mejor.
No puedo evitar estos ocasionales encaprichamientos, pero tampoco los poetas… Son gente bastante lujuriosa esos versificadores. En mi caso, sin embargo, tengo que confesar que he sido siempre particularmente susceptible a las cabezas coronadas: emperatrices, reinas, grandes duquesas y cosas por el estilo, y me he encontrado con unas cuantas. Me atrevería a decir que los ornamentos y los lujos tienen algo que ver con ello, y saber que el tesoro puede hacerse cargo de todas las facturas. Pero eso no es todo, seguro. Si yo fuera un filósofo alemán, sin duda reflexionaría sobre la sujeción del Superhombre a la Personificación de la Hembra Ideal, pero como no lo soy, sólo puedo concluir que soy un amante esnob. En cualquier caso, hay una especial satisfacción en relacionarse con la realeza, se lo aseguro, y cuando tienen el entrenamiento y las inclinaciones de Jeendan, miel sobre hojuelas.
Como la mayoría de las mujeres reales ocupadas, tenía la costumbre de mezclar el deber con el placer, y planeó nuestro siguiente encuentro para que combinase ambos, el día que abandonó el duelo para celebrar el durbar ansiosamente esperado con los panches del khalsa. Yo había almorzado en mis habitaciones y estaba preparándome para una tarde soñolienta con los wallahs de Soochet cuando se presentó Mangla por sorpresa. Al principio supuse que venía a practicar un poco más de lucha, pero me explicó que me habían convocado a audiencia real, y que debía seguirla en silencio y sin hacer preguntas. Sin mostrarme nada reacio, le dejé que me guiara y casi me sentí desilusionado cuando me llevó a una habitación infantil donde el pequeño Dalip, atendido por un par de niñeras, estaba haciendo una carnicería con sus soldados de juguete. Él saltó, radiante, al verme, y se detuvo en seco para recomponerse antes de avanzar, inclinándose solemnemente y extendiendo su mano.
—Tengo que agradecerle, Flashman bahadur —dijo— que me cuidara… aquella… tarde… —De repente empezó a sollozar, con la cabeza baja, y luego golpeó con los pies en el suelo y se secó las lágrimas—. Tengo que darle las gracias por cuidarme… —siguió, atragantándose, y miró a Mangla.
—… y por el gran servicio… —le apuntó ella.
—¡… Y por el gran servicio que me ha hecho a mí y a mi país! —lo dijo bastante bien, con la cabeza alta y los labios temblorosos—. Estaremos siempre en deuda con usted. Salaam, bahadur.
Yo sacudí su mano y dije que me sentía muy feliz de poder servirle, y él asintió gravemente, miró a un lado a las mujeres y murmuró:
—Estaba muy asustado…
—Bueno, pues no lo parecía, maharajá —dije yo, lo cual era la pura verdad—. Yo también estaba asustado.
—¿Sí? —exclamó, sorprendido—. ¡Tú eres un soldado!
—El soldado que no tiene miedo, es sólo medio soldado —dije yo—. ¿Y sabéis quién me dijo esto? El soldado más grande del mundo. Se llamaba Wellington; algún día sabréis más cosas de él.
Sacudió la cabeza maravillado al oír eso, y decidiendo que hacerle un poco la pelota no me iría mal, le pedí que me enseñara sus juguetes. Dio saltos de alegría, pero Mangla dijo que eso sería en otra ocasión, porque yo tenía asuntos importantes que resolver. Él dio una patada a su castillo y se puso a gimotear, pero mientras yo le saludaba con un salaam para irme, hizo algo de lo más extraño: corrió hacia mí y me rodeó el cuello con sus brazos, abrazándome y diciéndome adiós, antes de volver con sus niñeras. Mangla me miró con extrañeza mientras cerraba la puerta tras de nosotros, y me preguntó si tenía hijos. Le dije que no.
—Creo que ahora ya tiene uno —dijo.
Yo suponía que aquello era el final de la entrevista, pero ella me condujo a través de un laberinto de pasillos por el palacio hasta que casi me sentí perdido, y por su prisa y la forma furtiva en que se detenía un momento antes de cada esquina para echar un vistazo, yo pensé: «Ajá, así que vamos hacia un escondrijo secreto donde piensa hacer su santa voluntad conmigo». Mirando su lindo trasero menearse delante de mí no me importaba en absoluto, aunque hubiera preferido que se tratase de Jeendan, y cuando ella me introdujo en un pequeño boudoir, con colgaduras de seda rosa y un amplio diván, no perdí tiempo y cogí la oportunidad al vuelo. Ella se quedó pegada a mí por un momento y luego se soltó, haciéndome señas de que esperase. Levantó la cortina de una pequeña alcoba, oprimió un resorte y se deslizó un panel sin meter ruido para revelar una estrecha escalera que llevaba hacia abajo. Sonidos de voces distantes venían de algún lugar. Habiendo tenido alguna que otra experiencia con la arquitectura del lugar, yo dudé, pero ella me empujó hacia abajo con un dedo sobre los labios.
—No debemos hacer ningún ruido —susurró—. La maharaní está celebrando el durbar.
—Fantástico —dije yo, masajeándole el trasero con ambas manos—. Celebremos un durbar nosotros también, ¿de acuerdo?
—¡No, ahora no! —susurró ella, tratando de liberarse—. ¡Ah, no! Son órdenes de ella… Tienes que mirar y escuchar… ¡no, por favor!, no deben oírnos… Sígueme de cerca… y no hagas ningún ruido… —Bueno, ella estaba en una espléndida desventaja, así que la sujeté rápidamente y jugué con ella durante un rato, hasta que ella empezó a temblar y a morderse los labios, quejándose débilmente y diciendo que la soltara o nos oirían, y cuando la tuve casi a punto de caramelo y dispuesta a dejarse ir, la solté, recordándole que debíamos estarnos bien quietos y que ya le enseñaría yo a meterme en boudoirs con falsas esperanzas. Ella intentó recuperar el aliento, me dirigió una mirada que podía haber astillado un cristal y me guió silenciosamente hacia abajo.
Era una oscura y empinada escalera de caracol, alfombrada para no producir ruido, y mientras descendíamos, el murmullo de voces se hizo más fuerte. Sonaba como una asamblea antes de que el presidente llame al orden. Al pie de la escalera había un pequeño rellano y en la pared de enfrente una abertura como una tronera horizontal, muy estrecha por nuestra parte pero ensanchándose por la otra parte del muro, así que proporcionaba una amplia visión de la habitación que había al otro lado.
Mirábamos hacia abajo y veíamos la habitación del durbar, en un punto directamente por encima del purdah que se hallaba en un rincón. A la derecha, en el centro de la habitación, ante el trono vacío y el estrado, había una muchedumbre ruidosa de hombres, centenares: eran los panches del khalsa, tal como yo les había visto aquel primer día en Maian Mir, soldados de todos los rangos y regimientos, desde oficiales con casacas de brocado y turbantes con penachos hasta jawans de pies descalzos. Incluso desde nuestro escondite se podía sentir el calor y la impaciencia de aquella apretujada multitud mientras empujaban y sacaban la cabeza y cuchicheaban sin parar. Media docena de sus portavoces se adelantaron: Maka Khan, el imponente viejo general que les había arengado en Maian Mir; el robusto Imam Shah, que había descrito la muerte de Peshora; mi rissaldar-major de heroicas patillas y un par de altos y jóvenes sijs que no reconocí. Maka Khan estaba echando un discurso con voz chillona e irritada; supongo que uno se siente un poco estúpido hablando con sesenta metros cuadrados de tela bordada.
A nuestra izquierda, escondida de su vista por la gran cortina y sin prestar la menor atención a la oratoria de Maka Khan, la Reina Regente y Madre de Todos los Sijs estaba resarciéndose de su reciente y forzada abstinencia de bebidas y frivolidades. Durante dos semanas había aparecido en público sobria, rota por el dolor y envuelta en ropas de luto; ahora disfrutaba arreglándose displicentemente, dirigiéndose con el vaso en la mano a una mesa cargada de cosméticos y baratijas, mientras sus doncellas se deslizaban silenciosamente a su alrededor, dando los toques finales a una apariencia calculada para cautivar a su auditorio cuando apareciese. Viendo cómo vaciaba su copa y se la volvían a llenar, me pregunté si estaría suficientemente sobria; si no lo estaba, el khalsa se perdería una gran ocasión.
Del duelo había pasado al otro extremo, y estaba embutida en un traje de bailarina que, en cualquier sociedad civilizada, habría hecho que la arrestaran por alterar el orden público. No es que dejara mucho para ver; sus pantalones de seda roja, bordeados con encaje plateado, la cubrían desde la cadera al tobillo, y su chaleco dorado era modestamente opaco, pero como ambas prendas evidentemente habían sido diseñadas para una enana, me preguntaba cómo demonios se las habría podido meter sin hacer estallar las costuras. Por lo demás, llevaba un velo a la cabeza sujeto por un aro de plata por encima de las cejas, y una profusión de anillos y pulseras. La encantadora y sombría cara estaba retocada con carmín y kohl. Una de sus doncellas le estaba pintando los labios con bermellón, mientras otra sujetaba un espejo y dos más le arreglaban las uñas de los pies y de las manos.
Estaban muy concentradas como artistas ante el lienzo. Jeendan haciendo pucheros ante el espejo y dirigiendo a la doncella para que retocara una comisura de la boca. Luego todas se apartaron para admirar el resultado y siguieron acicalándola un poco más, y al otro lado del purdah su ejército tosía y movía los pies y esperaba, y Maka Khan empezó a hablar.
—Tres divisiones han propuesto a Goolab Singh como visir —exclamó—. La de la Corte, Avitabile y Povinda. Quieren que el durbar le mande llamar a Cachemira a toda velocidad.
Jeendan continuó estudiando su boca en el espejo, abriendo y cerrando los labios; satisfecha, bebió de nuevo, y sin mirar a un lado hizo un gesto a su doncella mayor, la cual exclamó:
—¿Qué dicen las otras divisiones de los khalsa?
Maka Khan dudó.
—No están decididos…
—¡No por Goolab Singh! —exclamó el rissaldar-major—. ¡No tendremos a un rebelde como visir, y al demonio con los de la Corte y el Povinda! —Hubo un rugido de asentimiento, y Maka Khan intentó hacerse oír. Jeendan dio otro sorbo a su vaso antes de susurrar algo a la doncella mayor, que preguntó:
—¿Entonces no hay mayoría por Goolab Singh?
Se oyó un grito general de «¡No!» y «¡Raja Goolab!» mientras los líderes trataban de tranquilizarles; uno de los jóvenes portavoces sijs gritó que su división aceptaría a cualquiera que eligiese la maharaní, lo cual fue recibido con vítores y unos cuantos gruñidos, para diversión de Jeendan y deleite de las doncellas, que ahora sujetaban tres grandes espejos para que ella pudiera examinarse desde todos los ángulos. Se volvió y se colocó en posición, vació su copa, se bajó un poco más la cintura del pantalón en el estómago, guiñó el ojo a su doncella mayor, y levantó un dedo mientras Maka Khan gritaba ásperamente:
—¡No podemos hacer nada hasta que la kunwan nos diga lo que piensa! Aceptará a Goolab Singhi ¿sí o no?
Un silencio general fue la respuesta, y Jeendan susurró a la doncella mayor, que sofocó un acceso de risa y respondió:
—La maharaní es sólo una mujer y no puede decidir. ¿Cómo va a elegir ella, cuando el gran khalsa no puede hacerlo?
Aquello les sumió en una ruidosa confusión, y las doncellas se desternillaban de risa. Una de ellas trajo algo desde la mesa en un pequeño cojín de terciopelo, y para mi asombro vi que era la gran piedra Koh-i-noor que yo había visto por última vez manchada de sangre en la mano de Dalip. Jeendan la cogió, susurrando una pregunta a sus doncellas, y aquellas malditas busconas asintieron todas ardientemente y se apiñaron a su alrededor mientras el khalsa se impacientaba y hacía ruidos al otro lado de la cortina donde uno de los jóvenes sijs gritaba:
—¡Le hemos pedido a ella que elija! ¡Algunos dicen que prefiere a Lal Singh! —un coro de quejas—. ¡Que venga a nosotros y nos diga lo que piensa!
—¡No es apropiado que su majestad salga! —gritó la doncella mayor—. ¡No está preparada! —Esto mientras su majestad, con el diamante ahora en su lugar, movía el estómago para hacerlo brillar, y sus doncellas daban sal titos, riendo, y la incitaban—.Es vergonzoso pedirle que rompa el purdah en el durbar. ¿Dónde está el respeto que le profesáis a ella, a quien habéis jurado obediencia?
Se armó un estruendo más grande que nunca, algunos gritaban que sus deseos eran órdenes para ellos, y que la maharaní debía quedarse donde estaba, otros que ya la habían visto antes y no había pasado nada. Los hombres más viejos fruncían el ceño y meneaban la cabeza, pero los más jóvenes gritaban que saliera, y un atrevido incluso pidió que bailara para ellos como lo había hecho en otras ocasiones. Algunos empezaron a cantar una canción sobre una chica de Cachemira que hacía flotar los flecos de sus pantalones y sacudía el mundo con ellos, y desde la parte de atrás de la habitación empezaron a canturrear: «¡Jeendan! ¡Jeendan!». Los conservadores exclamaron como protesta ante esta indecente ligereza, y un akali alto y delgado, de ojos negros como carbones y el pelo largo hasta la cintura surgió de la fila delantera gritando que eran un puñado de chulos y aventureros que habían sido seducidos por sus artimañas, y que los Niños del Dios Inmortal (o sea, su propio grupito de fanáticos) no estaban dispuestos a soportar más aquello.
—¡Ah, que salga! —gritó—. ¡Que venga humildemente, como corresponde a una mujer, y que abandone su vida escandalosa que es objeto de burla en el país, y nombre a un visir al que podamos dar nuestra aprobación…, uno que nos conduzca a la gloria contra los extranjeros, afganos e ingleses por igual…!
El resto se perdió en medio de un pandemónium, unos gritaban que se callara, otros elevaban su grito de guerra, Maka Khan y los portavoces impotentes ante aquella tormenta de escándalo. Los akali, con espuma en la boca, avanzaron frente al estrado, gritándoles que estaban locos si obedecían a una mujer, y más a una perdida como aquélla: que se case con un marido adecuado y deje a los hombres los asuntos de los hombres, eso es lo normal y decente… Detrás del purdah Jeendan hacía señas a su doncella mayor, se envolvía un pañuelo plateado en un brazo, daba un último vistazo a su reflejo y caminaba deprisa y bastante estable hasta el final de la cortina.
Hablando profesionalmente, diría que sólo estaba medio borracha, pero borracha o sobria, se sabía bien el papel. No salió tímidamente, ni se valió de ningún truco cortesano, sino que caminó unos pocos pasos y se detuvo, mirando a los akali. La multitud dio un respingo al verla aparecer. Bueno, maldita sea, parecía que iba completamente desnuda, pintada de escarlata desde las caderas hasta abajo y dorada por encima del corpiño. Hubo un silencio mortal. Entonces los akali bajaron del estrado como autómatas, y sin más continuó hasta el trono, se sentó sin prisas, se arregló el pañuelo encima del brazo del sillón para que hiciera de cojín a su codo, se inclinó confortablemente con un dedo en la mejilla y supervisó la reunión con una fría sonrisa.
—Aquí hay algunas cuestiones que se deben considerar de inmediato —su voz sonaba ligeramente gangosa, pero bastante clara—. ¿Cuál tomaréis primero, general? —habló por encima del akali, que miraba a los lados con incertidumbre, y Maka Khan, con aspecto de desear que ella hubiera permanecido fuera de la vista, se enderezó e inclinó la cabeza.
—Se dice, kunwari, que haréis visir a Lal Singh. Algunos creen que no es el hombre adecuado…
—Pero otros se han comprometido a aceptar mi elección —le recordó ella—. Muy bien, pues será Lal Singh.
Esto devolvió la vida de nuevo al akali, que levantó el brazo y denunció, aullante:
—¡Vuestro amante! ¡Vuestro querido! ¡Vuestro prostituto!
Hubo un chillido de rabia al oír esto, y algunos se abalanzaron hacia delante para caer sobre él, pero ella les contuvo levantando un dedo y contestó al akali directamente, con la misma voz calmada.
—¿Preferirías un visir que no hubiera sido amante mío? Entonces no podríais tener a Goolab Singh, por ejemplo. Pero si quieres nombrarte a ti mismo, akali, yo votaré por ti.
Hubo un asombrado silencio que duró un momento, seguido por los jadeos de los escandalizados… Entonces un estruendo de risas resonó en la gran habitación. Le lanzaron insultos y bromas obscenas al akali, que se quedó con la boca abierta y sacudiendo los puños. Los camorristas que había a su espalda empezaron a patalear y gritar, Maka Khan y los mayores estaban aturdidos y, mientras el tumulto se hacía cada vez mayor, el viejo soldado se adelantó y pasó ante el akali a los pies del estrado. A pesar del estrépito, llegaba a nosotros a través de aquella mirilla astutamente diseñada cada una de sus palabras.
—Kunwari, esto no es decente! ¡Es una vergüenza… una vergüenza para el durbar! Os pido que os retiréis… esto puede esperar hasta otro día…
—No hiciste que ese tipo se retirara cuando gritó su despecho contra mí —dijo ella, indicando al akali, y al ver que iba a continuar hablando, el ruido se apagó al instante—. ¿De qué tienes miedo? ¿De la verdad que sabe todo el mundo? ¡Bueno, Maka Khan, vaya hipócrita estás hecho! —ella se reía de él—. Tus soldados no son niños. ¿Lo sois? —levantó la voz, y por supuesto la multitud gritó «¡No!» con entusiasmo, aplaudiéndola—. Así que dejemos que diga lo que desee. —Movió una mano hacia el akali—. Y luego yo diré lo mío. —Maka Khan la miraba con consternación, pero los otros le gritaban que se retirara y tuvo que hacerlo, y ella volvió su pintada sonrisa hacia el akali—. Me repruebas por mis amantes…, mis prostitutos, les has llamado. Muy bien… —Ella miró detrás de él, y la espesa y grave voz se elevó de nuevo—. ¡Que todos los hombres que nunca hayan visitado un burdel den un paso al frente!
Yo estaba admirado. Ni el más imberbe e inocente de ellos iba a confesar su falta de experiencia ante sus compañeros, y ciertamente no con esa burlona Jezabel que nos les quitaba ojo. Hasta Tom Brown habría dudado antes de dar un paso al frente por el honor de la vieja escuela. El akali, que no tenía la ventaja de la instrucción de Arnold Christian, simplemente estaba demasiado conmocionado para moverse. Ella le dio bastante tiempo, sin embargo, mirándole de arriba abajo con afectada maravilla antes de que él se recuperara y dijo:
—¡Ahí está, tan quieto como el Hindu Kush! Bueno, al menos es honesto este desobediente Hijo del Dios Inmortal. Pero no está, creo yo, en posición de reprocharme mi fragilidad.
Ése fue el momento en que ella se los metió a todos en el bolsillo. Si las risas habían resonado fuertemente antes, ahora fue un verdadero estruendo de carcajadas. Incluso los labios de Maka Khan se curvaron, y el rissaldar-major casi pataleó encantado y se unió al coro de insultos al akali. Todo lo que éste podía hacer era insultarla, llamándola desvergonzada y provocativa va, y atrayendo la atención hacia su apariencia, que comparó a la de una prostituta buscando clientes. Era un hombre muy valiente, yo mismo no lo habría sido tanto, con aquellos ojos mirándole impasibles y la cara como una máscara cruel ante él. Recordé la historia del brahmán a quien le habían rebanado la nariz porque le había reprochado a ella su conducta; mirándola, yo no lo dudaba en absoluto.
Los akalis son una secta privilegiada, desde luego, y sin duda él contaba con ello.
—¡Retírate! —aulló—. ¡Eres indecente! ¡Ofendes a los ojos que te miran!
—Entonces, vuelve los ojos… mientras los tengas todavía —dijo ella, y mientras él retrocedía un paso, silencioso, ella se levantó, con una mano firmemente apoyada en el trono para mantenerse erguida, y se puso de pie, ofreciéndoles así una buena visión de sí misma—. En mis aposentos privados me visto tal como veis, porque me gusta. Yo no hubiera salido, pero me habéis llamado. Si verme os disgusta, decidlo y me retiraré.
Eso hizo que todos rugieran que se quedara, por favor, lo cual estaba muy bien, porque sin el trono para apoyarse creo que ella se habría caído al suelo cuan larga era. Se tambaleaba peligrosamente, pero se las arregló para sentarse con dignidad, y al ver que algunos de los hombres jóvenes empezaban a empujar al akali, ella les detuvo.
—Un momento. Hablabas de un marido adecuado para mí… ¿Has pensado en alguien?
El akali era valiente. Se soltó de las manos que le empujaban y gruñó:
—Ya que no puedes pasar sin un hombre, elige uno… ¡pero que sea un sirdar.[82] O un hombre sabio, o un Hijo del Dios Inmortal!
—¿Un akali? —ella le miró con afectado asombro, y luego palmoteó—. ¡Me estás haciendo proposiciones! ¡Oh, estoy confusa… no es adecuado, en pleno durbar, a una pobre viuda! —Volvió la cabeza tímidamente a un lado, y por supuesto la gente graznó encantada—. Ah, pero no, akali… No puedo entregar mi inocencia a uno que admite abiertamente que frecuenta burdeles y persigue a las jovencitas… ¡Nunca sabría dónde encontrarte! Pero te agradezco tu galantería. —Ella le dirigió una irónica y pequeña inclinación de cabeza y su sonrisa podía haber helado a la propia Medusa—. Así que conservarás tus ojos de carnero… esta vez.
Él escapó, aliviado, entre la burlona multitud, y después de haberles entretenido jugando a hacerse la coqueta, la tonta y la tirana en breve espacio de tiempo, ella esperó a que estuvieran atentos otra vez, y les dirigió su discurso desde el trono, teniendo cuidado de no tartamudear.
—Algunos de vosotros pedíais a Goolab Singh como visir. Bueno, pues no lo nombraré, y os diré por qué. Ah, sí, podría rebajarle de vuestra estima diciendo que si va a ser tan buen estadista como amante, mejor sería tener al payaso Balú. —Los jóvenes vitoreaban entre grandes risotadas, mientras los viejos fruncían el ceño y miraban a un lado—. Pero no sería verdad. Goolab es un buen soldado, fuerte, valiente y astuto…, demasiado astuto, porque se entiende con los británicos. Puedo mostraros cartas si lo deseáis, pero es bien sabido. ¿Y ése es el hombre que queréis, un traidor que os venderá al Malki lat a cambio del gobierno de Cachemira? ¿Éste es el hombre que os conducirá a través del Satley?
Aquello era lo que todos querían oír, y rugieron: «Khalsa-ji!» y «Wa Guru-ji ko Futteh!», clamando por saber cuándo se les ordenaría marchar.
—Todo a su debido tiempo —les aseguró ella—. Dejadme que acabe con Goolab. Os he dicho por qué no es el hombre adecuado para vosotros. Ahora os diré por qué no es el hombre adecuado para mí. Es ambicioso. Hacedle visir, hacedle comandante del khalsa, y no descansará hasta que me eche a un lado y se coloque a sí mismo en el trono de mi hijo. Bueno, dejad que os lo diga, yo disfruto demasiado del poder para dejar que eso ocurra. —Se echó hacia atrás cómodamente, confiada, sonriendo un poco mientras les examinaba—. Eso nunca ocurrirá con Lal Singh, porque yo le tengo cogido aquí… —Levantó una manita, con la palma hacia arriba, y la cerró en un puño—. Hoy no está presente, por orden mía, pero podéis contarle todo lo que he dicho, si queréis… y si creéis que es inteligente hacerlo. Ya veis, soy honrada con vosotros. Elijo a Lal Singh porque así conseguiré lo que quiero, y bajo mis órdenes, él os conducirá… —Hizo una pausa efectista, sentándose erguida ahora, con la cabeza alta—. ¡… Adonde yo quiera enviaros!
Aquello sólo significaba una cosa para ellos, y hubo un gran escándalo de nuevo, con toda la asamblea rugiendo: «Khalsa-ji!» y «Jeendan!» mientras ellos se apiñaban hacia delante hasta el borde del estrado, empujando a los portavoces, haciendo temblar el techo con sus vítores y aplausos… Yo pensé: «Por Dios, estoy viendo algo nuevo. Una mujer tan impúdica como ella, con el coraje de proclamar claramente lo que era y lo que pensaba, alardeando de su pasión por el placer, el poder y la ambición, y que conseguía al final que pensaran que habían obtenido lo que querían.» No hubo excusas ni buenas palabras políticas, sino simplemente una arrogante aceptación: soy una egocéntrica perra inmoral que busca sus propios fines, y no me preocupa quién lo sepa… y como lo digo claramente, vosotros me vais a adorar por ello.
y efectivamente, la adoraban. Si no les hubiera prometido la guerra habría sido otra historia, pero lo había hecho, y lo había hecho con mucha clase. Conocía a los hombres y era muy consciente de que por cada uno que la despreciaba con disgusto y rabia e incluso la odiaba por la vergüenza que había arrojado sobre ellos, había diez que la aclamaban y admiraban y les decían a los demás que era una chica estupenda y se apasionaban por ella… Ése era su secreto. Las mujeres fuertes y listas usan el sexo de cien maneras diferentes: Jeendan usaba el suyo para apelar al lado oscuro de la naturaleza de los hombres, y sacar lo peor de ellos. Lo cual, por supuesto, es lo mismo que uno hace con un ejército, una vez ha juzgado cuál es su disposición y su carácter. Ella conocía el carácter del khalsa al milímetro, y cómo sacudirlo, jugar con él, asustarlo, hacerle el amor y dominarlo, todo con un solo objetivo: acabar con ellos. Y ellos confiaban en ella.
Vi cómo ocurría aquello, y si quieren alguna confirmación, la encontrarán en los informes de Broadfoot, los de Nicolson y los demás que estaban en Lahore en el 45. Verán que no la aprueban —excepto Gardner, para quien no podía equivocarse nunca— pero obtendrán un retrato veraz de una mujer extraordinaria.[83]
Al final se restauró el orden y la desconfianza hacia Lal Singh fue olvidada con la seguridad de que ella les dirigiría; sólo había una cuestión que importaba, y Maka Khan la expresó en voz alta.
—¿Cuándo, kunwari? ¿Cuándo marcharemos sobre la India?
—Cuando estéis listos —dijo ella—. Después del Dasahra.[84]
Hubo gruñidos de desaliento y gritos de que ya estaban listos, pero ella les hizo callar planteándoles unas preguntas:
—¿Estáis listos? ¿Cuánta munición por hombre tiene la división Povinda? ¿Qué caballos de relevo hay para los gorracharra? ¿Cuánto forraje para los equipos de artillería? ¿No lo sabéis? Os lo diré: diez balas, no hay relevos, forraje para cinco días. —«Alick Gardner ha estado proporcionándote información —pensé yo—. Eso les acalló, sin embargo», y ella continuó—: No iríais mucho más allá del Satley con eso, y mucho menos derrotaríais al ejército Sirkar. Necesitamos tiempo y dinero… y os habéis comido casi todo el tesoro, mis hambrientos khalsa —ella sonrió para suavizar el rechazo—. Así que durante una estación tenéis que dispersar las divisiones por el país, y vivir de lo que podáis obtener… ¡Vaya, será una buena práctica para el día que avancéis hacia Delhi y las ricas tierras del sur!
Aquello les animó mucho. Ella les estaba diciendo que saquearan su propio país, ya se habrán dado cuenta, lo cual venían haciendo desde hacía seis años. Mientras tanto, ella y su nuevo visir procurarían que los almacenes estuvieran llenos para el gran día. Sólo unos pocos de los mayores expresaron dudas.
—Pero si nos dispersamos, kunwari, dejaremos el país abierto a los ataques —dijo el robusto Imam Shah—. ¡Los británicos podrían hacer un chapao[85] y entrar en Lahore mientras nosotros estamos desperdigados!
—Los británicos no se moverán —dijo ella con confianza—. Más bien, cuando vean dispersarse al gran khalsa darán gracias a Dios y se quedarán quietos, como hacen siempre. ¿No es así, Maka Khan?
El viejo parecía dubitativo.
—Sí, kunwari… pero ellos no son tontos. Tienen sus espías entre nosotros. Hay uno en vuestra corte ahora… —él dudó, sin mirarla a los ojos— ese Flashman del ejército Sirkar, que se hace pasar por mensajero tonto cuando todo el mundo sabe que es la mano derecha del Infiel de Casaca Negra.[86] ¿Y si se enterara de lo que está pasando hoy aquí? ¿Y si hay un traidor entre nosotros que le informa?
—¿Entre los khalsa? —dijo ella, desdeñosa—. Das poco crédito a tus camaradas, general. En cuanto a ese inglés… él sabrá lo que yo quiera que sepa, ni más ni menos. No molestará a sus superiores.
A ella se le daba muy bien esa forma de hablar lenta y gangosa, y aquellos lascivos brutos empezaron a expresarse en risotadas rijosas… Es curiosa la manera en que circula la murmuración. Pero era extraño oírla hablar como si yo estuviera a kilómetros de allí, cuando sabía que estaba escuchando y que no me perdía ni una de sus palabras. Bueno, sin duda descubriría finalmente de qué iba todo aquello… Miré a Mangla, que sonrió misteriosamente y me hizo un gesto de silencio, así que me senté y pensé en todo aquello mientras aquel notable durbar concluía con nuevos vítores de leal aclamación y entusiásticas descripciones de lo que harían a John Company cuando llegase el momento. Después salieron en tropel de muy buen humor, con un último grito para la pequeña figura de rojo y oro solitaria en su trono, jugando con su pañuelo plateado.
Mangla me condujo de nuevo hasta el boudoir rosa, dejando ligeramente abierto el panel deslizante, y se afanó vertiendo vino en un vaso que debía de contener casi un cuarto, anticipando los deseos de su ama. En efecto, un tambaleante paso y una maldición murmurada en la escalera anunció la aparición de la Madre de Todos los Sijs, con un aspecto obscenamente hermoso y ansiando un refresco. Vació la copa antes de sentarse, lanzó un suspiro que la hizo estremecerse deliciosamente de pies a cabeza y se dejó caer aliviada en el diván.
—Llénamela otra vez… ¡Un momento más y me muero! ¡Oh, qué mal huelen! —bebió codiciosamente—. ¿Lo hice bien, Mangla?
—Muy bien, kunwari. Son vuestros, todos y cada uno de ellos.
—Sí, por el momento. ¿No se me trababa la lengua? ¿Estás segura? Los pies sí, sin embargo… —Lanzó una risita y bebió—. Ya lo sé, bebo demasiado, pero ¿acaso podría haberme enfrentado a ellos estando sobria? ¿Crees que lo habrán notado?
—Han notado lo que queríais que notaran —dijo Mangla secamente.
—¡Tonterías! Es verdad, sin embargo… ¡Hombres! —Lanzó una risa ronca, levantó una pierna y admiró su forma, complacida—. Incluso ese bestia de akali no podía sostenerme la mirada… Que el cielo ayude esta noche a la puta cuando le vacíe dentro toda su piedad. ¿No ha sido un regalo del cielo, sin embargo? Debería estarle agradecida. Me pregunto si él… —Rió, bebió de nuevo y pareció verme por primera vez—. ¿Nuestro alto visitante lo oyó todo?
—Cada palabra, kunwari.
—¿Y estaba bien atento? Muy bien.
Ella me miró por encima del borde de su copa, la dejó a un lado y se estiró lujuriosamente como un gato, viendo cómo calibraba yo los efectos de toda aquella maravilla tratando de reventar la tirante seda; no era una modesta violeta precisamente. Mi expresión sin duda le gustó, porque volvió a reír de nuevo:
—Bien. Tenemos muchas cosas de que hablar cuando hayamos apartado los recuerdos de esos sudorosos guerreros. Pareces también acalorado, inglés mío… Enséñale dónde se puede bañar, Mangla… y aparta tus manos de él, ¿entendido?
—¡Pero bueno, kunwari!
—«Pero bueno, kunwari», sí. Aquí, desabróchame la cintura. —Se echó a reír e hipó, mirando por encima del hombro mientras Mangla le desabrochaba por la espalda—. Es una zorrita lujuriosa, esta Mangla. ¿Verdad, cariño? Y también muy solitaria, ahora que Jawaheer se ha ido… No es que ella se preocupase nunca ni un Pice[87] por él —Me dedicó una sonrisa a lo Dalila—. ¿Has disfrutado de ella, inglés? Ella disfrutó mucho contigo. Bueno, déjame que te diga una cosa: tiene treinta y un años, está vieja… Cinco años más que yo y dos veces más vieja en pecado, así que cuidado con ella.
Cogió la copa de nuevo, se le cayó, salpicó vino por su estómago, maldijo profusamente y se sacó el diamante del ombligo.
—Aquí, Mangla, coge esto. A él no le gusta, y nunca aprenderá el truco. —Se levantó, no demasiado segura, y le hizo una seña impaciente a Mangla para que se fuera—. ¡Vamos, mujer… enséñale dónde está el baño, y prepara el aceite y luego vete! Y no olvides decirle a Rai y al Python que se queden cerca, por si les necesito.
Me pregunté, mientras me lavaba apresuradamente en una pequeña cámara junto al boudoir, si me había encontrado alguna vez con una zorra tan desvergonzada en mi vida… Bueno, Ranavalona, por supuesto, pero uno no espera tímidos coqueteos de un mono hembra. Lola Montes tampoco era partidaria de muchas ceremonias; se limitaba a gritar: «¡En guardia!» y blandir su cepillo del pelo, y la señora Leo Lade podía bajarte los pantalones con una tórrida mirada, pero ninguna había expuesto sus oscuros deseos tan abiertamente como esta borracha y pequeña hurí. Y aún más, uno debía conformarse a la etiqueta del país, así que yo me sequé a velocidad de vértigo y volví corriendo para seguir los impulsos de la naturaleza, ansioso por atacarla mientras ella salía de su baño… Y allí la tenía ahora, ante mí.
Estaba medio reclinada en una gran colcha de seda en el suelo, vestida con su velo de la cabeza y sus pulseras… y tal como yo había previsto, se había librado también de sus pantalones. Se estaba dando ánimos con una copa de vino, como de costumbre, y me di cuenta de que a menos que me pusiera al trabajo sin demora, ella estaría demasiado borracha para actuar. Pero todavía podía hablar y mirar, al menos, porque me miró con turbia aprobación, se humedeció los labios y dijo:
—Estás impaciente, ya lo veo… No, espera, déjame mirarte… Ahora, ven aquí y échate junto a mí… y espera. Dije que teníamos que hablar, recuerda. Hay cosas que debes saber, para que puedas explicarle lo que pienso a Broadfoot sahib y al Malki lat. —Otro sorbo de licor y una risita que delataba su embriaguez—. Como decís los ingleses, los negocios antes que el placer.
Yo estaba ardiendo por contradecirla con mis demostraciones, pero como ya he dicho, las reinas son diferentes… Ésta le había dicho a Mangla que «Rai y el Python» se quedasen cerca; no parecía que se tratase de doncellas, precisamente. Además, si tenía algo que decirme para Hardinge, debía escucharla. Así que me eché, casi ardiendo ante la perspectiva de las abundancias que se ponían al alcance de mi mano, y la maldita puta las toqueteaba con una mano mientras se vertía licor por encima con la otra. Entonces dejó la copa, metió la mano en un profundo cuenco de porcelana con aceite que tenía a su lado y arrodillándose ante mí, lo dejó gotear en mi pecho varonil; entonces empezó a frotar suavemente con las yemas de los dedos todo mi torso, murmurándome que me echara y me quedara tranquilo, mientras yo rechinaba los dientes y clavaba las uñas en la colcha, y trataba de recordar lo que era un ablativo absoluto… Tuve que seguirle la corriente, ya ven, pero con la cara pintada de aquella buscona respirando su cálido aliento alcohólico encima de mí, y aquellos soberbios pechos bamboleándose por encima de mi cabeza con cada movimiento incitante, y sus dedos acariciándome… Bueno, era perturbador. Para empeorar las cosas, hablaba con un ronco susurro, y yo debía intentar prestarle atención.
JEENDAN: Esto es lo que mató a Runjeet Singh, ¿lo sabías? Costó un cuenco entero de aceite… y murió… sonriendo…
FLASHY (un poco ásperamente): ¡No me digas! ¿Y pronunció sus últimas palabras?
JEENDAN: Era mi deber aplicarle aceite mientras él discutía los asuntos de Estado. Aquello aliviaba el tedio de los asuntos, solía decir él, y le recordaba que la vida no es sólo política.
FLASHY (meditativo): No me sorprende que el país fuera a la destrucción y la ruina… ¡Ah, para! ¡Oh, Dios mío! Asuntos de Estado, ¿eh? Bueno, bueno…
JEENDAN: ¿Lo encuentras… estimulante? Es una costumbre persa, ¿sabes? Las novias y novios lo usan en su noche de bodas, para disipar su timidez y aumentar su mutuo disfrute.
FLASHY (a través de los dientes apretados): Es un hecho del que siempre se aprende algo nuevo. ¡Oh, santo Moisés! Quiero decir, no te gustaría un poquito de aceite también a ti… después de tu baño, quiero decir… ¡no cogerías frío! Yo estaría encantado de…
JEENDAN: Todavía no. Qué músculos más espléndidos tienes, inglés mío.
FLASHY: Ejercicio y vida sana… ¡Oh, Dios mío! Mira aquí, kunwari… Creo que esto hay que arreglarlo, ¿no crees…?
JEENDAN: Yo puedo juzgar mejor que tú. Ahora tranquilo, y escucha. ¿Has oído todo lo que ha pasado en el durbar? Entonces… puedes asegurarle a Broadfoot sahib que todo está bien, que la muerte de mi hermano está olvidada, y que yo tengo al khalsa comiendo de mi mano… Así… no, no, tranquilo… ¡sólo estaba jugando un poco! Dile también que yo mantengo los sentimientos más amistosos hacia el Sirkar, y que no hay nada que temer. ¿Lo entiendes?
FLASHY (gimoteando): Completamente. Hablando de sentimientos amistosos…
JEENDAN: Un poco más de aceite, creo… Pero debes advertirle que no retire a sus regimientos del Satley, ¿de acuerdo? Deben quedarse en plena potencia… como tú, mi poderoso elefante inglés… Ahora, ya te he acariciado bastante rato. Debes ser recompensado por tu paciencia. (Se aparta y se arrodilla, buscando la bebida.)
FLASHY: No antes de tiempo…
JEENDAN (repeliéndole): No, no… Ahora es tu turno de untarme aceite. No demasiado, y empieza por los dedos de los pies, así…, suavemente…, frótame las manos… Bien…, ahora las muñecas… Informarás a Broadfoot sahib de que el khalsa será dispersado hasta después del Dasahra, y yo instruiré a los astrólogos para que elijan un día para iniciar la guerra… Ahora mis codos. Pero no habrá ningún día propicio durante muchas semanas. Yo me encargaré de eso… Ahora lentamente hacia arriba, hacia los hombros… suavemente, un poco más de aceite… Sí, sabré cómo posponerlo y atrasarlo… Así el Sirkar tendrá tiempo suficiente para prepararse para cualquier cosa que suceda… ¡Los hombros he dicho! ¡Oh, bien!, has tenido mucha paciencia, así que, ¿por qué no? Más aceite, en las dos manos…, más… ¡Ah, delicioso! Pero suavemente, hay más noticias para Broadfoot sahib…
FLASHY (untando furiosamente): ¡Al demonio con Broadfoot!
JEENDAN: Paciencia, amado mío, vas demasiado rápido. El placer apresurado es placer desperdiciado, recuérdalo… Dile que Lal Singh y Tej Singh mandarán el khalsa… ¿Me estás escuchando? Lal y Tej… no olvides sus nombres… Y ahora, todo está dicho… así que échate otra vez, mi elefante, y espera el placer de tu conductor…, así…, ¡oh, dioses! ¡Ah…! Espera, échate… y observa este reloj de arena, que señala los cuartos de hora… Su arena debe correr antes que la tuya, ¿lo oyes? Así que ahora, lentamente… ¿recuerdas los nombres? Lal y Tej… Lal y Tej… Lal y…
Los jóvenes, que se consideran dominantes, no lo creerán, pero estas señoras mandonas que insisten en llevar ellas la voz cantante pueden darte el doble de juego que cualquier esclava sumisa, si las manejas adecuadamente. Si quieren jugar a la princesa que sojuzga al pobre campesino, dejadlas; eso las prepara para dar lo mejor de sí mismas, y os ahorra un trabajo muy pesado, He conocido a unas cuantas perras dominantes, y el secreto es dejarlas que marquen el ritmo, mantenerse a la espera hasta que hayan agotado sus capacidades y entonces darles más de lo que pedían.
Conociendo el insaciable apetito de Jeendan, yo había pensado que me vería apurado para mantener los asaltos, pero ahora que estaba sobrio, lo cual no había ocurrido en nuestro primer encuentro, era tan fácil como cortar un tronco… que es lo que ella hizo, no sé si me siguen, al cabo de unos cinco minutos, gimiendo con satisfacción. Bueno, yo no estaba dispuesto a dejar las cosas así, de modo que la levanté y la llevé en volandas por toda la habitación hasta que ella gritó que se rendía. Entonces le dejé descansar un momento entre asalto y asalto, mientras la aceitaba amorosamente y la cogía de nuevo…, volviendo el reloj de arena a la mitad y haciendo que se fijara en ello, aunque con la bebida y el éxtasis dudo de que ella pudiera verlo siquiera. Ella susurraba que la dejara ya, así que acabé el trabajo placenteramente, tal como debía ser, y maldita sea si ella no se desmayó… Eso o fue la bebida.
Después de un rato volvió en sí, pidiendo débilmente una bebida, así que le serví unos tragos mientras pensaba si darle unos azotes o cantarle una nana… Uno debe mantenerlas en pie de guerra, saben. Lo primero parecía poco prudente, tan lejos de casa, así que la acuné cantándole Duérmete, niña y ella se durmió del todo, acurrucándose contra mí. La dejé echada en el diván, pensando que eso nos daría tiempo para recuperar nuestras energías, y fui al baño para quitarme el aceite… Sabía que había mujeres lascivas que tenían gustos extraños: varas de abedul, espuelas, cepillos del pelo, plumas de pavo real, baños, esposas, Dios sabe qué, pero Jeendan era la única loca por el aceite que puedo recordar.
Yo estaba frotándome y silbando Bebe, cachorro, bebe, cuando oí una campanilla que sonaba en el boudoir. «Tendrás que esperar un poco, querida», pensé yo, pero oí voces y me di cuenta de que ella había llamado a Mangla, y estaba dándole instrucciones en un susurro soñoliento y exhausto.
—Puedes despedir a Rai y el Python —murmuró—. No les necesitaré hoy… ni quizá mañana tampoco…
Yo tampoco lo creía, realmente. Así que canté: Rule, Britannia.